Capítulo XXX

Mucho más tarde, aquella noche, Hércules llamó a la puerta de un camarote. Una voz dijo: «Adelante», y el detective entró. Jacqueline de Bellefort estaba sentada en una silla. En otra silla, arrimada a la pared, hallábase sentada la corpulenta camarera.

Los ojos de Jacqueline escrutaron, pensativos, a Poirot. Ella hizo un gesto hacia la camarera.

—¿Puede marcharse?

Poirot hizo una seña con la cabeza a la mujer y ella salió.

Acto seguido el detective arrimó una silla y tomó asiento cerca de Jacqueline. Ninguno de los dos habló. El rostro de Poirot estaba triste. Al fin fue la muchacha quien habló primero.

—Bien —dijo—. ¡Todo ha terminado! Fue usted demasiado hábil para nosotros, señor Poirot.

Poirot exhaló un suspiro. Extendió las manos. Estaba mudo.

—De todos modos —murmuró Jacqueline, pensativamente—, no veo que posea usted muchas pruebas. Desde luego, tenía usted razón, pero si le hubiésemos despistado, engañado...

—De ninguna otra manera, mademoiselle, podía haber sucedido.

—Eso es bastante prueba para un cerebro lógico, pero no creo que hubiera convencido a un jurado. ¡Oh!, bueno, ya no hay remedio. Sorprendió usted a Simon y él mismo se descubrió. Perdió la cabeza el pobre corderito y lo confesó todo. No sabe perder.

—Pero usted, mademoiselle, sabe perder.

—Oh, sí, yo sé perder —le miró. Dijo impulsivamente—: ¡No se moleste tanto, señor Poirot! En lo que me atañe, quiero decir. Usted se aturde, ¿no es cierto?

—Sí, mademoiselle.

—Pero, ¿no se le habría ocurrido dejarme escapar?

Hércules Poirot dijo quedamente:

—No.

Ella movió la cabeza en señal de asentimiento.

—No, es inútil ser sentimental. Podría volverlo a hacer... Ya no soy una persona que ofrezca seguridad. Yo misma lo noto... —continuó meditabunda—. Es horriblemente fácil matar a la gente... Y se comienza a pensar que no importa... Que sólo uno mismo es lo que tiene importancia. Esto es peligroso —hizo una pausa y agregó con una sonrisita—: Hizo usted cuanto pudo por mí. Aquella noche en Assuán me dijo que no abriese mi corazón al mal... ¿Conocía entonces lo que yo me proponía realizar?

Él meneó la cabeza.

—Yo no sabía que lo que yo decía era verdad.

—Era verdad... Pude haberme detenido entonces. Ya lo intenté. Pude haber dicho a Simon que no quería continuar... Pero entonces quizá... Bien. ¿Le gustaría saber la historia? ¿Desde un principio?

—Si le place contármela, mademoiselle...

—Creo que quiero contársela. Todo era en verdad bien sencillo. Simon y yo nos amábamos...

—Y para usted, el amor habría sido bastante, pero no para él.

—Tal vez pueda usted exponerlo de ese modo. Pero no comprende del todo a Simon. Siempre ha querido tener dinero. Le gustan todas las cosas que se pueden adquirir con dinero: los caballos y los yates, y el deporte, cosas muy bonitas todas ellas.

»De todos modos no trató de casarse con una mujer rica y horrible. No era de esa clase de hombres. Luego nos conocimos y esto, al parecer, arregló las cosas. Solamente que no podíamos ver cuándo podríamos casarnos. Tenía un buen empleo, pero lo perdió. En cierto modo, fue culpa suya. Trató de hacer alguna cosa muy viva con dinero y le descubrieron. No creo que realmente tuviese el propósito de ser deshonesto. Sencillamente pensó que era una cosa que la gente de la City hacía.

Un temblor pasó por el rostro del oyente, pero guardó silencio.

—Entonces pensé en Linnet y su nueva casa de campo, y fui a verla. Usted sabe, señor Poirot, yo adoraba a Linnet. Era mi mejor amiga y jamás se me ocurrió ni en sueños que surgiera alguna cosa entre nosotras. Pensé que tenía mucha suerte de ser tan rica. Podría variar nuestra situación, la de Simon y la mía. si le diese un empleo. Y ella amablemente me dijo que llevase a Simon. Fue entonces cuando usted nos vio aquella noche en «Chez Ma Tante». Estábamos derrochando la mar de dinero, aunque no nos podíamos permitir ese lujo.

La muchacha hizo una pausa y luego, en el mismo tono, prosiguió:

—Lo que voy a decir ahora es la auténtica verdad, señor Poirot. Aunque Linnet esté muerta, no altera la verdad. Por eso no lo siento mucho por ella. Ella se propuso arrebatarme a mi Simon. ¡Es la verdad! No creo que vacilase ni un minuto. Yo era su amiga, pero eso a ella no le importaba. Simplemente, se chifló por Simon.

»Y a Simon no le importaba ni un comino ella. Le hablé a usted mucho sobre el hechizo, la fascinación, pero por supuesto, no era verdad. Él no quería a Linnet. Pensaba que era muy hermosa, pero dominadora, y aborrecía a las mujeres dominadoras. Todo esto le embarazaba mucho. Pero le gustaba la idea de su dinero.

»Desde luego, yo vi eso... Y finalmente sugerí que sería una buena idea si se desembarazaba de mí y se casaba con Linnet. Pero él rechazó la idea. Dijo que, aunque con dinero, sería un infierno estar casado con ella. Manifestó que su idea de tener dinero era tenerlo él, manejarlo él y no tener una esposa rica que fuese la dueña. "Yo sería una especie de Príncipe Consorte", me dijo. También declaró que no quería a nadie más que a mí...

»Me parece saber cuándo se le ocurrió la idea. Un día me dijo:

»—Si tuviese suerte me casaría con ella, y ella moriría al cabo de un año y me dejaría la pasta.

»Entonces una expresión extraña apareció en sus ojos. Fue cuando primeramente pensó en ello...

»Hablaba mucho: de lo conveniente que sería si Linnet muriese. Dije que era una idea terrible y entonces se calló. Luego, un día, le encontré leyendo un capítulo dedicado al arsénico. Le reproché y se echó a reír. Me dijo: "El que nada arriesga, nada tiene. Es la única vez en mi vida que estaré cerca de que llegue a mi poder una buena cantidad de dinero."

Al cabo de un rato comprendí que se había decidido, y me espanté. ¡Porque me di cuenta de que jamás sería capaz de hacerlo con éxito! Él es tan simple, tan infantil... Carece de imaginación, desconoce las sutilidades. Probablemente le habría suministrado una dosis excesiva de arsénico y habría dicho al doctor que murió de una gastritis. Siempre se imaginaba que las cosas le saldrían bien.

»Así yo tuve que tomar parte en los hechos, para cuidarme de él...

»Pensé sin cesar, con el objeto de elaborar un plan. Me pareció que la base de la idea debía ser una especie de coartada doble. Oiga bien: si Simon y yo pudiésemos dar muestras de alguna manera de que nos aborrecíamos, esas muestras nos salvarían. Sería fácil para mí fingir que odiaba a Simon. Era una cosa muy posible, dadas las circunstancias. Luego, si se mataba a Linnet, probablemente sospecharían de mí; en consecuencia, sería preferible que sospechasen seguidamente. Elaboramos los detalles poco a poco. Yo quería que en el caso de que el plan fracasase, me culpasen a mí y no a Simon. Pero Simon estaba preocupado por mí.

»Trazamos nuestro plan cuidadosamente. Aun así, Simon escribió una J con sangre, lo cual fue melodramático. Pero salió bien.

Poirot asintió:

—Sí, no fue culpa suya que Luisa Bourget no pudiera dormir aquella noche... ¿Y después, mademoiselle?

Ella sostuvo la mirada de Poirot.

—Sí —dijo—. Es horrible, ¿no es verdad? ¡No puedo creer que yo lo hice! Ahora sé lo que usted quería decir con abrir el corazón al demonio... Sabe usted perfectamente lo que acaeció. Luisa manifestó a Simon que ella estaba enterada. Simon consiguió que usted me llevase a él. Tan pronto como estuvimos solos, me contó lo sucedido. Me dijo lo que yo tenía que hacer. Ni siquiera me horroricé. Me asusté tanto... Eso es lo que hace el crimen... Simon y yo estábamos seguros, completamente seguros, de no ser por esa miserable chantajista francesa. Cogí todo el dinero que pude. Fingí que me sometía. ¡Y cuando ella contaba el dinero, lo hice! Fue muy fácil, tan horrorosamente fácil...

»Aun entonces no estábamos seguros. La señora Otterbourne me había visto. Salió a la cubierta con aire de triunfo, buscándoles a usted y al coronel. No tuve tiempo para pensar. Obré como un relámpago. Era casi emocionante. Sabía que era cuestión de vida o muerte aquella vez.

Hizo una pausa de nuevo.

—¿Recuerda cuando entró usted en mi camarote después? Dijo que no sabía por qué había ido. Yo estaba aterrada. Pensé que Simon iba a morir...

—Y yo lo esperaba —dijo Poirot.

Jacqueline asintió.

—Sí, habría sido mejor para él.

—Ése no es mi pensamiento.

Jacqueline miró la severidad del rostro del detective. Dijo suavemente:

—No se preocupe por mí, señor Poirot. Después de todo, he vivido sufriendo siempre. Si hubiéramos triunfado, yo habría sido feliz y habría disfrutado de la vida, y es probable que nunca me hubiera arrepentido. Tal como es... Bien —añadió—, hay que enfrentarse con la horrible realidad.

»Supongo que la camarera está a mi servicio para cuidar de que no me ahorque o ingiera alguna cápsula milagrosa de ácido prúsico, como siempre hace la gente en los libros. No tenga miedo. No haré tal cosa. Será mas fácil para Simon si yo continúo a su lado.

Poirot se incorporó. Jacqueline se alzó también. Dijo con una súbita sonrisa:

—¿Recuerda cuando le dije que yo tenía que seguir mi estrella? Dijo usted que podía ser una estrella falsa, y yo repliqué: «Esa estrella mala, esa estrella caerá». Yo no lo dudaba.

Poirot salió a la cubierta con la risa de la muchacha retumbando aún en sus oídos.

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