Capítulo XI

—¿Quiere explicarme el significado de la palabra «fey», madame? —preguntó Poirot bruscamente.

La señora Allerton se mostró ligeramente sorprendida. Ella y el detective trepaban lentamente por la roca frente a la segunda catarata. Muchos de los otros habían subido en camellos, pero Poirot rehusó seguir su ejemplo, basándose en el movimiento de los contrahechos animales, que le recordaban el movimiento del barco. La señora Allerton lo había considerado desde el punto de vista de su dignidad personal.

Habían llegado a Wadi Halfa la noche anterior. Durante la mañana, dos lanchas transportaban a toda la partida a la segunda catarata, con excepción del señor Richetti, que insistió en hacer una excursión a un lugar remoto llamado Somma.

—«Fey»... —la señora Allerton inclinó la cabeza hacia un lado, mientras consideraba su respuesta—. Pues bien, es una palabra escocesa, en realidad. Significa una especie de felicidad exaltada, que precede al desastre. Como usted puede imaginar, es demasiado hermoso para ser verdad.

—Agradecidísimo, madame. Ahora lo comprendo. Es raro que dijese usted eso ayer precisamente... y pocos momentos después la señora Doyle escapaba por milagro a la muerte.

—Sí que estuvo cerca...

Poirot cambió el tópico y empezó a hablar de Mallorca, haciendo varias preguntas prácticas con vistas a una posible visita.

En aquel preciso instante, Tim y Rosalía Otterbourne estaban conversando. Tim había estado bromeando sobre su mala suerte. Decía que su condenada salud no era lo suficientemente mala para ser realmente interesante ni lo bastante buena para permitirle hacer la vida que hubiera deseado. Poco dinero... una ocupación por la cual no sentía vocación alguna...

—Una existencia oscura de gusano —terminó con profundo descontento.

Rosalía dijo bruscamente:

—Tiene usted algo que causa la envidia de muchísima gente.

—¿Y qué cosa es?

—Su madre.

A Tim le sorprendió agradablemente.

—¡Mi madre! Sí, en efecto, es única. Me complace que se haya dado cuenta de lo mucho que vale.

—La creo maravillosa. Parece tan amable..., con esa compostura..., esa calma, como si nada pudiera llegar hasta ella. Sin embargo, está siempre dispuesta a tomarlo a broma...

Tim experimentó una deliciosa sensación de calurosa atracción hacia la joven. Deseó poder devolverle el cumplimiento, mas, desgraciadamente, la señora Otterbourne constituía, en su opinión, una seria amenaza para el mundo. La imposibilidad de responder algo agradable le hizo confundirse.

La señorita Van Schuyler se quedó en la lancha. No se atrevió a arriesgarse a hacer la ascensión ni a pie ni en camello. Dijo con sequedad:

—Siento tener que rogarle que se quede conmigo, señorita Bowers. Tenía el propósito de hacer permanecer a la señorita Cornelia para que usted pudiera marcharse, pero ¡los jóvenes son tan egoístas...! Se escapó sin decirme una palabra. Y hace un momento la he visto hablando con ese grosero y mal educado de Ferguson.

La señorita Bowers dijo en tono confidencial:

—Perfectamente, señorita Van Schuyler.

Miró hacia la partida que ascendía la montaña y dijo:

—La señorita Robson no está ya con ese joven de que usted me habla. La acompaña el doctor Bessner.

La señorita Van Schuyler refunfuñó. Desde que descubriera que el doctor Bessner poseía una gran clínica en Checoslovaquia y reputación europea como médico de moda, estaba dispuesta a mostrarse condescendiente con él. Además, podía necesitar su asistencia profesional antes de terminar el viaje.

Cuando los pasajeros regresaron al Karnaki/>, Linnet dio un grito de sorpresa.

—Un telegrama para mí —dijo.

Lo extendió sobre una mesa después de romper su envoltura.

—¡Caramba! —exclamó—. No comprendo una palabra de esto... Patatas... Acelgas. ¿Qué significa esto, Simon?

Su marido se aproximaba para descifrar el enigma, cuando una voz furiosa se dejó oír.

—Perdóneme, pero ese telegrama es para mí.

Y el señor Richetti se lo arrebató con dureza de la mano, mientras le lanzaba una mirada colérica.

Linnet se quedó sin habla un momento, a consecuencia de la sorpresa. Luego dio la vuelta al sobre.

—¡Oh, Simon, que tonta he sido! Aquí dice Richetti, no Ridgeway... Y ahora recuerdo que mi nombre no es ya Ridgeway tampoco.. Tengo que excusarme.

Siguió al arqueólogo hasta la cabina del timonel.

—Lo siento muy de veras, señor Richetti... Vea usted, mi nombre era Ridgeway antes de casarme y no hace mucho que lo hice... Por esta razón...

Se interrumpió. Una sonrisa acudió a sus labios invitando a sonreír al italiano por el faux pas de una recién casada. Pero Richetti no estaba para bromas.

Linnet volvió a donde estaba Simon y marcharon juntos a la playa. Poirot, que los observaba, oyó a su lado un profundo suspiro. Volvióse y se encontró con Jacqueline de Bellefort. Tenía las manos engarfiadas en la cuerda de la barandilla. La expresión del rostro de la muchacha le sobresaltó. Ya no era alegre ni maliciosa. Parecía devorada por algún fuego interior.

—Ya ni se recatan... —las palabras salían de sus labios tenues y rápidas—. Ya no puedo alcanzarlos... Ya no les importa si estoy aquí o no. Ya no puedo hacerles daño.

Las manos sobre la barandilla temblaron.

—Mademoiselle.

Ella le interrumpió.

—¡Oh, no, es demasiado tarde para los consejos! Tenía usted razón. No debí venir... Por lo menos en este viaje. ¿Cómo le llamaba usted? ¿Un viaje del espíritu? No puedo retroceder... He de seguir adelante... Y seguiré. No serán felices. Prefiero matarlo...

Se marchó bruscamente. Poirot miró con aire triste cuando se alelaba. De pronto, sintió apoyarse una mano sobre su hombro.

—Su amiga parece estar algo enfurruñada, monsieur Poirot.

El detective se volvió sorprendido al reconocer a un antiguo amigo.

—¡Coronel Race!

El hombre alto, bronceado, sonrió.

—No esperaba verme por aquí, ¿eh?

Hércules Poirot había conocido al coronel Race un año atrás en Londres. Ambos fueron comensales en un extraño banquete, que terminó con el asesinato de su anfitrión. Poirot sabía que Race era un hombre que jamás permanecía inactivo. Siempre podía encontrársele en cualquiera de los confines del imperio en que existiese el menor conato de sublevación contra Gran Bretaña.

—Así pues, está en Wadi Halfa...

—Estoy aquí, en este barco.

—¿Qué quiere usted decir...?

—Que pienso hacer con usted el viaje de regreso a Shellal.

—Eso es muy interesante. ¿Y si bebiéramos algo?

Penetraron en el salón observatorio, ahora casi desierto. Poirot ordenó un whisky para el coronel y una naranjada con mucho azúcar para él.

—De modo que hará usted el viaje de retorno con nosotros —replicó Poirot, mientras sorbía su bebida—. Iría usted mucho más rápido si tomase el correo del gobierno que hace el trayecto sin detenerse de noche.

—Tiene usted razón, como siempre, monsieur Poirot —dijo humorísticamente el coronel.

—¿Le interesan los pasajeros?

—Uno solo de los pasajeros.

—¿Cuál de ellos?

—Desgraciadamente, yo mismo no lo sé.

Poirot parecía estar interesado. Race prosiguió:

—No es posible guardar secretos con usted. Hemos tenido muchas molestias aquí en estos últimos tiempos, tanto en un sentido como en otro. Pero no es a los que capitanean a los insurrectos a los que nos interesa capturar, sino a los que han encendido la mecha de la revolución con su manejos y propagandas. Había tres: uno ha muerto, el otro está encerrado, pero nos falta el tercero. Un individuo con cinco o seis asesinatos cometidos a sangre fría sobre sus espaldas. Es uno de los agentes a sueldo más inteligentes que han existido jamás. Está en este barco. Lo sé por un párrafo de una carta que ha caído en nuestras manos... Después de descifrarla, decía: «X se encontrará a bordo del Karnaki/> desde el 7 al 13 de febrero.» Pero no dice abajo con qué nombre se inscribió al tomar el pasaje.

—¿Posee alguna descripción de su hombre?

—No. Desciende de americanos, islandeses y franceses, es un conglomerado de razas. Lo cual no nos ayuda en nada... ¿Tiene usted alguna idea?

—¿Una idea? No..., todavía no.

La comprensión entre ellos era tan grande, que Race no insistió. Sabía que Poirot no hablaría una palabra a menos que estuviera seguro.

Poirot se frotó la nariz y habló con voz doliente:

—Ocurre algo a bordo de este barco que me inquieta más de lo que quisiera.

Race le miró, inquiriendo detalles.

—Figúrese —dijo Poirot— una persona a quien llamaremos A, que ha ofendido gravemente a otra, B. La persona B ansia vengarse y hace objeto a la otra de sus amenazas.

—¿Están A y B a bordo?

—Precisamente.

—Supongo que B es mujer.

—Exacto.

Race encendió un cigarrillo.

—Yo no me preocuparía. Las personas que dicen a todo el mundo lo que van a hacer, no lo hacen generalmente.

—Y en particular, éste es el caso con las mujeres.

—¿Algo más? —inquirió Race.

—Sí, algo más. Ayer la persona a quien designamos por A escapó de milagro a la muerte. Una muerte que presentaba todos los caracteres de un accidente casual.

—¿Maquinado por B?

—No; ése es el caso. B, probablemente, no ha intervenido para nada.

—Entonces fue un accidente.

—Así lo supongo yo también, pero no me gustan estos accidentes.

—¿Está seguro de que B no se ha mezclado para nada en eso?

—En absoluto.

—Bien. A veces hay coincidencias. ¿Quién es A? Una persona indeseable, sin duda, ¿verdad?

—Por el contrario, es una señora joven, encantadora y rica.

—Parece cosa de novela.

Peut-etre. Pero le digo a usted que no estoy tranquilo, amigo mío. Si no me equivoco, y sería la primera vez que me sucediese...

Race sonrió ante la inmodestia típica del detective.

—...Entonces hay motivo para inquietarse. Y ahora, viene usted a añadir otra complicación. Por lo que dice, hay un hombre a bordo del Karnaki/> que mata.

—Generalmente no mata a las señoras encantadoras.

Poirot movió la cabeza insatisfecho.

—Tengo miedo, amigo mío —declaró—. Tengo miedo... Hoy he avisado a la señora Doyle, que es la amenazada, que vaya con su marido a Kartum y que no regrese a este barco. Pero no han querido hacerlo. Ruego al Cielo que podamos llegar a Shellal sin que suceda una catástrofe.

—¿No es usted excesivamente pesimista?

Poirot movió la cabeza.

—Tengo miedo —dijo simplemente—. Yo, Hércules Poirot, tengo miedo...

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