Capítulo XXII

El coronel Race juró enérgicamente.

—Este maldito caso se embrolla cada vez más. —Cogió las perlas—. ¿No habrá sufrido un error? A mí me parecen buenas.

—Son una bonísima imitación...

—¿Adonde nos conduce eso? Supongo que Linnet Doyle no se mandó hacer un collar de imitación para viajar con él para seguridad. Muchas mujeres lo hacen.

—No, no creo. Yo estuve admirando las perlas de la señora Doyle la primera noche, en el barco, y por su maravilloso lustre tengo el convencimiento de que usaba las legítimas entonces.

—Esto presenta dos posibilidades. Primera, que la señorita Van Schuyler sustrajo tan sólo el collar falso después de que las perlas legítimas las robó alguna otra persona. Segunda, que la historia de la cleptómana es pura invención. O la señorita Bowers es una ladrona e inventó rápidamente la historia y aplacó las sospechas entregando las perlas falsas, o bien todos ellos están complicados. Es decir, son una banda de hábiles ladrones de joyas que pasan bajo el disfraz de una familia norteamericana muy distinguida.

—Sí —murmuró Poirot—. Es difícil decirlo. Pero apuntaré una cosa: hacer una copia perfecta y exacta de las perlas, con broche y todo, lo suficientemente bien para poder engañar a la señora Doyle, es una realización técnica muy hábil. No era posible ejecutarlo apresuradamente. Quien copió esas perlas debe haber tenido una buena ocasión para estudiar el original.

Race se puso en pie.

—Es inútil hablar de eso ahora. Continuaremos la operación. Hemos de encontrar las perlas legítimas. Al mismo tiempo hemos de tener los ojos abiertos.

Registraron primeramente los camarotes de la cubierta inferior.

El del señor Richetti contenía varias obras arqueológicas en diferentes lenguas, un surtido variado de ropa, lociones para el cabello de perfume muy fuerte y dos cartas personales: una de su hermana residente en Roma. Sus pañuelos eran todos de seda de colores.

Pasaron al camarote de Ferguson.

Había un surtido de literatura comunista, muchas instantáneas, Erewhom, de Samuel Butlet, y una edición económica del Diario de Pepy. Sus efectos personales no eran muchos, la mayor parte de las ropas que había estaban rotas y sucias; la ropa interior, por el contrario, era de muy buena calidad. Los pañuelos eran de lienzo muy caro.

—Algunas discrepancias interesantes —murmuró Poirot.

Race asintió.

—Parece extraño que no haya ninguna carta personal, papeles, etcétera.

—Sí, esto da que pensar. Ferguson es un joven muy extraño.

Contempló pensativo un anillo de sello que tenía en la mano, antes de ponerlo en el cajón donde lo encontraron.

Fueron al camarote ocupado por Luisa Bourget. La doncella comía después que los otros pasajeros, pero Race había ordenado que la buscasen y la llevasen al comedor a reunirse con los otros. Un camarero les salió al encuentro.

—Lo siento, señor —se excusó—. Pero no he podido encontrar a la joven por ninguna parte. No sé adonde puede haber ido.

Race miró en el camarote. Estaba desierto. Subieron a la cubierta de paseo y empezaron por el lado de estribor. El primer camarote era el ocupado por Jaime Fanthorp. Allí estaba todo cuanto había en orden meticuloso. Él viajaba con pocas cosas, pero todo cuanto tenía era de buena calidad.

—No hay ninguna carta —musitó Poirot pensativamente—. Nuestro señor Fanthorp tiene mucho cuidado en destruir su correspondencia.

Pasaron al camarote de Timoteo Allerton, que estaba contiguo.

Había allí pruebas de un espíritu anglocatólico, un exquisito tríptico y un gran rosario de madera tallada. Además de las ropas personales, había un manuscrito incompleto, con muchas anotaciones, y una buena colección de libros, la mayoría de ellos publicados recientemente. Había también una cantidad numerosa de cartas tiradas de cualquier manera en un cajón. Poirot, que nunca tenía el menor escrúpulo en leer correspondencia ajena, las examinó. Observó que entre ellas no había ninguna de Juana Southwood. Cogió un tubo de secotina, lo retuvo distraídamente entre los dedos un minuto o dos y luego dijo:

—Prosigamos.

—No hay pañuelos baratos —dijo Race, reponiendo rápidamente el contenido del cajón.

A continuación visitaron el camarote de la señora Allerton. Estaba exquisitamente aseado y un olor suave y anticuado a lavanda saturaba el lugar. El registro terminó pronto. Race observó cuando salían:

—Es una mujer simpática.

El siguiente camarote había sido usado a modo de tocador por Simon Doyle. Sus efectos personales más necesarios, pijamas, artículos de tocador, etc., habían sido trasladados al camarote de Bessner, pero el resto estaba aún allí: dos maletas de cuero grandes y un saco de viaje. Había algunas ropas en el armario.

—Miraremos cuidadosamente aquí, amigo mío —dijo Poirot—, pues es muy posible que el ladrón haya escondido las perlas aquí.

—¿Lo cree usted probable?

—Sí. ¡Fíjese! El ladrón, ella o él, quienquiera que sea, debe saber que tarde o temprano se efectuará un registro y en consecuencia un escondrijo en su camarote, de él o de ella, sería sobremanera imprudente. Los salones públicos presentan otras dificultades. Pero aquí hay un camarote perteneciente a un hombre que no puede visitarlo personalmente. En consecuencia, si se encuentran aquí las perlas, no nos dicen nada en absoluto.

Pero el registro más meticuloso no logró revelar el menor rastro del collar desaparecido.

El camarote de Linnet Doyle había sido cerrado después de trasladar el cadáver, pero Race tenía la llave. Abrió la puerta y los dos hombres entraron.

A excepción del traslado del cuerpo de la muchacha, el camarote estaba exactamente igual como lo estaba por la mañana.

—Poirot —dijo Race—, si se puede encontrar alguna cosa, por Dios, empiece. Si hay alguien que pueda encontrar algo, ése es usted. Lo sé.

—¿Esta vez no se refiere a las perlas?

—No... El asesinato es lo principal. Es posible que hubiéramos olvidado alguna cosa esta mañana.

Rápidamente, con habilidad, Poirot inició el registro. Se arrodilló y escrutó el suelo palmo a palmo. Examinó la cama. Inspeccionó rápidamente el armario y la cómoda. Escudriñó el baúl y las dos maletas. Dio un vistazo al tocador. Finalmente enfocó la atención en el lavabo; había varias cremas, polvos y lociones para la cara. Pero lo único que parecía interesar a Poirot fue una de dos botellitas de Nailex Rosa que estaba vacía, excepción de una o dos gotas de líquido rosa oscuro, en el fondo. La otra, del mismo tamaño pero con la etiqueta Nailex Púrpura, estaba casi llena. Poirot sacó el corcho de la botella vacía y luego de la llena y olisqueó las dos delicadamente.

—Amigo mío, no hemos tenido suerte. El asesino no ha sido muy servicial. No ha dejado caer, para que nosotros lo encontremos, el gemelo de los puños, la colilla de un pitillo, la ceniza de un puro o, en el caso de una mujer, el pañuelo de pintura para los labios o alguna peineta.

—¿Tan sólo la botellita de esmalte para las uñas?

Poirot se encogió de hombros.

—He de preguntar a la doncella. Hay algo... sí... extraño ahí.

—¿Adonde diablos habrá ido esa muchacha? —murmuró Race.

Salieron del camarote cerrando con llave tras de ellos y pasaron al de la señorita Van Schuyler.

Allí también había toda clase de objetos lujosos; costosos artículos de tocador, equipaje muy bueno, cierto número de cartas y documentos particulares bien ordenados.

El camarote de al lado era el doble del ocupado por Poirot, y al otro lado de éste, el de Race.

—No es muy fácil esconderlas en alguno de ellos —dijo el coronel.

—Es posible. Una vez, en el Expreso de Oriente, investigué un asesinato. Se trataba de un kimono. Había desaparecido y, sin embargo, debía estar en el tren. Lo encontré. ¿Dónde cree usted? En mi propia maleta cerrada con llave. ¡Ah! ¡Fue una verdadera impertinencia!

—Bien, veamos si alguien ha sido impertinente con nosotros en esta ocasión.

Pero el ladrón de las perlas no había sido impertinente con Hércules Poirot ni con el coronel Race. Cerca de la popa inspeccionaron minuciosamente el camarote de la señorita Bowers, pero no encontraron nada de naturaleza sospechosa. Sus pañuelos eran de lienzo corriente y tenían una inicial.

A continuación fueron al camarote de los Otterbourne. Allí también Poirot practicó un registro muy minucioso, sin resultado.

El camarote siguiente fue el del doctor Bessner. Simon Doyle yacía con una bandeja de alimentos a su lado, sin tocar.

Tenía un aspecto febril y mucho peor que durante la mañana. Poirot comprendió la ansiedad del doctor Bessner por llevar a su paciente lo antes posible al hospital para tratarlo debidamente

El pequeño belga explicó lo que él y Race estaban haciendo y Simon movió la cabeza en señal de aprobación. Al saber que la señorita Bowers había devuelto las perlas y que éstas habían resultado falsas, expresó el mayor asombro.

—¿Está usted seguro, señor Doyle, de que su esposa no poseía un collar falso que se trajo de viaje, en lugar del legítimo?

Simon movió decisivamente la cabeza.

—Oh, no. Estoy completamente seguro de eso. Linnet adoraba sus perlas y las llevaba a todas partes. Estaban aseguradas contra todo posible riesgo y en consecuencia era un poco descuidada.

—Entonces debemos proseguir nuestra búsqueda.

Comenzó a abrir cajones. Race atacó una maleta. Simon miró con asombro.

—Escuche, ¿seguramente que no sospechan que el viejo Bessner las robó?

Poirot se encogió de hombros.

—Podría ser. Después de todo, ¿qué sabemos del doctor Bessner? Únicamente lo que él manifiesta.

—Pero él no podía haberlas escondido aquí sin que yo lo viera.

—Él no podía haber escondido nada, hoy, sin que usted lo viese. Pero ignoramos cuándo se verificó la sustitución. Puede haber efectuado el cambio hace días.

—No se me había ocurrido.

El camarote siguiente fue el de Pennington. Los dos hombres emplearon algún tiempo en la búsqueda. En particular, Poirot y Race examinaron minuciosamente un cajón lleno de documentos legales y comerciales, requiriendo muchos de ellos la firma de Linnet.

Race movió lúgubremente la cabeza.

—Al parecer todo esto está en orden.

—Sin embargo, el individuo ese no es idiota de nacimiento. Si hubiese aquí algún documento comprometedor, poderes o algo por el estilo, los habría destruido.

—Así es.

Poirot levantó un pesado revólver marca «Colt» del cajón superior de la cómoda, lo miró y lo volvió a su sitio.

—Al parecer, hay aún alguna gente que viaja con revólveres —murmuró.

Cuando salían del camarote de Pennington, Poirot sugirió que Race registrase los camarotes restantes, ocupados por Jacqueline y Cornelia, y dos desocupados situados en el extremo, mientras él hablaba unas palabras con Simon Doyle.

En consecuencia volvió sobre sus pasos y entró de nuevo en el camarote del doctor Bessner.

Simon dijo:

—Escuche, he estado pensando. Estoy completamente seguro de que esas perlas no eran falsas ayer.

—¿Por qué eso, señor Doyle?

—Porque... Linnet —se estremeció al pronunciar el nombre de su esposa— las estuvo acariciando poco antes de comer y habló de ellas. Tengo el convencimiento de que ella habría sabido si eran una imitación.

—Sin embargo, era una buena imitación. Dígame, ¿la señora Doyle tenía la costumbre de dejarlas a alguien? ¿Se las prestó, por ejemplo, a alguna amiga en alguna ocasión?

—Verá usted, señor Poirot, me resultaría difícil decir... Yo... pues no hace mucho tiempo que conozco a Linnet.

—¿Ella nunca, nunca —la voz de Poirot se tornó muy suave—, nunca, por ejemplo, se las prestó a mademoiselle de Bellefort?

—¿Qué quiere usted decir? —el rostro de Simon enrojeció—. ¿Qué pretende usted? ¿Que Jacqueline robó las perlas? Ella no hizo tal cosa. Estoy dispuesto a jurarlo. Jacqueline es muy recta. La mera idea de que ella pueda ser una ladrona es ridícula.

Oh, la, la, la! —dijo Poirot inesperadamente—. Mi sugerencia ha removido el nido de avispas adormecidas al parecer.

La puerta se abrió y entró Race.

—Nada —dijo bruscamente—. Bien, tampoco lo esperábamos. Ahí vienen los camareros con el informe del resultado del registro de los pasajeros.

Un camarero y una camarera aparecieron en el umbral. El primero dijo:

—Nada, señor.

—¿Alguno de los señores objetó?

—Tan sólo el señor italiano. Protestó bastante. Manifestó que era un deshonor, algo por el estilo. Tenía una pistola encima.

—¿Qué clase de pistola?

—Una automática, marca «Mauser», del calibre 25.

—Los italianos son muy vehementes —dijo Simon—. Richetti se indignó en Wadi Halfa con una equivocación que hubo con un telegrama. Estuvo grosero con Linnet.

Race se dirigió a la camarera. Era una mujer guapa y corpulenta.

—Nada en ninguna de las señoras, señor. Protestaron bastante, excepto la señora Allerton. A propósito, la señorita Rosalía Otterbourne tenía una pistolita en su bolso.

—¿De qué clase?

—Muy diminuta, señor, con un puño de nácar. Una especie de juguete.

Race abrió los ojos asombrado.

—Qué caso más diabólico —murmuró—. Creí que habíamos descartado las sospechas de su parte y ahora..., ¿acaso todas las muchachas de este condenado barco llevan pistolas con puño de nácar?

Hizo una pregunta a la camarera.

—¿Objetó algo o mostró sentimiento cuando usted halló esa pistola?

—-No creo que ella lo notase. Yo estaba vuelta de espaldas cuando registraba los bolsos.

—Sin embargo, ella debe haber sabido que usted la encontraría. No lo entiendo. ¿Y la doncella?

—Hemos buscado por todo el barco. No podemos encontrarla por ninguna parte.

Race dijo pensativo:

—Ella podría haber robado las perlas. Es la única persona que tenía amplias facilidades para mandar hacer una imitación.

Se dirigió a la camarera una vez más.

—¿Cuándo la vieron por última vez?

—Una media hora antes de tocar la campana para el almuerzo, señor.

—Daremos un vistazo a su camarote —dijo Race—. Esto puede decirnos algo.

Abrió la marcha en dirección a la cubierta de abajo. Poirot le siguió. Abrieron la puerta del camarote y entraron.

Luisa Bourget, cuyo oficio era tener en orden los efectos personales ajenos, se había marchado de vacaciones. Diversos artículos aparecían esparcidos sobre la cómoda, una maleta estaba abierta con algunas ropas colgando por un costado de ella, impidiendo que se cerrase; varias prendas interiores pendían de los respaldos de las sillas.

Mientras Poirot abría los cajones del tocador, Race examinaba la maleta.

Los zapatos de Luisa estaban alineados a lo largo de la cama. Uno de ellos, de charol, parecía descansar de una manera extraordinaria, casi sin soporte. Era tan extraño que atrajo la atención de Race. Éste cerró la maleta y se inclinó sobre la hilera de zapatos. Luego emitió una exclamación.

Poirot giró sobre sus talones.

Qu'est ce qu'il y a?

Race respondió ceñudo:

—No ha desaparecido. Ella está aquí... debajo de la cama...

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