Capítulo XII

Cornelia Robson se hallaba en el interior del templo de Abu Simbel. Era el atardecer del día siguiente... una tarde tranquila y sofocante. El Karnaki/> había anclado una vez más en Abu Simbel para permitir otra visita al templo con luz artificial. La diferencia de iluminación era considerable. Cornelia comentaba este hecho, maravillada, con el señor Ferguson, que se encontraba a su lado.

—¡Caramba, se ve mucho mejor ahora! —exclamó la muchacha—. Quisiera que estuviese aquí el doctor Bessner. Él me habría explicado todo.

—Extraño que pueda usted soportar a ese viejo loco —dijo Ferguson ceñudo.

—¿Por qué? Es uno de los hombres más amables que he conocido en mi vida.

—Es un viejo antipático y presuntuoso.

—No debía usted hablar de esa forma.

El joven la asió repentinamente por un brazo. Salían en aquel momento del templo la luna brillaba en el cielo con todo su resplandor.

—¿Por qué soporta usted los fastidios de un gordo repugnante y se deja manejar como si fuese una esclava por una arpía sin entrañas?

—¡Caramba, señor Ferguson!

—¿Es usted tonta acaso? ¿No se da cuenta de que usted es tanto como ella?

—No, no lo soy —repuso la muchacha con sincera convicción.

—No es usted tan rica eso es lo que quiere decir.

—No, no es eso. La prima María posee una buena educación.

—¡Educación! —el joven soltó el brazo de Cornelia tan repentinamente como lo había cogido—. Esa palabra da náuseas.

Cornelia le miró asustada.

—A ella no le satisface que usted hable conmigo, ¿verdad?

Cornelia se ruborizó sin saber qué responder.

—¿Por qué? Porque cree que yo no pertenezco a su clase. ¡Puf! ¿No le da asco eso?

—Me agradaría que no tomase esas cosas tan a pecho, señor Ferguson.

—¿No se da cuenta, usted que es una americana, de que todos hemos nacido iguales y libres?

—De ninguna manera —dijo Cornelia.

—¡Ah, jovencita! Esto forma parte de su naturaleza.

—La prima María dice que los políticos no son caballeros —aseguró Cornelia—; y como es natural, las personas no son todas iguales. Me gustaría haber nacido elegante como la señora Doyle, por ejemplo. Pero no lo soy y creo que no vale la pena pensar en ello.

—¡La señora Doyle! —exclamó Ferguson, con profundo desprecio—. Ésa es una de las mujeres a quienes se debía matar a tiros para que sirviese de escarmiento a las demás.

Volvió la espalda y se marchó. Cornelia se dirigió al barco.

Cuando había alcanzado la lancha, Ferguson volvió a asir su brazo de nuevo.

—Es usted la persona más atractiva del barco. Le ruego que no lo olvide.

Roja de placer, Cornelia llegó al salón observatorio.

La señora Van Schuyler conversaba con el doctor Bessner. Cornelia preguntó con cierta sensación de culpabilidad:

—No he llegado tarde, ¿verdad?

Mirando su reloj la anciana respondió:

—No se puede decir que te hayas apresurado demasiado. ¿Qué has hecho con mi estola de terciopelo?

Cornelia miró a su alrededor.

—¿Voy al camarote a ver si está allí?

—No está. La dejé por aquí después de comer y no me he movido desde entonces.

Cornelia se dedicó a una búsqueda infructuosa.

—No la veo por ninguna parte, prima María.

—¡Eres tonta! —exclamó la señorita Van Schuyler—. Busca por otros sitios —era una orden, tal como puede dársele a un perro, y Cornelia, con sumisión canina, obedeció.

El silencioso señor Fanthorp, que estaba sentado a una mesa próxima, se levantó y la ayudó. No encontraron la estola.

El día había sido tan insoportablemente caluroso y desagradable, que la mayoría de los excursionistas se retiraron tan pronto como regresaron de la playa de ver el templo. Los Doyle jugaban al bridge con Pennington y Race en una mesa en un rincón. El otro ocupante del salón era Hércules Poirot, que bostezaba sin cesar, con la cabeza echada hacia atrás, sentado a una mesa junto a la puerta. La señorita Van Schuyler, haciendo una salida majestuosa, con Cornelia y la señorita Bowers asistiéndola, se detuvo un instante frente a la mesa de Poirot y éste se incorporó cortésmente, reprimiendo un bostezo. La señorita Van Schuyler dijo:

—Acabo de recordar quién es usted, señor Poirot. Mi antiguo amigo Rufus Van Aldin me ha hablado mucho de usted. Ya me contará usted algunos de sus casos.

Con un movimiento de cabeza amable y condescendiente, prosiguió su camino. Poirot, con los ojos parpadeando de sueño, le hizo una reverencia exagerada. Luego bostezó una vez más. Se sentía pesado y estúpido a causa del sueño. Apenas podía conservar los ojos abiertos. Posó la mirada en su juego. Luego dirigió su vista hacia el joven Fanthorp, que leía un libro. No había nadie más que ellos en el salón.

Abrió la puerta y se dirigió a cubierta. Jacqueline de Bellefort, que entraba en el salón, casi tropezó con él.

Pardon, mademoiselle.

—Tiene usted cara de sueño, monsieur.

—Estoy muerto de sueño —declaró con franqueza—. Casi no puedo abrir los ojos. Ha sido un día extraordinariamente sofocante.

—Sí —parecía pensativa—. Ha sido un día en que las cosas pueden llegar a su desenlace. En que ya no puede uno detenerse.

Hablaba en voz baja y saturada de pasión. No miraba hacia él, sino hacia la playa arenosa. Tenía las manos crispadas, rígidas... De pronto la fuerte tensión se rompió. Dijo:

—Buenas noches, monsieur.

—Buenas noches, mademoiselle.

Sus ojos se encontraron un instante brevísimo. Pensando en ello al día siguiente, Poirot llegó a la conclusión de que había una súplica muda en aquella mirada. Más tarde, volvió a recordarlo...

Él se dirigió a su camarote y ella penetró en el salón. Cornelia, después de conversar con su prima sobre ciertas fantasías, recogió sus labores y regresó al salón. No sentía la menor necesidad de acostarse. Por el contrario, se sentía completamente despierta y excitada.

El cuarteto de bridge estaba completamente silencioso. En otra silla, el callado Fanthorp leía su libro. Cornelia se sentó y empezó a coser.

Súbitamente la puerta se abrió y Jacqueline de Bellefort hizo su aparición. Permaneció un momento en el umbral. Alzó la cabeza y después de llamar a un timbre, pasó frente a Cornelia y tomó asiento.

—¿Estuvo en la playa? —preguntó.

—Sí. Pensé que debía de ser fascinador a la luz de la luna.

—Sí, es una noche encantadora —asintió Jacqueline—. Una verdadera noche de luna de miel.

Sus ojos se dirigieron a la mesa de bridge. Detuviéronse un momento sobre Linnet y Doyle.

El camarero llegó en respuesta a la llamada de Jacqueline. Ésta ordenó un doble de ginebra. Cuando daba esta orden, Simon Doyle le lanzó una mirada rápida. Una arruga de ansiedad apareció sobre su entrecejo. Su mujer le dijo:

—Simon, estamos esperando que sirvas las cartas.

Jacqueline empezó a cantar algo entre dientes. Cuando llegó la bebida, cogió la copa diciendo:

—Bien ya está el crimen.

La bebió y pidió otra.

Otra vez Simon apartó la mirada de la mesa de bridge. Sus jugadas revelaban su falta de atención. Su compañero, Pennington, le llamó al orden.

Jacqueline empezó a canturrear otra vez. Primero lo hizo en voz baja, luego las palabras se hicieron inteligibles.

Tenía a su hombre y él la engañó...

—Lo siento —dijo Simon a Pennington—. He sido estúpido por mi parte no seguirle. Eso les da el triunfo.

Linnet se levantó.

—Me estoy durmiendo. Creo que lo mejor es irse a la cama.

—Sí, ya es hora de terminar —dijo el coronel Race.

—Yo creo lo mismo —opinó Pennington.

—¿Vienes, Simon? —preguntó Linnet.

—Ahora mismo no. Voy a beber algo antes —respondió el aludido lentamente.

Linnet movió la cabeza y se ausentó. Race la siguió. Pennington acabó de beber su copa y se marchó asimismo.

—Las jóvenes debemos trasnochar juntas —aseguró Jacqueline a Cornelia.

Luego lanzó atrás la cabeza y profirió una sonora carcajada. Llegó el segundo vaso.

—Beba algo —invitó Jacqueline.

—No, muchas gracias —respondió Cornelia.

Jacqueline echó su silla hacia atrás. Empezó a cantar en voz alta:

—Tenia a su hombre y él la engañó...

El señor Fanthorp volvió una página de Europa por dentro.

Simon Doyle recogió una revista.

—Me voy —anunció Cornelia—. Creo que ya es muy tarde.

—Usted no puede irse así. Se lo prohíbo —declaró Jacqueline—. Cuénteme algo sobre usted misma, vamos.

—Bien... no sé... No hay mucho que contar... —la pobre muchacha tartamudeaba—. He vivido siempre en mi casa y no he viajado mucho. Ésta es mi primera escapada.

Jacqueline rió.

—Es usted una persona feliz, ¿verdad? ¡Dios, cómo la envidio!

—¡Oh, de veras...! Pero yo creo... estoy segura...

Indudablemente la señorita Bellefort había bebido demasiado. No era exactamente una novedad para Cornelia. Había visto bastantes borracheras durante la vigencia de la Ley Seca. Pero allí había algo más... Jacqueline de Bellefort hablaba con ella... La miraba a ella. Sin embargo, Cornelia tenía la sensación de que Jacqueline se dirigía a Otra persona... Pero no había más que dos personas en el salón: el señor Fanthorp y el señor Doyle. El primero estaba absorto en la lectura de su libro. Simon Doyle, con extraña expresión, tenía una mirada vigilante.

Jacqueline repitió:

—Dígame algo sobre usted misma.

Siempre obediente, Cornelia intentó completar su biografía. Hablaba, hablaba incesantemente, entrando en detalles nimios e innecesarios de su vida diaria. Estaba poco acostumbrada a llevar la voz cantante. Ella había sido siempre la que le tocaba escuchar.

Sin embargo, la señorita Bellefort parecía interesarse por su narración, pues cuando, agotados sus recursos, se detuvo, la otra muchacha le instó:

—Continúe. Cuénteme más...

Y Cornelia prosiguió.

¿Qué hora sería? Con toda seguridad muy tarde. Había estado hablando sin cesar. Si por lo menos sucediese algo definitivo... E inmediatamente, como respuesta a sus deseos, algo sucedió. Sólo que en aquel momento parecía natural...

Jacqueline volvió la cabeza y dijo a Simon Doyle:

—Toca el timbre, Simon. Quiero beber más.

Simon Doyle levantó sus ojos de la revista que leía y respondió secamente:

—Los camareros se han acostado. Es más de la medianoche.

—Te digo que quiero beber más.

—Ya has bebido bastante, Jacqueline —repuso Simon.

Ella se levantó furiosa y le apostrofó:

—¿Qué te importa a ti lo mío?

—Nada —dijo él, encogiéndose de hombros.

Ella quedó observándole unos instantes. Luego habló:

—¿Qué te pasa, Simon? ¿Tienes miedo?

Simon no respondió. Volvió a coger la revista.

Cornelia murmuró:

—¡Oh, querida, es demasiado tarde...! Debo...

Jacqueline le dijo:

—No se vaya a acostar. Quiero que quede una mujer conmigo... para ayudarme —Rompió a reír de nuevo—. ¿Sabe usted por qué me teme Simon? Cree que voy a contarle la historia de mi vida.

—¡Oh... pues...! —Cornelia vaciló.

—Vea usted, él y yo íbamos a casarnos.

—¿De... ve... ras?

Cornelia era presa de diversas emociones. Estaba tremendamente nerviosa, pero al mismo tiempo sentíase con gusto asombrada. ¡Cuan culpable le parecía Simon por aquella renuncia!

—Sí. Es una historia muy triste —prosiguió Jacqueline. Su voz suave sonaba débil y burlona—. Me trató con bastante desconsideración. ¿Verdad, Simon?

Simon dijo burlonamente:

—Vete a acostar, Jacqueline. Estás borracha.

—Si estás nervioso, querido Simon, más vale que te vayas de aquí.

Simon Doyle la miró. La mano que asía la revista le temblaba un poco. Pero dijo secamente:

—Me quedo.

Cornelia murmuró por tercera vez:

—Me voy... es demasiado tarde...

—No se irá —aseguró Jacqueline—; usted se quedará aquí para oír lo que voy a decir —La asió por el hombro y la obligó a sentarse en la silla.

—Jacqueline —ordenó Simon con voz cortante—, basta de hacer locuras y acuéstate.

Jacqueline se sentó bruscamente en su asiento. Las palabras fluían de su boca en un torrente suave y susurrante.

—Tienes miedo de que arme un escándalo, ¿eh? Eres tan inglés... tan reticente. Quieres que me comporte decentemente, ¿verdad? Pero a mí no me importa si mi conducta es decente o no. Vale más que te vayas de aquí, porque pienso hablar mucho.

Jim Fanthorp cerró con sumo tiento su libro, bostezó, miró a su reloj, se levantó y salió. Con ello dio pruebas de ser un sajón perfecto.

Jacqueline hizo dar la vuelta a su silla y se enfrentó con Simon.

—¡Condenado idiota! —dijo con voz pastosa—. ¿Crees que puedes tratarme como me has tratado y salirte con la tuya?

Simon Doyle abrió los labios. Lo pensó y los volvió a cerrar. Se sentó y quedó silencioso como si esperase que la explosión de la joven la dejaría exhausta si él no decía nada para provocarla.

La voz de Jacqueline fascinaba a Cornelia, que jamás había tenido ocasión de descubrir emociones de ninguna clase.

—Te dije —dialogaba Jacqueline— que te mataría antes de verte con otra mujer. ¿Crees que no pienso hacer lo que digo? Estás en un error. He estado esperando hasta ahora... ¡Tú eres mi hombre...! ¿Lo oyes? Me perteneces...

Simon no pronunció una palabra. La mano de Jacqueline hurgó un momento en su falda. La joven se inclinó hacia delante.

—Te dije que te mataría y pensaba hacerlo tal como te lo decía... —su mano se alzó de pronto con algo que brillaba—. Te mataré como a un perro... como a un perro sarnoso que eres...

Ahora quiso actuar Simon. Dio un salto, pero en aquel momento Jacqueline apretó el gatillo.

Simon se retorció, cayó sobre una silla. Cornelia dio un grito y salió corriendo del salón. Jim Fanthorp estaba en cubierta, inclinado sobre la barandilla. Lo llamó.

—¡Señor Fanthorp! ¡Señor Fanthorp!

Éste corrió hacia la joven. Ella le asió su brazo y dijo incoherentemente:

—¡Le ha herido! ¡Le ha herido!

Simon Doyle yacía aún como había caído. Jacqueline lo miraba como paralizada. Temblaba violentamente y sus ojos dilatados y horrorizados contemplaban fascinados la mancha carmesí que se extendía por el pantalón de Simon, precisamente por debajo de la rodilla, en donde él apretaba con fuerza un pañuelo contra la herida. Ella balbució:

—No tenía la intención... Yo no quería... ¡Oh, Dios mío! De verdad que no...

La pistola se desprendió de sus dedos temblorosos y cayó con ruido sordo sobre la madera del suelo. Ella le dio un puntapié con gran furia. Fue a parar debajo de una otomana.

Simon, con voz débil, exclamó:

—Fanthorp, por todos los santos... alguien viene... Diga que no ha sido nada.. Sólo un accidente... No quiero que se promueva un escándalo por esto...

Fanthorp asintió con rápida comprensión. Se dirigió rápidamente hacia la puerta, en donde acababa de aparecer el asustado rostro de un nubio.

—No es nada, nada en absoluto. Fue una broma.

La negra faz parecía dudosa. Luego se tranquilizó. Mostró los dientes en un esbozo de sonrisa. El muchacho desapareció.

Fanthorp volvió.

—Todo va bien. No creo que lo oyese nadie. Sonó como un taponazo... Ahora, lo que hay que hacer...

Se interrumpió. Jacqueline había empezado a llorar histéricamente.

—¡Ay, Dios mío, quisiera estar muerta... Me mataré... Estaré mejor muerta. ¿Qué he hecho, Dios mío? ¿Qué he hecho?

Cornelia se aproximó a la joven.

—¡Cállese, querida! ¡Cállese!

Simon, con la frente húmeda y el rostro contraído por el dolor, dijo apresuradamente:

—¡Llévensela! ¡Por Dios, sáquenla de aquí! ¡Condúzcala a su camarote, Fanthorp! ¡Usted, señorita Robson, tenga la bondad de traer a su enfermera! —Miró suplicante a ambos—. No la dejen. Cuando hayan llamado a la enfermera, traigan al doctor Bessner. Pero, por Dios vivo, no permitan que esto llegue a oídos de mi mujer.

Jim Fanthorp hizo un gesto de asentimiento comprensivo. Aquel hombre silencioso probaba su sangre fría y su competencia en un caso de emergencia.

Entre él y Cornelia condujeron a la muchacha, que lloraba y forcejeaba, a su camarote. Allí continuó dándoles quehacer.

—Me ahogaré... Me ahogaré... No merezco vivir. ¡Oh, Simon, Simon!

Fanthorp dijo a Cornelia:

—Vaya usted y traiga a la señorita Bowers. Yo me quedaré con ella hasta que usted vuelva.

Tan pronto como se hubo marchado Cornelia, Jacqueline se aferró a Fanthorp.

—Su pierna sangra... está rota... la hemorragia puede matarle. ¡Debo ir a su lado...! ¡Oh, Simon, Simon! ¿Cómo he podido...?

Había alzado la voz. Fanthorp le dijo con seriedad:

—¡No grite! ¡No será nada!

—¡Déjeme! ¡Déjeme que me tire al agua! ¡Quiero matarme!

Fanthorp, asiéndola por los hombros, la obligó a acostarse sobre el lecho.

—No se mueva. No haga tonterías. Serénese. No ha pasado nada, le digo. Cálmese y no diga tonterías.

La muchacha intentó seguir sus consejos, cosa que le tranquilizó; pero dio un suspiro de alivio cuando se entreabrieron las cortinas y la eficiente señorita Bowers, cubierta con un horrible quimono, entró acompañada por Cornelia.

—Bien, ya estamos —dijo la señorita Bowers bruscamente—. ¿Qué pasa?

Empezó la tarea, sin ningún signo de sorpresa o alarma.

Fanthorp, agradecidísimo, dejó a la muchacha en las competentes manos de la señorita Bowers y se dirigió apresuradamente al camarote ocupado por el doctor Bessner.

Llamó y entró seguidamente.

—¿El doctor Bessner?

Un ronquido terrible terminó y una voz sobresaltada dijo:

—¿Eh? ¿Qué hay?

Fanthorp había encendido ya la luz.

—Es Doyle. Está herido de un tiro. La señorita Bellefort ha disparado contra él. Está en el salón. ¿Puede usted venir?

El grueso doctor reaccionó prontamente. Formuló unas cuantas preguntas lacónicas, se puso las zapatillas y una bata, recogió una cajita provista de artículos de cura y acompañó a Fanthorp al vestíbulo.

Simon había conseguido abrir la ventana que tenía a su lado. Apoyaba la cabeza en ella, inhalando el aire. Su rostro tenía un aspecto cadavérico.

El doctor Bessner se le aproximó.

—¿Ja? ¡Ah! ¿Qué tenemos aquí?

Un pañuelo empapado de sangre yacía en la alfombra y en la alfombra misma aparecía una mancha negra.

El examen del doctor estaba puntuado con exclamaciones y gruñidos teutónicos.

—Sí, esto presenta un cariz feo. El hueso está fracturado. Y una gran pérdida de sangre. Herr Fanthorp, usted y yo debemos trasladarlo a mi camarote. Sí, así. No puede caminar. Tenemos que llevarle así.

Cuando lo alzaban, Cornelia apareció en el umbral.

Al verla, el doctor emitió un gruñido de satisfacción.

—¡Ah! ¿Es usted? Bien. Venga con nosotros. Necesito ayuda. Usted colaborará mejor que mi amigo. Él está algo pálido ya.

Fanthorp lanzó una mirada débil.

—¿Llamó a la señorita Bowers? —preguntó.

El doctor Bessner dirigió una mirada calculadora a Cornelia.

—Usted podrá ayudarnos perfectamente, señorita —anunció—. No se desmayará ni hará ninguna tontería, ¿verdad?

—Puedo hacer lo que usted me diga —respondió Cornelia vivamente

La procesión desfiló por la cubierta. Los diez minutos siguientes fueron puramente quirúrgicos y el señor Fanthorp pasó un mal rato. Estaba avergonzado de la superior fortaleza exhibida a la sazón, por Cornelia.

—Ya está. Es lo mejor que podemos hacer —anunció el doctor Bessner, finalmente—. Se ha portado usted como un héroe, amigo mío —Palmoteó con un gesto de aprobación el hombro de Simon Doyle. Luego sacó una jeringuilla.

—Ahora le daré algo para que duerma. Su esposa, ¿qué me dice de ella?

Simon contestó débilmente:

—No es necesario que ella sepa nada hasta por la mañana. Yo... no hay que culpar a Jacqueline... Ha sido culpa mía. La traté ignominiosamente... pobre chiquilla... No sabía lo que hacía...

Bessner movió la cabeza en señal de comprensión.

—Sí. sí, comprendo...

—Fue culpa mía —insistió Simon. Sus ojos se posaron sobre Cornelia—. Alguien... alguien debe quedarse con ella... Podría hacerse daño... la pobre.

El doctor Bessner inyectó la aguja hipodérmica. Cornelia dijo en tono competente:

—Muy bien, señor Doyle. No se preocupe. La señorita Bowers le hará compañía toda la noche...

Una expresión de agradecimiento cruzó el rostro de Simon. Sus ojos se cerraron. De repente los abrió.

—Fanthorp.

—Sí, Doyle.

—La pistola... No debe dejarla en el suelo... Los muchachos la encontrarán por la mañana.

—Muy bien. Iré a recogerla ahora mismo.

Salió del camarote y cruzó la cubierta. La señorita Bowers apareció en la puerta del camarote de Jacqueline.

—Ella está bien ahora —anunció—. Le he dado una inyección de morfina.

—Pero ¿se quedará usted con ella?

—¡Oh, sí! La morfina excita a algunas personas. Le haré compañía toda la noche.

Fanthorp fue al vestíbulo.

Unos tres minutos después sonó un golpecito en la puerta del camarote del doctor Bessner.

—¿Doctor Bessner?

—¿Sí?

Fanthorp le indicó con una seña que saliera a la cubierta.

—Escuche, no encuentro esa pistola.

—¿Qué dice?

—La pistola. Cayó de la mano de la muchacha. Ella le dio un puntapié y el arma fue a parar debajo de una otomana. ¡La pistola no está ahora debajo de esa otomana!

Se contemplaron mutuamente.

—Pero ¿quién puede haberla cogido?

Fanthorp se encogió de hombros. Bessner dijo:

—Es extraño. Pero no veo lo que podemos hacer.

Perplejos y vagamente alarmados, los dos hombres se separaron.

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