Capítulo XIII

Hércules Poirot se estaba quitando el jabón de su rostro recién afeitado cuando se oyó un golpecito rápido en la puerta. Seguidamente, el coronel Race entró sin más ceremonias. Cerró la puerta tras sí. Dijo:

—Su instinto acertó. Ha ocurrido.

Poirot se enderezó y preguntó vivamente:

—¿Qué ha ocurrido?

—Linnet Doyle está muerta. De un tiro en la cabeza. Sucedió anoche.

Poirot guardó silencio durante un minuto. En su mente surgieron vivamente la imagen de una muchacha, en un jardín de Assuán, que decía con voz dura, sin tomar aliento: «Me gustaría arrimar mi pistola a su cabeza y simplemente apretar el gatillo», y más reciente, la misma voz que decía: «Tiene una la impresión de que no se puede continuar... la clase de día cuando acaece algo»; y aquella extraña y momentánea llamada en sus ojos. ¿Qué le había sucedido que no respondió a aquella llamada? Había estado ciego, sordo, estúpido, con su falta de sueño... Race prosiguió:

—Tengo cierta categoría oficial; me llamaron. Lo dejaron todo en mi mano. El barco debe partir dentro de media hora, pero será retrasado hasta que usted me avise. Existe la posibilidad, desde luego, de que el asesino haya venido de tierra.

Poirot movió negativamente la cabeza. Race asintió con un gesto.

—Conforme. Puede descartarse. Bien, es cosa de usted.

Poirot se había estado vistiendo con destreza y celeridad. Dijo:

—Estoy a su disposición.

Los dos hombres salieron a la cubierta.

Race dijo:

—Bessner debe estar allí ya. Un camarero fue a buscarle.

Había cuatro camarotes de lujo dotados de cuarto de baño en el barco. De los dos de babor, uno estaba ocupado por el doctor Bessner; el otro, por Andrés Pennington. En la parte de estribor, el primero lo ocupaba la señorita Van Schuyler; el otro, al lado, Linnet Doyle. El camarote o cuarto de vestir de su esposo era el de la parte de al lado.

Un camarero de rostro blanco como la cera estaba de pie delante de la puerta del camarote de Linnet Doyle. Abrió para que los dos hombres entrasen.

El doctor Bessner estaba inclinado sobre la cama. Alzó la vista y gruñó al ver entrar a los otros.

—¿Qué puede decirnos, doctor? —preguntó Race amablemente.

Bessner se acarició pensativamente la mandíbula.

—¡Ah! Un tiro a bocajarro. Mire, encima mismo de la oreja. Por ahí penetró la bala. Yo diría que es del calibre 22. La pistola fue arrimada a la cabeza Mire esta manchita negra. La piel está chamuscada. Estaba dormida. No hubo lucha. El asesino se aproximó con sigilo en la oscuridad. Y la mató cuando ella yacía en la cama dormida.

Ah, non! —gritó Poirot—. Jacqueline Bellefort avanzando con sigilo en la oscuridad, pistola en mano... No, no, no encaja en este cuadro. —Pero eso fue lo que ocurrió.

—Sí, sí. No quería decir lo que usted imagina. No le contradecía a usted.

Bessner emitió un gruñido de satisfacción. Poirot se aproximó. Linnet yacía de costado. Su actitud era natural, tranquila. Pero encima de la oreja había un agujerito.

Su mirada se posó sobre la pared pintada de blanco, y contuvo el aliento bruscamente.

La nítida blancura aparecía manchada por una letra grande, una J, garabateada con ingrediente rojizo oscuro.

Poirot lo miró con fijeza, asombrado; luego se inclinó sobre la muchacha muerta y muy suavemente le asió la mano derecha. Un dedo aparecía manchado de rojo oscuro.

Race dijo:

—¿Qué opina usted. Poirot?

—Me pregunta qué opino. Eh bien, es muy sencillo, ¿no es verdad? La señora Doyle está agonizando, quiere indicar el nombre del asesino y escribe con el dedo mojado en su propia sangre la letra inicial del nombre de su asesino. ¡Oh, sí! ¡Es muy sencillo!

El doctor fue a hablar, pero un gesto perentorio de Race le detuvo.

—¿De modo que eso le parece a usted? —preguntó lentamente.

Poirot movió afirmativamente la cabeza.

—Sí, sí. Es, como he dicho, de una simplicidad asombrosa. Tan familiar, ¿no es verdad? ¡Se ha ejecutado tan a menudo en las páginas del crimen! Pero en efecto, ahora eso resulta un poco vieux jeu. Nos induce a sospechar que nuestro asesino es algo anticuado.

Race dijo:

—Comprendo. Creía al principio... —Calló.

Poirot dijo con una sonrisa levísima:

—¿Que yo creía en los viejos trucos del melodrama? Pero dispense, doctor, ¿estaba usted a punto de decir...?

Bessner prorrumpió guturalmente:

—¿Qué digo yo? ¡Bah! ¡Digo que es absurdo, una tontería! La pobre señora murió instantáneamente. Eso de meter el dedo en la sangre, y como usted ve, apenas hay sangre, y escribir una J en la pared... ¡Bah! ¡Tontería! ¡La tontería melodramática!

C'est infantillage! —asintió Poirot.

—Pero fue ejecutado con un propósito determinado —sugirió Race.

—Naturalmente.

—¿Qué significa la J?

—La J significa Jacqueline de Bellefort, una señorita que hace menos de una semana me declaró que no desearía nada mejor que... —Hizo una pausa y deliberadamente citó—: «arrimar mi pistola a su cabeza y luego simplemente apretar el dedo...»

Hubo un silencio momentáneo.

Que es lo mismo que sucedió aquí —observó Race.

Bessner asintió con la cabeza.

—Era una pistola de calibre muy pequeño, como he dicho, probablemente del 22. Desde luego, habrá que extraer el proyectil antes de establecerlo definitivamente.

—¿Cuánto tiempo lleva muerta?

—No me atrevería a precisar demasiado. Ahora son las ocho. Teniendo en cuenta la temperatura de anoche, diré que ha estado muerta ciertamente desde hace seis horas y probablemente no hace más de ocho.

—Es decir, entre las doce de la noche y las dos de la madrugada.

—Exacto.

Race miró su reloj.

—¿Y su esposo? Supongo que duerme en el camarote de al lado.

—En este momento —declaró Bessner— está dormido en mi camarote.

Los dos hombres le miraron sorprendidos.

Bessner movió varias veces la cabeza.

—¡Ah, sí! Veo que no se lo han dicho. Al señor Doyle le dispararon un tiro anoche en el salón.

—¿Que le dispararon un tiro? ¿Quién?

—La señorita Jacqueline de Bellefort.

Race preguntó vivamente:

—¿Está malherido?

—Sí; tiene el hueso fracturado. He hecho todo lo posible por el momento. Pero es necesario, lo comprenderán ustedes, sacar una radiografía de la fractura lo antes posible y someterle a un tratamiento adecuado, lo cual es imposible a bordo de este barco.

Poirot murmuró:

—Jacqueline de Bellefort.

Sus ojos se dirigieron de nuevo a la J escrita en la pared.

—Si no se puede hacer nada más aquí, por el momento, vayamos abajo. La dirección ha puesto el salón de fumar a nuestra disposición. Tenemos que recoger todos los detalles de lo ocurrido anoche —dijo Race.

Salieron del camarote. Race cerró la puerta con llave.

—Podemos volver después —dijo—. Lo primero que hay que hacer es esclarecer los hechos.

Bajaron a la cubierta inferior, donde encontraron al administrador del Karnak

El pobre hombre estaba terriblemente trastornado por lo acaecido y ansioso por dejar el asunto en manos del coronel Race.

—Creo, señor, que no puedo hacer nada mejor que dejar este asunto en sus manos. He recibido órdenes de ponerme a su disposición en el... el... otro asunto. Si usted se encarga de todo, ordenaré que todo el mundo se ponga a su disposición.

—Muy bien. Para empezar, desearía que esta habitación estuviese reservada para mí y para el señor Poirot durante el curso de las investigaciones.

—Ciertamente, señor.

—Eso es todo, por el momento. Puede usted continuar su trabajo. Caso de necesitarle, sé dónde encontrarle.

Con expresión de alivio, el administrador salió del cuarto.

—Siéntese, Bessner —dijo Race—, y cuéntenos la historia de lo que ocurrió anoche.

Escucharon en silencio.

—Está claro —comentó Race, cuando el otro ya hubo terminado—. La muchacha se preparó para la operación ayudada por una copa a dos. Y finalmente disparó contra el hombre con una pistola del 22. Luego fue al camarote de Linnet Doyle y disparó contra ella también.

El doctor Bessner negó.

—No, no. No lo creo. No creo que eso fuese posible. No escribiría su propia inicial en la pared..., sería ridículo, nich wahr?

—Es posible —declaró Race—, si estaba ciegamente loca y celosa como lo parece, quizá querría... añadir su nombre al crimen, por decirlo así.

—No, no. No creo que ella fuese tan... tosca —objetó Poirot.

—En este caso, esa J no tiene más que una explicación. La escribió alguien para hacer recaer las sospechas sobre Jacqueline.

El doctor dijo:

—Sí, y el criminal no tuvo suerte, porque, verá usted, no es sólo improbable que la joven cometiese el asesinato... creo también que es imposible.

—¿Cómo es eso?

Bessner explicó la historia de Jacqueline y luego las circunstancias que indujeron a la señorita Bowers a cuidar de ella.

—Y yo creo, estoy seguro, que la señorita Bowers estuvo en su compañía toda la noche.

—Si eso es así —dijo Race—, simplificaría el caso muchísimo.

Poirot preguntó:

—¿Quién descubrió el crimen?

—La criada de la señora Doyle, Luisa Bourget. Fue a llamar como de costumbre a su ama, la encontró muerta, salió y cayó desmayada en los brazos de un camarero. Éste fue a avisar al administrador, quien vino a verme. Busqué a Bessner y luego fui a verle a usted.

—Hay que comunicárselo a Doyle —dijo Race—. ¿Dice usted que duerme aún.

—Sí, duerme aún en mi camarote. Le di un narcótico anoche.

Race se volvió hacia Poirot.

—Bien —dijo—. No creo que haya necesidad de retener al doctor más tiempo, ¿eh? Muchas gracias, doctor.

Bessner salió. Los dos hombres se miraron.

—Bien, ¿qué opina, Poirot? —preguntó Race—. Usted cuida del caso. Recibiré sus órdenes. Usted dirá lo que debe hacerse.

Eh bien —dijo—. Debemos celebrar la encuesta. En primer lugar creo que debemos verificar la historia de lo acaecido anoche. Es decir, hemos de interrogar a Fanthorp y a la señorita Robson, que fueron los testigos de lo ocurrido. La desaparición de la pistola es muy significativa.

Race envió el recado por el camarero.

—¿Tiene alguna idea? —preguntó Race.

Poirot movió afirmativamente la cabeza.

—Mis ideas resultan contradictorias. No están muy coordinadas todavía. Hay el hecho importante de que esta muchacha odiaba a Linnet Doyle y quería matarla.

—¿La cree capaz de ello?

—Creo que... sí. —La voz de Poirot sonó dudosa.

—Pero ¿no de ese modo? Es lo que le preocupa, ¿no es cierto? No introduciéndose con sigilo en su camarote en la oscuridad para matarla de un tiro mientras dormía. ¿Es la sangre fría con que se cometió el crimen lo que le hace dudar?

—En cierto sentido, sí.

—Usted cree que esa muchacha, Jacqueline de Bellefort, es incapaz de cometer un asesinato premeditado, a sangre fría.

—No estoy muy seguro. Que ella posee suficiente inteligencia para hacerlo, lo creo. Pero dudo que, físicamente, pudiera decidirse a cometer el acto —dijo Poirot.

—Sí, comprendo. Bien, según la historia de Bessner, también habría sido imposible físicamente.

—Si eso es verdad, aclara la cuestión considerablemente. Abriguemos la esperanza de que es verdad.

La puerta se abrió y Fanthorp y Cornelia entraron. Bessner los seguía. Cornelia exclamó:

—¿No es verdaderamente terrible? ¡Pobre señor Doyle!

—Queremos saber exactamente lo que aconteció anoche, señorita Robson —dijo Race.

Cornelia empezó algo confusamente, pero una pregunta o dos de Poirot la ayudaron.

—Ah, sí, ya comprendo. Después del bridge, la señora Doyle fue a su camarote. Y yo me pregunto: ¿fue realmente a su camarote o pudo ir a otro sitio?

—Sí que fue —declaró Race—. Yo la vi. Le di las buenas noches en la puerta.

—¿Y la hora?

—Cielos, no podría decirlo —contestó Cornelia.

—Eran las once y veinte —indicó Race.

—Bien. Entonces a las once y veinte la señora Doyle estaba viva y sana. En aquel momento había en el salón... ¿quién?

Fanthorp respondió:

—Doyle estaba allí. Y la señorita Bellefort. La señorita Robson y yo.

—Así es —confirmó Cornelia—. El señor Pennington tomó una copa y luego fue a acostarse.

—Eso fue, ¿cuándo?

—Unos tres o cuatro minutos después.

—¿Antes de las once y media, entonces?

—Oh, sí.

—De modo que quedaron en el salón: usted, la señorita Robson, la señorita Bellefort, el señor Doyle y el señor Fanthorp ¿Qué hacían ustedes?

—El señor Fanthorp leía un libro. Yo me entretenía con unos bordados. La señorita Bellefort estaba... estaba...

Fanthorp acudió en su ayuda.

—Bebiendo más de la cuenta.

—Sí —confirmó Cornelia—. Me hablaba a mí mayormente, preguntándome cosas de nuestro país. Y ella seguía diciendo cosas. Pero creo que iban dirigidas al señor Doyle. Él se estaba poniendo furioso, pero no dijo nada. Creo que pensó que si callaba tal vez se apaciguaría.

—¿Y ella no se calmó?

Cornelia movió ligeramente la cabeza.

—Intenté marcharme una o dos veces, pero me hizo quedar y yo estaba poniéndome nerviosa. Luego el señor Fanthorp se incorporó y salió...

—La situación era algo violenta —explicó Fanthorp—. Creí que sería mejor salir disimuladamente. La señorita de Bellefort estaba disponiéndose a armar un escándalo.

—Y luego sacó la pistola —continuó Cornelia—. El señor Doyle dio un salto para arrebatársela. La pistola se disparó y le hirió en una pierna. Luego ella empezó a sollozar y a llorar. Yo estaba espantada y salí corriendo tras el señor Fanthorp. Él volvió conmigo y el señor Doyle dijo que no armásemos ningún escándalo. Uno de los camareros, al oír la detonación, subió corriendo. Pero el señor Fanthorp le dijo que no ocurría nada. Luego llevamos a Jacqueline a su camarote y el señor Fanthorp se quedó con ella mientras yo salía a buscar a la señorita Bowers.

—¿A qué hora fue eso?

—¡Cielos, no lo sé!

Fanthorp respondió prontamente:

—Serían las doce y media cuando llegué a mi camarote.

—Quiero estar seguro sobre uno o dos puntos —declaró Poirot—. Después que la señora Doyle salió del salón, ¿alguno de ustedes cuatro salió también?

—No.

—¿Está usted completamente seguro de que la señorita de Bellefort no abandonó el salón?

—Completamente seguro. Ni Doyle, ni la señorita de Bellefort, ni la señorita Robson, ni yo, salimos del salón.

—Bien. Esto establece el hecho de que la señorita de Bellefort no pudo posiblemente haber matado a la señora Doyle antes, digamos, antes de las doce y veinte. Ahora bien, señorita Robson, usted fue a buscar a la señorita Bowers. ¿Estuvo la señorita de Bellefort sola en su camarote durante ese período?

—No, el señor Fanthorp permaneció en su compañía.

—Bien. Hasta ahora la señorita de Bellefort puede presentar una coartada perfecta. La señorita Bowers es la siguiente persona que hay que interrogar. Pero antes de llamarla, desearía conocer su opinión sobre uno o dos puntos. El señor Doyle, dice usted, estaba ansioso porque la señorita de Bellefort no quedase sola. ¿Temía él, cree usted, que ella premeditara entonces algún acto imprudente?

—Ésa es mi opinión —declaró Fanthorp.

—¿Temía él que ella atacase a la señora Doyle?

—No —respondió Fanthorp meneando la cabeza—. No creo que fuese ésa su idea. Creo que temía que ella pudiese... hacerse daño a sí misma.

—¿Un suicidio?

—Sí. Usted verá. Ella estaba serena, pero acongojada por lo que había hecho. Se reprochaba a sí misma. No hacía más que decir que sería mejor que estuviese muerta.

Cornelia dijo tímidamente:

—Creo que él estaba angustiado por ella. Le habló... bondadosamente. Le dijo que era culpa suya, que él la había tratado mal.

—Ahora pasemos a la pistola —continuó Poirot—. ¿Qué se hizo del arma?

—Ella la soltó —declaró Cornelia.

—¿Y después?

Fanthorp explicó que él volvió para buscarla, pero el arma había desaparecido.

—¡Aja! —dijo Poirot—. Ahora llegamos a lo interesante. Hablemos, se lo ruego, con precisión. Descríbame exactamente lo que ocurrió.

—La señorita de Bellefort la dejó caer. Luego la apartó de un puntapié.

—Y fue a parar debajo de una otomana, dice usted. Ahora tenga mucho cuidado. ¿La señorita de Bellefort no recuperó aquella pistola antes de abandonar el salón?

Fanthorp y Cornelia estaban muy seguros sobre este punto.

—Precisamente. Yo procuro ser muy exacto. Cuando la señorita de Bellefort sale del salón, la pistola está debajo de la otomana. Y puesto que la señorita de Bellefort no ha quedado sola, estando en compañía del señor Fanthorp, no tiene ocasión de recuperar el arma después de salir ella del salón. ¿Qué hora era, señor Fanthorp, cuando volvió a buscarla?

—Poco antes de las doce y media.

—¿Y cuánto tiempo había transcurrido desde que usted y el doctor Bessner sacaron al señor Doyle del salón basta que usted volvió a buscar la pistola.

—Unos cinco minutos, quizás algo más.

—Entonces en esos cinco minutos, alguien saca la pistola del lugar donde estaba, fuera del alcance de la vista, debajo de la otomana. Ese alguien no fue la señorita de Bellefort. ¿Quién fue? Parece probable que la persona que la cogió fue el asesino de la señora Doyle. Podemos suponer también que esa persona oyó o vio algo de lo ocurrido poco antes.

—No veo cómo saca esa conclusión —objetó Fanthorp.

—Porque —explicó Hércules Poirot— usted acaba de decirme que la pistola estaba fuera del alcance de la vista, debajo de la otomana. Por lo tanto, es difícilmente creíble que fuera descubierta por casualidad. La cogió alguien que sabia que estaba allí. Por consiguiente, ese alguien debe haber presenciado la escena.

Fanthorp sacudió la cabeza.

—No vi a nadie cuando salí a la cubierta, poco antes de dispararse el tiro.

—Ah, pero usted salió por la puerta del lado de estribor.

—Sí. Por el lado donde está mi camarote.

—En tal caso, si hubiese habido alguien en la puerta del lado de babor, mirando por los cristales, ¿usted no le habría visto?

—No —admitió Fanthorp.

—¿Oyó alguien el tiro excepto el muchacho nubio?

—Que yo sepa, no. Verá, las ventanas estaban cerradas. La señorita Van Schuyler notó una corriente de aire a primeras horas de la noche. Las puertas estaban cerradas. Dudo que el disparo fuese oído. Sonaría como el taponazo de un corcho.

Race dijo:

—Que yo sepa, nadie parece haber oído el otro disparo, el tiro que mató a la señora Doyle.

—Eso lo investigaremos dentro de poco —indicó Poirot—. Por el momento, nos ocupamos de mademoiselle de Bellefort. Hemos de hablar con la señorita Bowers. Primero, antes de que se marchen, me darán ustedes una pequeña información referente a ustedes mismos —agregó dirigiéndose a Cornelia y a Fanthorp—. Así no será necesario volver a llamarles después. Usted primero, monsieur, su nombre entero.

—Jaime Lechdale Fanthorp.

—¿Dirección?

—Glanmore House, Market Dennington, Northamptonshire.

—¿Profesión?

—Soy abogado.

—¿Sus razones para visitar este país?

Hubo una pausa. Por primera vez, el impasible señor Fanthorp apareció desconcertado. Al fin dijo:

—Por... placer.

—¡Aja! —dijo Poirot—. Toma ustedes vacaciones, ¿eh?

—Sí...

—Muy bien, señor Fanthorp. ¿Quiere darme una breve descripción de sus movimientos de anoche, después de los sucesos que acabamos de relatar?

—Me marché directamente a la cama.

—Eso fue, ¿a...?

—Poco después de las doce y media.

—¿Su camarote es el número veintidós, que está al lado de estribor, el más cercano al salón?

—Sí.

—Le haré una pregunta más. ¿Oyó algo... algo, después de irse a su camarote?

Fanthorp reflexionó.

—Me acosté seguidamente. Me pareció haber oído una especie de chapoteo cuando me quedaba dormido. Nada más.

—¿Oyó una especie de chapoteo? ¿Cerca?

—Realmente no podría decir. Estaba medio dormido ya.

—¿A qué hora fue eso?

—Podría haber sido cerca de la una.

—Gracias, señor Fanthorp. Eso es todo.

Poirot se dirigió a Cornelia.

—Ahora, señorita Robson. ¿Su nombre?

—Cornelia Ruth. Mis señas. The Red House. Bellfield, Connecticut.

—¿Qué le trajo a usted a Egipto?

—Mi prima María, la señorita Van Schuyler, me trajo con ella de viaje.

—¿Conocía usted al señor Doyle, con anterioridad a ese viaje?

—No.

—¿Qué hizo usted anoche?

—Me fui seguidamente a la cama, después de ayudar al doctor Bessner en la curación de la pierna del señor Doyle.

—¿Su camarote es...?

—El cuarenta y uno, situado en el lado de babor, al lado mismo del de la señorita Bellefort.

—¿Oyó algo?

Cornelia movió negativamente la cabeza.

—No oí nada.

—¿Ningún chapoteo?

—No. Pero no podría oírlo, porque el barco está arrimado a la orilla por mi lado.

—Gracias, señorita Robson. Ahora quizá tendrá la amabilidad de rogar a la señorita Bowers que venga aquí un momento.

Fanthorp y Cornelia salieron.

—Esto parece estar bastante claro —comentó Race—. A menos que tres testigos independientes estén mintiendo, Jacqueline de Bellefort no pudo haber cogido la pistola. Pero alguien lo hizo. Y alguien oyó la escena. Y alguien escribió una J en la pared.

Sonó un golpecito en la puerta. La señorita Bowers entró.

En respuesta a Poirot, dio su nombre, domicilio, etc., añadiendo:

—He estado cuidando a la señorita Van Schuyler desde hace más de dos meses.

—¿La salud de la señorita Van Schuyler está muy delicada?

—Ella no es muy joven, está pensando siempre en su salud y le gusta tener una enfermera a su lado. No tiene nada de particular. Simplemente le gusta que la cuiden y se ocupen de ella. Está dispuesta a pagar estos servicios.

Poirot movió comprensivamente la cabeza. A continuación dijo:

—Tengo entendido que la señorita Robson la fue a buscar a usted anoche.

—Sí, así es.

—¿Quiere decirme exactamente lo que sucedió?

—La señorita me explicó lo ocurrido y la acompañé. Encontré a la señorita de Bellefort en un estado de excitación nerviosa próximo al histerismo.

—¿Pronunció ella algunas amenazas contra la señora Doyle?

—No. Se reprochaba a sí misma. Yo diría que había ingerido una buena cantidad de bebidas espirituosas. Me pareció que no debía dejársela sola. Le di una inyección de morfina y le hice compañía.

—¿La señorita de Bellefort salió de su camarote?

—No, no salió.

—¿Y usted?

—Estuve con ella hasta las primeras horas de esta mañana.

—¿Está segura?

—Completamente segura.

—Gracias, señorita Bowers.

La enfermera salió. Los dos hombres se miraron.

Jacqueline quedaba definitivamente descartada del crimen. ¿Quién mató entonces a Linnet Doyle?

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