Capítulo I

—¡Linnet Ridgeway!

—¡Es ella misma! —dijo el señor Burnaby, propietario de «Las Tres Coronas», dirigiéndose a su compañero.

Ambos se quedaron mirando fijamente, con los ojos formando un círculo y la boca ligeramente entreabierta.

Un «Rolls Royce», rojo y sinuoso, acababa de detenerse frente a la oficina de Correos local.

Una muchacha se apeó del automóvil, una muchacha tocada con sombrero y luciendo un vestido que parecía —sólo parecía— sencillísimo. Una muchacha de cabello dorado y rasgos autoritarios. Una muchacha de formas encantadoras. Una muchacha como se veían pocas en Malton-Under-Wode.

Con paso imperioso penetró en la oficina de Correos.

—¡Es ella! —repitió de nuevo el señor Burnaby. Y continuó en voz baja, en tono confidencial—: ¡Posee millones...! Se gastará aquí miles y miles de dólares. Hará construir piscinas, jardines italianos y una sala de baile. Hará derribar la mitad de la casa y la volverá a edificar.

—Traerá dinero a la ciudad —dijo su compañero.

Éste era un individuo flaco. Hablaba con tono gruñón en que se advertía algo de envidia.

El señor Burnaby parecía estar complacidísimo.

—Sí, es una suerte para Malton-Under-Wode. Una gran suerte.

El señor Burnaby asintió, moviendo la cabeza.

—¡Qué diferencia con sir Jorge! —exclamó el otro.

—Los caballos tuvieron la culpa —aseguró su compañero, con indulgencia—. Nunca tuvo suerte.

—¿Cuánto se gastó él en esto?

—Apenas unos sesenta mil dólares, según dicen.

El hombre delgado dejó escapar un silbido.

—Y se asegura que ella se habrá gastado sesenta mil antes de acabar.

—¡Maldita sea! —dijo el hombre delgado—. ¿De dónde ha sacado tanto dinero?

—De América, por lo que yo he oído. Su madre era hija única de uno de esos groseros millonarios. Como en las películas, ¿sabe?

La muchacha salió de la oficina de Correos y subió al coche.

El hombre delgado la devoró con la mirada mientras ella emprendía la marcha, y murmuró entre dientes:

—No me parece justo que sea tan guapa. Dinero y belleza... es demasiado. Cuando una joven es tan rica como ésa, no tiene derecho a ser bella al mismo tiempo... Y ella es bella al mismo tiempo... ¡Y ella es bella de verdad...! Tiene todo lo que puede apetecer una mujer... ¡No es justo!



Extracto de la página de sociedad del Daily Blague:


«Entre los asistentes a la cena en «Chez Ma Tante» tuve ocasión de admirar la belleza de Linnet Ridgeway. A su lado estaban la distinguida señorita Juana Southwood, lord Windleshaw y el señor Tobías Bryce. La señorita Ridgeway, como nadie ignora, es hija de Melhuish Ridgeway y de Ana Hartz. Hereda de su abuelo, Leopoldo Hartz, una inmensa fortuna. La encantadora Linnet es la sensación del momento; se rumorea que en breve se hará público un noviazgo. ¡Lord Windleshaw parecía, en efecto, muy entusiasmado!»


La distinguida señorita Juana Southwood dijo:

—Querida, creo que todo esto va a ser sencillamente maravilloso.

Estaba sentada en el dormitorio de Linnet Ridgeway, en Wode Hall. Desde la ventana contemplaba los jardines a sus pies y, más allá, veíase el campo abierto enmarcado por las sombras azules de los bosques.

—Es estupendo esto, ¿verdad? —dijo Linnet.

Apoyó los brazos sobre el antepecho de la ventana. Tenía una expresión ardiente, vivaracha, dinámica. A su lado, Juana Southwood parecía, en cierto modo, algo oscurecida. Era una dama joven, de veintisiete años, con un rostro largo e inteligente y cejas depiladas caprichosamente.

—¿Y has hecho todo esto en tan poco tiempo? Habrás empleado un gran número de arquitectos y además...

—Tres.

—¿Cómo son los arquitectos? No creo haber visto ninguno.

—Estaban bien. A veces los encontraba poco prácticos.

—Querida. ¡Eres encantadora! ¡Tú sí que eres práctica!

Juana cogió una sarta de perlas del tocador.

—Supongo que serán auténticas, ¿verdad, Linnet?

—Naturalmente.

—Esto te parecerá natural a ti, querida, pero no a todo el mundo. Por mucha cultura que posean o aunque se llamasen Woolworth. Amiga mía, parece increíble que estén unidas tan artísticamente. Deben valer una fortuna fabulosa.

—Unas cincuenta mil libras esterlinas a lo más.

—Es una cantidad bastante importante. ¿No tienes miedo de que te las roben?

—No. Las llevo siempre encima... Además están aseguradas.

—Déjame que las luzca en la comida. ¿Quieres, querida?

Linnet esbozó una sonrisa.

—Naturalmente. Si esto te agrada...

—¿Sabes, Linnet? Te envidio, realmente. Tú tienes todo cuanto se te antoja. Hete aquí a los veinte años dueña absoluta de tus propias acciones, con todo el dinero que deseas, belleza y una salud soberbia. ¡Tienes hasta talento! ¿Cuándo cumples los veintiuno?

—En junio próximo. Daré una fiesta de cumpleaños en Londres.

Sonó el teléfono y Linnet acudió presurosa.

—¡Diga...! ¡Diga!

—La señorita de Bellefort desea hablar con usted. ¿Le paso la comunicación?

—¿Bellefort...? ¡Oh, claro que sí!

Oyóse un chasquido e inmediatamente después una voz de ardiente tono, dulce y apresurada, se dejó oír.

—¡Oiga...! ¿Es la señorita Ridgeway? ¿Linnet?

—¡Jacqueline, querida...! Ya hacía un siglo que no sabía nada de ti.

—En efecto, querida amiga... ¡Es terrible lo que me ocurre...! ¡Tengo que verte inmediatamente!

—¿No puedes venir aquí? Quiero enseñarte un juguete nuevo.

—Me gustaría mucho.

—Bueno, pues cuando quieras, en tren... en coche.

—Iré en seguida. Tengo un dos asientos bastante usado. Lo compré por quince libras y hay días en que marcha estupendamente. Pero tiene sus rarezas. Si no he llegado a la hora del té, es que mi coche ha tenido una de sus rarezas. ¡Hasta luego, querida!

Linnet colgó el receptor. Regresó junto a Juana.

—Es mi antigua amiga Jacqueline de Bellefort. Estuvimos juntas en un colegio, en París. Ha tenido siempre una mala suerte terrible. Su padre es un conde francés, su madre americana... del Sur. Luego su progenitor se fugó con otra mujer y su pobre madre perdió hasta el último céntimo en la quiebra de Wall Street. Jacqueline quedó completamente arruinada. No sé cómo se las habrá arreglado para pasar estos dos años.

Juana estaba ocupada en pulir sus uñas de un color rojo sangriento con el polissoir de su amiga. Se hizo hacia atrás en la silla, con la mano extendida, para contemplar el efecto de su obra.

—Querida —dijo arrastrando las palabras—, ¿no crees que eso es demasiado aburrido? Si alguna de mis amigas tuviese una desgracia, yo la abandonaría inmediatamente. A primera vista parece inhumano, pero nos evita un gran número de molestias futuras. Luego te pedirían dinero prestado o te harían acompañarlas a una tienda de modas donde no tendrías más remedio que pagar los trajes que eligiesen. O pintarían pantallas horribles que tú te verías obligada a adquirir. O te harían corbatas de punto.

—Entonces, si yo perdiese mi dinero..., ¿me abandonarías mañana mismo?

—Sí, querida, lo haría. ¡No podrás decir que no soy franca! Sólo me gusta la gente que triunfa. Y lo mismo le pasa a todo el mundo, con la diferencia de que ellos son más hipócritas y no quieren confesarlo. Dicen, por ejemplo, que no pueden aguantar más a María, a Emilia o a Pamela. Sus sufrimientos la hacen tan amargada y tan peculiar... ¡Pobre chica!

—¡Qué cruel eres, Juana!

—Soy positiva, como todo el mundo.

—Yo no soy positiva.

—Tú tienes tus razones. No hay motivo para ser mezquina cuando se tienen apoderados jóvenes y bien parecidos que te envían tus enormes rentas cada cuatro meses.

—Y tú te equivocas respecto a Jacqueline —dijo Linnet—. Ella no es ninguna pedigüeña. Por el contrario, he querido ayudarla varias veces y no me lo ha permitido. Es tan orgullosa como el diablo.

—¡Pero ahora tenía tanta prisa en hablarte! ¡Apostaría que piensa pedirte algo! Ya lo verás.

—Parecía excitada por algo —admitió Linnet—. Jacqueline ha sido siempre excesivamente impulsiva. Una vez le clavó un cortaplumas a alguien.

—¡Querida, eso es estupendo!

—Fue a un chico que martirizaba a un pobre perro. Jacqueline intentó convencerle para que dejase en paz al desgraciado animal. Él no le hizo caso. Entonces ella le empujó con todas sus fuerzas, pero él la aventajaba en vigor y no cedió. Entonces Jacqueline sacó un cortaplumas y se lo clavó hasta la empuñadura. Fue una escena horrorosa.

—Eso iba yo a decirte. ¡Parece peligrosa la chica!

La doncella de Linnet entró en la habitación. Murmurando unas palabras de excusa, tomó un vestido del armario y volvió a salir.

—¿Qué le pasa a María? —preguntó Juana—. Parece que ha estado llorando.

—Pobrecita. ¿No te dije que quería casarse con un individuo que tenía un empleo en Egipto? Ella no sabía gran cosa de él y yo pensé que sería conveniente cerciorarme de sus buenas intenciones. Pues bien, hice practicar averiguaciones y resulta que el angelito estaba ya casado y tenía tres hijos.

—¡Cuántos enemigos debes tener, Linnet!

—¿Enemigos? —Linnet parecía sorprendida.

Juana insistió con un movimiento de cabeza y cogió un cigarrillo.

—¡Enemigos querida! ¡Eres tan devastadoramente inteligente! Además eres excesivamente bondadosa y haces todas las buenas acciones que puedes.

Linnet rió de todo corazón.

—¡No tengo un solo enemigo en todo el mundo!

Lord Windleshaw estaba sentado bajo el cedro del jardín. Sus ojos acariciaban las graciosas proporciones de Wode Hall. No había nada que contrastase desagradablemente en sus líneas de antiguo estilo. Los edificios nuevos y los ensanches estaban fuera de la vista por alzarse al otro lado de la esquina. Constituía una visión apacible y bella bañada por la luz de un sol de otoño. Sin embargo, al contemplarlo, no le parecía ver Wode Hall. Lo que admiraba Carlos Windleshaw era una mansión magnífica de puro estilo isabelino, con un parque de gran extensión y un fondo muy sombrío... La residencia habitual de su familia, Charltonbury, y en primer plano se destacaba la figura de una muchacha de cabello brillante color de oro y una expresión ardiente y confiada... ¡Linnet sería la dueña de Charltonbury!

Estaba muy esperanzado... Su negativa no había sido definitiva... Fue tan sólo una petición de plazo... Bien, podía esperar algo más.

¡Cuan conveniente era todo para él! Indudablemente se casaba por dinero, pero no le era tan necesario que tuviese que posponer a todo aquello sus propios sentimientos. Además, amaba a Linnet. Habría deseado hacerla su esposa, aunque se hubiese tratado de una mendiga en vez de ser la mujer más rica de Inglaterra. Pero afortunadamente era la mujer más rica del Reino Unido... Su cerebro elaboraba sin cesar planes para lo futuro. Tal vez llegaría a poseer el condado de Rozdale, restauraría todo el ala derecha del edificio, no tendría necesidad de alquilar sus cotos de caza de Escocia...

Carlos Windleshaw soñaba al sol...



Eran las cuatro en punto cuando el desvencijado dos asientos se detuvo con un ruido de arena aplastada. Una muchacha saltó del coche, una criatura esbelta, elegante, con una gran cabellera oscura. Subió apresuradamente los escalones y llamó al timbre.

Pocos minutos más tarde fue conducida al suntuoso gabinete y un mayordomo de aspecto eclesiástico anunció con grave entonación:

—¡La señorita de Bellefort!

—¡Linnet!

—¡Jacqueline!

Windleshaw se apartó a un lado, observando con simpatía aquella figurita orgullosa que se lanzó con los brazos abiertos sobre Linnet.

—Lord Windleshaw... La señorita de Bellefort... Mi mejor amiga.

Una criatura monísima, pensó él... No guapa, en realidad, pero decididamente atractiva con aquella mata de pelo oscuro y rizado y aquellos ojos enormes. Murmuró unas cuantas naderías corteses y se marchó, para dejarlas solas. Jacqueline hizo sonar una castañeta... un gesto que según Linnet lo recordaba, le era característico.

—¡Windleshaw! ¡Windleshaw! Ése es el hombre con quien vas a casarte, según afirman los periódicos. ¿Es verdad?

Linnet murmuró:

—Tal vez.

—¡Ah, querida, cuánto me alegro! Parece excelente.

—¡Oh, no des ya las cosas por hechas! Todavía no me he decidido.

—Claro que no. La reina debe proceder siempre con gran cautela y escrupulosidad a la elección de consorte.

—¡No seas ridícula, Jacqueline!

—Pero si es verdad. Tú eres una reina, Linnet. Lo fuiste siempre. Sa Majesté la reine Linnet. Y yo soy la favorita de la reina. La dama de honor de su confianza.

—¡Cuántas tonterías dices! Dime, Jacqueline, ¿dónde has estado todo este tiempo? Desapareciste y no me has escrito ni una sola vez.

—Odio a muerte la escritura. ¿Dónde he estado? Ahogada casi. Sumergida hasta el cuello. He estado trabajando en empleos sumamente groseros, con mujeres más groseras aún.

—Oh, querida, querida...

—¿Que aceptase los favores de mi reina? Pues bien, con franqueza ése es el motivo que me ha hecho venir. No, no para pedirte dinero. ¡No he llegado a esa situación todavía! Pero he venido a solicitar de ti algo mucho más importante aún.

—Adelante.

—Si, en efecto, piensas casarte con ese Windleshaw, tal vez me comprenderás.

Linnet pareció sorprendida durante un minuto. Luego su rostro se aclaró.

—¿Quieres decir, Jacqueline, que...?

—Sí, querida; estoy algo comprometida con un hombre...

—Vaya, vaya. Ya me parecía que estabas en cierto modo demasiado alegre. Siempre lo has estado, desde luego, pero ahora bastante más que de ordinario.

—Esos son mis sentimientos. En efecto.

—Hablame de él.

—Se llama Simon Doyle. Es alto, ancho de hombros, increíblemente simplón y pueril y extraordinariamente adorable. Es pobre... no tiene ni un penique. Es lo que vosotros llamáis un provinciano empobrecido. Es el menor de sus hermanos, con las consecuencias de rigor. Su familia procede de Devonshire. Le gusta el campo y las cosas rústicas. Y estos cinco años últimos los ha pasado en la ciudad, en un despacho de drogas. Ahora han cerrado el establecimiento y me lo han dejado en la calle. ¡Me moriré, de eso estoy segura, si no me caso con él, Linnet...! ¡Me moriré! ¡Me moriré!

—¡No seas ridícula, Jacqueline!

—Me moriré de pesar, te lo aseguro. Estoy loca por él y él pinta en las paredes por mí. No podemos vivir el uno sin el otro.

—¡Ay, querida! ¡Buena la has cogido!

—No sé... Es terrible, ¿verdad? Cuando el amor se apodera de una, la entontece y la deja incapaz de pensar en otra cosa que no sea el objetivo amado.

Hizo una pausa. Los ojos oscuros se dilataron adquiriendo una expresión trágica. El cuerpo de la joven se estremeció ligeramente.

—A veces me asusto... Simon y yo fuimos hechos el uno para el otro. Jamás me interesará nadie más. Y tú tienes que ayudarme. Me he enterado que has comprado todo esto y la noticia me ha inspirado una gran idea. Verás, tú necesitarás un administrador... tal vez dos... Pues bien, quiero que des este empleo a Simon.

—¡Oh! —Linnet estaba alarmada.

Jacqueline continuó:

—Conoce todo esto como sus propios dedos. Fue educado en fincas rústicas y tiene una gran práctica. Además, posee grandes conocimientos en negocios. ¡Oh, Linnet, tú le darás ese empleo! ¿Verdad que se lo darás por cariño hacia mí? Si no se porta bien, si demuestra ser poco eficiente, lo echas. Pero sé que no. Desempeñará su cargo a las mil maravillas. Y viviremos en una casita y yo te veré todos los días. El jardín me parecerá entonces cien veces más hermoso.

Se levantó.

—Di que sí, Linnet. Di que sí. Preciosa Linnet. Linnet querida. Di que sí.

—Jacqueline...

—¿Sí?

Linnet estalló en carcajadas.

—¡Jacqueline ridícula! Tráeme al príncipe de tus sueños que yo le vea, y luego hablaremos.

Jacqueline se lanzó sobre su amiga, besándola con frenesí.

—Linnet querida... Eres una verdadera amiga. Ya sabía que lo eres, y que no permitirías que me muriese. Eres lo más encantador de este mundo. ¡Adiós!

—Pero, Jacqueline, tú te quedarás aquí.

—¿Yo? De ninguna manera. Regreso a Londres y mañana volveré con Simon y lo arreglaremos todo. Te encantará. Es una verdadera preciosidad.

—¿No puedes esperar hasta que tomemos el té?

—No, no puedo esperar, Linnet. Estoy demasiado excitada. He de regresar y decírselo a Simon. Sé que estoy loca, querida, pero no puedo evitarlo. El matrimonio me curará; yo así lo espero. Siempre se ha dicho que ejerce saludables efectos sobre temperamentos como el mío. Me equilibraré pronto.

Volvióse hacia la puerta, se detuvo un momento, luego retrocedió para besarla.

—Querida Linnet... ¡No hay nadie como tú!

El señor Gaston Blondin, propietario del restaurante de moda «Chez Ma Tante», no era un hombre a quien le gustara honrar con su presencia a todos los clientes. La riqueza, la belleza, la notoriedad y la aristocracia esperarían en vano ser distinguidas por aquel personaje o siquiera atraer su atención. Sólo en casos excepcionales condescendía el señor Blondin, graciosamente, a saludar a un huésped dándole la bienvenida, a acompañarle a una mesa privilegiada o a cambiar con él las frases de rigor en tales casos.

En esta noche particular, el señor Blondin había ejercido sus prerrogativas reales tres veces: una para una duquesa, otra para un par de la nobleza y la última para un hombrecillo de apariencia cómica con bigotes negros exuberantes y que cualquier observador casual habría creído que hacía muy poco favor a «Chez Ma Tante» con su presencia.

El señor Blondin, sin embargo, le colmaba materialmente de atenciones.

Aunque hacía sólo media hora que varios clientes se marcharon desesperados por no hallar ni una sola mesa vacía, ahora apareció una misteriosamente y para colmo de milagro situada en posición inmejorable. El señor Blondin condujo a este cliente hacia ella con toda la apariencia de empressement.

—Pero, naturalmente, para usted hay siempre una mesa, señor Poirot Lo que quisiera es que nos honrase más a menudo con su presencia.

Hércules Poirot sonrió recordando aquel incidente, ya pasado, en que un cadáver, un camarero, el propio señor Blondin y una señorita encantadora habían desempeñado un papel importante.

—Es usted muy amable, señor Blondin —dijo.

—¿Está usted solo, señor Poirot?

—Sí, estoy solo.

—¡Oh, bien! Jules confeccionará para usted una minuta que será un poema... positivamente, un poema. Las mujeres, sobre todo las hermosas, tienen una desventaja: distraen la mente impidiendo que se saboreen bien los manjares. Pero usted paladeará nuestra comida, señor Poirot, se lo prometo. En cuanto al vino... ¡para qué hablar!

Siguió una conversación de técnica gastronómica. El señor Blondin se inclinó un momento bajando el tono de su voz y dijo confidencialmente:

—¿Tiene usted algún asunto entre manos?

—¡Ay, no! Estoy de vacaciones —dijo tristemente—. Hice mis economías cuando podía y ahora poseo medios suficientes para llevar una vida reposada.

—Le envidio.

—No, no; sería poco juicioso envidiarme. Puedo asegurarle que no es todo tan agradable como parece —suspiró—. ¡Cuan verdadero es el adagio que dice que el hombre inventó el trabajo para no tener que pensar!

El señor Blondin levantó las manos.

—¡Hay muchas cosas, señor Poirot! Los viajes, por ejemplo

—Sí, en efecto, se puede viajar. Ya lo he hecho en muchas ocasiones y me ha sentado bastante bien. Este invierno pienso ir a Egipto. El clima, según dicen, es soberbio. ¡Así escaparé a la tediosa monotonía de las nieblas perpetuas de los tonos grisáceos, de la lluvia que cae incesantemente!

—¡Ah, Egipto! —suspiró el señor Blondin.

—Ahora se puede ir allí evitando el mar, excepto en el obligado paso del canal.

—¡Ah! ¿No le gusta el mar?

Hércules Poirot movió la cabeza y se estremeció imperceptiblemente.

—A mi tampoco —declaró el señor Blondin con simpatía—. ¡Es curioso el efecto que ejerce sobre el estómago!

—Pero sólo sobre ciertos estómagos. Hay personas a quienes el movimiento no les causa la menor impresión. Incluso les gusta

—Una incoherencia del Señor —corroboró el señor Blondin.

Movió tristemente la cabeza y tras expresar un impío pensamiento desapareció.

Camareros de pies ágiles y manos expertas servían las mesas. Mantequilla, Melba tostada y una cubetita de hielo demostraban que se ofrecía comida de calidad.

La orquesta negra rompió en un éxtasis de notas discordantes. Londres bailaba.

Hércules Poirot observaba, registrando sus impresiones en su cerebro como en un archivo.

¡Cuan aburridos y cansados eran los rostros que veía! Algunos de aquellos hombres se divertían, indudablemente... mientras que una resignación paciente era el sentimiento general exhibido por los rostros de sus acompañantes. Aquella mujer gorda vestida de escarlata parecía radiante de felicidad... Indudablemente, la grasa le proporcionaba un deleite, una satisfacción, que estaban vedados a los que poseían líneas más armónicas. ¡Todo, en esta vida, tiene sus compensaciones!

Una pequeña cantidad de jóvenes, algunos carentes de expresión, otros aburridos, los más definitivamente infelices. ¡Qué absurdo llamar a la juventud el tiempo de la felicidad! ¡La juventud es la edad de mayor vulnerabilidad!

Su mirada se humanizó cuando vino a detenerse sobre cierta pareja en particular. Un par de representantes de los dos sexos decididamente armoniosos. El hombre, alto y de anchos hombros. La mujer, esbelta y delicada. Eran dos cuerpos que se movían en un ritmo perfecto de felicidad por el lugar en que estaban, por la hora y porque salía la dicha a borbotones del interior de ambos.

El baile cesó bruscamente. Las manos palmotearon ruidosamente y los giros continuaron. A los pocos segundos la pareja feliz volvió a la mesa que ocupaban junto a la de Poirot.

La muchacha, roja de placer, reía. Cuando ella se sentó. Hércules pudo contemplar a placer su rostro, que tenía vuelto hacia su compañero.

Había algo, además de la risa, en su rostro.

Hércules Poirot movió la cabeza con aire dubitativo.

«Se interesa demasiado esa pequeña —dijo para sí—. Está en peligro Sí, la amenaza un peligro.»

Luego llegó una palabra a su oído: Egipto.

Ahora percibía sus voces claramente: la juvenil de la muchacha, fresca, arrogante, con un acento nuevo y ligeramente extranjero en la pronunciación de las erres, y el timbre agradable, de tonos bajos, de su compañero, en que se advertía a un inglés bien educado.

—No estoy vendiendo la piel del oso antes de matarlo, Simon. Te aseguro que Linnet no quiere que nos hundamos.

—¡Que se hunda ella!

—No seas tonto... Es un empleo ideal para ti.

—Hasta cierto punto, yo lo creo también... No tengo la menor duda sobre mi capacidad para desempeñarlo. Y haré todo lo posible por quedar bien... por ti.

La muchacha rió, una risa de pura felicidad.

—Esperemos tres meses para asegurarnos de que no te da el puntapié. Y entonces...

—Y entonces te dotaré con todos los bienes terrenales... Ése será el epílogo.

—Y como ya te dije: iremos a pasar nuestra luna de miel a Egipto. ¡Cueste lo que cueste! Toda mi vida he suspirado por ir a Egipto. El Nilo... las pirámides... la arena...

Dijo él con voz ligeramente indistinta:

—Todo aquello lo veremos juntos, Jacqueline..., juntos. ¿No será maravilloso?

—Eso me estaba preguntando ¿Será tan maravilloso para ti como para mi? ¿Te intereso yo tanto como tú a mí?

La voz de la muchacha tenía un matiz duro, cortante; en sus ojos había algo semejante al miedo.

En la respuesta del hombre se observó la misma dureza:

—No seas absurda, Jacqueline.

Pero la muchacha repitió:

—Yo me pregunto...

Él se encogió de hombros.

Hércules Poirot murmuró para sí:

«Un qui aime et une que se laisse aimer. Sí, yo también me lo pregunto.»



Juana Southwood dijo:

—Supongamos que él es terriblemente rústico.

Linnet movió la cabeza.

—No lo será. Puedo confiar en el gusto de Jacqueline.

—¡Ah, Linnet! La verdad se oculta siempre cuando se trata de asuntos amorosos.

Linnet agitó su rubia cabellera con impaciencia. Cambió de tema.

—Tengo que ir a ver al señor Pierce para hablar sobre estos planos.

—¿Planos?

—Sí, hay unas cuantas casas de labor en malas condiciones de salubridad. Voy a hacer que las derriben y trasladaré a sus habitantes a otro sitio más sano.

—¡Qué sanitaria y compasiva eres!

—Tendrían que marcharse de todas maneras. Aquellas chozas habrían estropeado mi nueva piscina...

—¿Y le agradará marcharse a la gente que vive actualmente allí?

—La mayoría de ellos están complacidísimos. Uno o dos se muestran bastante estúpidos, realmente fastidiosos, en suma. Parecen no darse cuenta de la enorme mejoría de la situación que les espera.

—Pero supongo que tú tampoco perderás con eso.

—Mi querida Juana, lo hago en su propio beneficio.

—Naturalmente. Estoy segura de ello. Ganancias comunes...

Linnet frunció el ceño. Juana rió.

—Vamos, muchacha. Confiésalo. Eres una tirana. Una tirana benéfica, si gustas, pero una tirana, al fin y al cabo.

—No tengo nada de tirana.

—Pero te gusta conseguir tus caprichos.

—No es eso precisamente.

—Linnet Ridgeway, ¿puedes mirarme a la cara y decirme honradamente si se ha dado alguna vez el caso de que no hayas podido conseguir tus deseos?

—Muchísimas veces.

—¡Oh, sí! Muchísimas veces... Está bien, pero cita casos concretos. No puedes hacerlo, aunque lo intentes. ¡No hay quien detenga la carrera triunfal de Linnet Ridgeway en su carro de oro!

Linnet dijo secamente:

—¿Crees que soy egoísta?

—No, pero eres irresistible. Tienes el efecto combinado del dinero y la belleza. Todo se inclina a tu paso. Lo que no puedes comprar con dinero, lo obtienes con una sonrisa. Resultado: Linnet Ridgeway, la muchacha que lo tiene todo.

—No seas ridícula. Juana.

—Dime, ¿no lo tienes todo?

—Supongo que sí... Pero me resulta desagradable oírtelo decir.

—En efecto, es desagradable, querida. Debes de estar terriblemente cansada y blasée de todo y por todo. Es decir, todavía no lo estás, pero lo estarás. Entretanto, goza de tu avance triunfal en tu carrera de oro. Pero me pregunto, en realidad me lo pregunto sin cesar, ¿qué ocurrirá el día que llegues a una calle donde te encuentres un cartel que diga: «Prohibido el paso»?

—No digas estupideces, Juana. —Cuando lord Windleshaw se acercó a ellas, Linnet dijo, volviéndose hacia él—: Juana me está diciendo verdaderas obscenidades.

—Despecho, sólo despecho —dijo Juana vagamente, al mismo tiempo que se levantaba del asiento que ocupaba.

No dio excusa alguna para ausentarse. Había leído la advertencia en la mirada de Windleshaw. Éste permaneció silencioso un par de minutos. Luego se lanzó a fondo.

—¿Te has decidido ya, Linnet?

Linnet dijo lentamente:

—¿Me crees tonta? Tal vez, no estando segura, debiera decir: «NO».

Él la interrumpió con un gesto.

—No lo digas. Tendrás tiempo, todo el tiempo que necesites. Pero tengo la seguridad de que seríamos muy felices los dos.

—Mira —el tono de Linnet parecía de excusa casi infantil—. Me estoy divirtiendo mucho, especialmente con esto —Hizo un movimiento con la mano—. Quiero convertir Wode Hall en una residencia campestre local; para mí, claro está, y según mis propias iniciativas. Me parece que hasta ahora lo voy consiguiendo, ¿no te parece?

—¡Oh, sí! Es precioso. Maravillosamente proyectado. Es perfecto. Tú eres muy inteligente, Linnet.

Hizo una pausa y continuó:

—Pero te gusta Charltonbury, ¿verdad? Claro es que necesita que se modernice y todas esas cosas, pero tú te encargarías de eso. Te deleitará.

—¡Oh, sí! Charltonbury es magnífico.

Hablaba con espontáneo entusiasmo, pero interiormente experimentó una sensación de súbita frialdad. Algo extraño acababa de herir un sentimiento recóndito, turbando su completa satisfacción por la vida. No analizó este sentimiento inmediatamente, pero cuando Windleshaw entró en la casa escrutó en todos los repliegues de su cerebro.

Charltonbury, sí, aquello era, se había resentido a la mención de Charltonbury. Pero ¿por qué? Charltonbury era modestamente famoso. Ser la dueña del magnífico Charltonbury era una posición envidiable y Windleshaw era un partido muy solicitado.

Naturalmente, él no podía tomar Wode en serio. No podía compararse con Charltonbury. ¡Ah. pero Wode no era suyo! Ella lo vio, lo compró, volvió a reconstruirlo sin preocuparse del dinero que le costaba. Aquello era su propia posesión, su reino.

Pero en cierto modo aquello no existiría si se decidiese a casarse con Windleshaw. ¿Para qué iban a tener dos residencias campestres? Y de las dos. Wode Hall sería la condenada a desaparecer.

Ella misma, Linnet Ridgeway. dejaría también de existir. Se convertiría en la condesa de Windleshaw, llevando a Charltonbury y a su dueño actual una dote apreciable. Sería reina consorte, pero no en propiedad.

«Me estoy volviendo ridícula», se dijo Linnet.

¡Pero era extraño cómo odiaba la idea de abandonar Wode! ¿No había algo más que le hiciese sentir así?

La voz de Jacqueline, con aquella nota monótona y ardiente: «Si no me caso con él, me moriré. Me moriré... Me moriré...»

Y lo decía con convicción, formalmente. ¿Experimentaba ella, Linnet, un sentimiento idéntico hacia Windleshaw? Con seguridad, no. Tal vez no llegaría nunca a ese extremo por nadie. ¡Debía ser maravilloso sentir aquella grandiosidad!

Oyóse el ruido de un coche que se aproximaba, a través de la ventana abierta.

Linnet se lanzó impaciente en su dirección. Debían ser Jacqueline y su novio. Saldría a recibirlos.

Se encontraba en la puerta de la verja cuando Jacqueline y Simon descendieron del automóvil.

—¡Linnet! —Jacqueline corrió hacia ella—; éste es Simon, aquí está Linnet. Es la criatura más maravillosa del mundo...

Linnet vio a un joven alto, de hombros anchísimos, ojos azul oscuro, cabello castaño rizado y una sonrisa atractiva de chiquillo.

Una ardiente sensación de embriaguez se extendió por todas sus venas.

—¿No es todo esto encantador? —dijo—. ¡Venga, Simon, entre y permítame que dé la bienvenida a mi administrador comme il faut!

Cuando se volvía para señalar el camino, pensaba: «¡Me siento extraordinariamente feliz! ¡Me gusta el novio de Jacqueline! ¡Me gusta enormemente!» Y luego, con pesar, exclamó como dolida: «¡Qué suerte tiene Jacqueline!»



Tim Allerton se reclinó perezosamente en su chaiselongue y bostezó mirando al mar. Luego lanzó una rápida mirada de soslayo a su madre.

La señora Allerton era una mujer todavía guapa, de cincuenta años de edad y cabellos nevados. Adoptando una expresión de severidad en su boca cuando miraba a su hijo creía poder disimular la extraña afección que sentía hacia él. Los observadores que no la conocían, raramente se dejaban engañar por este gesto, y el mismo Tim veía perfectamente el corazón de su madre a través de este velo de severidad.

Hablaba el joven:

—¿Te gusta Mallorca, de verdad, mamá?

—Pues bien... —la señora Allerton hizo una pausa para reflexionar—. Es barata la vida aquí...

—Y fría —dijo Tim, estremeciéndose levemente.

Era un joven alto, delgado, de cabellos oscuros y pecho estrecho. La boca tenía una expresión de dulzura, ojos tristes y mandíbula indecisa Poseía manos delicadas.

Amenazado de tuberculosis algunos años antes, nunca pudo desarrollarse físicamente. Públicamente, se suponía que se dedicaba a las letras, pero sus íntimos sabían que aquello no pasaba de ser una fantasía y que sus trabajos literarios no fueron jamás aceptados por nadie.

—¿En qué piensas, Tim?

La señora Allerton aguardó expectante la respuesta. Sus ojos negros y brillantes escrutaban suspicaces a su hijo. Tim Allerton hizo una mueca.

—Pensaba en Egipto.

—¿Egipto?

En el tono de la señora Allerton se advertía un asomo de duda.

—Aquello es tibio de verdad, mamita. Con arenas de oro. El Nilo... Me gustaría remontar el curso de aquel río poético. ¿A ti no?

—Claro que me gustaría —dijo la interpelada con sequedad—. Pero Egipto es terriblemente caro, hijo mío. No es para los que tienen que dar muchas vueltas a su dinero antes de gastarlo.

Tim lanzó una carcajada. Se levantó y se desperezó. Parecía haberse llenado de vida nueva en un segundo. Dijo con voz excitada:

—Los gastos correrán de mi cuenta. Sí, mamita. He tenido la suerte de dar un golpecito en la Bolsa con resultados satisfactorios. Me he enterado esta mañana.

—¿Esta mañana? —dijo la señora Allerton con voz cortante—. ¡No tuviste más que una carta y era...!

Se interrumpió, mordiéndose los labios.

Su hijo pareció quedar indeciso sobre si debía tomarlo a broma o enfadarse; eligió lo primero.

—Era de Juana —terminó con frialdad—. Está bien, mamá. Eres la reina de los detectives. El famoso Hércules Poirot tendría que esforzarse para conservar sus laureles si tú decides hacerle la competencia.

La señora Allerton parecía confundida.

—Vi la escritura del sobre por casualidad y...

—¿Y te diste cuenta de que no era de un agente de Bolsa? Estupendo. En honor a la verdad he de decirte que fue ayer cuando lo supe. La escritura de la pobre Juana es bien fácil de reconocer... parece que se quiere salir del sobre, como una araña enloquecida.

—¿Qué dice Juana...? ¿Algo nuevo?

La señora Allerton se esforzó para que su voz sonara de modo casual y ordinario. La amistad entre su hijo y su prima segunda, Juana Southwood, le había irritado siempre. No porque hubiese algo entre ellos, como se repetía incesantemente la buena señora. Ella sabía perfectamente que no lo había. Nada.

Tim nunca había mostrado ningún interés sentimental hacia su prima Juana, ni ésta hacia él. Su atracción mutua parecía estar cimentada en la afinidad y posesión de amigos conocidos comunes. A los dos les gustaba la gente y criticar a la gente. Juana tenía una lengua cáustica y divertida.

La rigidez de expresión de la señora Allerton cuando Juana estaba presente o cuando recibía una carta suya, no se debía al temor de que su hijo pudiera enamorarse de su prima.

Era otro sentimiento indefinible, tal vez de celos, por el placer indudable que Tim experimentaba cuando se encontraba en compañía de Juana. Él y su madre eran tan excelentes amigos que la sola vista de una mujer que acaparase la atención de Tim le producía una desazón violenta. Creía que su presencia constituía entonces un estorbo para los dos representantes de la nueva generación. Muchas veces los había sorprendido en animada conversación que, al acercarse ella, interrumpían o variaban el tópico. Pero, decididamente, la señora Allerton experimentaba pocas simpatías por su sobrina. La consideraba hipócrita, afectada y esencialmente superficial. Le costaba un esfuerzo extraordinario tener que reprimir los deseos que le acometían de decirle todo esto gritando a pleno pulmón y delante de todo el mundo.

En respuesta a su pregunta, Tim extrajo la carta de uno de sus bolsillos y la ojeó.

—Es una carta bastante larga —observó la madre.

—No dice gran cosa —declaró—. Los Devonish han solicitado el divorcio. El viejo Monty ha sido encarcelado por haber conducido un coche yendo embriagado. Windleshaw se ha marchado a Canadá. Parece que le ha sentado bastante mal que Linnet le diese calabazas. Ella va a contraer matrimonio definitivamente con el administrador de marras.

—¡Es extraordinario! ¿Tan irresistible es el joven?

—No, no. Nada de eso. Es uno de los Doyle, de Devonshire. No tiene ni un céntimo, desde luego, y hasta hace poco estaba prometido a una de las mejores amigas de Linnet. ¡Una cosa bastante fea!

—Yo tampoco creo que se haya portado como debía —declaró la señora Allerton enrojeciendo.

En los ojos de su hijo apareció un relámpago de cariño hacia su madre.

—Ya sé, mamita. Tú no puedes ver con buenos ojos que le soplen a nadie su marido y todas esas cosas indecentes.

—En mis tiempos, respetábamos la propiedad ajena —dijo la señora Allerton—. Sin embargo, ahora la gente cree justo poder tomar lo que tiene al alcance de la mano, sea de quien sea.

Tim sonrió.

—No solamente lo cree, sino que lo hacen. Vide Linnet Ridgeway.

—Bueno, pero yo opino que eso es horrible.

Tim guiñó un ojo.

—¡Animo, mamita, tal vez me adhiera a tu opinión! Hasta ahora no se me ha ocurrido jamás seducir a la mujer ni a la novia de un amigo.

—Estoy segura de que jamás harás tal cosa —dijo la señora Allerton. Ingeniosamente, añadió—: Te he educado demasiado bien.

—Así, pues, el mérito es tuyo; no mío.

Sonrió con aburrimiento mientras doblaba la carta y la volvía a meter en el bolsillo.

La señora Allerton pensó:

«La mayoría de las cartas me las ha enseñado siempre. De ésta de Juana, sólo me ha leído párrafos sueltos.»

Expulsó aquel vano pensamiento de su cerebro y decidió, como siempre, conducirse como una señora de su rango.

—¿Se divierte Juana? —preguntó.

—Así, así. Ahora tiene la intención de abrir una tienda de modas en Mayfair.

—Siempre se queja de su situación —dijo la señora Allerton con un timbre de despecho—. Pero lo cierto es que ella alterna con la mejor sociedad y sus vestidos deben costarle un dineral. Siempre va vestida irreprochablemente.

—Sí. En efecto. Probablemente, no los paga. No, mamá, no quiero decir lo que en este momento te está sugiriendo tu cerebro isabelino. Quiero decir literalmente que no paga las facturas.

La señora Allerton suspiró.

—Nunca he comprendido cómo se puede hacer una cosa así.

—Es un don genial —repuso el hijo—. Cuando se tienen gustos suficientemente extravagantes y se carece de la menor noción del valor del dinero, se conceden a estas personas toda clase de créditos.

—Sí, pero esa persona no tardará en visitar al Tribunal de Quiebras o al de Morosos, como le ocurrió al pobre sir George Wode.

—Parece que sientes compasión por ese viejo palafrenero sólo porque en un baile celebrado en el año 1879 te llamó capullo de rosa.

—Yo no había nacido aún en 1879 —repuso la señora Allerton con gracejo—. Sir George posee unas maneras encantadoras y no te permito que le llames palafrenero.

—He oído algunas historietas divertidísimas sobre él, referidas por personas que le conocen bien.

—A ti y a Juana os importa bien poco la reputación del prójimo. Cualquier cosa os parece divertida aunque se arranque la piel a tiras a seres desgraciados.

Tim enarcó las cejas.

—Mamita, te estás sulfurando. No sabía que Wode era tu favorito.

—Tú no puedes imaginarte lo doloroso que ha sido para él tener que desprenderse de Wode Hall. Experimentaba una profunda pasión por aquel lugar.

Tim reprimió el impulso de responder acerbamente. ¿Quién era él para juzgar, después de todo?

Tras una pausa, dijo pensativo:

—En eso parece que tienes razón. Linnet le invitó a que fuese a ver las modificaciones que se habían efectuado en su antigua residencia y él se negó rotundamente a ir.

—Sí. Ella no le habría invitado si le hubiese conocido mejor.

—Ahora creo que él siente odio invencible contra Linnet... Murmura entre dientes cosas incomprensibles cuando la ve. No puede perdonarle que le haya dado una cantidad tan fabulosa por su propiedad familiar roída por la polilla.

—¿Y tú no eres capaz de comprender eso? —inquirió la señora Allerton con sequedad.

—Francamente —dijo Tim con calma—. No puedo comprenderlo. ¿Por qué vivir en lo pasado? ¿Por qué ese apego idiota hacia las cosas que se fueron?

—¿Qué colocarías tú en el puesto de esas cosas?

Tim se encogió de hombros.

—Sensaciones, tal vez. Novedades. La alegría de no saber jamás lo que ocurrirá al día siguiente. En vez de heredar un trozo de tierra inútil, prefiero el placer de hacer dinero por mí mismo, empleando mi cerebro y mis aptitudes.

—Un golpecito afortunado en la Bolsa, por ejemplo.

Tim profirió una carcajada.

—¿Por qué no?

—¿Y qué sucedería si tuvieses en la Bolsa una pérdida semejante?

—Eso, mamita, es poco probable. Es inapropiado para hoy... ¿Qué te parece mi plan sobre un viajecito a Egipto?

—Bien.

El la interrumpió sonriente:

—Entonces de acuerdo. Los dos hemos ansiado siempre visitar Egipto.

—¿Cuándo sugieres que vayamos?

—¡Oh...! El mes próximo. Enero es la época del mejor tiempo allí. Gozaremos de la deliciosa sociedad de este hotel sólo un par de semanas más.

—¡Tim! —exclamó la señora Allerton en tono de reproche. Luego añadió, sonrojándose—: Lamento tener que decirte que prometí a la señora Leech que tú la acompañarías a la comisaría de policía. Ella no comprende una palabra de español.

Tim hizo una mueca.

—¿A causa de su anillo? ¿El rubí rojo sangriento de la hija del veterinario? ¿Persiste en la creencia de que se lo han robado? Iré si tú quieres, pero es ganas de malgastar el tiempo. No conseguirá nada más que originar molestias sin cuento a cualquier desgraciada sirvienta del hotel. Se lo vi perfectamente en el dedo cuando fue a bañarse aquel día. Salió del agua y desde entonces lo echó de menos.

—Ella dice que está segura de que se lo quitó y lo dejó en su tocador.

—Pues no es verdad. Yo lo vi con mis propios ojos. Esa mujer está loca. Si no lo estuviera, no se habría bañado en pleno mes de diciembre, basándose en que el agua estaba bastante caliente porque el sol brillaba en aquel momento. Y es que le gusta exhibirse en traje de baño.

La señora Allerton murmuró:

—Realmente, creo que renunciaré a bañarme en lo sucesivo.

Tim rió alegremente.

—Tú puedes hacerlo. Das ciento y raya en belleza escultural a las jóvenes de hoy.

La señora Allerton suspiró y dijo:

—Desearía que tuvieses aquí unos cuantos jóvenes más de tu edad que te ayudaran a distraerte.

Tim Allerton movió la cabeza con decisión.

—Pues yo no. Los dos solitos nos hemos arreglado divinamente para ir de un lado a otro divirtiéndonos, sin necesitar a nadie más.

—Pero a ti te hubiese gustado que Juana estuviese aquí.

—Nada de eso —su tono expresaba inesperada resolución—. Te equivocas. Juana me divierte, pero no me gusta. Cuando la tengo demasiado tiempo a mi lado me ataca los nervios. Doy gracias a Dios de que no esté aquí. Me resignaría si pensara no volver a ver a Juana en toda mi vida —añadió casi sin aliento—: No hay más que una mujer en el mundo por quien tengo respeto y admiración a la vez. Creo que tú no ignoras quién es esa persona.

Su madre se ruborizó y pareció confusa. Tim continuó gravemente:

—Hay muy pocas mujeres realmente agradables en este mundo, pero tú eres una de ellas.

En un piso que daba al Central Park, en Nueva York, la señora Robson exclamó mirando a su hija:

—¿No es maravilloso? Eres, en verdad, una mujer de suerte, Cornelia.

Cornelia Robson enrojeció. Era una muchacha grande y tosca, con los ojos oscuros y perrunos.

—¡Oh, será espléndido! —dijo entre dientes.

La solterona señorita Van Schuyler inclinó la cabeza, expresando su satisfacción por esta actitud correcta por parte de sus parientes pobres.

—Siempre había soñado con un viaje a Europa —suspiró Cornelia—. Sin embargo, jamás creía que mi sueño llegase a convertirse en realidad.

—La señora Bowers vendrá conmigo, como de costumbre —dijo la señorita Van Schuyler—. Pero como dama de compañía la encuentro muy limitada... muy limitada. Hay una infinidad de cosas en que, Cornelia, me serás de gran utilidad.

—Será un placer poder servirle en algo, prima María —dijo Cornelia, en tono ardiente.

—Bien, bien. Entonces estamos de acuerdo —dijo la señorita Van Schuyler—. ¿Quieres buscar a la señorita Bowers, querida? Es la hora de tomar los huevos.

Cornelia salió precipitadamente. Su madre dijo:

—Querida María. ¡No sé cómo agradecértelo! Como tú sabes, yo creo que Cornelia sufre indeciblemente por no tener éxito en sociedad. Esto le hace considerarse mortificada. ¡Si yo hubiese podido llevarla de un sitio a otro! ¡Pero tú sabes cómo quedamos al morir el pobre Eduardo!

—¡Será para mí un verdadero placer llevarla conmigo! —declaró la señorita Van Schuyler—. Cornelia ha sido siempre una muchacha dócil y agradable, amante de las aventuras y no tan egoísta como la mayoría de las jóvenes de hoy.

La señora Robson se levantó y besó cariñosamente el rostro apergaminado y amarillento de su rica parienta.

—Te estoy muy agradecida —declaró.

En la escalera se encontró con una mujer muy bien parecida que llevaba un vaso conteniendo un líquido amarillento y jabonoso.

—¡Vaya, señorita Bowers, se va usted a Europa!

—¡Ah...! Sí, señora Robson.

—Será un viaje encantador.

—Sí. Desde luego. Creo que debe de ser muy divertido.

—¿Ha estado usted antes de ahora en el extranjero?

—¡Ah, sí! El año pasado estuve con la señorita Van Schuyler en París. Pero nunca he estado en Egipto.

La señora Robson hizo una pausa.

—¿Supongo que no habrá peligro alguno? —preguntó, bajando la voz.

La señorita Bowers dijo con su timbre usual:

—¡Oh, no, señora Robson! Yo me encargaré de eso. Iré siempre observando lo que pasa a mi alrededor.

A pesar de esta seguridad, una sombra cruzó el rostro de la señora Robson cuando, lentamente, continuó bajando la escalera.



En su despacho de la ciudad, Andrés Pennington se dedicaba a abrir su correo particular.

De pronto su puño se cerró convulsivamente y cayó con ruido sordo sobre la mesa de despacho. Su rostro adquirió un color escarlata y dos abultadas venas se destacaron en su ancha frente.

Oprimió un timbre. Un atildado taquígrafo hizo su aparición con su recomendable rapidez.

—Diga al señor Rockford que suba.

—Sí, señor Pennington.

Pocos momentos más tarde, Sterndale Rockford, el socio de Pennington, entró en el despacho. Ambos hombres tenían algo de parecido. Los dos eran altos, enjutos, con cabellos grises y rostros muy afeitados e inteligentes.

—¿Qué ocurre, Pennington?

Éste levantó la cabeza de la carta que había empezado a leer de nuevo.

—Linnet se ha casado —dijo sin preámbulos.

—¿Qué?

—Has oído bien. Linnet se ha casado.

—¿Cómo...? ¿Cómo...? ¿Por qué no nos lo han dicho hasta ahora?

Pennington lanzó una ojeada al calendario que había sobre la mesa.

—No había contraído matrimonio cuando escribió esta carta. Lo hizo el día 4 por la mañana, es decir, hoy.

Rockford se desplomó en su sillón.

—¡Caramba! ¡Sin avisar! ¿Quién es él?

—Doyle. Simon Doyle.

—¿Qué clase de individuo es ése? ¿Conoces algo de él?

—No. Ella tampoco habla gran cosa de él... —palmoteo sobre las líneas escritas con caracteres claros e iguales—. Me parece que hay algo raro detrás de todo este asunto. Pero eso no tiene gran importancia. Lo principal es que ella se ha casado.

Las miradas de los dos hombres se encontraron. Rockford hizo un movimiento afirmativo de cabeza.

—Esto es cosa de pensarlo mucho —dijo reposadamente.

—¿Y qué vamos a hacer?

—Eso te iba a preguntar.

Los dos hombres se miraron en silencio. Tras una pausa, dijo Rockford:

—¿Tienes algún plan?

Pennington respondió arrastrando las sílabas:

—El «Normandía» sale hoy de Europa. Uno de nosotros dos tomará pasaje en él.

—¿Estás loco? ¿Qué idea es la tuya?

Pennington dijo con los dientes apretados:

—¡Esos abogados ingleses...! —y se detuvo.

—¿Qué quieres con ellos? ¿Supongo que no irás allí a buscarles camorra?

—¿He dicho, acaso, que quienquiera que sea de nosotros el que vaya, tenga Inglaterra como punto de destino?

—¡Pues no me hagas sufrir más y suelta esa idea tan grande!

Pennington extendió la carta sobre la mesa.

—Linnet se dirige ahora a Egipto a pasar la luna de miel. Permanecerá allí un mes, tal vez más.

—Egipto, ¿eh?

Rockford clavó la mirada en la de su socio.

—¡Egipto! —exclamó—. ¿Ésa es tu idea?

—Sí. Un encuentro casual. Dando una vueltecita Linnet y su marido... atmósfera nupcial. Creo que se puede hacer...

—Ella es muy lista, pero... —Rockford se interrumpió.

Pennington dijo suavemente:

—Ya encontraremos el medio de justificarlo.

Otra vez se encontraron los ojos.

Rockford asintió.

—¡Estupendo, chico!

Pennington miró el reloj.

—El que vaya, ha de darse prisa.

—¡Irás tú! —dijo Rockford súbitamente—. Siempre te has llevado bien con Linnet, tío Andrés. Te cedo la papeleta.

El rostro de Pennington se ensombreció.

—Confío en salirme con la mía.

—Tendrás que hacerlo a cualquier precio. La situación es crítica —repuso malhumorado su socio.



Guillermo Carmichael dijo al joven delgado y peludo que abrió la puerta en respuesta a su llamada:

—Diga al señor Jim que deseo verle.

Jaime Fanthorp penetró en la habitación y lanzó una mirada interrogadora a su tío. El anciano fijó sus ojos en el joven, al mismo tiempo que movía la cabeza gruñendo:

—¡Ah! ¿Eres tú?

—¿No querías hablar conmigo?

—¡Lee esto!

El joven tomó asiento y desplegó la hoja de papel que le entregó su tío.

El anciano le observaba atentamente.

—¿Y bien?

La respuesta fue rápida.

—Me parece muy oscuro, tío.

Otra vez el socio de la firma Carmichael, Grant y Carmichael, emitió un gruñido característico.

Jaime Fanthorp releyó la carta que acababa de llegar de Egipto por avión.


«...parece improcedente escribir cartas de negocios en un día como hoy. Hemos pasado una semana en la Casa Mona, luego hemos hecho una expedición al Fayun. Pasado mañana remontaremos el Nilo hasta Luxor y Assuán en un barco de vapor y tal vez lleguemos hasta Kartum. Cuando fuimos a la agencia Cook esta mañana a recoger los billetes, ¿qué cree usted que fue lo primero que vi...? A mi apoderado americano Andrés Pennington. Me parece recordar que lo conoció usted hace dos años. Yo no tenía la menor idea de que él estuviese en Egipto y él tampoco podía presumir que me encontraría aquí... ni que estuviese casada. La carta en que yo le contaba mi proyecto de contraer matrimonio no llegó a sus manos Ahora se dispone a remontar el Nilo siguiendo la misma ruta que nosotros. ¿Verdad que es una agradable coincidencia? Muchas gracias por todo lo que ha trabajado en estos tiempos...»


Cuando el joven se disponía a volver la página, el señor Carmichael le recogió la carta.

—Eso es todo —dijo—. El resto no importa. Bien, ¿qué piensas de esto?

Su sobrino reflexionó un instante. Luego dijo:

—Pues... me parece que ese encuentro no tiene nada de casual.

El anciano manifestó su aprobación con un movimiento de cabeza.

—¿Te gustaría dar una vueltecita por Egipto? —preguntó de pronto.

—Si lo crees necesario...

—No hay tiempo que perder.

—Pero, ¿por qué he de ser yo precisamente?

—Piensa un poco y lo acertarás. Linnet Ridgeway no se ha tropezado contigo en su vida. Pennington tampoco te conoce. Si vas en aeroplano, llegarás a tiempo todavía.

—No me gusta nada esta idea, tío. ¿Qué voy a hacer yo allí?

—Emplea tus ojos. Utiliza tus oídos. Usa el cerebro... si es que lo tienes. Y si es necesario... obra.

—No me gusta nada.

—Lo creo, pero no tienes más remedio que hacerlo.

—¿Es, pues, necesario?

—A mi juicio es de importancia vital —dijo el señor Carmichael.



La señora Otterbourne, reajustándose el turbante de tejido indígena que le rodeaba la cabeza, dijo airada:

—No sé por qué no nos hemos marchado ya a Egipto. Estoy más que cansada de Jerusalén.

Como su hija permaneciese silenciosa, añadió:

—Lo menos que podías hacer es responder cuando te preguntan.

Rosalía Otterbourne estaba enfrascada en la contemplación de un periódico ilustrado en que aparecía la reproducción de una fotografía. Al pie de aquélla se leía:


«La señora Doyle, que antes de su matrimonio era la bien conocida belleza señorita Linnet Ridgeway. Los señores Doyle pasan la luna de miel en Egipto.»


Rosalía dijo:

—¿Te gustaría ir a Egipto, mamá?

—¡Claro que si! —exclamó la señora Otterbourne—. Reconozco que no se nos ha tratado aquí muy caballerosamente; mi estancia en este país ha sido una advertencia para el futuro. Pero ya he dicho a todos lo que pienso de ellos. La gente de aquí es impertinente... demasiado impertinente.

La muchacha, suspirando, dijo:

—Este sitio es igual que cualquier otro. Tengo verdaderos deseos de salir de aquí.

—Y esta mañana —continuó la señora Otterbourne— el administrador del hotel ha llevado su impertinencia al extremo de decirme que había comprometido todas las habitaciones por anticipado y que me daba cuarenta y ocho horas de plazo para abandonar las que ocupamos.

—Eso quiere decir que hemos de buscar otro alojamiento.

—Nada de eso. Estoy dispuesta a defender mis derechos.

Rosalía murmuró:

—Creo que debíamos irnos a Egipto. No creo que haya gran diferencia.

—No creo que sea cuestión de vida o muerte —dijo la señora Otterbourne.

Pero en esto se equivocaba, porque se trataba precisamente de una cuestión de vida o muerte.

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