Capítulo IV

—Monsieur Poirot.

El aludido se alzó repentinamente. Permanecía en la terraza después de marcharse todos. Abismado en sus propios pensamientos, contemplaba, sin verlas, las grandes rocas negras del Nilo, cuando el sonido de su nombre le volvió a la realidad.

Era una voz de timbre exquisito, firme, encantadora, pero un poco arrogante.

Hércules Poirot se encontró ante los ojos autoritarios de Linnet Doyle. Llevaba una capa de rico terciopelo púrpura sobre su traje de raso blanco y parecía más encantadora, más esplendorosa de lo que Poirot hubiese imaginado nunca.

—¿Es usted monsieur Poirot?

No era una respuesta difícil.

—A sus órdenes, madame.

—¿Sabe usted quién soy yo?

—Sí, madame. He oído su nombre. Sé exactamente quién es usted.

Linnet hizo un movimiento afirmativo con la cabeza. No era más que lo que ella había esperado. Continuó con sus maneras encantadoramente aristocráticas.

—¿Quiere tener la bondad de acompañarme al salón de juego, monsieur? Tengo verdadera ansiedad de hablarle a solas.

—Ciertamente, madame.

Emprendió la marcha hacia el hotel. Él la siguió. Fue conducido al desierto salón de juego y, ya dentro, Linnet le hizo un gesto para que cerrase la puerta. Entonces se desplomó en una silla y se sentó frente a él.

Linnet se dirigió al detective sin usar preámbulos de ninguna clase. Con gran fluidez dijo:

—He oído hablar de usted, monsieur. Sé que es usted un hombre inteligentísimo y tengo la necesidad apremiante de un hombre como usted en estos momentos. Tengo la seguridad de que usted me ayudará.

Poirot inclinó la cabeza.

—Me confunde con sus elogios y con su confianza, madame. Pero vea usted, estoy de vacaciones, lo cual quiere decir que no atenderé ningún caso profesional.

—Podríamos llegar a un acuerdo.

No lo dijo en tono ofensivo. Estas palabras expresaban solamente la callada confianza de una joven que jamás había encontrado nada que no pudiese arreglar a su entera satisfacción.

Linnet Doyle continuó:

—Estoy siendo objeto, monsieur Poirot, de una intolerable persecución. ¡Esta persecución estúpida tiene que cesar! Mi opinión era haber puesto en antecedentes a la policía para que ella se encargara del caso, pero, mi... mi marido cree que la policía será ineficaz en este asunto...

—Tal vez si usted me diese más detalles, madame...

—Oh, sí, lo haré. Pero la cosa es bien simple.

Ni una duda, ni un balbuceo. Linnet Doyle tenía un cerebro financiero. Solamente se detuvo un instante para exponer los hechos concisamente.

—Antes de que yo conociese a mi marido, él estaba prometido a la señorita Bellefort. Era también muy amiga mía. Mi marido rompió su proyectado enlace con ella. No congeniaban. Ella, lamento decirlo, lo tomó por lo trágico. Yo lo siento mucho, en verdad, pero estas cosas no pueden evitarse. La señorita Bellefort nos hizo objeto a mí y a mi marido de ciertas... amenazas a las cuales no hicimos el menor caso y que, justo es decir, no ha intentado llevar a cabo. Pero en vez de eso, ha adoptado la extraña idea de seguirnos por dondequiera que vamos.

Poirot enarcó las cejas.

—Es una venganza inaudita.

—Inaudita y ridícula. Pero, al mismo tiempo, es también fastidiosa.

Se mordió los labios.

Poirot sonrió en silencio.

—Sí —dijo tras una pausa—. Me lo imagino. ¿Usted está, según tengo entendido, en viaje de luna de miel?

—Sí, pero como le iba diciendo, se nos presentó por primera vez en Venecia, en casa de Danielli. Creía que se trataba de una mera coincidencia. Algo embarazoso, pero eso fue todo. Luego volvimos a encontrárnosla a bordo del mismo barco que nos condujo a Brindisi. Presumimos que iba a Palestina. La dejamos en el barco, según creíamos, pero cuando llegamos al hotel «Mena» estaba ya allí, esperándonos.

Poirot hizo un gesto de comprensión.

—¿Y ahora?

—Remontamos el Nilo en barco. Casi esperaba encontrarla a bordo. Al ver que no estaba allí, supuse que había cejado en su... chiquillada. Pero cuando desembarcamos aquí, ya estaba esperándonos.

—¿Teme usted entonces que continúe indefinidamente este estado de cosas?

—Sí —hizo una pausa—. Naturalmente, ello ya es bastante idiota. Jacqueline se está poniendo muchas veces en ridículo. Me sorprende que no posea más amor propio... más dignidad.

—Hay veces, madame, en que el orgullo y la dignidad... se dejan a un lado. Existen emociones mucho más... fuertes.

—Sí, es posible —dijo Linnet, impaciente—. Pero... ¿qué ventaja le puede proporcionar esta conducta?

—No siempre se obra en espera de una ventaja.

Algo imperceptible en el tono del detective impresionó a Linnet desagradablemente. Enrojeció y dijo con voz atropellada:

—Tiene usted mucha razón. Pero una discusión de motivos está fuera de lugar. Lo esencial es que eso tiene que terminar.

—¿Y cómo cree usted poder conseguirlo, madame? —preguntó Poirot.

—Bien, naturalmente; mi marido y yo no podemos continuar soportando durante mucho tiempo todo este... fastidio. Debe haber alguna disposición legal en que podamos apoyarnos para impedirlo.

Hablaba impacientemente. Poirot la miró, pensativo, y preguntó:

—¿Le ha hecho objeto de amenazas en público? ¿Ha usado un lenguaje insultante al dirigirse a usted? ¿Ha intentado inflingirle algún daño corporal?

—No.

—Entonces, francamente, madame, no creo que pueda hacer nada contra ella. Si la señorita de Bellefort se complace en visitar ciertos lugares y da la casualidad de que esos lugares son los mismos que usted y su marido visitan...

—¿Luego no puedo hacer nada, absolutamente nada?

La voz de Linnet contenía una nota de incredulidad.

—Nada que yo sepa. Mademoiselle de Bellefort está en su perfecto derecho de obrar como lo hace.

—Pero... esto es enloquecedor. No puedo tolerar tener que transigir con esto.

—La compadezco, madame. Sobre todo porque me imagino que no se ha encontrado muchas veces en la situación de tener que transigir.

Linnet exclamó con el ceño fruncido:

—¡Debe de haber algún modo de evitarlo!

Poirot se encogió de hombros.

—Puede marcharse... irse a otro sitio cualquiera —sugirió Poirot.

—Nos seguiría.

—Posiblemente sí...

—¿Y por qué he de marcharme? ¿Por qué continuar esta vida como si...?

Se interrumpió.

—Exactamente, madame. Como si... Tiene usted razón en lo que piensa.

Poirot cambió de tono. Se inclinó hacia delante. Su voz era confidencial. Dijo suavemente:

—¿Qué quiere usted decir?

—¿Por qué se preocupa tanto, madame?

—¿Por qué...? Porque esto me enloquece. Porque es irritante hasta el último grado. ¡Le he dicho por qué!

Poirot movió la cabeza negativamente.

—Nada de eso.

—¿Qué quiere usted decir?

Poirot se acomodó en su sillón, cruzó los brazos y empezó a hablar con tono impersonal, conciso.

—Escuche, madame, voy a contarle una historia. Un día, hace un mes o dos, estaba comiendo en un restaurante de Londres. En una mesa junto a la mía sentábanse dos personas: un hombre y una muchacha. Eran felices o lo aparentaban; estaban enamoradísimos el uno del otro. Hablaban de lo futuro con gran confianza. No es que yo escuchase lo que no me interesaba; pero ellos hablaban en voz alta y no les importaba que les oyesen o no. El hombre me daba la espalda, pero veía perfectamente la cara de la muchacha. Su emoción era intensa. Estaba enamorada, había entregado al hombre su corazón, su alma, y no parecía de esas que aman superficialmente y a menudo. Su amor parecía eterno como la vida y la muerte. Se habían comprometido para casarse y discutían dónde pasarían la luna de miel. Planearon venir a Egipto —Hizo una pausa.

Linnet dijo con sequedad:

—¿Y bien?

Poirot continuó:

—Ha transcurrido un mes o dos, pero no puedo olvidar el rostro de la muchacha. Sé que la recordaré si la veo otra vez. Y reconoceré también la voz del hombre. Creo, madame, que usted adivinará dónde oiré esta voz y veré aquel rostro... aquí, en Egipto. El hombre está en su luna de miel... pero con otra mujer.

Linnet habló con voz cortante:

—Bien, ¿y qué? Ya había mencionado yo todo eso.

—Los hechos, sí.

—¿Qué omití entonces?

—La muchacha del restaurante mencionó el nombre de una amiga, una amiga que ella tenía la seguridad de que no la abandonaría. Y esa amiga, creo que era usted misma, madame.

Linnet enrojeció.

—Sí. Ya le dije que hablamos sido amigas.

—Y ella tenía una confianza ciega en usted.

—En efecto.

Hizo una pausa. Luego, como Poirot no parecía dispuesto a continuar hablando, prosiguió:

—Claro que todo esto es muy lamentable, pero no tiene nada de particular. Ha sucedido en todos los tiempos y en todas las ocasiones.

—Sí, desde luego, ha sucedido en todos los tiempos... Usted es protestante, ¿no es verdad?

—Sí —respondió Linnet asombrada por esta pregunta.

—Entonces habrá oído leer los pasajes de la Biblia en la iglesia. Oiría hablar del rey David y del rico que tenía enormes rebaños y del pobre que no tenía más que una ovejita blanca... y cómo el rico arrebató al pobre su única oveja. En efecto... son cosas que han sucedido en todos los tiempos, madame.

Linnet se levantó. Los ojos le llameaban de cólera.

—Comprendo perfectamente lo que quiere dar a entender. Que yo le robé el novio a mi amiga. Considerando el asunto sentimentalmente..., que es como las personas de su vieja generación miran estas cosas..., posiblemente es verdad. Pero la realidad estricta es muy distinta. No niego que Jacqueline estuviese locamente enamorada de Simon, pero no puede usted afirmar bajo juramento que Simon lo estuviese de ella. A él le gustaba mucho Jacqueline, pero creo que antes de conocerme ya se había dado cuenta de su error. Considérelo imparcialmente, monsieur. Simon recapacitó y vio que era a mí a quien amaba. ¿Y qué hizo? ¿Debía ser heroicamente noble y desposarse con la mujer a quien ya no amaba en absoluto, y arruinar de esta forma la existencia de tres personas, ya que es dudoso que hubiera podido hacer feliz a Jacqueline en estas circunstancias? Si él hubiese estado casado con ella cuando me conoció, accedo a reconocer que su deber podía haber sido permanecer a su lado, aunque no estoy muy segura de que lo hiciese. Cuando una persona es desgraciada, la otra sufre también. Pero una promesa de matrimonio no es un compromiso real; así, pues, fue necesario hacer frente al conflicto antes de que fuese demasiado tarde... Admito que fue terriblemente doloroso para Jacqueline... pero sucedió así. Era inevitable.

—Ya quisiera saber...

—¿Qué iba a decir?

—Eso es muy razonable, muy lógico, pero no explica una cosa.

—¿Qué cosa?

—Su propia actitud, madame. Mire, esta persecución puede considerarla bajo dos aspectos; puede causarle molestias o puede despertar la piedad al ver cuan terriblemente ha sufrido su amiga ante el cambio súbito de los sentimientos de su novio. Sufrimiento que le ha hecho despreciar todas las conveniencias sociales. Pero no es así como usted considera su conducta; su relación, madame, le hace mirarla como intolerable, y, ¿por qué...? Sólo por una razón... porque usted experimenta una sensación de culpabilidad.

Linnet se estremeció de ira.

—¿Cómo se atreve, señor Poirot? Realmente se excede demasiado...

—Es que yo soy muy atrevido, madame. Permítame que le hable con franqueza. Tengo la convicción de que aunque usted quiere disfrazarse los hechos a usted misma, reconoce interiormente que arrebató con toda deliberación el futuro marido a su amiga. Admite usted que se sintió irrefrenablemente atraída hacia él, que vacilo cuando se dio cuenta de que tenía que elegir entre ocultar sus sentimientos o confesarlos. Y la iniciativa partió de usted, madame, no del señor Doyle. Es usted rica, inteligente, encantadora. Pudo haber velado sus encantos, pero por el contrario, los desplegó con toda su enloquecedora magnitud. Usted tenía todo cuanto la vida puede ofrecer. La existencia de su amiga estaba limitada a una sola persona. Usted lo sabía; pero aunque vaciló, no retiró la mano. Por el contrario, la extendió, y, como el rico de la Biblia, se apoderó de la única oveja del pobre.

Hubo un silencio profundo. Linnet se reprimió con un esfuerzo de voluntad y dijo con frialdad:

—Todo esto está fuera de la cuestión.

—No, no, nada de eso. Estoy explicando a usted por qué las apariciones inesperadas de la señorita Bellefort la afligen tanto. Es porque aunque usted diga que sus acciones la ridiculizan, usted, en lo más íntimo de su conciencia, reconoce que ella tiene toda la razón.

—¡Eso no es verdad!

Poirot se encogió de hombros.

—Rehúsa ser sincera consigo misma.

—Nada de eso.

—Quisiera decir también que usted ha tenido una vida feliz, que ha sido generosa y bondadosa en sus acciones con otras personas.

—He intentado serlo.

La cólera y la impaciencia murieron en su rostro. Hablaba ahora con gran simplicidad, sin rencor.

—Es precisamente por esta razón, por lo que el sentimiento de que ha causado usted un daño a una persona deliberadamente, la mortifica tanto y por lo que le cuesta tanto trabajo admitir el hecho. Perdóneme si he sido impertinente, pero la psicología es el factor más importante en este caso.

Linnet dijo lentamente:

—Aun suponiendo que lo que dice usted sea verdad, cosa que yo no admito..., ¿qué podemos hacer ahora? No se puede modificar lo pasado; hay que aceptar las cosas tal como son.

—Tiene usted un sentido común muy sutil, madame. En efecto, no se puede volver a lo pasado. Hay que aceptar las cosas tal como son. Pero, madame, de esto se deduce también algo... Hay que resignarse a sufrir las consecuencias de las acciones pasadas.

—¿Quiere usted decir, pues, que no podemos hacer nada? —dijo Linnet incrédulamente.

—Debe armarse de valor para afrontarlo, madame. Ésa es mi opinión.

Linnet dijo arrastrando las sílabas:

—¿No podría usted hablar a Jacqueline... a la señorita Bellefort y hacerla entrar en razón?

—Podría hablar con ella, en efecto. Lo haré si usted me lo suplica, pero no confíe en el resultado. Mademoiselle de Bellefort se encuentra bajo la impresión de una idea fija y nadie podrá apartarla de la línea de conducta que se ha trazado.

—Pero usted podrá hacer algo para alejarla de nosotros.

—Tal vez fuese mejor que se marchasen ustedes a Inglaterra cuanto antes y se establecieran en su propia residencia.

—Aun así, creo que Jacqueline sería capaz de seguirnos y seguirme el paso cada vez que yo saliera de casa.

—Es verdad.

—Además —añadió Linnet—, no creo que Simon accediese a huir.

—¿Cuál es la actitud de su esposo?

—Está furioso... simplemente furioso.

Poirot movió la cabeza, algo pensativo.

—¿Le hablará usted?

—Sí, le hablaré. Pero tengo la convicción de que no conseguiré nada.

Linnet dijo con violencia:

—Jacqueline es extraordinaria. Nadie es capaz de adivinar lo que hará.

—Hace un momento me habló usted de ciertas amenazas de que le hizo objeto. ¿Puede decirme en qué consistieron esas amenazas?

Linnet se encogió de hombros.

—Me amenazó... con matarnos a los dos. Jacqueline tiene algo de oriental a veces.

—Ya lo veo —la voz de Poirot era grave.

Linnet se volvió hacia él, intentando persuadirle.

—¿Lo hará usted por mí?

—No, madame —el tono del detective era duro—. No acepto ninguna comisión de usted. Lo haré por interés de la humanidad. Eso es. Estamos en una situación llena de dificultades y de peligros. Haré lo que pueda por esclarecerla... pero no tengo gran confianza en mis probabilidades de éxito.

Linnet Doyle murmuró lentamente:

—¿Y no lo hará por mí?

—No, madame —replicó Hércules Poirot.

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