Capítulo XXIV

La señorita Bowers salió del camarote del doctor Bessner, alisándose los puños de sus muñecas. Jacqueline dejó bruscamente a Cornelia y se aproximó a la enfermera.

—¿Cómo está él? —preguntó.

La señorita Bowers aparecía consternada.

—He de confesar que sentiré un alivio cuando podamos sacarle una radiografía y se le extraiga la bala. ¿Cuándo cree que llegaremos a Shellal, señor Poirot?

—Mañana por la mañana.

Jacqueline asió el brazo de la señorita Bowers y lo sacudió:

—¿Va a morirse? ¿Va a morirse?

—Oh, no, señorita Jacqueline. Es decir, espero que no. La herida en sí no es peligrosa. Pero no cabe duda de que es preciso hacerle una radiografía cuanto antes.

Jacqueline se volvió a tientas, cegada por las lágrimas, hacia su camarote. Una mano debajo del codo la sostenía y guiaba. Alzó la vista y a través de las lágrimas vio a Poirot a su lado. Se apoyó en él un poco y él la guió a través de la puerta del camarote. Ella se hundió en la cama y las lágrimas manaron más abundantes.

Poirot se encogió de hombros. Meneó tristemente la cabeza.

—¡Yo lo habré matado! Y le amo tanto...

Poirot suspiró:

—Demasiado...

Fue lo que pensó hacía mucho tiempo en el restaurante del señor Blondin. Eso pensó ahora. Titubeando dijo:

—De todos modos, no se guíe por lo que dice la señorita Bowers. ¡Las enfermeras son siempre tétricas! La enfermera de noche está siempre asombrada de que su paciente esté vivo por la noche, la enfermera de día, siempre se sorprende de que el paciente esté vivo por la mañana. Así son las enfermeras del hospital. Saben demasiado.

Jacqueline, a través de sus lágrimas, dijo:

—¿Trata de consolarme, señor Poirot?

—¡Eh, bon Dieu, sabe lo que trato de hacer! Usted ni debería haber emprendido este viaje.

—Ojalá no lo hubiese hecho. Ha sido horrible. Pero... pronto terminará, ahora.

Mais oui, mais oui.

—Y Simon irá al hospital y le someterán a un buen tratamiento y todo saldrá bien.

—¡Habla usted como una criatura! ¡Y vivieron felizmente para siempre jamás! Eso es, ¿no es verdad?

—Señor, no he querido decir...

—Es demasiado pronto para pensar en semejante cosa. Es la frase hipócrita adecuada, ¿no es cierto? Pero usted tiene algo de latina, mademoiselle Jacqueline. Usted debería admitir los hechos, aunque no parezcan decorosos. Le roi est mort, vive le roi! El sol se ha puesto y la luna sale, ¿no es verdad?

—Usted no comprende. Él está apenado por mí, sufre porque sabe que estoy atormentada de pensar que le he herido gravemente.

Poirot meneó la cabeza.

—Ah, bien —dijo Poirot—. La piedad es un sentimiento elevado.

Salió de nuevo a cubierta. El coronel Race pasaba y le abordó al instante.

—Poirot. Buen muchacho. Le necesito. Tengo una idea —enlazando su brazo por entre el de Poirot, se lo llevó por la cubierta—. Simplemente una observación casual de Doyle. No me di cuenta entonces. Algo de un telegrama.

Tiens, c'est vrai...!

—Nada de particular, quizá, pero no se puede dejar ningún terreno inexplorado. Dos asesinatos y todavía estamos a oscuras

Poirot meneó la cabeza.

—No, no a oscuras. Al contrario.

Race le miró con curiosidad.

—¿Tiene alguna idea?

—Más que una idea. Estoy seguro.

—¿Desde cuándo?

—Desde la muerte de la doncella, Luisa Bourget.

—Pero, ¿usted cree saberlo? —Race le miró con curiosidad—. Usted no lo diría si no estuviese seguro. Por mi parte, yo no puedo decir que lo veo claro. Tengo mis sospechas, desde luego.

—Usted es un gran hombre, mi coronel. Usted no dice: «Dígame, qué es lo que piensa.» Usted sabe que si pudiese hablar, lo haría. Pero antes hay que establecer muchas cosas. Pero piense un instante en las líneas que voy a indicar. Hay ciertos puntos... Hay una declaración de mademoiselle de Bellefort de que alguien oyó nuestra conversación aquella noche en el jardín de Assuán. Hay la declaración del señor Timoteo Allerton respecto a lo que oyó e hizo en la noche del crimen. Hay las respuestas significativas de Luisa Bourget a nuestras preguntas de esta mañana. Hay el hecho de que la señora Allerton bebe agua, que su hijo bebe whisky y soda y que yo bebo vino. Añada botellitas de esmalte para las uñas y el proverbio que yo cité. Y finalmente llegamos al punto culminante del caso: que la pistola estaba envuelta en un pañuelo tosco y una estola de terciopelo y había sido tirada por la borda...

Race permaneció silencioso y luego sacudió la cabeza.

—No —dijo—. No lo veo. Pero me parece adivinar adonde apunta. Mas, por lo que veo, no creo que pueda dar resultado.

—Pero sí, pero sí, usted está viendo solamente la mitad de la verdad. Y recuerde esto: hemos de empezar de nuevo, dado que nuestra primera concepción de la historia era enteramente equivocada. Esto es lo que algunas personas no quieren hacer. Conciben una hipótesis y quieren que todo encaje en ella. Si algún dato o pormenor no encaja en la hipótesis, la rechazan. Pero siempre los hechos que no encajan son los significativos. Desde un principio, me di cuenta de la importancia de que la pistola desapareciese del escenario del crimen. Sabía que debía significar algo, pero lo que ese algo era lo comprendí tan sólo hace media hora.

—¡Yo todavía no lo veo!

—¡Pero lo verá! Solamente reflexione a lo largo de las líneas que he indicado. Y ahora aclaremos este punto de un telegrama. Es decir, si el Herr Doktor nos quiere recibir.

El doctor Bessner estaba aún de humor de perros. En respuesta a la llamada apareció en el umbral con un rostro ceñudo.

—¿Qué hay? ¿Una vez más quieren ver a mi paciente? Ya les he dicho que no es prudente. Tiene fiebre. Ya ha tenido demasiada excitación hoy.

—Solamente una pregunta —manifestó Race—. Nada más, se lo aseguro.

Con un gruñido de descontento el doctor se apartó y los dos hombres entraron en el camarote. El doctor, gruñendo para sí, pasó por su lado.

—Volveré dentro de tres minutos —dijo—. Y luego, decididamente, se mancharán ustedes.

Simon Doyle miró de uno a otro de los dos interrogantes.

—Sí —dijo—. ¿Qué hay?

—Poca cosa. Una cosa de poca importancia —dijo Race—. Hace poco, cuando los camareros me dieron el informe, mencionaron que el señor Richetti había objetado escandalosamente. Manifestó usted que no le sorprendía, pues usted conocía que era hombre de mal genio y que estuvo en una ocasión grosero con su esposa acerca de un telegrama. ¿Puede contarnos eso?

—Fácilmente. Fue en Wadi Halfa. Acabábamos de regresar de la Segunda Catarata. Linnet pensó que había visto un telegrama para ella en el mostrador. Había olvidado que ya no se llamaba Ridgeway: y Richetti y Ridgeway son algo parecidos cuando están escritos en una escritura atroz. Así ella lo abrió, no lo entendió, y estaba descifrándolo cuando este Richetti llegó, se lo arrancó de la mano y empezó a farfullar poseído de rabia. Ella fue a excusarse y él estuvo horriblemente grosero con ella.

—¿Y sabe usted, señor Doyle, lo que decía aquel telegrama?

—Sí, Linnet leyó parte de él en voz alta. Decía...

Hizo una pausa. Hubo una conmoción fuera. Una voz estridente se aproximaba rápidamente.

—¿Dónde están el señor Poirot y el coronel Race? ¡Tengo que verles inmediatamente! Es muy importante Tengo una información de importancia vital. Yo... ¿Están con el señor Doyle?

Bessner no había cerrado la puerta. Tan sólo la cortina colgaba a través del umbral abierto. La señora Otterbourne la echó a un lado y entró como un ciclón. Tenía la faz enrojecida, el andar vacilante y su palabra insegura.

—Señor Doyle —dijo drásticamente—. ¡Sé quien mató a su esposa!

—¿Qué?

Simon la miró con asombro. También los otros dos la miraron.

La señora Otterbourne les lanzó una mirada de triunfo. Era feliz, gloriosamente dichosa.

Race dijo ásperamente:

—¿He de entender que usted posee pruebas de quién asesinó a la señora Doyle?

La señora Otterbourne se sentó en una silla y se inclinó hacia delante moviendo vigorosamente la cabeza.

—Ciertamente, las poseo. ¿Convendrán conmigo, no es cierto, que quien mató a Luisa Bourget mató también a Linnet Doyle? ¿Que los dos crímenes fueron ejecutados por una misma mano?

—Sí, sí —dijo Simon con impaciencia—. Desde luego, es comprensible. Continúe.

—Entonces mi información es válida. Sé quién mató a Luisa Bourget, por tanto sé quién mató a Linnet Doyle.

—¿Quiere decir que tiene una hipótesis acerca de quién mató a Luisa Bourget? —sugirió Race, escéptico.

—No; lo sé de cierto. Yo vi a esa persona con mis propios ojos.

Simon, enfurecido, gritó:

—Por amor de Dios, comience desde el principio. Dice usted que conoce a la persona que mató a Luisa Bourget.

La señora Otterbourne asintió con la cabeza.

—Les diré exactamente lo que ocurrió. Fue cuando bajé a almorzar. Apenas tenía ganas de comer. El horror de la reciente tragedia... bien, no necesito entrar en eso. Cuando estaba a mitad de camino, recordé que había dejado algo en el camarote. Dije a Rosalía que se adelantase, que continuase sin mí. Así lo hizo.

La cortina de la puerta se movió ligeramente como si el viento la levantara, pero ninguno de los tres lo observó.

—Yo... —la señora Otterbourne calló. La cuestión era delicada—. Yo... tenía que ver a uno de la tripulación, del barco. Él tenía que darme algo que yo necesitaba, pero no quería que mi hija lo supiese; ella suele ser muy fastidiosa a veces...

La cortina de la puerta volvió a moverse. Entre ella y la puerta algo relució. La señora Otterbourne continuó:

—Yo tenía que bajar a la cubierta de abajo y allí encontraría al hombre esperándome. Cuando yo caminaba por la cubierta, la puerta de un camarote se abrió y alguien se asomó. Era una muchacha, Luisa Bourget, o como se llamara. Parecía esperar a alguien. Al verme, pareció tener una decepción y entró de nuevo bruscamente en el camarote. No le di importancia en aquel momento. Continué andando como he dicho y recibí... el paquete del hombre. Luego volví sobre mis pasos. En el preciso momento en que doblaba el ángulo, vi a alguien llamar a la puerta de la doncella y entrar en el camarote.

Race interrumpió:

—Y esa persona era...

¡Bang!

El ruido de la explosión llenó el camarote. Se sintió un olor acre a humo. La señora Otterbourne se volvió lentamente de lado como en suprema pregunta, luego su cuerpo se desplomó hacia delante y cayó al suelo con ruido sordo. De detrás de su oreja, la sangre manaba de un agujerito redondo.

Hubo un momento de estupefacción.

Luego Race y Poirot se pusieron en pie de un salto. El cuerpo de la mujer dificultó un poco sus movimientos. Race se inclinó sobre ella mientras Poirot saltaba como un gato en dirección a la puerta y salía a cubierta. La cubierta estaba desierta. En el suelo, delante del umbral, había un revólver grande, marca «Colt».

Poirot miró en ambas direcciones. La cubierta aparecía desierta. Echó a correr hacia la popa. Al doblar el ángulo, topó con Timoteo Allerton que venía del lado opuesto.

—¿Qué diablos fue eso? —gritó Timoteo, jadeante.

Poirot gritó bruscamente:

—¿Encontró a alguien cuando usted venía aquí?

—¿Que si vi a alguien...? No.

—Entonces acompáñeme —asió al joven del brazo y volvió sobre sus pasos.

Un grupo numeroso se había congregado ya. Rosalía, Jacqueline y Cornelia habían salido corriendo de sus camarotes. Más gente llegaba al salón: Ferguson, Jaime Fanthorp y la señora Allerton.

—¿Tiene usted guantes? —preguntó Poirot.

Timoteo rebuscó.

—Sí, los tengo.

Poirot se los arrebató, se los puso y se inclinó para examinar el revólver. Race lo imitó. Los otros miraban, conteniendo el aliento.

Race dijo, señalando el revólver.

—Me parece haber visto esta arma no hace mucho tiempo. Sin embargo, debo asegurarme.

Llamó a la puerta del camarote de Pennington. No hubo respuesta. El camarote estaba desierto. Race fue al cajón de la derecha de la cómoda y lo abrió. El revólver había desaparecido.

—Esto lo decide —murmuró el coronel—. ¿Dónde estará Pennington?

Salieron de nuevo a la cubierta. La señora Allerton se había unido al grupo y Poirot se unió rápidamente a ella.

—Madame, llévese a la señorita Otterbourne y cuídela. Su madre —consultó a Race con la mirada y éste asintió con la cabeza— ha sido asesinada.

El doctor Bessner llegó precipitadamente.

Gott im Himmel! ¿Qué hay ahora?

Le abrieron paso. Race indicó el camarote. Bessner entró.

—Busque a Pennington —dijo el coronel—. ¿Hay alguna huella dactilar en ese revólver?

—Ninguna —respondió el detective.

Encontraron a Pennington en la cubierta de abajo. Estaba sentado en el saloncito, escribiendo cartas.

—¿Hay alguna novedad? —inquirió.

—¿No oyó un disparo?

—¡Cómo! Ahora que usted lo menciona creo haber oído una especie de bang. Pero no se me ocurrió... ¿A quién han matado?

—A la señora Otterbourne.

—¿A la señora Otterbourne? —la voz de Pennington sonó asombrada—. Me sorprende usted. La señora Otterbourne —meneó la cabeza—. No lo entiendo —bajó la voz—. Me parece, señores, que tenemos a bordo un loco homicida. Debernos organizar un sistema defensivo.

—Señor Pennington —dijo el coronel—, ¿cuánto tiempo ha estado usted en este salón?

—Déjeme ver —Pennigton se acarició la barbilla—. Diría que unos veinte minutos, más o menos.

—¿Y no ha salido durante este tiempo?

—¡Cómo! No, ciertamente que no.

—Verá usted, señor Pennington —dijo Race—. La señora Otterbourne ha sido asesinada con el revólver de usted.

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