Capítulo XXIII

El cuerpo de la muerta que en vida fuera Luisa Bourget yacía en el suelo del camarote. Los dos hombres se inclinaron sobre ella. Race se enderezó primero.

—Ha sido muerta hace cosa de una hora, en mi opinión. Llamaremos a Bessner. Apuñalada en la espalda. La muerte fue casi instantánea. No tiene muy bonito aspecto, ¿no es verdad?

El rostro oscuro y felino aparecía convulsionado al parecer de sorpresa y furia, los labios retorcidos mostraban los dientes.

Poirot se inclinó y suavemente alzó la mano derecha. La mano tenía algo entre los dedos. Desprendió la cosa y se la ofreció a Race.

—¿Ve lo que es?

—Dinero —dijo Race.

—El ángulo de un billete de mil francos, me imagino.

—Está claro lo que ha sucedido —declaró Race—. Ella sabía algo y estaba haciendo víctima de un chantaje al asesino. Esta mañana creímos que esta muchacha había hablado con toda franqueza.

Poirot exclamó.

—¡Hemos sido unos idiotas, unos necios! Deberíamos haber sabido. ¿Qué dijo? «¿Qué podía haber visto y oído yo? Yo estaba en la cubierta de abajo. Naturalmente, si no hubiese podido dormir, si hubiese subido la escalera, entonces quizá podría haber visto a ese asesino, a ese monstruo, entrar o salir del camarote de madame, pero tal como es...» ¡Desde luego esto es lo que sucedió! ¡Ella subió! Vio a alguien entrar en el camarote de Linnet Doyle... o salir. Y por su codicia, su insensata codicia, yace aquí...

—Y no estamos más cerca de conocer la verdad —terminó Race, malhumorado.

—No, no. Sabemos mucho más ahora. Sabemos, lo sabemos todo. Sólo que lo que sabemos parece increíble... Sin embargo, debe de ser así... ¡Bah! Qué necio fui esta mañana. Los dos creíamos que ella ocultaba algo y, sin embargo, no se nos ocurrió el motivo lógico: chantaje.

—Tiene que haber exigido dinero inmediatamente, para callarse —dijo Race—. Con amenazas. El asesino viene a su camarote, le da el dinero y luego...

—Y luego —agregó Poirot— ella lo cuenta. Oh, sí, conozco a esa clase de gente. Ella contaría el dinero y mientras lo contaba estaba desprevenida. El asesino atacó. Habiéndolo ejecutado con éxito, recogió el dinero y huyó, sin observar que este ángulo de uno de los billetes estaba roto.

—Podemos atraparlo por este dato —murmuró Race, con esperanza.

—Lo dudo —manifestó Poirot—. Examinará esos billetes y probablemente observará la rotura. Desde luego, si fuera de disposición parsimoniosa, no destruiría un billete de mil, pero me temo mucho que su temperamento sea el opuesto.

—¿Cómo saca usted esta conclusión?

—Este crimen y el asesinato de la señora Doyle exigían ciertas cualidades..., valor, audacia, audaz ejecución, acción relampagueante..., y esas cualidades no están de acuerdo con una disposición prudente y ahorrativa.

Race meneó tristemente la cabeza.

—Haré que Bessner venga —dijo.

El examen del grueso doctor no ocupó mucho tiempo.

—Ha estado muerta desde hace más de una hora —anunció—. La muerte fue muy rápida, inmediata.

—¿Qué arma cree que se utilizó?

—Eso es muy interesante. Fue algo muy delgado, muy agudo, muy delicado, como un bisturí de los que yo poseo.

—Supongo —dijo Race suavemente— que ninguno de sus cuchillos ha... desaparecido, doctor.

—¿Qué dice usted? ¿Cree usted que yo, Carlos Bessner, tan bien conocido en todo Austria, con mis clínicas, con tantos pacientes aristocráticos, que yo he matado a una vulgar femme de chambre? ¡Ah, es ridículo, absurdo lo que usted dice! Ninguna de mis herramientas ha desaparecido, ni una sola. Todas están aquí, en sus sitios. Puede usted verlo por sí mismo. No olvidaré este insulto a mi profesión.

El doctor Bessner cerró con violencia su caja de instrumentos, la tiró y salió furioso del camarote.

—¡Uy! —dijo Simon—. Han sacado ustedes de sus casillas al viejo doctor.

—Es lamentable.

—Andan ustedes despistados. El viejo Bessner es una excelente persona.

—¿Quieren hacer el favor de salir de mi camarote ahora? Tengo que cambiarle la venda a la pierna de mi paciente.

La señorita Bowers había entrado con él y esperaba, erguida, en actitud profesional, que los otros saliesen.

Race y Poirot salieron sumisos. Race murmuró algo y se alejó. Poirot dobló hacia la izquierda. Oyó unos trozos de conversación femenina, una risa. Jacqueline y Rosalía estaban en el camarote de ésta.

La puerta estaba abierta y las dos muchachas estaban de pie cerca de ella. Cuando su sombra cayó sobre ellas alzaron la vista. Vio la sonrisa de Rosalía Otterbourne por primera vez —una sonrisa tímida y acogedora—, algo insegura, como de alguien que hace una cosa nueva y poco familiar.

—¿Hablaban ustedes del escándalo, mademoiselle? —le preguntó.

—No, señor —respondió Rosalía—. En realidad, comparábamos la pintura para los labios.

Les chiffons d'aujourd'hui —murmuró Poirot.

Pero había algo mecánico en su sonrisa, y Jacqueline de Bellefort, más rápida y más observadora que Rosalía, lo vio. Ella dejó la barrita de labios y salió a cubierta.

—¿Ha ocurrido algo?

—Como usted adivina, mademoiselle, ha ocurrido algo.

—¿Qué?

—Otra muerte —declaró Poirot.

Rosalía contuvo el aliento. Poirot observaba atentamente. Observó en los ojos de la muchacha una expresión de alarma y consternación un minuto o dos.

—La doncella de la señora Doyle ha sido asesinada —dijo bruscamente.

—¿Asesinada? —gritó Jacqueline—. ¿Asesinada, dice usted?

—Sí, eso es lo que dije —aunque la respuesta iba dirigida a ella, observaba a Rosalía. A ésta habló a continuación—: Verá usted, esta doncella vio algo que no debía ver. Y así fue silenciada para el caso de que no callara.

—¿Qué vio?

De nuevo fue Jacqueline quien preguntó y otra vez la respuesta de Poirot fue dirigida a Rosalía. Era una extraña escena triangular.

—No cabe duda de lo que ella vio —declaró Poirot—. Vio a alguien entrar y salir del camarote de Linnet Doyle aquella noche fatal.

—¿Dijo lo que vio? —inquirió Rosalía.

Suave, tristemente, Poirot meneó la cabeza.

Se oyeron unos pasos en la cubierta. Era Cornelia Robson, desorbitados los ojos y sobresaltada.

—¡Oh, Jacqueline! —gritó—. Ha ocurrido una cosa terrible. Otra cosa horrible.

Jacqueline se volvió hacia Cornelia. Las dos avanzaron unos pasos. Casi inconscientemente Poirot y Rosalía avanzaron también en la otra dirección. Rosalía preguntó desesperada:

—¿Por qué me mira? ¿Qué piensa usted?

—Me hace usted dos preguntas. Yo le formularé una, a mi vez: ¿Por qué no me dice usted toda la verdad, mademoiselle?

—No sé lo que usted quiere decir. Se lo dije todo... esta mañana.

—No, hay cosas que no me dijo. No me dijo usted que lleva en su bolso una pistolita con un puño de nácar. No me dijo todo lo que vio aquella noche.

Ella enrojeció. Luego dijo con sequedad:

—No es verdad. Yo no tengo ningún revólver.

—No dije un revólver. Dije una pistolita que usted lleva en su bolso.

Ella giró sobre sus talones, entró como una flecha en su camarote y salió de nuevo; luego depositó el bolso gris en sus manos.

—Está usted diciendo tonterías. Mire usted mismo, si quiere.

Poirot abrió el bolso. No había ninguna pistola dentro. Devolvió el bolso a la muchacha, viendo su mirada despectiva y triunfal.

—No —dijo en tono suave—. No está ahí.

—Ya lo ve. No siempre tiene razón, señor Poirot. Y también se equivoca respecto a esas cosas ridículas que ha dicho.

—No, no lo creo.

—Es usted irritador —golpeó indignada con el pie en el suelo—. Se le mete una idea en la cabeza y no hay quien se la quite.

—Porque quiero saber la verdad.

—¿Cuál es la verdad? Parece usted conocerla mejor que yo.

Poirot dijo:

—¿Quiere usted decirme lo que vio? Si no me equivoco, ¿quiere confesar que tengo razón? Le diré lo que pienso. Creo que cuando dobló por la popa del barco, se detuvo involuntariamente porque vio a un hombre salir de un camarote situado en el centro de la cubierta, del camarote de Linnet Doyle, como usted se percató al día siguiente, y le vio salir, cerrar la puerta detrás de él y alejarse y luego quizás... entrar en uno de los camarotes del extremo.

Ella no respondió.

Poirot dijo:

—Quizá se figura que es mejor no hablar. Quizá tema que si habla, la matarán a usted también.

Durante un momento el detective creyó que ella había picado en el cebo, que la acusación contra su valor había triunfado donde unos argumentos más sutiles fracasan.

Sus labios se abrieron, temblaron.

—No vi a nadie —contestó Rosalía Otterbourne.

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