Capítulo XXXI

Amanecía cuando entraban en Shellal. Las rocas descendían a la orilla del agua. Poirot murmuró:

Quel pays sauvage...!

—Bien —dijo Race—; hemos terminado nuestra labor. He dispuesto que desembarquen primero. Me alegro de haberle atrapado. Es un sujeto escurridizo. Se nos ha escabullido docenas de veces. —Continuó—: Hemos de buscar una camilla para Doyle. Es extraordinario cómo se ha desmoralizado.

—No tan extraordinario —dijo Poirot—. Ese tipo infantil de criminal es habitualmente muy vano. ¡Una vez que se le pincha la burbuja de su presunción se desvanece!

—Merece la horca —dijo Race—. Es un bribón de sangre fría. Lo siento por la muchacha, pero no se puede hacer nada.

Poirot meneó la cabeza.

—La gente dice que el amor lo justifica todo, pero eso no es cierto...

Cornelia Robson se aproximó a Poirot.

—¡Oh! —dijo—. Ya estamos llegando. —Hizo una pausa y agregó—: He estado con ella.

—¿Con la señorita de Bellefort?

—Me pareció que era terrible que estuviese encerrada con aquella camarera. Prima María está muy enojada.

La señorita Van Schuyler descendía lentamente por la cubierta en dirección a ellos. Sus ojos centelleaban de furia.

—¡Cornelia! —bufó—, te has portado de una manera atroz. Te mandaré ahora mismo a casa.

Cornelia contuvo el aliento.

—Lo siento, prima María, pero yo no me voy a casa. Voy a casarme.

Ferguson se aproximó viniendo del rincón de la cubierta y dijo:

—¿Qué es lo que oigo, Cornelia? ¡No es verdad!

—Es verdad —dijo Cornelia—. Voy a casarme con el doctor Bessner. Él me lo pidió anoche.

—¿Y por qué se casa con él? —preguntó Ferguson, furioso—. ¿Simplemente porque es rico?

—¡No! —replicó Cornelia, indignada—. Me gusta. Es bondadoso y muy sabio. Y siempre me he interesado por los enfermos y las clínicas. Y llevaré una vida maravillosa con él.

Ella se alejó. Ferguson dijo a Poirot:

—¿Cree usted que habla en serio?

—Ciertamente.

—Esa muchacha está loca —dijo Ferguson.

Los ojos de Poirot chispearon.

—Es una mujer de espíritu original —dijo—. Probablemente es la primera vez que usted ha conocido una mujer así.

El barco atracó. Un cordón se había formado en torno de los pasajeros. Se les dijo que esperasen antes de desembarcar.

Richetti, moreno y ceñudo, fue conducido a tierra por dos maquinistas. Luego, tras cierto retraso, trajeron una camilla. Simon Doyle fue llevado por la cubierta a la pasarela.

Parecía otro hombre distinto, asustado, receloso, desaparecido todo su aire de muchacho.

Jacqueline de Bellefort le siguió. Una camarera caminaba al lado de ella. Estaba pálida, pero fuera de esto tenía el mismo aspecto que de ordinario. Se aproximó a la camilla.

—Hola, Simon —dijo.

Él alzó la vista rápidamente. El viejo aire de muchacho volvió a su rostro durante un momento.

—Lo estropeé todo —dijo—. ¡Perdí la cabeza y lo confesé todo! Lo siento, Jacqueline. Te he vendido.

Ella sonrió.

—No importa, Simon —dijo—. Era un juego de necios y hemos perdido. Eso es todo.

Se apartó a un lado. El camillero alzó los palos de la camilla.

Jacqueline se inclinó y se ató el cordón del zapato. Luego su mano fue a la parte superior de su media y se enderezó con algo en la mano.

Hubo un estampido.

Simon Doyle se estremeció convulsivamente y luego se quedo quieto.

Jacqueline de Bellefort asintió con la cabeza. Permaneció un segundo pistola en mano. Dirigió a Poirot una sonrisa fugaz. Luego, cuando Race saltó hacia delante, ella se volvió el reluciente juguete contra su corazón y apretó el percutor.

Se desplomó hecha un ovillo.

Race gritó:

—¿De dónde diablos sacó esa pistola?

Poirot notó una mano en su brazo. La señora Allerton dijo suavemente:

—¿Usted lo sabía?

Él asintió.

—Ella tenía un par de pistolas. Me di cuenta cuando oí que habían encontrado una en el bolso de Rosalía Otterbourne el día del registro. Jacqueline estaba sentada en la misma mesa que ella. Cuando se percató de que iba a efectuarse un registro, la metió en el bolso de la otra muchacha. Después fue al camarote de Rosalía y la recuperó luego de distraer su atención con una comparación de barritas para los labios. Como ella y su camarote habían sido registrados ayer, no se creyó necesario hacerlo de nuevo.

La señora Allerton dijo:

—¿Quería usted que ella hiciese lo que ha hecho?

—Sí. Pero no quiso suicidarse sola. Por eso Simon Doyle ha tenido una muerte más dulce de lo que se merecía.

La señora Allerton se estremeció.

—El amor puede ser una cosa espantosa.

—Por eso la mayoría de las grandes historias de amor son tragedias.

Los ojos de la señora Allerton se posaron sobre Tim y Rosalía, que estaban de pie al sol, y dijo con voz súbita y apasionada:

—Pero gracias a Dios, hay felicidad en el mundo.

—Como usted dice, madame, demos gracias a Dios por ello.

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