Capítulo VIII

La señora Allerton, sobriamente distinguida en su traje de noche desprovisto de adornos, descendió la escalera de las dos cubiertas para dirigirse al comedor. A la puerta del salón fue alcanzada por su hijo.

—Lo siento, mamita. Creía que llegaba tarde.

—Quisiera saber dónde nos vamos a sentar.

En el comedor había gran cantidad de mesitas. La señora Allerton permaneció en pie hasta que el camarero que estaba atareado aposentando a los expedicionarios pudo atenderla.

—A propósito, invité al señor Poirot a que se sentase a nuestra mesa.

—¿Por qué? —en la voz de Tim se retrataba un profundo disgusto.

—Querido. ¿Te molesta? —preguntó su madre, sorprendida.

—Sí. Es un entrometido y un antipático.

—Oh, no. No pienso como tú.

—De todas formas no me agrada mezclarme con extraños. Encajonados en este cascarón de nuez, este acto de confianza nos proporcionará una infinidad de molestias insoportables. Estará junto a nosotros día y noche.

—Lo siento, querido —dijo la señora Allerton apesadumbrada—. Yo creí que eso te distraería. Ha vivido mucho y sé que te gustan las aventuras detectivescas.

Tim gruñó:

—Quisiera que no te asaltaran más ideas brillantes como ésta. Supongo que ya no podemos evitarlo.

—Realmente, Tim, no sé cómo podríamos...

—Bien. ¡Qué le vamos a hacer! Nos resignaremos.

El camarero llegó en este momento y los condujo a una mesa. En el rostro de la señora Allerton se veía una expresión de sorpresa al seguirle. Tim acostumbraba a ser paciente y muy tranquilo. Este exabrupto era impropio de él. No existía en él el disgusto tan común de los británicos por los extranjeros y por los forasteros y la confianza invencible que les dominaba ante su presencia.

Cuando ocuparon sus sitios, Hércules Poirot entró rápida y silenciosamente en el salón. Llegó hasta ellos y se detuvo apoyando la mano en el respaldo de la silla que tenía preparada.

—¿Me permite, madame, que me aproveche de su amable invitación?

—¡Naturalmente! ¡Siéntese, señor Poirot!

—Es usted encantadoramente amable, madame.

Inconscientemente observó ella que Poirot lanzó una rápida mirada a su hijo antes de sentarse y que éste no consiguió disfrazar su disgusto. La señora Allerton se dispuso a crear una atmósfera agradable. Cuando hubieron terminado la sopa, recogió la lista de pasajeros que habían colocado al lado del plato.

—Intentemos identificar a los que nos acompañan —dijo animadamente—. Siempre me ha divertido esto.

Empezó a leer.

—La señora Allerton, el señor T. Allerton. ¡Esto es bien fácil! La señorita de Bellefort. La han colocado en la misma mesa que los Otterbourne. ¿Qué hablarán ella y Rosalía? ¿Quién viene después? El doctor Bessner. ¿Quién es capaz de identificar al doctor Bessner?

Su mirada se detuvo sobre una mesa a la que se sentaban cuatro hombres.

—Debe ser aquel grueso de cabeza afeitada y bigote. Supongo que es alemán. ¡Miren con que delectación se toma la sopa!

Aromas delicados de platos suculentos flotaban en el ambiente.

La señora Allerton dijo en voz baja:

—La señorita Bowers. ¿Podríamos adivinar quién es la señorita Bowers? Hay tres o cuatro mujeres. No, dejémoslo por el momento. El señor y la señora Doyle. Sí, los personajes más conspicuos de la expedición. Ella es realmente encantadora y lleva un traje de noche perfecto.

Tim giró en su asiento. Linnet, su esposo y Andrés Pennington ocupaban una mesa del rincón. Linnet llevaba un traje blanco ornado de perlas.

—No puedo comprender por qué las mujeres pagan precios tan exorbitados por sus vestidos. Me parece absurdo.

Su madre, sin responder, procedió al estudio de sus compañeros de viaje.

—El señor Ferguson —leyó la señora Allerton—. Creo adivinar que este señor Ferguson es nuestro amigo anticapitalista... La señora Otterbourne, la señorita Otterbourne... Ya las conocemos. El señor Pennington, alias «el tío Andrés». Es un hombre bien parecido, me parece...

—¡Caramba, mamá!

—Creo que es bien parecido en un sentido desinteresado —dijo la señora Allerton—. Tiene la mandíbula cruel. Probablemente es de la clase de hombres que leemos en los periódicos que trabajan en Wall Street. Debe de ser enormemente rico. Ahora viene el señor Poirot, cuya inteligencia estamos malgastando inútilmente. ¿No podrías proporcionar un crimen a monsieur Poirot, Tim?

Esta pequeña broma no produjo más efecto que irritar todavía más a su hijo. Éste lanzó un gruñido y su madre se apresuró a leer:

—El señor Richetti. Nuestro amigo el arqueólogo italiano. Después tenemos a la señorita Robson, y finalmente a la señorita Van Schuyler. La última bien fácil de determinar. Esa americana vieja y fea que se cree la reina del barco y por lo visto se propone no dirigir la palabra más que a los que considere dignos de merecer su atención. ¿Es maravillosa, verdad? Es una especie de reliquia viviente de los tiempos pretéritos. Las dos mujeres que la acompañan deben ser la señorita Bowers y la señorita Robson. La primera una especie de secretaria... aquella delgada con los lentes... Y la otra es indudablemente una pariente pobre. La joven patética... que está disfrutando de las delicias de un viaje trasatlántico a expensas de ser tratada como una esclava negra. Creo que la Robson es la secretaria y la Bowers la pariente pobre.

—Te equivocas, mamá —dijo Tim, sonriendo. Había recobrado bien repentinamente su buen humor.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque estuve en el corredor antes de comer y oí a la momia americana que decía a su compañera: «¿Dónde estará la señorita Bowers? Tráemela en seguida, Cornelia.» Y Cornelia salió trotando como un perrito obediente.

—Tengo que hablar con la señorita Van Schuyler —murmuró la señora Allerton.

—Te gruñirá —sonrió Tim.

Los acontecimientos posteriores a la comida carecieron de atractivo para los estudiantes de la naturaleza humana.

El joven sociólogo —que como había adivinado la señora era Ferguson— se retiró al salón de fumar, despreciando la compañía de los pasajeros que se habían trasladado al observatorio de la cubierta superior. La señora Van Schuyler se aseguró el mejor puesto de la sala, sin otro medio que dirigirse firmemente a la mesa en que estaba sentada la señora Otterbourne y decir:

—Tengo la seguridad de que me perdonará, pero me dejé aquí mis labores de ganchillo.

Sometida a la voluntad de aquella mirada hipnótica, el turbante se levantó y dejó el espacio libre. La señorita Van Schuyler tomó inmediatamente posesión de él acompañada de su escolta. La señora Otterbourne se sentó muy cerca de ellas e intentó hacer varias observaciones que fueron acogidas con tan helada cortesía que no tuvo más remedio que desistir. La señorita Van Schuyler se encontró, pues, en su aislamiento de gloria. Los Doyle se sentaron junto a los Allerton. El doctor Bessner retuvo como compañero al silencioso Fanthorp. Y Jacqueline de Bellefort, sola, con un libro. Rosalía Otterbourne estaba inquieta. La señora Allerton le habló un par de veces invitándola a unirse a su grupo, pero la joven respondió desapaciblemente.

Monsieur Hércules Poirot empleó la velada en oír un relato de la misión educativa de la señora Otterbourne.

Cuando se dirigía, ya tarde, a su camarote, se encontró con Jacqueline de Bellefort. Estaba inclinada sobre la barandilla, y cuando volvió la cabeza, el detective observó, sorprendido, las huellas de terrible desesperación que se pintaban en su rostro. Ya no había altanería en su mirada, ni maliciosa provocación, y había perdido el brillo del triunfo.

—Buenas noches, mademoiselle.

—Buenas noches, monsieur Poirot —se detuvo un momento y luego dijo—: ¿Le sorprende encontrarme aquí?

—Mi tristeza es muy superior a mi sorpresa. Ha escogido, mademoiselle, la senda peligrosa. Así como nos hemos embarcado en este bote, usted se ha embarcado para una travesía particularísima... una travesía sobre un río de corriente rapidísima, entre rocas peligrosas y enfilando otras aguas de desastre fatal.

—¿Por qué dice usted todo eso?

—Porque es verdad. Ha cortado usted los lazos que la unían con la salvación. Ahora dudo que pudiera retroceder aunque lo intentase.

Ella respondió muy lentamente:

—Es verdad.

Luego echó atrás la cabeza.

—Bueno... ¿Y qué? ¡Debemos seguir a nuestra estrella sin preguntarnos adonde nos lleva!

—¡Cuidado, mademoiselle, puede ser una fatal!

Ella rió imitando los gritos de los niños conductores de asnos.

—¡Aquella estrella mala, señor! Aquella estrella cae...

Poco después, en su camarote, el detective se disponía a dormirse cuando un sonido le despertó.

Era la misma voz que Doyle la que oía, que repetía las palabras que había pronunciado aquella misma mañana.

—Tenemos que enfrentarnos ahora...

—«Sí —pensó Poirot—. Tenemos que enfrentarnos ahora...»

Se sentía infinitamente desgraciado.

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