Capítulo XXVII

Cuando la puerta se cerró detrás del abogado, Race exhaló un profundo suspiro.

—Logramos más de lo que suponíamos. Una confesión de fraude. Una confesión de intento de asesinato. Es imposible ir más allá. Un hombre confesará, más o menos, haber intentado un asesinato, pero no conseguirá usted que confiese el hecho real.

—A veces puede hacerse —musitó Poirot.

—¿Tiene un plan?

El detective asintió con la cabeza. Luego dijo:

—El jardín de Assuán. Las declaraciones del señor Allerton. Las dos botellas de esmalte para las uñas. Mi botella de vino. La estola de terciopelo. El pañuelo manchado. La pistola que se dejó en el lugar del crimen. La muerte de Luisa. La muerte de la señora Otterbourne... Sí, todo está ahí. ¡Pennington no lo hizo, Race!

—¿Qué? —Race se sobresaltó.

Pennington no lo hizo. Tenía el motivo, sí. Tenía la voluntad de hacerlo; de acuerdo. Llegó hasta intentarlo. Mais c'est tout. Hacía falta algo para el crimen que Pennington no tenía. Éste es un crimen que requiere audacia, una ejecución rápida e implacable, valor, indiferencia al peligro y un cerebro calculador e ingenioso. Pennington no posee esos atributos. Él no podía cometer un crimen a menos que supiese que estaba seguro. ¡Este crimen no era seguro! Pendía del filo de una navaja de afeitar.

—Creo que tiene usted razón —declaró Race.

—Eso creo. Hay una o dos cosas... ese telegrama, por ejemplo, que Linnet Doyle leyó. Me gustaría aclarar ese punto.

—¡Por Júpiter, olvidamos preguntárselo a Doyle! Nos estaba hablando de ello cuando la pobre señora Otterbourne se presentó. Volveremos a preguntárselo.

—Dentro de poco. Primeramente deseo hablar a alguien más.

—¿A quién?

—A Tim Allerton.

—¿Allerton? Bien, le traeremos —oprimió un botón y mandó al camarero con un mensaje.

Tim Allerton entró con aire interrogante.

—El camarero me dijo que usted quería verme.

—Así es, señor Allerton. Siéntese.

—¿Puedo servirle en algo? —inquirió en tono cortés, pero no entusiasta.

—En cierto sentido, quizá —respondió Poirot—. Lo que yo realmente deseo es que escuche.

—Ciertamente. Yo no soy el mejor oyente del mundo. Puede esperar de mí que diga: «¡U-a!» a tiempo oportuno.

—Eso es muy satisfactorio. «¡U-a!» será muy expresivo. Eh bien!; comencemos. Cuando los conocí a usted y a su madre en Assuán, señor Allerton, me atrajo su compañía muchísimo. Para empezar, declararé que su madre es una de las personas más encantadoras que jamás he conocido...

El rostro cansado se contrajo un instante, una sombra de expresión apareció en él.

—Ella es... única —dijo.

—Pero la segunda cosa que me interesó fue la mención de cierta dama.

—¿Realmente?

—Sí, una señorita, Juana Southwood. Vea usted; yo había oído mencionar recientemente ese nombre —hizo una pausa y continuó—: Durante los tres últimos años se han cometido ciertos robos de joyas que han fastidiado grandemente a Scotland Yard. Son lo que puede denominarse «robos de sociedad». El método es usualmente el mismo: la sustitución de una imitación de una joya por el original. Mi amigo el jefe inspector Japp, llegó a la conclusión de que los robos no eran obra de una persona, sino de dos que trabajaban juntas muy hábilmente. Estaba convencido, por el conocimiento íntimo que revelaban, de que los robos eran obra de personas de buena posición. Y, finalmente, su atención se enfocó sobre la señorita Juana Southwood. Todas las víctimas habían sido amigas o conocidas de ella y en todos los casos había tenido en sus manos, o le habían prestado, la joya en cuestión. También su tren de vida estaba muy por encima de su renta. Por otra parte, estaba claro que el robo, es decir, la sustitución, no había sido realizada por ella. En algunos casos ella había estado ausente de Inglaterra durante el periodo en que la alhaja había sido repuesta. Así gradualmente, una idea fue tomando cuerpo en la mente del inspector Japp. La señorita Southwood estuvo en un tiempo asociada a una Corporación de Joyería Moderna. Él sospechaba que ella manejaba las joyas en cuestión, hacía unos dibujos de todas ellas, las hacía copiar por algún joyero humilde, pero deshonesto, y que la tercera parte de la operación consistía en la sustitución por otra persona, alguien que podía probarse que nunca tuvo en sus manos las joyas y que jamás se mezcló en la operación de las copias o imitaciones de piedras preciosas. Japp desconocía absolutamente a la otra persona.

»Ciertas cosas que dijo usted en su conversación me interesaron. Un anillo que desapareció cuando usted estuvo en Mallorca; el hecho de que usted había estado en una fiesta particular, donde ocurrió una de esas sustituciones falsas y su íntima asociación con la señorita Southwood. También había el hecho de que usted, evidentemente, advirtió mi presencia e intentó que su madre fuese menos cordial conmigo. Esto, desde luego, pudo haber sido una antipatía personal, pero pensé que no era ése el caso. Usted estaba demasiado ansioso para tratar de ocultar su antipatía bajo unos modales muy cordiales.

»Eh bien!; después del asesinato de Linnet Doyle, se descubrió que sus perlas habían desaparecido. Comprenderá usted que al instante pensé en usted. Pero no estoy satisfecho del todo. Pues si usted trabaja, como sospecho, con la señorita Southwood, que era íntima amiga de la señora Doyle, entonces la sustitución sería el método empleado, no un robo descarado. Pero entonces se restituyen inesperadamente las perlas, y ¿qué descubro? Que las perlas no son legítimas, sino que son falsas.

»Supe entonces quién es el verdadero ladrón. Era el collar falso el que fue robado y devuelto, una imitación que usted había cambiado previamente por el collar legítimo.

Miró al joven que tenía delante. Tim estaba blanco bajo su rostro curtido. No era un luchador tan bueno como Pennington. Dijo con un esfuerzo para sostener sus maneras burlonas:

—¿De veras? Y si es así, ¿qué hice con ellas?

—También lo sé.

El rostro del joven se alteró.

—No hay más que un lugar donde puedan estar —prosiguió Poirot lentamente—. He reflexionado y mi juicio me dice que así es. Esas perlas, señor Allerton, están escondidas en un rosario que cuelga de su camarote. Las cuentas del rosario están talladas de una manera muy elaborada. Creo que usted lo mandó hacer especialmente. Esas cuentas se desenroscan, aunque nadie pensaría en tal cosa al mirarlas. Dentro de cada una de ellas hay una perla pegada con secotina. La mayoría de los investigadores policíacos suelen respetar los símbolos religiosos, a menos que haya eminentemente algo extraño en ellos. Usted contaba con eso. Procuré averiguar cómo la señorita Southwood le mandó el collar falso a usted. Debe de haberlo hecho, puesto que usted vino aquí desde Mallorca al saber que la señora Doyle estaría aquí en su luna de miel. Tengo la creencia de que fue mandado en un libro, habiéndose hecho un agujero cuadrado recortando las páginas en el centro. Un libro se remite con los extremos abiertos y prácticamente nunca lo abren en Correos.

Hubo una pausa, una larga pausa. Luego Tim dijo quedamente :

—¡Ha vencido usted! Ha sido una partida magnífica. Pero ha terminado por fin. Ya no hay nada que hacer, supongo, más que aguantar y sufrir las consecuencias.

Poirot asintió.

—¿Se da usted perfecta cuenta de que le vieron aquella noche?

—¿Que me vieron? —preguntó Tim, sobresaltado.

—Sí, la noche que Linnet Doyle murió, alguien le vio a usted salir de su camarote después de la una de la madrugada.

—Escuche —dijo Tim—, usted no cree... ¡no fui yo quien la mató! ¡Lo juro! Haber escogido precisamente esa noche... ¡Cielos, es terrible!

—Sí —asintió Poirot—, debe usted de haber pasado unos momentos angustiosos. Pero ahora que se ha descubierto la verdad, tal vez pueda ayudarnos. ¿Estaba la señora Doyle viva o muerta cuando usted robó las perlas?

—No lo sé —respondió Tim roncamente—. ¡Pongo a Dios por testigo, señor Poirot, no lo sé! Había averiguado dónde las dejaba de noche, sobre la mesita, junto a la cama. Entré con sigilo, busqué a tientas y las cogí, deposité las otras y salí. Suponía, desde luego, que ella estaba dormida.

—¿La oyó usted respirar? ¿Seguramente escucharía eso?

—Estaba muy silencioso, muy silencioso, en verdad. No, recuerdo haberla oído respirar...

—¿Notó algún olor a humo en el aire, como debería haberlo si se hubiese disparado un arma de fuego recientemente?

—No lo creo. No lo recuerdo.

—Entonces no hemos adelantado nada.

—¿Quién me vio? —preguntó Tim con curiosidad.

—Rosalía Otterbourne. Ella venía del otro lado del barco y le vio salir del camarote de Linnet Doyle e ir al suyo.

—De modo que ella fue quien se lo dijo.

—Dispense, ella no me lo dijo.

—Entonces, ¿cómo lo sabe?

—¡Porque yo soy Hércules Poirot! ¡No necesito que me lo digan! Cuando la interrogué, ¿sabe usted lo que me dijo? Esto: «No vi a nadie.» Y mintió.

—Pero, ¿por qué?

—Quizá porque pensó que el hombre que ella vio era el asesino. Así parecía.

—Esto me parece mayor motivo para decirlo.

—Al parecer, ella no lo creía así.

—Es una muchacha extraordinaria —dijo Tim con una nota extraña en la voz—. Debe de haber sufrido mucho con esa madre suya.

—Sí, la vida no ha sido fácil para ella.

—¡Pobre criatura! —murmuró Tim. Se volvió hacia Race—. Bien, señor, ¿a dónde vamos a parar de aquí? Confieso haber tomado las perlas del camarote de Linnet y usted las encontrará precisamente donde ustedes dicen que están. Soy culpable Pero en lo tocante a la señorita Southwood, no confieso nada. No tiene usted ninguna prueba contra ella. Cómo llegó a mis manos el collar falso, es asunto mío.

—Una actitud muy correcta —murmuró Poirot.

—¡Siempre el caballero! —dijo Tim en un rasgo humorístico—. ¡Tal vez pueda usted imaginarse lo molesto que fue para mi encontrar a mi madre tan amiga de usted! No soy un criminal lo bastante endurecido para departir amigable y alegremente con un detective poco antes de dar un golpe bastante arriesgado. Algunas personas pueden cobrar ánimos con ello. Yo no.

—Pero no le impidió intentarlo.

—No podía acobardarme hasta ese extremo. El cambio tendría que realizarse alguna vez y se me presentó una ocasión única en este barco: un camarote con dos puertas y Linnet tan preocupada con sus asuntos que no era probable que descubriese el cambio.

—Me pregunto si esto fue tan...

—¿Qué quiere decir?

Poirot pulsó el timbre.

—Voy a preguntarle a la señorita Otterbourne si quiere venir un momento.

Tim frunció el ceño, pero no dijo una sola palabra. Un camarero llegó, recibió la orden y salió con el mensaje.

Rosalía llegó unos minutos después. Sus ojos, enrojecidos por el reciente llanto, se dilataron al ver a Tim, pero su anterior actitud recelosa y retadora había desaparecido. Tomó asiento y con docilidad miró a Race y a Poirot.

—Sentimos molestarla, señorita Otterbourne —disculpóse Race con voz dulce. Estaba algo enojado con Poirot.

—No importa —contestó la muchacha.

—Es necesario aclarar uno o dos puntos —dijo Poirot—. Cuando le pregunté si vio a alguien en la cubierta de estribor a la una y diez de esta madrugada, su respuesta fue que no vio a nadie. Afortunadamente he podido descubrir la verdad sin su ayuda. El señor Allerton ha confesado que estuvo en el camarote de Linnet Doyle, anoche.

Ella lanzó una rápida mirada a Tim. Éste, con el rostro ceñudo, asintió con la cabeza.

—¿La hora exacta, señor Allerton?

—Exacta —respondió Tim.

Rosalía le miraba con asombro. Sus labios temblaron visiblemente.

—Pero usted no... usted no...

—No, yo no la maté —dijo el joven rápidamente—. Soy un ladrón, pero no un asesino.

—La historia del señor Allerton —dijo Poirot— es que entró en el camarote anoche y cambió un collar de pellas falsas por las legítimas.

—¿Usted hizo eso? —preguntó Rosalía.

—Si —corroboró Tim.

Hubo una pausa. El coronel Race se movió, nervioso. Poirot dijo en voz extraña:

—Esa, como digo, es la historia del señor Allerton, en parte, confirmada por su declaración. Es decir, existe la prueba de que él visitó el camarote de Linnet Doyle anoche, pero no hay pruebas que demuestren por qué lo hizo.

Tim lo miró con asombro.

—¡Pero usted lo sabe!

—¿Qué sé yo?

—Pues... usted sabe que yo cogí las perlas.

Mais oui, mais oui. Yo sé que tiene las perlas, pero no sé cuándo las cogió. Puede haber sido antes de la noche pasada. Acaba usted de decir que Linnet Doyle no habría notado la sustitución. No estoy seguro de eso. Suponiendo que anoche amenazó con denunciar el hecho y que usted sabía que ella tenía verdaderamente esa intención... Y suponiendo que usted oyó la escena del salón entre Jacqueline de Bellefort y Simon Doyle, y tan pronto como el salón quedó desierto usted entró y se apoderó de la pistola; y luego, una hora más tarde, cuando en el barco reinaba la calma, usted penetró sigilosamente en el camarote de Linnet Doyle y se aseguró de que no se efectuaría la denuncia...

—¡Dios mío! —exclamó Tim. Desde su rostro pálido, dos ojos torturados miraron mudos, alucinados, a Poirot.

—Pero —continuó éste— alguien más le vio a usted, la muchacha Luisa. Al día siguiente, ella fue a verle y quiso hacerle víctima de un chantaje. Debía usted pagar generosamente, o bien ella denunciaría lo que sabía. Usted comprendió que someterse a un chantaje sería el principio del fin. Fingió usted asentir, acordaron una cita para que usted fuese al camarote de ella, poco antes del desayuno, con el dinero. Entonces, cuando ella contaba los billetes, usted la acuchilló.

»Pero de nuevo la suerte estuvo en contra de usted. Alguien le vio ir al camarote de la muchacha... —se volvió hacia Rosalía—. Su madre. Tuve usted que actuar otra vez con gran peligro, temerariamente, pero era la única posibilidad. Oyó usted a Pennington hablar de su revólver. Entró usted en su camarote, se apoderó del arma, escuchó fuera del camarote del doctor Bessner y mató a la señora Otterbourne antes de que ella pudiese revelar su nombre...

—¡No! —gritó vivamente Rosalía—. ¡Él no lo hizo! ¡Él no lo hizo!

—Después de eso, usted hizo la única cosa que podía hacer: corrió hacia la popa, y cuando yo corrí tras de usted, había usted doblado y simuló venir en dirección opuesta. Usted había manejado el revólver con guantes, esos guantes estaban en su bolsillo cuando yo se los pedí...

Tim interrumpió:

—¡Juro ante Dios que eso no es verdad, ni una sola palabra de ello! —Pero su voz temblorosa no convenció.

Fue entonces cuando Rosalía Otterbourne les sorprendió.

—¡Desde luego que no es verdad! ¡Y el señor Poirot lo sabe! Lo dice por algún motivo suyo.

—Mademoiselle es demasiado inteligente. Pero ¿usted convendrá en que era un buen caso?

—¡Qué demonios...! —Tim empezó con creciente furia, pero Poirot alzó una mano.

—Hay un caso muy bueno contra usted, señor Allerton. Quería que usted se diese cuenta de ello. Ahora le diré alguna cosa más desagradable. Todavía no he examinado aquel rosario en su camarote. Puede ser que cuando lo haga, no encuentre nada allí. Las perlas fueron sustraídas por una cleptómana que las ha restituido desde entonces. Están en una cajita sobre la mesa junto a la puerta, si es que quiere examinarlas bien con mademoiselle.

—Gracias —dijo—. No tendrá que ofrecerme otra ocasión para vivir rectamente.

Abrió la puerta para la muchacha. Ella pasó y, recogiendo la cajita de cartón, él la siguió. Echaron a andar juntos, uno al lado del otro. Tim abrió la caja, sacó el collar de perlas falsas y lo arrojó al Nilo.

—Ya está —dijo—. Eso ha desaparecido. Cuando devuelva la caja a Poirot, contendrá el collar legítimo. ¡Qué necio he sido!

—En primer lugar —dijo Rosalía en voz baja—, ¿por qué hizo eso? ¿Cómo llegó a hacer eso?

—¿Cómo empecé, quiere decir? ¡Oh, no lo sé! Por aburrimiento, por pereza, por diversión. Es un modo mucho más atractivo de ganarse la vida que estar dándole vuelta a la noria de un empleo. Le debe parecer a usted muy sórdido, pero esto tenía cierta atracción... el riesgo, supongo.

—Creo comprender.

—Sí, pero usted no lo haría jamás.

—No —declaró sencillamente—. Yo no lo haría.

—¡Oh, querida, es usted tan adorable! —dijo él—. ¿Por qué no quiso decir que me vio anoche?

—Pensé que sospecharían de usted.

—¿Sospechó usted de mí?

—No. No podía creer que usted matara a una persona.

—No. Yo no estoy hecho de la madera que los asesinos están hechos. No soy más que un miserable y vulgar ladronzuelo.

—No diga eso.

Él la cogió la mano.

—Rosalía, ¿sabría usted... sabría usted lo que quiero decir? ¿O me despreciaría siempre y me lo echaría en cara?

—Hay cosas —contestó ella, sonriendo levemente— que usted podría arrojarme en cara también...

—¡Rosalía, querida...!

Pero ella se contuvo un minuto más.

—Está... Juana...

Tim dio un grito.

—¿Juana? Es usted tan mala como mamá. No me importa un pito Juana.

—No es necesario que su madre lo sepa nunca —dijo Rosalía después de una pausa.

—No estoy seguro. Creo que se lo diré. Mamá es muy valiente. Tiene mucho aguante. Sí, creo que voy a destrozar sus ilusiones maternales. Sentirá tanto alivio al saber que mis relaciones con Juana eran puramente comerciales, que me lo perdonará todo.

Habían llegado al camarote de la señora Allerton y Timoteo llamó con firmeza en la puerta. Se abrió ésta y la señora Allerton apareció en el umbral.

—Rosalía y yo... —anunció Tim. Hizo una pausa.

—¡Oh!, queridos —dijo la señora Allerton. Abrazó a Rosalía—. Mi querida, mi pequeña niña... Siempre he abrigado la esperanza... pero Tim es tan fastidioso... y fingía que no te quería. ¡Pero desde luego, yo lo veía todo!

—Ha sido usted tan buena conmigo... siempre. Yo deseaba... —Se interrumpió y sollozó feliz en el hombro de la señora Allerton.

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