Capítulo XIV

Alguien robó la pistola. ¡No fue Jacqueline de Bellefort! Alguien sabía lo suficiente para tener el convencimiento de que el crimen sería atribuido a ella. Pero ese alguien no sabía que una enfermera iba a darle una inyección de morfina y pasaría toda la noche con ella. Añadiré otra cosa más. Alguien ya había intentado matar a Linnet Doyle, lanzando una roca por el acantilado. Ese alguien no fue Jacqueline de Bellefort. ¿Quién fue?

El que hablaba era Race. Poirot contestó:

—Sería más sencillo decir quién no pudo haber sido. Ni el señor Doyle, ni la señora Allerton, ni el señor Allerton, ni la señorita Van Schuyler, ni la señorita Bowers. Ninguno de ellos estaban al alcance de la vista.

—¡Hum! —murmuró Race—. Eso deja un campo muy vasto. ¿Y el móvil?

—Ahí es donde espero que el señor Doyle pueda ayudarnos. Han ocurrido varios incidentes.

La puerta se abrió y Jacqueline de Bellefort entró. Estaba palidísima y tropezó al andar.

—Yo no lo hice —declaró. Su voz semejaba a la de una criatura asustada—. Yo no lo hice. Oh, por favor, créame. Todo el mundo pensará que yo lo hice... pero yo no lo hice.. Es terrible. Ojalá no hubiese ocurrido. Pude haber matado a Simon anoche... creo que yo estaba loca. Pero yo no hice lo otro.

Se sentó y comenzó a llorar. Poirot le dio unas palmaditas en el hombro.

—Tranquilícese, tranquilícese. Sabemos que usted no mató a la señora Doyle. Está probado, sí, probado, mon enfant. No fue usted.

—Pero, ¿quién lo hizo?

—Esa —declaró Poirot— es la pregunta que nosotros nos hacemos. ¿Puede ayudarnos en eso, hija mía?

—No sé... no puedo imaginarme... No, no tengo la más remota idea —frunció el ceño—. No —dijo al fin—. No puedo imaginarme a nadie que quisiera verla muerta —su voz titubeo—, excepto yo.

—Dispense un momento —dijo Race—. Se me ocurre una cosa.

Salió precipitadamente de la habitación.

Jacqueline de Bellefort permaneció sentada con la cabeza baja, retorciendo nerviosamente los dedos. Prorrumpió de pronto:

—La muerte es horrible... horrible. Detesto el pensar en ella.

Poirot dijo:

—Sí. No es agradable pensar que ahora, en este mismo momento, alguien se está regocijando por la afortunada ejecución de su plan.

—¡No! ¡Por favor! —exclamó Jacqueline—. Suena horrible del modo como lo expone usted.

—Es verdad.

—Yo... yo quería verla muerta y ella está muerta. Y lo que es peor... murió tal como yo lo dije.

—Sí, mademoiselle. Murió de un tiro en la cabeza.

La joven gritó:

—¡Entonces yo tenía razón, en el hotel de las Cataratas! ¡Alguien escuchaba!

—¡Ah! —Poirot asintió con un movimiento de cabeza—. Me preguntaba si usted recordaba esa coincidencia. Sí, es demasiada coincidencia... que la señora Doyle haya muerto del modo que usted describió.

Jacqueline se estremeció.

—El hombre de aquella noche, ¿quién podría ser?

—¿Está completamente segura de que fue un hombre, mademoiselle?

Jacqueline le miró con sorpresa.

—Sí, desde luego. A lo menos...

—¿Sí, mademoiselle?

Ella enarcó las cejas, entornando los ojos, en un esfuerzo para recordar. Dijo lentamente:

Me pareció que era un hombre...

—¿Pero ahora no está segura de ello?

—No, no puedo estar segura. Simplemente supuse que era un hombre. Pero realmente no era más que una figura... una sombra.

Hizo una pausa, y como Poirot no dijo nada, preguntó:

—¿Cree que debió de ser una mujer? Pero, ¿es seguro que ninguna de las mujeres de este barco puede haber querido matar a Linnet? ¿Puede usted creerlo?

Poirot movió la cabeza de un lado a otro.

La puerta se abrió y Bessner entró.

—¿Quiere venir a hablar con el señor Doyle, monsieur Poirot? Quiere verle.

Jacqueline se puso en pie de un salto.

—¿Cómo está? ¿Está... bien?

—Naturalmente que no está bien —reprochó el doctor—. Tiene un hueso fracturado.

—¿Pero no morirá? —gritó Jacqueline.

—Ah, ¿quién habla de morirse Cuando lleguemos a la civilización se le sacará una radiografía y se le someterá a un tratamiento apropiado.

—¡Oh! —las manos de la muchacha se estremecieron convulsivamente. Se hundió de nuevo en su asiento.

Poirot salió acompañando al doctor, y en aquel momento Race se aproximó. Subieron a la cubierta de paseo y fueron al camarote de Bessner.

Simon Doyle yacía sostenido por unos cojines, con una jaula improvisada sobre su pierna.

—Hagan el favor de entrar. El doctor me ha hablado... me ha hablado de Linnet. No puedo creerlo.... Simplemente no puedo creerlo... no puedo creer que sea verdad.

—Lo sé. Es un golpe fuerte —dijo Race.

Simon tartamudeó:

—Ustedes saben... Jacqueline no lo hizo. ¡Tengo el convencimiento de que Jacqueline no lo hizo! La situación es grave para ella, pero ella no lo hizo. Ella... estaba algo embriagada anoche, excitada, y por eso me agredió. Pero ella... ella no cometería un asesinato... un asesinato a sangre fría.

Poirot dijo dulcemente:

—No se acongoje, señor Doyle. La señorita de Bellefort no mató a su esposa.

—¿No me engaña?

—Pero puesto que no fue la señorita de Bellefort —continuó el detective—, ¿puede usted darnos alguna idea de quién pudo haber sido?

Simon meneó negativamente la cabeza.

—Parece fantástico. Está Windleshaw, desde luego. Linnet le despreció, más o menos, para casarse conmigo... pero no puedo imaginarme a un individuo tan cortés como Windleshaw cometiendo un asesinato; además, está a muchas millas de aquí. Lo mismo puede decirse del viejo sir Jorge Wode, no puede ver a Linnet por el asunto de la casa, le desagradó el modo como ella la iba echando abajo; pero él se encuentra a miles de millas de aquí, en Londres.

—Escuche, señor Doyle —Poirot habló con tono muy serio—. El primer día que yo vine a bordo del Karnak, me impresionó una conversación que tuve con su esposa. Estaba muy nerviosa, trastornada, parecía una loca. Me dijo, escuche bien, que todo el mundo la odiaba. Declaró que tenía miedo, que no se encontraba segura, como si todas las personas que la rodeaban fuesen sus enemigos.

—Estaba trastornada por haber encontrado a Jacqueline a bordo También lo estaba yo —declaró Simon.

—Es verdad... pero no explica del todo aquellas palabras. Cuando manifestó que estaba rodeada de enemigos, es casi seguro que exageraba, pero ella significaba más de una persona.

—Quizá tenga usted razón —reconoció Doyle—. Creo poder explicar eso. Fue un nombre de la lista de los pasajeros lo que la trastornó.

—¿Un nombre que figura en la lista de pasajeros? ¿Qué nombre?

—Verá usted. Ella realmente no me lo dijo. En verdad, yo ni siquiera escuchaba muy atentamente. Yo pensaba en Jacqueline entonces. Según recuerdo, Linnet dijo algo referente a jugar una mala pasada a alguien en asuntos de negocios, y que la ponía nerviosa encontrar a alguien que tuviese inquina a su familia. Verá usted, aunque yo realmente desconozco la historia de su familia muy bien, tengo entendido que la madre de Linnet era hija de un millonario. Su padre era un hombre rico, pero después de su casamiento empezó a especular en la Bolsa. Resultado de esto, naturalmente, algunas personas salieron perjudicadas. Comprenda usted; la opulencia de un día, al arroyo al día siguiente. Bien, entendí que había alguien a bordo cuyo padre se había enfrentado con el padre de Linnet y había recibido un descalabro financiero. Recuerdo que Linnet decía: «Es horrible cuando la gente odia a una sin conocerla siquiera.»

—Sí —murmuró Poirot pensativamente—. Eso explica lo que ella me dijo. Por primera vez sentíase el peso de su herencia y no sus ventajas. ¿Está usted seguro, señor Doyle, de que ella no mencionó, en aquella ocasión, el nombre de esa persona?

—Realmente no presté mucha atención.

Bessner dijo secamente:

—Ah, pero yo puedo adivinarlo. Hay ciertamente un joven con un agravio a bordo.

—¿Se refiere a Ferguson? —inquirió Poirot.

—Sí. Habló contra la señora Doyle una o dos veces. Yo mismo le he oído.

—¿Qué podemos hacer para averiguarlo? —dijo Simon.

—El coronel Race y yo tenemos que interrogar a todos los pasajeros. Hasta que no hayamos recogido sus declaraciones es imprudente formular una hipótesis. Luego hay la doncella. Tenemos que interrogarla antes que a nadie. Tal vez sería conveniente que lo hiciéramos aquí. La presencia del señor Doyle puede servirnos de ayuda.

—Sí, es una buena idea —aprobó Simon.

—¿Ha estado mucho tiempo al servicio de la señora Doyle?

—Sólo un par de meses.

—¿Tenía madame algunas joyas valiosas?

—Sus perlas. Una vez me dijo que valían unas cuarenta o cincuenta mil libras —se estremeció—. ¡Dios mío! ¿Cree usted que esas malditas perlas...?

—El robo es un posible móvil —declaró Poirot—. De todos modos no parece creíble... Bien, veremos... Llamemos a la criada.

Luisa Bourget era esa misma trigueña, vivaracha, latina, que Poirot vio un día. No parecía nada vivaracha ahora. Había estado llorando y parecía estar asustada. Sin embargo, tenía su rostro una expresión de astucia que no predispuso en su favor a los hombres.

—¿Es usted Luisa Bourget?

—Sí, monsieur.

—¿Cuándo vio usted por última vez a madame Doyle viva?

—Anoche, monsieur. La esperaba en el camarote para desnudarla.

—¿A qué hora era eso?

—Poco después de las diez, monsieur. No puedo decir exactamente qué hora era. Yo desvisto a madame, la pongo en la cama y me marcho.

—Y cuando salió, ¿qué hizo usted?

—Me fui a mi camarote, monsieur, a la cubierta de abajo.

—¡Y no oyó ni vio nada más que pudiera ayudarnos?

—¿Cómo es posible, monsieur?

—Eso, mademoiselle, es usted quien ha de decirlo, no nosotros —replicó Poirot.

—Pero, monsieur, yo no me encontraba cerca... ¿Qué podía yo haber visto u oído? Yo estaba en la cubierta de abajo. Mi camarote está al otro lado del barco. Es imposible que yo haya oído alguna cosa. Naturalmente si yo no hubiese podido dormir, si yo hubiese subido la escalera, entonces quizá podría haber visto al asesino, entrar o salir del camarote de madame, pero tal como es...

Se dirigió apelando a Simon.

—Monsieur, yo le imploro a usted... ¿usted ve cómo es? ¿Qué puedo decir yo?

—Mi buena muchacha —dijo Simon ásperamente—. No sea estúpida. Nadie piensa que usted vio y oyó algo. No tema nada. Yo me cuidaré de usted. Nadie la acusa de nada.

Luisa murmuró:

—Monsieur es muy bueno —y bajó los párpados modestamente.

—¿Hemos de entender, pues, que usted no oyó ni vio nada? —intervino Race afirmando.

—Eso es lo que he dicho, monsieur.

—¿Y no conoce a nadie que tuviera ojeriza a su ama?

Ante la sorpresa de sus oyentes, Luisa movió vigorosamente la cabeza.

—Oh, sí. Eso sí que lo sé.

Poirot interrogó:

—¿Se refiere a mademoiselle de Bellefort?

—A ella ciertamente. Pero no me refiero a ella. Había alguien más a bordo que detestaba a madame, que estaba muy furioso por el modo como ella le había agraviado.

—¡Cielos! —exclamó Simon—. ¿Qué es todo esto?

—¡Sí, sí, sí, es como digo! Me refiero a la anterior criada de madame, a mi antecesora. Había un hombre, uno de los maquinistas de este barco, que quería casarse con ella. Y mi antecesora, que se llamaba María, lo habría hecho. Pero madame Doyle efectuó indagaciones y averiguó que este maquinista, llamado Fleetwood, tenía ya mujer, una mujer de este país. Ella había vuelto a su familia, pero él estaba aún casado con ella. Y así madame dijo todo esto a María y María tuvo un disgusto de muerte, pero no quiso ver más a Fleetwood. Y este Fleetwood se puso furioso, y cuando averiguó que madame Doyle había sido la señorita Linnet Ridgeway me dijo que querría matarla.

—Esto es interesante —comentó Race.

Poirot se dirigió a Simon.

—¿Sabía usted algo de esto?

—Nada en absoluto —respondió Simon, con evidente sinceridad—. Dudo de que Linnet supiese siquiera que el hombre ése estaba en el barco. Probablemente había olvidado el incidente.

Volvióse bruscamente hacia la criada.

—¿Dijo usted algo de esto a la señora Doyle?

—No, monsieur, desde luego que no.

—¿Sabe usted algo de las perlas de su señora? —interrogó Poirot.

—¿Sus perlas? —los ojos de Luisa se dilataron—. Las llevaba anoche.

—¿Las vio usted cuando ella se acostó?

—Sí, monsieur.

—¿Dónde las puso ella?

—Sobre la mesa, como siempre.

—¿Es allí donde las vio usted por última vez?

—Sí, señor.

—¿Las vio usted allí esta mañana?

Una expresión de sobresalto apareció en el rostro de la muchacha.

Mon Dieu, ni siquiera miré. Me aproximé a la cama, vi... vi a madame, y luego grité, salí corriendo por la puerta y luego me desmayé.

Hércules movió la cabeza en señal de asentimiento.

—Usted no miró; pero yo, yo tengo dos ojos que observan, y no había ninguna perla sobre la mesa, junto a la cama, esta mañana.

Загрузка...