Capítulo V

Hércules Poirot encontró a Jacqueline sentada sobre las rocas frente al Nilo. Estaba convencido de que la muchacha no se habría retirado a dormir y que la encontraría en algún sitio de los alrededores del hotel.

Estaba sentada con la barbilla apoyada en las manos. No se molestó en volver la cabeza al oír los pasos de Poirot, que se aproximaba.

—Mademoiselle de Bellefort —dijo Poirot—. ¿quiere permitirle que le diga unas palabras?

Jacqueline volvió la cabeza ligeramente. Una débil sonrisa entreabrió sus labios.

—Ciertamente —dijo—. ¿Es usted monsieur Hércules Poirot, verdad? ¿Me permite, a mi vez, que adivine algo? Obra usted a instancias de la señora Doyle, que le ha prometido una recompensa crecida si logra llevar a cabo su misión.

Poirot tomó asiento junto a la muchacha, en un banco.

—Su suposición, mademoiselle, es correcta en parte —dijo cortésmente—. Acabo de dejar a la señora Doyle. Pero no he aceptado ninguna recompensa, y estrictamente hablando no actúo bajo su influencia, se lo aseguro.

—¡Oh!

Jacqueline lo midió atentamente con la mirada.

—Entonces..., ¿por qué ha venido?

La respuesta de Poirot fue otra pregunta.

—¿Me ha visto usted antes, mademoiselle, alguna vez?

Ella movió la cabeza.

—No, no lo creo.

—Sin embargo, yo sí la he visto a usted. Estuve sentado muy próximo a usted en «Chez Ma Tante». Acompañaba a usted el señor Simon Doyle.

Una nube ensombreció el rostro de la muchacha.

—Recuerdo aquella noche...

—Desde entonces —interrumpió Poirot— han ocurrido muchas cosas.

—En efecto, caballero, han ocurrido muchas cosas.

En su tono se advertía dureza, mezclada con amargura desesperada.

—Mademoiselle, le hablo como amigo. ¡Entierre a sus muertos!

Ella mostró sorpresa.

—¿Qué quiere usted decir?

—¡Olvide lo pasado! ¡Vuelva sus ojos a lo futuro! ¡Lo que se ha hecho, hecho está! Su tristeza, su amargura, no podrán remediarlo.

—Estoy segura de que si siguiera su consejo, Linnet se alegraría mucho.

—No pienso en ella en este momento. ¡Estoy pensando en usted! Usted ha sufrido mucho, indudablemente, pero con lo que está haciendo no conseguirá más que prolongar sus sufrimientos.

La joven movió la cabeza.

—Se equivoca usted. Hay veces... que casi me divierto.

—Pues eso, mademoiselle, es lo peor de todo.

Ella alzó la cabeza, rápida.

—No es usted estúpido —dijo—. Empiezo a creer que intenta usted ser amable.

—Vuelva a casa, mademoiselle. Es usted joven, inteligente... Tiene el mundo frente a usted.

Jacqueline movió la cabeza muy despacio.

—O no me comprende o no quiere comprenderme. Simon es mi mundo.

—El amor no lo es todo, mademoiselle. Sólo cuando somos jóvenes lo creemos así.

—No lo comprende —le lanzó una mirada rápida—. Lo sabe todo, ¿verdad? ¿Ha hablado con Linnet...? Estuvo en el restaurante aquella noche. Simon y yo nos amábamos.

—Sé que usted le amaba.

Jacqueline cogió al vuelo lo que se ocultaba tras las palabras del detective. Repitió con énfasis:

—Nos amábamos. Y yo quería a Linnet... confiaba en ella... Era mi mejor amiga. Durante toda su vida, Linnet pudo comprar todo lo que le apetecía. Cuando vio a Simon, lo deseó y lo conquistó.

—Y él..., ¿se dejó comprar?

Jacqueline movió lentamente la cabeza.

—No, no es eso precisamente. Si hubiese sido así, yo no estaría aquí ahora... Usted intenta sugerirme que Simon no merece que me preocupe por él. Si hubiese aceptado casarse con Linnet por su dinero, tendría usted razón. Pero no se casó por su dinero.. Es más complicado que eso. Hay el embrujo, la atracción física, y el dinero ayuda mucho. Linnet tiene una atmósfera propia... Era la reina de un país inexistente, lujuriosa hasta las puntas de los dedos... Tenía el mundo a sus pies. Uno de los más ricos y más envidiados pares de Inglaterra quiso casarse con ella... Y ella se decidió por el oscuro y pobre Simon Doyle... ¿Extraña usted que esto trastornara el seso al desgraciado Simon? —hizo un gesto repentino—. Mire la luna, allí arriba. La ve perfectamente, ¿verdad? Existe en realidad. Pero si apareciese ahora el sol, la luna dejaría de brillar, y usted no lograría verla aunque lo intentase. Así ocurrió... Yo era la luna... Cuando el sol salió, Simon no pudo verme más.. Quedó encandilado. No podía ver más que el sol... Linnet.

Hizo una pausa y prosiguió:

—Así, pues, fue el embrujo, el brillo de Linnet lo que se le subió a la cabeza. Además, intervino también su confianza en sí misma, que difunde confianza a los demás. Simon era... débil tal vez, pero muy simple, muy inocente. Me habría amado a mí si Linnet no hubiese aparecido para subirle en su carro de oro. Y tengo la seguridad de que él no la hubiese amado jamás si ella no se hubiese propuesto que lo hiciera.

—Sí, eso es lo que usted piensa.

Lo sé. Él me amaba a mí..., me amará siempre.

—¿Ahora también?

Una respuesta rápida pareció alzarse hasta sus labios, pero al llegar a ellos murió. Miró a Poirot y su rostro se tino de rojo subido, ardiente. Desvió la mirada, reclinó la cabeza y dijo con voz imperceptible:

—Sí, ya sé. Ahora me odia. Me odia... Pero que tenga cuidado.

Con un gesto rápido hurgó en un saquito de seda que tenía a su lado. Luego sacó la mano. En su palma apareció una pistolita con puño de nácar... Parecía de juguete.

—Es una cosita preciosa, ¿verdad? —dijo—. Parece demasiado pequeña para ser un arma mortal..., pero lo es. Una de esas balas tan minúsculas puede tronchar la vida de un hombre... o de una mujer. Yo tiro muy bien. Compré este juguetito cuando sucedió aquello. Tenía el propósito de matar a una o a otro, pero no llegué a decidirme por cuál de ellos. Los dos a la vez no me habrían proporcionado satisfacción alguna. Si hubiese creído poder asustar a Linnet… Pero ella posee gran valor físico. Es capaz de resistir a cualquier atentado violento. Y entonces... decidí esperar. Esto me seducía cada vez más. Después de todo, podía ejecutar mi primitiva idea a la primera ocasión... Sería preferible esperar y... pensarlo bien. Doquiera que fuesen, por lejos que estuviese el lugar por ellos elegido, me encontrarían; allí donde se considerasen solos para gozar plenamente su felicidad... me verían cuando menos lo esperasen. ¡Y esto hace efecto! Ella no puede hacer nada por evitarlo... Yo me comporto siempre con perfecta urbanidad, con cortesía exquisita... Ni una palabra de reproche, ni una súplica, ni una amenaza... Les estoy envenenando la existencia... Estoy destrozando poco a poco sus nervios.

Poirot asió a la muchacha por el brazo.

—¡Cállese...! ¡Cállese, le digo!

Jacqueline le miró.

—¡Y bien!

Su sonrisa era francamente provocativa.

—¡Señorita: le ruego encarecidamente, le suplico con toda humildad que no continúe en sus propósitos!

—¿Quiere decir que deje a Linnet tranquila?

—Algo más que eso. ¡No abra su corazón al mal!

Una expresión de asombro apareció en los ojos de la muchacha.

Poirot continuó gravemente:

—Porque si lo hace, el mal vendrá... Sí; con toda seguridad: vendrá. Entrará en su corazón, formará en él su morada y a los pocos instantes no habrá fuerza humana que lo desaloje...

—Usted no puede impedírmelo.

—No —asintió Poirot—, no puedo impedírselo.

—Aun en el caso de que intentase matarla, no podría evitarlo usted.

—No. desde luego; pero usted pagaría el precio...

Jacqueline Bellefort soltó una risita.

—No me asusta la muerte. ¿Para qué quiero vivir después de esto? Supongo que usted cree equivocado el matar a una persona que le ha herido de muerte, que le ha robado lo que más quería en este mundo.

—Sí, mademoiselle, creo que matar es un delito imperdonable.

Jacqueline rió de nuevo.

—Entonces no tiene usted más remedio que aprobar mi astuto sistema de venganza. Porque vea usted... mientras produzca su efecto, no usaré la pistola... Pero me da miedo... Hay veces que lo veo todo rojo... En esos momentos desearía con toda mi alma poder hacerla sufrir, enterrando un cuchillo en su corazón... o acercar mi diminuta pistola a su sien y entonces oprimir el gatillo lentamente, suavemente... ¡Oh!... —gritó de súbito.

La exclamación sobresaltó al detective.

—¿Qué es eso, mademoiselle?

Ella había vuelto la cabeza y escudriñaba en la oscuridad.

—Alguien está ahí. Ahora se ha marchado.

Hércules Poirot ojeó minuciosamente los alrededores. El lugar aparecía desierto.

—Aquí, yo diría que no hay nadie más que nosotros, mademoiselle.

Se levantó.

—De todas formas, ya le he dicho todo lo que tenía que decirle. ¡Buenas noches!

—Buenas noches, monsieur.

Él movió la cabeza tristemente y la siguió hacia el hotel.

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