Capítulo X

El lunes por la mañana, expresiones variadas de alegría y apreciaciones de toda índole, se oyeron sobre la cubierta del Karnak. El barco estaba anclado junto a la orilla y a cincuenta metros de distancia, iluminado por los ardientes rayos del sol, se alzaba un gran templo que sobresalía de la superficie de una roca enorme.

Cornelia Robson habló en tono incoherente:

—¡Oh, señor Poirot...! ¡Eso es maravilloso!

El señor Fanthorp, que se hallaba a su lado, murmuró:

—Muy impresionante... en verdad.

—Es grandioso, ¿eh? —dijo Simon Doyle, desembarcando. Se dirigió confidencialmente a Poirot—: ¿Sabe usted? Yo no entiendo gran cosa de templos y panoramas, pero un sitio como éste debe fascinar a todos los que lo comprenden. Esos viejos faraones deben de haber sido individuos maravillosos.

Los otros se habían alejado. Simon bajó la voz.

—Cada día me alegro más de haber venido a esta excursión. Esto está... bien... está aclarando las cosas. Es extraordinario... pero así es. Linnet ha recobrado el dominio sobre sus nervios. Dice que esto es debido a que al fin se ha dedicado a afrontar la situación.

—Es muy probable —dijo Poirot.

—Dice que cuando vio a Jacqueline a bordo, experimentó primero una sensación de miedo; pero al poco tiempo y casi repentinamente, había cesado esa impresión. Ya no le importa su presencia. Hemos acordado no huir de ella más en lo sucesivo. La encontraremos en su propio terreno y demostraremos que esta persecución no nos molesta ni pizca. Hasta ahora nos ha tenido con el alma en un hilo. Pero en adelante, ya se dará cuenta de que no conseguirá más que se rían de ella.

—Sí, sí... —dijo Poirot, pensativo.

Linnet avanzó sobre cubierta Iba vestida con un traje de color albaricoque oscuro. Sonreía. Saludó a Poirot sin gran entusiasmo. Le hizo una fría inclinación de cabeza y condujo a su marido a otra parte.

La señora Allerton se acercó a Poirot, diciéndole:

—¡Que cambio se ha operado en esa chica! Parecía disgustada, casi desgraciada en Assuán. Hoy parece tan feliz que me nace temer que está «fey».

Antes de que Poirot pudiese responder lo que pensaba, todos los pasajeros fueron llamados al orden. El intérprete oficial se encargó de ellos y la asamblea se dirigió a la playa para visitar Abu Simbel.

Poirot se encontró junto a Andrés Pennington.

—Ésta es su primera visita a Egipto, ¿verdad? —preguntó.

—¿Por qué? No. Estuve aquí en el año 1923. Es decir, estuve en El Cairo. Nunca había remontado el curso del Nilo hasta ahora.

—¿Vino usted a bordo del Germanic, según creo? Por lo menos así me lo dijo la señora Doyle.

—En efecto, así es.

—Entonces supongo que habrá conocido a unos amigos míos que venían en el mismo barco... los Fushington Smit.

—No me acuerdo de nadie de ese nombre. La nave venía atestada y tuvimos un tiempo detestable. La mayoría de los pasajeros ni siquiera aparecieron sobre cubierta y la travesía es tan corta, que es difícil saber quién se encontraba a bordo.

—Sí, es verdad. ¡Qué sorpresa tan agradable para usted encontrarse cuando menos se lo esperaba a Linnet y su esposo! Usted no tenía la menor idea de que estaban casados, ¿verdad?

—No. La señora Doyle me había escrito a este respecto, pero la carta llegó a Nueva York después de mi salida y la recibí unos días más tarde de nuestro inesperado encuentro.

—Conoce a Linnet desde hace muchos años, ¿verdad?

—En efecto, monsieur. La conozco desde que era así... —hizo un ademán demostrativo—. Su padre y yo fuimos amigos toda la vida. Melhuish Ridgeway era un hombre notable... y afortunado.

—Su hija entrará en posesión de una fortuna considerable, tengo entendido... ¡Ah, perdón! Tal vez no es muy delicado hablar con usted de estas cuestiones...

Andrés Pennington sonrió.

—Ah, esto lo sabe todo el mundo. Sí, Linnet es una mujer riquísima.

—Supongo que el descenso de los valores de ciertas compañías ha perjudicado también a Linnet en cierto modo, ¿verdad?

Pennington tardó algunos segundos en responder. Dijo finalmente:

—Desde luego. Tiene usted razón en parte. Se atraviesa una situación algo difícil en estos días.

Poirot murmuró:

—Sin embargo, tengo entendido que la señora Doyle está dotada de una gran capacidad para los negocios de toda índole.

—En efecto. Linnet es una muchacha inteligente y práctica.

Se detuvieron. El guía comenzó su disertación sobre el templo construido por el gran Ramsés.

El señor Richetti, desdeñando las observaciones del guía, estaba atareadísimo contemplando atentamente los relieves de los cautivos negros y asirios sobre las bases de los colosos y a ambos lados de la entrada.

Entraron en el templo, donde la partida se dividió en varios grupos.

El doctor Bessner leía con voz profunda en su Baedecker, interrumpiéndose de vez en cuando para traducir lo leído a Cornelia, que trotaba dócilmente a su lado. Esto no duró mucho tiempo. La señora Van Schuyler, entrando asida al brazo de la flemática señorita Bowers, gruñó una orden:

—¡Cornelia, ven aquí!

Y el curso de egiptología bilingüe cesó bajo el peso de las circunstancias.

El doctor Bessner miró a través de sus gruesas gafas a la muchacha que se alejaba.

—Es una muchacha simpatiquísima —observó dirigiéndose a Poirot—. No parece una muerta de hambre como las otras, no... ésta tiene curvas delicadas... Además, le gusta escuchar más que hablar... Es muy inteligente... Da gusto instruirla.

Poirot pensó que el destino de Cornelia era o ser instruida a la fuerza o recibir gruñidos de la anciana prima.

La señorita Bowers, momentáneamente liberada por la llegada de Cornelia, estaba de pie en el centro del templo mirando a su alrededor despectivamente con sus ojos fríos y mortecinos.

—El guía dice que el nombre de uno de estos dioses era Mut. ¿Qué le parece?

Había un santuario interior en el que cuatro figuras sentadas lo presidían eternamente. Ante ellos hallábanse Linnet y su esposo. Simon dijo repentinamente:

—¡Vámonos de aquí! No me gustan estos cuatro individuos!

Linnet rió, pero cedió.

Salieron del templo y penetraron en la claridad ardiente del exterior.

No tenían el menor deseo de volver al barco y estaban cansados de mirar relieves. Tumbáronse de espaldas en la roca y dejaron que el sol ardiente les acariciara los rostros.

«¡Qué encantador es el sol! —pensó Linnet—. ¡Qué tibio, qué sano! ¡Qué hermoso es sentirse feliz!»

Sus ojos se cerraron. Estaba semidormida por el torbellino de sus pensamientos, que eran como el remolino de las arenas en el desierto. Los de Simon estaban bien abiertos. En su expresión se advertía su contento.

Oyóse un grito... Alguien corría hacia él con los brazos extendidos... gritando algo incomprensible.

Simon permaneció un segundo mirándolo intensamente. Luego, con un repentino impulso, se puso en pie y arrastró a Linnet consigo.

Se salvaron por un milagro. Un trozo de roca enorme se estrelló con hórrido estampido sobre la que ellos ocuparon dos segundos antes. Si Linnet se hubiese quedado donde estaba, habría sido reducida a átomos.

Con los rostros blancos por la emoción, los dos esposos se abrazaron. Hércules Poirot y Tim Allerton corrieron hacia ellos.

—Ma foi, madame. Le ha pasado bien cerca.

Los cuatro miraron instintivamente hacia la ingente mole. No se veía a nadie. Pero una especie de senda conducía a la cúspide. Poirot recordó haber visto allí algunos nativos cuando desembarcaron por vez primera. Miró atentamente al marido y a la mujer. Linnet parecía paralizada de estupor. Simon emitió gritos inarticulados de rabia.

—¡Maldita sea...! ¡Que Dios la condene!

Lanzó una mirada rápida a Tim Allerton, que decía:

—¡Caramba, han escapado por bien poco! Lo que hay que averiguar es si esa masa de roca fue impulsada por algún loco o si se desprendió por sí misma.

Linnet, muy pálida, dijo con dificultad:

—Yo creo que ha sido obra de un loco.

—Pudo haberla aplastado como si usted hubiese sido un cascarón. ¿Está segura de no tener enemigos, Linnet?

Linnet intentó dos veces responder a la broma sin conseguirlo. Tenía la lengua adherida al paladar.

Poirot intervino rápidamente:

—Vamos al barco, madame. Debe tomar un antiespasmódico.

Emprendieron la marcha en silencio. Simon apretaba los puños de rabia. Tim intentó decir algunas tonterías para distraer la mente de Linnet del peligro que acababa de correr. Poirot les acompañaba con grave expresión. Y en el preciso instante en que alcanzaba la lancha para subir a bordo, Simon se detuvo paralizado por el asombro. Jacqueline de Bellefort se dirigía a la playa en aquel momento. Vestida de guinda azul, parecía una niña.

—¡Gracias, Dios mío! —murmuró Simon—. ¡Fue un accidente, después de todo!

La cólera huyó de su rostro. Lanzó un suspiro de alivio tan ruidoso que Jacqueline se dio cuenta de que le ocurría algo anormal.

—Buenos días —dijo—. Me temo que voy a llegar demasiado tarde.

Les hizo una inclinación de cabeza y se marchó en dirección al templo.

Simon asió nerviosamente el brazo de Poirot. Los otros dos se habían marchado.

—¡Dios mío! ¡Qué peso me ha quitado de encima! Yo creí que... que...

Poirot movió la cabeza afirmativamente.

—Sé perfectamente lo que usted pensaba.

Pero el detective mismo parecía estar preocupado. Volvió la cabeza y observó atentamente el resto de los pasajeros del barco. La señorita Van Schuyler regresaba con andar cansado y apoyada en el brazo de la señorita Bowers. Algo más allá, la señora Allerton reía con la señora Otterbourne. No se veía a ninguno de los otros.

Poirot movió la cabeza, mientras seguía lentamente a Simon hacia el barco.

Загрузка...