Capítulo XXIX

—Usted y yo, amigo mío —Poirot se inclinó hacia el coronel—. iniciamos nuestras investigaciones con una idea preconcebida. Esa idea era que el crimen cometido fue perpetrado de repente, sin ningún plan preliminar. Alguien deseaba suprimir a Linnet Doyle y aprovecho la oportunidad de hacerlo en un momento en que el crimen casi seguramente sería atribuido a Jacqueline de Bellefort. Por tanto se deducía que la persona en cuestión oyó la escena que hubo entre Jacqueline y Simon Doyle y se apoderó de la pistola después que los otros salieron del salón.

»Pero amigos míos, si esa idea preconcebida era equivocada, el aspecto del caso cambiaba. ¡Y era equivocada! No era ése un crimen espontáneo, cometido de repente. Fue, por el contrario, planeado muy cuidadosamente, con todos los detalles elaborados punto por punto de antemano, hasta la misma narcotización de la botella de vino de Hércules Poirot la noche en cuestión. ¡Sí, así es! Me narcotizaron para que no hubiese posibilidad de que yo participase en los acontecimientos de la noche. Eso se me ocurrió como posibilidad. Yo bebo vino, mis dos compañeros de mesa beben whisky y agua mineral respectivamente. Nada más fácil que echar una dosis de un narcótico inofensivo en mi botella de vino, las botellas están sobre las mesas todo el día. Pero rechacé ese pensamiento, había hecho un día caluroso, yo estaba muy cansado, no era en verdad extraordinario que me hubiese dormido por una vez con sueño pesado en vez de un ligero duermevela habitual.

»Vean ustedes, todavía me dominaba esa idea preconcebida. Si yo había sido narcotizado, indicaba una premeditación, significaría que antes de las siete y media, la hora en que se sirve la cena, el crimen ya había quedado decidido... Y eso, siempre desde el punto de vista de la idea preconcebida, era absurdo.

»El primer golpe a la idea preconcebida fue cuando la pistola fue recuperada del Nilo. Si no nos equivocamos en nuestras suposiciones, la pistola no se debería haber tirado por la borda nunca. Y había de seguir algo más —Poirot se dirigió al doctor Bessner—. Usted, doctor Bessner, examinó el cadáver de Linnet Doyle. Recordará que la herida presentaba señales de chamuscamiento, es decir, que la pistola fue arrimada a la cabeza antes de disparar.

Bessner asintió.

—Sí, exacto.

—Pero cuando se encontró la pistola, estaba envuelta en una estola de terciopelo y ese terciopelo presentaba señales de que dispararon a través de sus pliegues, al parecer bajo la impresión de que eso amortiguaría el sonido del disparo. Pero si la pistola fue disparada a través del terciopelo, no habría habido ninguna señal de chamuscamiento en la piel de la víctima. Por consiguiente, el disparo hecho a través de la estola no pudo ser el disparo que mató a Linnet Doyle. ¿Pudo haber sido el otro tiro, que disparó Jacqueline de Bellefort contra Simon? Tampoco, pues hubo dos testigos de aquel disparo y estamos enterados de lo ocurrido. Parecía ser, por tanto, que se disparó un tercer tiro, del cual no sabemos nada. Pero tan sólo dos tiros fueron disparados por aquella pistola y no aparecía ninguna indicación o señal de disparo.

»Aquí nos encontramos frente a una circunstancia inexplicable, muy extraña. El siguiente punto interesante fue que en el camarote de Linnet Doyle encontré dos botellines de esmalte para uñas. Ahora bien, las damas suelen cambiar con frecuencia el color de las uñas, pero hasta entonces las uñas de Linnet Doyle habían exhibido siempre el color encarnado, un rojo oscuro profundo. La otra botellita ostentaba una etiqueta que decía Rosa, que es un tono rosado pálido, pero las pocas gotas restantes no eran de un color rosado pálido sino de un rojo brillante. Tuve la curiosidad de destaparla y oler. ¡En vez del habitual olor fuerte de las gotas de pera, la botellita olía a vinagre! Es decir, sugería que la gota o dos de líquido que contenía eran de tinta roja. Desde luego, no hay razón para que la señora Doyle no haya tenido un frasquito de tinta roja, pero habría sido más natural que la tinta roja hubiese estado en una botella de tinta roja que en una botellita de esmalte para uñas. Sugería una relación con el pañuelo. La tinta roja se lava fácilmente, pero siempre deja una mancha rosada pálida.

«Quizá yo habría llegado a descubrir la verdad con estas ligeras indicaciones, pero ocurrió un incidente que hizo inútil toda duda. Luisa Bourget fue muerta en circunstancias que señalaban inconfundiblemente el hecho de que ella había estado haciendo víctima de un chantaje al asesino. No sólo había un fragmento de un billete de mil francos en su mano crispada, sino que recordé algunas palabras significativas que ella empleara esta mañana.

»Escuchen atentamente, pues aquí está el enigma del caso. Cuando le pregunté si vio algo la noche anterior, me dio esta respuesta extraña: "Naturalmente, si no hubiera podido dormir, si hubiese subido la escalera, entonces quizá podría haber visto a este asesino, a ese monstruo, entrar o salir del camarote de madame..." Ahora bien, ¿qué nos decía esto?

Bessner, arrugando la nariz en señal de interés intelectual, replicó prontamente:

—Le decía que ella había subido la escalera.

—No, no; usted no ve el punto. ¿Por qué había de decirnos eso a nosotros?

—Para transmitir una sugestión.

—Mas ¿por qué insinuarlo a nosotros? Si ella conoce quién es el asesino, tiene dos caminos a elegir: decirnos la verdad o callarse y exigir dinero de la persona en cuestión. Pero no hace ninguna de las dos cosas.

»No dice prontamente: "No vi a nadie. Estaba dormida."; tampoco declara: "Sí, vi a alguien y era tal o cual persona." ¿A santo de qué usar ese embrollo de palabras significativas e indeterminadas? Parbleu!, ¡no hay más que una sola razón! Ella está aludiendo al asesino; por tanto, el asesino debe haber estado en aquel momento. Pero además de mí y el coronel Race, no había más que dos personas presentes, Simon Doyle y el doctor Bessner.

El doctor se puso en pie de un salto rugiendo.

—¡Ah! ¿Qué dice usted? ¿Me acusa? ¿Otra vez? Pero es ridículo, despreciable.

—Estése quieto —dijo Poirot bruscamente—. Le estoy diciendo lo que pensé en aquel momento. No personalicemos.

—No quiere decir que él piensa que sea usted ahora —dijo Cornelia en tono tranquilizador.

—En consecuencia —continuó Poirot rápidamente—, el caso se presentaba entre elegir a Simon Doyle o al doctor Bessner. Pero ¿qué motivo tenía el doctor para matar a Linnet Doyle? Ninguno, que yo sepa. ¿Y Simon Doyle? ¡Pero eso era imposible! Había muchos testigos que podían jurar que Doyle no salió del salón aquella noche hasta que ocurrió la riña. Después fue herido y físicamente le habría sido del todo imposible haberlo hecho. ¿Poseía ya testimonios excelentes entre esos puntos? Sí, tenía los testimonios de la señorita Robson, de Jaime Fanthorp y de Jacqueline de Bellefort referente al primero; y tenía los testimonios profesionales del doctor Bessner y de la señorita Bowers, relativos al otro. No había duda posible.

»Por lo tanto, el doctor debía de ser el culpable. En favor de esta hipótesis existía el hecho de que la doncella fue acuchillada con un bisturí. Por otra parte, Bessner llamó deliberadamente la atención sobre la importancia de este hecho.

»Y luego, amigos míos, descubrí un segundo hecho, indiscutible. La suposición de Luisa Bourget no podía haberse referido al doctor Bessner, porque ella podía perfectamente haberle hablado privadamente a cualquier hora que hubiese querido. Había otra persona y una persona solamente que respondía a su necesidad: ¡Simon Doyle! Simon Doyle estaba herido, le asistía constantemente un médico, estaba en el camarote de ese médico. Para él por tanto iban destinadas aquellas palabras ambiguas, caso de que no se le presentara otra ocasión. Y recuerdo que continuó, volviéndose hacia él: "Monsieur, le imploro, ¿usted ve cómo es? ¿Qué puedo decir yo?" Y su respuesta: "Nadie cree que usted oyó o vio algo. No se preocupe. Yo me cuidaré de usted. Nadie la acusa de nada." ¡Era eso la seguridad que ella buscaba y la consiguió!

Bessner emitió un resoplido colosal.

Ach! ¡Es tonto usted! ¿Cree usted que un hombre con un hueso fracturado y la pierna entablillada puede andar por el barco acuchillando a la gente? Le digo a usted que es imposible que Simon Doyle saliese de su camarote.

—Lo sé —dijo Poirot con tono suave—. Es muy verdad. La cosa era imposible. ¡Era imposible... pero también verdad! No podía haber más que un sólo significado lógico tras las palabras de Luisa Bourget.

»En consecuencia volví al principio y examiné el crimen a la luz de estos nuevos datos. ¿Era posible que en el período anterior a la riña Simon Doyle hubiese salido del salón y los otros lo hubiesen olvidado o no lo hubiesen notado? No podía ver que esto fuese posible. ¿Podía pasarse por alto el testimonio profesional del doctor Bessner y el de la señorita Bowers? Volví a creer que no. Pero recordé que había una laguna entre las dos. Simon estuvo solo en el salón durante un período de cinco minutos y el testimonio del doctor Bessner era aplicable tan sólo al tiempo posterior a ese período. Durante ese intervalo tuvimos al testimonio de apariencia visual y aunque era lógico, ya no era seguro. ¿Qué se había visto, descontando las suposiciones?

»La señorita Robson había visto a la señorita Bellefort disparar su pistola, había visto a Simon Doyle desplomarse sobre una silla, le había visto aplicarse un pañuelo a la pierna y que ese pañuelo se iba empapando gradualmente de rojo. ¿Qué vio y oyó el señor Fanthorp? Oyó un disparo, encontró a Doyle con un pañuelo empapado de sangre aplicado a la pierna. ¿Qué ocurrió entonces? Doyle había insistido en que se llevasen a la señorita de Bellefort y en que no la dejasen a solas. Después, sugirió que Fanthorp buscase al doctor.

»En consecuencia, la señorita Robson y el señor Fanthorp salieron con la señorita de Bellefort y durante los cinco minutos siguientes estuvieron ocupados en el lado de babor. Dos minutos es todo lo que Doyle necesita. Coge la pistola de debajo de la otomana, sale con sigilo, descalzo, penetra en el camarote de su esposa, se aproxima sigiloso mientras ella duerme, le dispara un tiro en la cabeza, pone la botella que contenía la tinta encarnada en el lavabo, no se le debe encontrar encima a él. Vuelve corriendo, coge la estola de terciopelo de la señorita Van Schuyler, que él ha escondido al lado de la silla, envuelve la pistola en ella y se dispara un tiro en la pierna. La silla en que se desploma, de verdadero dolor esta vez, está junto a una ventana. Alza el bastidor y arroja la pistola, envuelta con el pañuelo delator y la estola de terciopelo, al Nilo.

—¡Imposible! —exclamó Race.

—No es imposible. Recuerde el testimonio de Tim Allerton. Él oyó una especie de taponazo seguido de un chapoteo. Y oyó algo más: las pisadas de un hombre que pasaba corriendo por delante de su puerta. Pero nadie debería haber estado corriendo por el lado de estribor de la cubierta. Lo que oyó fueron los pies, con calcetines, sin zapatos, de Simon Doyle corriendo por delante de su camarote.

—Todavía digo que es imposible —dijo Race—. Nadie podía realizar toda esa serie de operaciones de modo tan veloz, especialmente un individuo como Doyle, que es sujeto de procesos mentales lentos.

—¡Pero muy rápido y diestro en sus movimientos físicos!

—Es cierto. Pero no sería capaz de planear todo eso.

—Pero él no lo proyectó, amigo mío. Ahí es donde nos equivocamos. Parecía ser un crimen ejecutado de repente, pero no fue un acto cometido de repente. Como digo, fue una operación planeada hábilmente. No podía ser una casualidad que Simon Doyle tuviese una botella de tinta roja en el bolsillo. No, fue adrede. No fue casual que tuviese un pañuelo sencillo, sin marcar, encima. No fue una casualidad que el pie de la señorita Bellefort de un puntapié metiese la pistola debajo de la otomana, donde no se la veía y sería olvidada hasta más tarde.

—¿Jacqueline?

—Ciertamente. ¡Las dos mitades del asesinato! ¿Qué dio a Simon una coartada? El tiro disparado por Jacqueline. ¿Qué dio a Jacqueline su coartada? La insistencia de Simon que acabó con una enfermera que permaneció con ella toda la noche. Allí, entre los dos, tiene usted las cualidades: el cerebro frío e ingenioso de Jacqueline que planea la operación y el hombre de acción que la ejecuta, sin omisión de ningún detalle, con increíble rapidez.

«Examínelo detenidamente y observará que responde a cada pregunta. Simon Doyle y Jacqueline habían sido novios. Comprenda que todavía son amantes y está claro: Simón suprime a su esposa rica, hereda su dinero y pasado un tiempo se casará con su antiguo amor. Todo planeado. La persecución de la señora Doyle por Jacqueline forma parte del plan. Como la fingida rabia de Simon. Sin embargo, había momentos en que esa unión amenazaba romperse.

»Una vez me habló de mujeres dominadoras, con verdadera amargura. Yo debería haber comprendido que se refería a su esposa, no a Jacqueline. Luego sus maneras en público hacia su esposa. Un inglés corriente, inarticulado, como Simon Doyle, se siente embarazado cuando tiene que mostrar algún afecto. Simon no era en realidad un buen actor. Exageraba la nota del marido devoto. La conversación que tuve con Jacqueline de Bellefort cuando ella simuló que alguien nos había escuchado. Yo no vi a nadie. ¡Y no había nadie! Pero esto resultaría útil más adelante. Luego, una noche, en este barco, me pareció oír a Simon y a Linnet fuera de mi camarote. Él decía: "Tenemos que llevarlo adelante ahora." Era Doyle, sin ningún género de duda. Pero hablaba con Jacqueline.

»El drama final fue planeado y calculado perfectamente. Había una dosis de un narcótico para mí en caso de que yo metiese la nariz en el asunto; había la selección de la señorita Robson como testigo: el exagerado remordimiento e histerismo de la señorita Bellefort. Hizo mucho ruido para el caso de que se oyera el disparo. En verité, fue una idea extraordinariamente hábil. Jacqueline dice que ha pegado un tiro a Doyle, la señorita Robson lo confirma, Fanthorp igualmente; y cuando se examina la pierna de Doyle, se encuentra que, en efecto, tiene un balazo. ¡Parece irrefutable! Para los dos, existe una coartada perfecta; a costa, es cierto, de cierta cantidad de dolor y riesgo que ha de sufrir Simon Doyle; pero es necesario que su herida le imposibilite.

»Luego el plan falla. Luisa Bourget estaba desvelada. Subía la escalera y vio a Simon Doyle correr hacia el camarote de su esposa y luego regresar. Es fácil reconstruir lo sucedido, al día siguiente. En consecuencia, ella exige dinero y firma su propia sentencia de muerte.

—Pero el señor Doyle no pudo matarla —objetó Cornelia.

—No, el otro socio ejecutó el asesinato. Tan pronto como puede. Simon pide ver a Jacqueline. Hasta llega a rogarme que los deje solos. Él le cuenta el nuevo problema. Han de obrar inmediatamente. Él sabe dónde guarda los escalpelos el doctor Bessner. Después del crimen, limpia el escalpelo y lo devuelve. Luego, muy tarde, Jacqueline de Bellefort entra precipitadamente en el comedor a almorzar.

»Sin embargo, no todo marcha bien. Pues la señora Otterbourne ha visto a Jacqueline entrar en el camarote de Luisa Bourget. Y va inmediatamente a contárselo a Simon. Jacqueline es la asesina. Recuerden cómo gritó Simon a la pobre mujer. Nervios, pensamos. Pero la puerta estaba abierta y él estaba procurando comunicar a su cómplice la existencia del peligro. Ella oyó y actuó como el relámpago. Recordó que Pennington había hablado de un revólver. Se apoderó de él, se aproximó con sigilo a la puerta, escuchó, y en el momento crítico, disparó. Se jactó una vez de que era una buena tiradora y su jactancia no era vana.

»Observé después del tercer crimen que abríanse tres caminos por donde el asesino pudo escapar. Quería decir que pudo marchar a la popa, en cuyo caso Tim Allerton era el criminal, o pudo haber saltado por el costado, muy improbable, o entrar en un camarote. El camarote de Jacqueline era el segundo después del de Bessner. No tuvo más que tirar el revólver, meterse en el camarote, arreglarse el cabello y echarse en la litera. Era arriesgado, pero constituía la única posibilidad de salir con bien.

Hubo un silencio, luego Race preguntó:

—¿Qué sucedió a la primera bala disparada por la muchacha contra Doyle?

—Creo que fue a aplastarse en la mesa. Hay allí un agujero hecho recientemente. Creo que Doyle tuvo tiempo de extraerlo con un cortaplumas y arrojarlo por la ventana. Tenía, desde luego, un cartucho de más, para que pareciese que no se habían disparado más que dos tiros.

—Pensaban en todo —dijo Race—. Es horrible.

Poirot estaba silencioso. Pero no era un silencio modesto. Sus ojos parecían decir:

«Se equivoca. No pensaron en Hércules Poirot.»

En voz alta dijo:

—Y ahora, doctor, iremos a charlar con su paciente...

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