9

KEVIN NUNCA SE HABÍA SENTIDO del todo cómodo entre mujeres -debido a su madre, insistía Sam- pero Jennifer parecía diferente. Él sabía que su trabajo, como profesional, era generar confianza, pero había visto en sus ojos más que fachada profesional; había visto a una verdadera mujer que se había ganado su simpatía más allá de las exigencias laborales. No estaba seguro de cómo eso expresaba su capacidad como investigadora, pero sintió que seguramente podía confiar en su sinceridad. Por desgracia, eso no contribuía a la seguridad en sí mismo.

Kevin fue hasta el teléfono y marcó el número de Samantha. Ella contestó al quinto timbrazo.

– Sam.

– Hola, Sam. El FBI acaba de estar aquí.

– ¿Y?

– En realidad, nada nuevo. Ella cree que se trata del Asesino de las Adivinanzas.

– ¿Ella?

– La agente. Jennifer Peters.

He oído de ella. Escucha, cabe la posibilidad de que hoy yo deba regresar en un vuelo a Sacramento. La verdad es que estoy hablando con mi oficina por la otra línea. ¿Te puedo devolver la llamada?

– ¿Está todo bien?

– Dame algunos minutos y te explicaré, ¿de acuerdo?

Él colgó y miró el reloj. Las 8:47. ¿Dónde estaba la policía? Revisó el lavavajillas. Medio lleno. Vertió un poco de detergente y lo encendió. Tardaría una semana en llenarlo, y para entonces empezaría a oler mal.

Slater tendría las manos llenas; eso era muy bueno. Sin duda Kevin estaría seguro entre Sam, Jennifer y la policía de Long Beach. Se fue al refrigerador.

Jennifer cree que soy bueno. No me importa si lo soy… quiero estar vivo. Y no me importaría si Slater estuviera muerto. ¿Cuan bueno es eso? Si un hombre chismea, ¿no es bueno? El obispo chismea, por tanto no es bueno. Kevin suspiró. Heme aquí divagando otra vez mientras estalla el mundo a mi alrededor. ¿Qué diría el psicoanalista al respecto?

No sé por qué lo hago, doctor, pero pienso las cosas más extrañas en los momentos más extraños.

Así actúan todos los hombres, Kevin. Así actúan todos. Las mujeres no, por supuesto. El femenino tiende a ser el más inteligente o al menos el más estable de los sexos. Entrégales la nación y al despertar encontrarás los baches de las calles rellenos como deberían haber estado hace un año. Solo eres un hombre en busca de su camino en un mundo trastornado que cada vez se trastorna más, más loco que una cabra. Le pondremos fin a eso la próxima sesión si depositas otro cheque allá en la caja. Doscientos esta vez. Mis hijos necesitan…

Kevin abrió de un tirón el refrigerador. Se había olvidado abrirlo, pero ahora, parado frente a la puerta abierta, la jarrita de leche captó su atención. Alguien había garabateado un enorme tres sobre la jarrita Albertsons con un marcador negro, y encima tres palabras:

Está muy oscuro

¡Slater!

Kevin soltó la puerta y retrocedió.

– ¿Cuándo? ¿Qué está muy oscuro? ¿Era otra adivinanza? ¡Tenía que decírselo a Jennifer! No, a Samantha. ¡Debía hablar con Sam! El terror le corrió por los huesos. ¿Dónde está muy oscuro? En el sótano. ¡El muchacho! Se quedó inmóvil, sin poder respirar. El mundo comenzó a girar. Está muy oscuro.

Santo cielo, ¡era el muchacho!

La puerta se cerró sola. Él retrocedió a la pared. ¡Pero Slater había dicho que no era el muchacho! Preguntó: ¿Qué muchacho?

Le vinieron encima los acontecimientos de aquella noche de mucho tiempo atrás.


***

Durante toda una semana después del encuentro con el matón, el joven Kevin esperó en agonía. Debajo de los ojos le aparecieron círculos oscuros y se resfrió. Inventó la historia de que se cayó de la cama para explicar los moretones en el rostro. Su madre lo había acostado temprano en la tarde para combatir el resfriado. Allí se quedó, sudando entre las sábanas. Su temor no era por él mismo sino por Samantha. El muchacho había prometido hacerle daño, y Kevin estaba enfermo de la preocupación.

Seis días más tarde sonaron finalmente unos golpecitos en la ventana. Levantó con facilidad la persiana, conteniendo el aliento. El rostro sonriente de Sam lo miraba desde el patio trasero. Kevin casi golpea el techo en su emoción. Como resultó ser, Sam había estado lejos en el campamento, Ella se horrorizó por los rasgos demacrados de él, y solo después de rogarle mucho lo convenció para salir a hablar. Nadie los vería; se lo prometió. Él buscó con la mirada al muchacho por todo el patio, solo para asegurarse. Al escabullirse solo fue hasta su propia cerca, observando con cuidado el sendero verde. Se sentaron allí, ocultos en las sombras, y le contó todo a Sam.

– Le diré a mi papá -opinó ella-. ¿Crees que si él lamió mi ventana podremos aún ver la marca?

– Probablemente -contestó Kevin estremeciéndose-. Tienes que contárselo a tu padre. Debes ir a decírselo ahora mismo. Pero no le cuentes acerca de que me escabullo para verte. Solo dile que yo pasaba por ahí, que vi al muchacho en tu ventana, y que me persiguió. Ni siquiera le digas que él me… hizo algo. Tu papá podría decírselo a mi mamá.

– De acuerdo.

– Entonces regresa y cuéntame qué te dice él.

– ¿Quieres decir esta noche?

– Ahora mismo. Vete a tu casa por la calle y vigila si está el muchacho. Él va a matarnos.

Para este momento Sam estaba asustada, a pesar de su típico optimismo.

– Está bien -comentó ella parándose y sacudiéndose los shorts-. Es posible que papá no me deje volver. Es más, si le cuento es posible que me haga quedar en casa por un tiempo.

Kevin reflexionó sobre eso.

– Eso está bien. Al menos tú estarás segura; eso es lo importante. Pero por favor, regresa tan pronto como puedas.

– De acuerdo -asintió ella agarrándole la mano y levantándolo-. ¿Amigos para toda la vida?

– Amigos para toda la vida -contestó él-. La abrazó y ella salió corriendo hacia la calle.

Sam no volvió a la ventana de Kevin esa noche. Ni la siguiente. Ni por tres semanas. Esas fueron las semanas más solas en la vida del muchacho. Trató de convencer a su mamá de dejarlo salir, pero ella no lo escucharía. Intentó dos veces salir a hurtadillas durante el día, no por la ventana, desde luego… no se podría arriesgar a que Madre descubriera el tornillo o la tabla suelta. Kevin pasó sobre la cerca trasera, pero solo llegó hasta el primer árbol en el sendero de césped antes de que Bob comenzara a llorar. Apenas logró volverse a poner sobre el montón de ceniza antes que Madre saliera nerviosa. La otra vez fue por la puerta principal y recorrió todo el camino hasta la casa de Sam solo para descubrir, como sabía que iba a pasar, que ella se había ido a la escuela. Su mamá estaba esperándolo cuando trató de entrar otra vez, y pasó en su cuarto los dos días siguientes.

Entonces, al día veintidós, volvió a oír los golpecitos en su ventana. Echó una miradita con mucho cuidado, aterrado de que pudiera ser el muchacho. Nunca podría describir la calidez que le inundó el corazón al ver el rostro de Sam a la luz de la luna. Buscó a tientas el tornillo y abrió la ventana de un tirón. Se abrazaron aun antes de que él cayera y corrió con ella por la cerca.

– ¿Qué sucedió? -quiso saber él, jadeando.

– ¡Papá lo encontró! Es un muchacho de trece años que vive en el otro lado de las bodegas. Creo que ya había ocasionado problemas antes; papá lo supo cuando se lo describí. Ah, ¡deberías haber visto a papá, Kevin! Nunca lo he visto tan enojado. Les dijo a los padres del muchacho que tenían dos semanas para mudarse, o si no encerraría en la cárcel a su chico. ¿Sabes qué? ¡Se mudaron!

– ¿Se… él se fue?

– Se fue -afirmó ella levantando una mano, y él distraídamente se la palmoteo.

– ¿Estás segura?

– Mi papá me dejó salir, ¿no es así? Sí, estoy segura. ¡Vamos!

Le llevó a Kevin solo dos salidas con Sam para perder otra vez su temor de la noche. El muchacho se había ido de veras.

Dos semanas después Kevin decidió que era tiempo de tomar la iniciativa de visitar a Sam. No se puede obtener simplemente el título de caballero blanco muchas veces sin sacar en realidad algo de músculo.

Kevin se escabulló a lo largo del sendero arbolado hacia la casa de Sam, eligiendo su camino con mucho cuidado. Esta era su primera vez solo en más de un mes. Llegó con facilidad a la cerca de Sam. La luz de su ventana resultaba una grata vista. Se inclinó e hizo a un lado la estaca suelta.

– Pssst.

Kevin se paralizó.

– Hola, enano.

El horrible sonido de la voz del muchacho llenó a Kevin con imágenes de una sonrisa retorcida y enferma. De repente sintió náuseas.

– Levántate -ordenó el muchacho.

Kevin se puso lentamente de pie y giró. Todos los músculos se le habían transformado en agua, menos el corazón que casi se le salía. Allí, a tres metros de distancia, estaba el muchacho, sonriendo perversamente, haciendo girar el cuchillo en la mano derecha. Usaba un pañuelo que le cubría el tatuaje.

– He decidido algo -expresó el muchacho-. Hay tres de nosotros aquí en este pequeño tótem. Pero yo estoy abajo y eso no me gusta. Quitaré a los otros dos de lo alto. ¿Qué piensas?

Kevin no podía pensar claramente respecto de nada.

– Te diré lo que voy a hacer -informó el muchacho-. Primero te cortaré en unos cuantos lugares que nunca olvidarás. Quiero que uses tu imaginación por mí. Luego regresaré aquí y daré golpecitos en la ventana de Samantha como lo haces tú. Cuando ella abra la persiana clavaré la hoja exactamente a través del vidrio.

El muchacho se mordisqueó la lengua; sus ojos le centelleaban de la emoción. Levantó el cuchillo y tocó la hoja con su mano izquierda. Bajó la mirada y se fijó en el afilado borde.

– Habré pasado el cristal y cortado la garganta de ella antes de que pueda…

Kevin corrió entonces, mientras los ojos del muchacho aún estaban distraídos.

¡Oye!

El muchacho salió tras Kevin, quien ya le llevaba ocho metros de ventaja… un quinto de lo que necesitaba para dejar atrás al muchacho más grande. En la primera desviación la adrenalina lanzó a Kevin hacia delante. Pero detrás de él el muchacho empezó a reír y su voz se acercaba cada vez más. Ahora el terror le retumbaba en olas constantes. Gritó, pero no salió nada porque la garganta se le había paralizado. El suelo pareció inclinarse hacia arriba y luego a los lados, y Kevin perdió su sentido de orientación.

Una mano le tocó la nuca. El muchacho usaría el cuchillo si lo atrapaba. Y luego iría tras Sam. Quizás no la mate pero al menos le cortaría el rostro. Tal vez peor.

Kevin no estaba seguro de dónde estaba su casa, pero no era donde desesperadamente necesitaba que estuviese. Por tanto hizo lo único que sabía hacer. Giró a su izquierda y atravesó la calle.

Las risitas se detuvieron por un momento. El muchacho gruñó y redobló sus esfuerzos; Kevin podía oírle sus pesados pasos con nueva determinación.

La risita empezó de nuevo.

El pecho de Kevin le dolía y ahora su respiración se hizo entrecortada en gran manera. Por un terrible momento consideró simplemente dejarse caer y dejar que el muchacho lo tajara.

Una mano intentó pegarle en la cabeza.

– Sigue corriendo, enano. Odio que te quedes allí quieto.

Kevin había perdido por completo su sentido de orientación. Se acercaban a una de las viejas bodegas en el barrio al otro lado de la calle. Vio una puerta en el edificio directamente adelante. Tal vez… quizás si pudiera pasar esa puerta.

Dio un viraje a su derecha, y luego cortó hacia el edificio. De un fuerte tirón abrió la vieja puerta y se escabulló en la oscuridad interior.

El hueco de la escalera de metro y medio tras la puerta le salvó la vida, o al menos alguna de las partes de su cuerpo. Rodó por las escaleras, gritando de dolor. Al aterrizar en el fondo sintió la cabeza como si se le hubiera desprendido. Luchó por ponerse de pie y volver a las escaleras.

El muchacho estaba en lo alto, iluminada su espalda por la luz de la luna, riendo.

– El final -anunció, y empezó a bajar las gradas.

Kevin giró y corrió. Entró directamente en otra puerta. Una puerta de acero. Agarró la manija y la hizo girar, pero la mole se negó a moverse. Vio un pasador, tiró de él, y se metió en un salón muy oscuro. Avanzó a tropezones y se dio contra una pared de concreto.

El muchacho agarró a Kevin por el cabello.

Kevin gritó. La voz le resonó dementemente. Gritó más fuerte. Nadie los oiría; estaban bajo tierra.

– ¡Cállate! -gritó el muchacho y lo golpeó en la boca- ¡Silencio!

Kevin se armó de todo su valor y arremetió a ciegas en la oscuridad. Su puño se conectó con algo que crujió. El muchacho gritó y le soltó el cabello. Las piernas de Kevin cedieron y se cayó.

Se le ocurrió en ese momento que cualquier cosa que el muchacho hubiera planeado inicialmente para él no se podía comparar con lo que le haría ahora.

Kevin rodó y se puso de pie tambaleándose. La puerta estaba a su derecha, gris opaca a la leve luz. El muchacho lo enfrentó, con una mano en la nariz, la otra apretada alrededor del cuchillo.

– Acabas de perder los ojos, chico.

Kevin salió disparado sin pensar. Saltó por la puerta abierta, giró sobre sí mismo, y la cerró de un golpe. Levantó la mano izquierda y metió el pasador en su lugar.

Entonces se quedó simplemente allí, en las escaleras de concreto, respirando con dificultad. El silencio lo devoraba.

Un grito muy leve llegó del otro lado de la puerta de acero. Kevin contuvo el aliento y retrocedió lentamente. Arremetió contra los peldaños, subió hasta la mitad antes de que el sonido del muchacho lo volviera a alcanzar, débilmente. El gritaba, maldecía y lo amenazaba con palabras que Kevin apenas lograba entender porque sonaban muy bajo.

No había salida, ¿o sí? Si lo dejaba, ¡el muchacho podría morir allí! Nadie oiría sus gritos. No podría salir.

Kevin retrocedió y descendió lentamente las escaleras. ¿Y si deslizaba el pasador hasta dejarlo abierto? Podría hacerlo, quizás.

– Juro que te voy a matar…

Kevin supo entonces que solo tenía dos opciones. Abrir la puerta, recibir un corte y tal vez morir. O huir y dejar morir al muchacho, y tal vez vivir.

– ¡Te odio! ¡Te odio! -gritaba el muchacho; Kevin lo oía espeluznantemente lejano, pero áspero y amargo.

Kevin giró y voló escalera arriba. No tenía alternativa. No tenía elección. Por Samantha, eso fue lo que recibió el muchacho. De todos modos era culpa suya.

Kevin cerró tras sí la puerta exterior y se metió en la oscuridad de la noche. No supo exactamente cómo o cuando, pero en algún momento mientras aún estaba oscuro regresó a su cama.


***

Algo repiqueteó violentamente. Kevin se levantó sobresaltado. La parte superior de la mesa reflejaba el sol de la mañana al nivel de los ojos. La vibración del teléfono celular lo llevaba lentamente hacia el borde.

Kevin se puso de pie con dificultad. Querido Dios, dame fortaleza. Miró el reloj. Nueve de la mañana. ¿Dónde estaba la policía?

Alargó la mano hacia el teléfono, vaciló, y luego lo agarró de la mesa. Sigue el juego, había dicho Jennifer. Sigue el juego.

– ¿Aló?

– ¿Cómo le está yendo esta mañana a nuestro jugador de ajedrez? -preguntó Slater.

¡Así que había estado escuchando! Kevin cerró los ojos y enfocó la mente. Su vida dependía de lo que dijera. Sé inteligente. Piensa más rápido que él.

– Listo para jugar -contestó, pero su voz no parecía lista.

– Tendrás que hacerlo mejor. Kevin, Kevin, Kevin. Dos pequeños desafíos, dos pequeños fracasos, dos pequeños estruendos. Estás empezando a aburrirme. ¿Viste mi pequeño regalo?

– Sí.

– ¿Qué es tres veces tres?

Tres veces tres.

– Nueve -contestó Kevin.

– Muchacho listo. Nueve en punto, hora de sacudirse. El momento de la tercera. ¿Qué te lleva allí pero no te lleva a ninguna parte? Tienes sesenta minutos. Esta vez será peor, Kevin.

El teléfono sobre el poyo sonó estridentemente. Tenía que mantener a Slater en el teléfono.

– ¿Puedo hacer una pregunta? -indagó.

– No. Pero puedes contestar el teléfono de casa. Podría ser Sam. ¿No sería eso de lo más conveniente? Contesta el teléfono.

Lentamente Kevin desenganchó de la horquilla el teléfono de casa.

– ¿Kevin?

La voz conocida de Sam le llenó el oído, y a pesar de la situación imposible sintió que le caía encima un balde de alivio. No estaba seguro de qué decir. Sostuvo el celular contra su oído derecho y el teléfono de casa contra el otro oído.

– Salúdala de mi parte -enunció Slater.

– Slater te saluda -expresó Kevin después de titubear.

– ¿Llamó?

– Está en la otra línea.

– Qué pena que Jennifer se fuera tan temprano -opinó Slater-. Los cuatro podríamos hacer una pequeña fiesta. El tiempo se está acabando. Cincuenta y nueve minutos y cincuenta y un segundos. Tú mueves.

El teléfono celular se apagó.

– Kevin, ¡escúchame! -volvió a hablar Sam-. ¿Está él aún…?

– Ya no.

– No te muevas. Estoy llegando a tu calle en este momento. Estaré allá en diez segundos -anunció ella y colgó.

Kevin se quedó inmóvil, con un teléfono en cada mano. Sigue el juego. Sigue el juego. Era el muchacho; tenía que ser el muchacho.

La puerta se abrió.

– ¿Kevin? -preguntó Sam corriendo hacia él.

– Tengo sesenta minutos -advirtió él girándose.

– ¿O qué?

– ¿Otra bomba?

Ella se le acercó y lo agarró por las muñecas.

– Está bien. Escúchame, tenemos que pensar esto con claridad -dijo ella mientras le quitaba los teléfonos de las manos y después lo agarraba por los hombros-. Escúchame…

– Tenemos que llamar al FBI.

– Lo haremos. Pero primero quiero que me cuentes. Dime exactamente qué te dijo.

– Sé quién es el Asesino de las Adivinanzas.

– ¿Quién? -preguntó ella mirándolo, asombrada.

– El muchacho -contestó Kevin sentándose en una silla.

– Creí que él te dijo que no era el muchacho.

La mente de Kevin comenzó a funcionar más rápido.

– Él dijo: «¿Qué muchacho?» No dijo que no era el muchacho -expresó Kevin y corrió hacia el refrigerador, lo abrió, sacó la jarrita de leche, y la depositó con fuerza sobre el poyo.

Ella miró las letras de trazos gruesos. Sus ojos se volvieron hacia él y regresaron al objeto.

– ¿Cuándo estuvo…?

Estuvo aquí anoche.

Está muy oscuro. ¿Qué está muy oscuro?

Kevin caminaba de acá para allá y se frotaba la cabeza.

– Dime, Kevin. Simplemente dime. Se nos acaba el tiempo.

– Tu papá hizo marcharse al muchacho, pero regresó.

– ¿Qué quieres decir? ¡No lo volvimos a ver!

– ¡Yo sí! Me atrapó cuando iba a tu casa dos semanas después. Dijo que te iba a lastimar, y también a mí. Corrí y de algún modo…

Las emociones le atascaron la cabeza. Miró el reloj. Las 9:02.

– De algún modo fuimos a parar en un sótano de almacenaje en una de las bodegas. Ya ni siquiera recuerdo en cuál. Lo encerré y huí.

– ¿Qué pasó? -indagó ella parpadeando.

– ¡Tuve que hacerlo, Sam! -exclamó con desesperación-. ¡Él iba a matarte! ¡Y a mí también!

– Está bien. Está bien, Kevin. Más tarde podemos hablar de eso, ¿de acuerdo? Ahora mismo…

– Ese es el pecado que quiere que yo confiese. Lo abandoné para que muriera en la oscuridad.

– Pero él no murió, ¿no es cierto? Evidentemente está vivo. No mataste a nadie.

Él se detuvo. ¡Por supuesto! La noche oscura le resplandeció en la mente. A menos que Slater no fuera el muchacho, sino alguien que supo acerca del incidente, un sicópata que de alguna manera descubrió la verdad y decidió que Kevin debía pagar.

– De todos modos, encerré a un muchacho en un sótano y lo abandoné a su suerte. Eso es intento. Es tan válido como asesinar.

– No sabes que esto tenga algo que ver con el muchacho. Debemos meditar detenidamente esto, Kevin.

– ¡No tenemos tiempo para meditarlo! Eso es lo único que tiene algún sentido. Si confieso, se detiene este juego demente.

Anduvo de arriba abajo y se frotó la cabeza, reprimiendo una repentina urgencia de gritar ante el pensamiento de confesar después de todo lo que había hecho para deshacerse de su pasado.

– Oh, Dios, ¿qué he hecho? -prosiguió él-. Esto no puede estar ocurriendo. No después de todo lo demás.

– Pues entonces confiesa, Kevin -anunció Sam mirándolo y asimilando la nueva información; sus ojos le parpadearon con empatía-. Eso fue hace casi veinte años.

– ¡Vamos, Sam! -exclamó él girando hacia ella, enojado-. Esta explosión llegará hasta las nubes. Todo estadounidense que vea las noticias se enterará del seminarista que encerró vivo a otro muchacho y lo abandonó para que muriera. ¡Esto me arruinará!

– Mejor arruinado que muerto. Además, tenías motivos para encerrar al muchacho. Saldré en tu defensa.

– Nada de eso importa. Si soy capaz de tratar de cometer un asesinato, soy capaz de cualquier cosa. Esa es la reputación que me perseguirá -objetó Kevin apretando los dientes-. Esto es una locura. Se nos acaba el tiempo. Tengo que llamar al periódico y contarlo. Es la única manera de detener a ese maniático antes de que me mate.

– Quizás, pero también está exigiendo que soluciones la adivinanza. Podríamos estar tratando con el mismo asesino de Sacramento…

– Lo sé. Jennifer me lo contó. Sin embargo, el único modo de detenerlo es confesar. Se supone que la adivinanza me dice lo que debo confesar.

Kevin se dirigió al teléfono. Tenía que llamar al periódico. Slater estaba escuchando… lo sabría. Esto era una locura.

– ¿Cuál fue la adivinanza?

Él se detuvo.

¿Qué te lleva allí pero no te lleva a ninguna parte?-manifestó Kevin-. Dijo que esta vez sería peor.

– ¿Cómo calza eso en el muchacho? -preguntó ella.

La pregunta no se le había ocurrido a él. ¿Qué te lleva allí pero no te lleva a ninguna parte?

– No sé.

¿Y si Sam tenía razón? ¿Y si su confesión acerca del muchacho no era lo que Slater quería?

– ¿Qué relación hay entre el muchacho y las tres adivinanzas que él ha dado? -volvió a inquirir ella, y esta vez agarró un pedazo de papel-. Sesenta minutos. Ayer fueron tres minutos y luego treinta. Hoy son sesenta minutos. ¿A qué hora llamó?

– A las nueve en punto. Tres veces tres. Eso fue lo que dijo.

Los ojos de ella analizaron las adivinanzas que había apuntado.

– Llama a la agente Peters. Háblale de la llamada de Slater y de la confesión. Pídele que llame al periódico y dile que venga tan pronto pueda. Tenemos que resolver estas adivinanzas.

Kevin pulsó el número que Jennifer le había dejado. El reloj indicaba las 9:07. Aún tenían cincuenta y tres minutos. Jennifer contestó.

– Llamó -comunicó Kevin.

Silencio.

– Él llamó…

– ¿Otra adivinanza?

– Sí. Pero creo poder saber quién es y qué desea.

– ¡Dímelo!

Kevin le contó el resto, hablando sin parar y de manera entrecortada por varios minutos. Una urgencia que él no había esperado que le colmara la voz. Jennifer estaba impaciente y exigente. Pero la intensidad de ella lo tranquilizó.

– Así que ahora sabes quién es y no me hablaste de su exigencia de que debes confesar. ¿Qué pretendes? ¡Con quien tratamos es con un asesino!

– Lo siento, yo estaba asustado. Ahora te lo estoy diciendo.

– ¿Algún otro secreto?

– No. Por favor, lo siento.

– ¿Está Samantha allí?

– Sí. Tienes que hacer pública esta confesión -pidió Kevin-. De eso se trata esto ahora.

– No lo sabemos. No veo la relación entre las adivinanzas y el muchacho.

– Él estuvo aquí, anoche, y escribió en mi jarrita de leche -confesó él-. ¡Tiene que ser él! Querías un motivo; ahora lo tienes. Intenté matar a alguien. Está loco. ¿Cómo es eso? Tienes que hacer que se sepa esta confesión.

El silencio se alargó en la línea.

– ¿Jennifer?

– ¡Necesitamos más tiempo! -contestó ella y luego respiró profundamente-. Está bien, pondré la confesión en la red. Quédate. No pongas un pie fuera de esa casa, ¿me oyes? Trabaja en las adivinanzas.

– Sam…

Pero Jennifer ya había colgado. Ahora contaba con una chica sensata. Eso le consoló.

Kevin colgó. 9:13.

– Ella llamará al periódico.

– Tres -enunció Samantha-. Nuestro tipo está tropezando en sus tres. Progresiones. Tres, treinta, sesenta. Y opuestos. Noche y día, vida y muerte. ¿Qué te lleva allí pero no te lleva a ninguna parte?

Ella miraba su página de anotaciones y números.

– La agente no estaba exactamente emocionada de que estuvieras aquí -advirtió Kevin.

– ¿Qué te lleva allí? -preguntó ella levantando la mirada-. La obvia respuesta es transporte. Como un auto. Pero ya explotó un auto. No lo hará otra vez. Está en progresiones. Más.

– Un autobús -opinó Kevin, reflexionando-. Tren. Avión. Pero ellos te llevan a alguna parte, ¿no es así?

– Depende de dónde sea alguna parte. No creo que importe… allí y ninguna parte son opuestos. ¡Creo que va a volar alguna clase de transporte público!

– A menos que la confesión…

– No podemos suponer que eso lo detenga -concluyó ella, se puso de pie, sacó el teléfono de su horquilla y pulsó la tecla de volver a marcar.

– ¿Agente Peters? Soy Sam Sheer. Escuche, creo…

Hizo una pausa y escuchó.

– Sí, entiendo de jurisdicción, y en lo que a mí respecta Kevin siempre ha sido mi jurisdicción. Si usted quiere tensar el asunto, obtendré autorización del fiscal gen…

Otra pausa, ahora Sam sonreía.

– Eso es exactamente lo que creo. Sin embargo, ¿cuánto tiempo se tardará en evacuar todo transporte público de Long Beach?

Miró su reloj.

– Según mi reloj, tenemos cuarenta y dos minutos.

Sam escuchó por un rato.

– Gracias.

Colgó.

– Chica viva. Batalladora. Los noticieros ya tienen tu historia. Esta saliendo en televisión mientras hablamos.

Kevin corrió a la televisión y la encendió.

– La próxima edición del periódico no saldrá a la calle hasta mañana en la mañana -comentó Sam-. Slater no mencionó el periódico esta vez, ¿o si?

– No. Estoy seguro de que la televisión funcionará. Dios, ayúdame.

Los dulces ojos de Sam irradiaron empatía.

– Jennifer no cree que esto lo satisfaga. El verdadero juego es la adivinanza. Creo que tiene razón -opinó Sam caminando de arriba abajo y poniéndose las dos palmas de las manos en la cabeza-. Piensa, Sam, ¡piensa!

– Están evacuando el transporte…

– No hay manera de que puedan sacarlos a todos a tiempo -dijo Sam-. ¡Tardarán media hora solo en obtener las autorizaciones! Hay más. Slater es preciso. Nos está dando más.

El programa de televisión cambió de pronto. La pantalla se llenó con el rostro conocido de Tom Schilling, reportero de noticias para la filial de ABC. Una pancarta roja de «últimas noticias» recorrió la imagen de la televisión. El gráfico detrás de Tom Schilling era una toma del auto quemado de Kevin con las palabras «¿El Asesino de las Adivinanzas?» superpuestas en letras que se movían. El reportero miró fuera de cámara a su derecha y luego enfrentó a la audiencia.

Kevin miró, embelesado. Tom Schilling estaba a punto de dejar caer el martillo sobre su vida. Por el cuello le corrió un escalofrío. Tal vez confesar había sido una equivocación.

– Tenemos una impactante nueva evolución en el caso de la explosión de ayer del auto en el Bulevar Long Beach. Kevin Parson, el conductor del auto, ha dado nueva información que podría irradiar luz sobre la investigación.

Cuando Kevin oyó su nombre, la sala se oscureció, la imagen se hizo borrosa, y las palabras se volvieron incomprensibles. Su vida estaba acabada. Tom Schilling lo decía monótonamente.

– Kevin Parson es un seminarista en…

Estás muerto.

– …el aspirante a clérigo ha confesado…

Es todo.

– …encerró al muchacho bajo tierra…

Tu vida está acabada.

Kevin creyó extraño que esta exposición trajera una sensación de muerte inminente más exacta que las amenazas de Slater. Había pasado cinco años retirándose del mar de abatimiento de la calle Baker, y ahora, en el espacio de menos de veinticuatro horas se encontraba lanzado por la borda, ahogándose otra vez. Alguien empezaría a escarbar en el resto de su infancia. Dentro de la verdad tras Balinda y la casa.

Heme aquí. Kevin Parson, el caparazón de un hombre que es capaz del pecado más perverso concebido por el hombre. Heme aquí, un desdichado aspirante. No soy nada más que una babosa, que interpreta su drama de la vida en forma humana. Cuando aprendas todo sabrás eso y más.

Gracias. Gracias, tía Balinda, por hacerme partícipe de esto. No soy nada. Gracias, tiíta asquerosa, enferma y arqueada por tirar esta pepita de verdad por mi garganta. No soy nada, nada, nada. Gracias, demonio del infierno por arrancarme los ojos, tirarme a tierra y…

– ¿…vin? ¡Kevin!

Kevin se volvió. Sentada a la mesa, con el mando a distancia en la mano, Sam lo miraba. La televisión estaba apagada. Se percató de que estaba temblando. Exhaló, relajó las manos empuñadas, y las pasó por el cabello. Contrólate, Kevin. Refrénate.

Pero no quería refrenarse. Quería gritar.

– ¿Qué?

– Lo siento, Kevin. No es tan malo como parece. Te ayudaré a superar esto, te lo prometo.

No es tan malo como parece porque no conoces toda la historia, Sam. No sabes lo que sucedió de veras en esa casa en la Calle Baker. Se alejó de ella. Dios, ayúdame. Ayúdame, por favor.

– Me pondré bien -expresó él y aclaró la garganta-. Tenemos que centrarnos en la adivinanza.

Un pensamiento aislado le susurró a Kevin.

– Son los números -indicó Sam-. El transporte público está numerado. Slater va a volar por los aires un autobús o un tren identificado con el número tres.

El pensamiento se hizo oír.

– ¡Dijo que nada de policías!

– ¿Qué…?

– ¡Ningún policía! -gritó Kevin-. ¿Están usando policías para evacuar?

– ¡Santo cielo! -exclamó ella, sintiendo que el miedo le empañaba los ojos.


***

– ¡No me importa si tienen que retrasar todos los vuelos del país! -exclamó Jennifer-. ¡Aquí tenemos una creíble amenaza de bomba, señor! Haz que se ponga en la línea el gobernador si hace falta. Terrorista o no, este tipo va a explotar algo.

– Treinta minutos…

– Es tiempo suficiente para empezar.

El jefe de la oficina titubeó.

– Mira, Frank -señaló Jennifer-. Tienes que jugarte el pellejo conmigo aquí. La policía local no tiene la fuerza efectiva para hacer aprobar esto con suficiente rapidez. Milton está trabajando en los autobuses, pero aquí la burocracia es más espesa que la melaza. Necesito esto desde arriba.

– ¿Estás segura?

– ¿Qué quieres decir? ¿Que me estoy adelantando a los acontecimientos? No podemos arriesgarnos a…

– De acuerdo. Pero si resulta ser una patraña…

– No será la primera.

Jennifer colgó y respiró profundamente. Ella ya había pensado en que violaron una de las reglas de Slater. Nada de policías. Pero no veía alternativas. Necesitaba a la policía local.

Milton dice que ahora están localizando al director del transporte local -informó un detective subalterno, Randal Crenshaw, entrando de sopetón-. Debe tener una respuesta en diez minutos.

– ¿Cuánto tiempo les llevará desalojar los autobuses una vez que tengan la orden?

– La orden puede circular muy rápido -contestó él encogiéndose de hombros-. Quizás diez minutos.

Ella se puso de pie y se dirigió a la mesa de conferencias. Ahora tenían la primera pista importante en el caso. El muchacho. Si en realidad fuera este muchacho. ¿Qué edad tendría ahora? ¿Treinta y tantos? Más importante aun, alguien más que no fuera Kevin conocía al asesino: el padre de Samantha Sheer, un policía llamado Rick Sheer, quien había atrapado al muchacho espiando.

– Quiero que localices a un policía que trabajó en Long Beach hace como veinte años -le ordenó a Crenshaw-. Su nombre es Rick Sheer. Encuéntralo. Debo hablar con él. Busca alguno de sus registros que mencionen a un muchacho que estaba amenazando a los niños en su vecindario.

El detective apuntó el nombre en una hoja de papel y salió.

A Jennifer le faltaba algo. En alguna parte en las notas que tomó esta mañana estaba la identidad del autobús, el tren o cualquier cosa que Slater planeara volar por los aires, si es que tenían razón en cuanto a que la adivinanza se refería al transporte público.

El objetivo no era Kevin, y Jennifer quedó aliviada al comprender esto. Por el momento no estaba la vida de él en riesgo. Por ahora Slater estaba más interesado en jugar. Sigue el juego, Kevin, engáñalo. Levantó el teléfono y marcó el número de Kevin.

Contestó al quinto timbrazo.

– ¿Se te ha ocurrido algo?

– Justo te iba a llamar -indicó Kevin-. Podría ser un autobús o algo identificado con un tres.

¡Eso era! Tenía que ser.

– Tres. Haré que le den prioridad a algo identificado con un tres.

– ¿Cómo les está yendo?

– Parece que bien. Debemos saber algo en diez minutos.

– Eso no nos deja demasiado tiempo, ¿no es así?

– Es lo máximo que podemos hacer.


***

Sam desplegó su teléfono celular y agarró la cartera.

– Eso es, ¡vamos! -exclamó corriendo hacia la puerta-. Yo conduciré.

– ¿Cuántos? -preguntó Kevin corriendo tras ella.

– Long Beach propiamente dicho tiene veinticinco autobuses, cada uno identificado con varias letras y un número. Queremos el número veintitrés. Baja por Alamitos y luego regresa por Atlantic. Eso no está lejos. Con algo de suerte lo encontraremos.

– ¿Y el tres o el trece?

– Empiezan la numeración en cinco y se saltan el trece.

Las llantas del auto de Sam chirriaron. Ella estaba segura de que Slater tenía un autobús en mente. Las aviones eran blancos menos probables por la sencilla razón de que ahora la seguridad era más estricta que antes. Ella había revisado los tranvías… no había números tres. Los trenes eran una posibilidad, pero también con alta seguridad. Tenía que ser un autobús. El hecho de que solo hubiera uno con el número tres en su indicador daba al menos una pequeña esperanza.

Veintinueve minutos.

Volaron por Willow hacia Alamitos pero los detuvo un semáforo en rojo en Walnut. Sam miró en ambas direcciones y aceleró.

– Ahora es un momento en que no me importaría tener un policía detrás de mí -aseguró ella-. Podríamos usar su ayuda.

– Sin policías -recordó Kevin.

Ella lo miró. Pasaron dos minutos más antes de que llegaran a Alamitos.

Pero no pasaron buses. Atravesaron la Calle Tercera por una señal de pare. Aún sin ver un bus.

El Bulevar Ocean, a la derecha; Atlantic, al norte. Nada del autobús. En varias ocasiones les pitaron.

– ¿Qué hora es? -preguntó ella.

– Nueve treinta y siete.

– ¡Vamos! ¡Vamos!

Sam dio marcha atrás. Cuando llegaron otra vez a la Tercera el semáforo estaba en rojo y había autos bloqueando la intersección. Un autobús numerado 6453-17 se dirigía ruidosamente a la Calle Tercera. No era el bus. El auto no tenía ventilación. Gotas de sudor les corrían por la frente. La intersección se despejó y Sam presionó el acelerador.

– Vamos, chico. ¿Dónde estás?

Había recorrido quince metros después de atravesar la intersección cuando pisó a fondo los frenos.

– ¿Qué?

Ella movió la cabeza hacia atrás y miró hacia la Calle Tercera. Frenéticamente agarró su teléfono celular y pulsó el botón de volver a marcar.

– Sí, ¿me podrías decir qué autobús recorre la Calle Tercera?

Kevin oyó la profunda voz masculina desde su asiento.

– El autobús de la Calle Tercera. Debes…

Sam cerró el teléfono de golpe, hizo girar el volante de un tirón, y se metió directamente al tráfico. Dio una repentina vuelta en U, cortándole el paso a un Volvo blanco y a un sedán azul. Sonaron pitos.

– ¡Llaman a los autobuses por los nombres de sus calles, no por sus números! -exclamó Sam.

– Pero no sabes si Slater…

– Sabemos dónde está el autobús de la Calle Tercera. Evacuémoslo primero y después iremos por el veintitrés -interrumpió ella rechinando por la Calle Tercera y pasó silbando hacia el autobús, ya a cien metros por delante. Era obvio que el conductor aún no había recibido el despacho. Diecinueve minutos.

Sam se puso directamente frente al autobús y frenó. El bus hizo sonar la bocina y se detuvo de un frenazo detrás de ellos.

– Dile al chofer que desaloje el bus y lo deje vacío por al menos media hora. Dile que corra la voz a los otros autos en la calle. Diles que hay una bomba… eso siempre funciona. Yo llamo a la agente Peters.

Kevin corrió al autobús. Golpeó la puerta, pero el chofer, un hombre mayor que debía tener tres veces su peso recomendado, se negó a abrir.

– ¡Hay una bomba a bordo! -gritó, extendiendo los brazos como una explosión-. ¡Una bomba!

Se preguntaba si algunos de ellos lo reconocerían de la televisión. El asesino de chicos está ahora bajando a mujeres de los autobuses en el centro de la ciudad.

Un joven que se parecía a Tom Hanks sacó la cabeza por una ventanilla abierta.

– ¿Una qué?

– ¡Una bomba! ¡Fuera! ¡Salgan del bus! Despejen la calle.

Nada sucedió por un momento. Luego la puerta se abrió silbando y el mismo joven salió tropezando. Se volvió para gritar dentro del bus.

– ¡Hágalos salir, idiota! ¡Dijo que hay una bomba en al autobús!

Una docena de pasajeros -la mitad de los que Kevin podía ver- salió disparada de sus asientos. El chofer pareció haber agarrado calentura.

– De acuerdo, ¡todos afuera! Con cuidado. Solo por precaución, damas y caballeros. ¡No empujen!

– Despeje esta calle y manténganse lejos por lo menos treinta minutos, ¿me oyó? -gritó Kevin agarrando al que se parecía a Tom Hanks-. ¡Saque a todos de aquí!

– ¿De qué se trata? ¿Cómo lo sabe usted?

– Confíe en mí. Simplemente lléveselos de aquí. La policía está en camino -contestó Kevin mientras corría hacia el auto de Sam.

Los pasajeros no necesitaron que los animaran. Los autos se detenían y luego aceleraban pasando el autobús o retrocediendo.

Él se deslizó dentro del auto.

– Agárrate -ordenó Sam.

Ella se alejó a toda velocidad doblando a la derecha en la siguiente calle, y se dirigió otra vez hacia Atlantic.

– Uno menos- Quedan quince minutos.

– Esto es una locura -opinó Kevin-. Ni siquiera sabemos si Slater está…

El teléfono celular se puso como loco en el bolsillo de Kevin, quien se paralizó y se miró el muslo derecho.

– ¿Qué pasa? -inquirió Sam.

– Él… él está llamando.

El teléfono vibró de nuevo y esta vez él lo agarró. Samantha disminuyó la velocidad.

– ¿Alo?

– Dije que polis no, Kevin -manifestó la suave voz de Slater-. Polis no significa nada de policías.

Los dedos de Kevin comenzaron a temblar.

– ¿Quiere usted decir el FBI?

– Policías. De ahora en adelante es entre tú, Sam, Jennifer y yo, y nadie más.

Fin de la llamada.

Sam se había detenido. Vio que él tenía los ojos abiertos de par en par.

– ¿Qué dijo?

– Dijo que nada de polis.

De pronto la tierra tembló. Tronó una explosión. Los dos se agacharon.

– ¡Regresa! ¡Regresa!

– El autobús -susurró Sam.

Hizo girar el auto y regresó a toda prisa por el camino en que vinieron.

Kevin miraba fijamente mientras el auto rodaba por la Tercera. Ardientes llamas y espeso humo negro envolvían la escena surrealista. Tres ennegrecidos autos estacionados al lado del autobús ardieron. Solo Dios sabía si alguien estaba herido, pero la zona inmediata parecía desalojada. Había libros esparcidos entre los vidrios destrozados de las ventanas de un negocio de libros usados. Su letrero «Léalo otra vez» pendía peligrosamente sobre la acera. El dueño del negocio salió tambaleándose, asombrado.

Sam puso la palanca de cambios en modo de estacionamiento y miró la pasmosa escena.

Su celular chirrió y Kevin se sobresaltó. Ella lo levantó lentamente.

– Sheer.

Ella parpadeó y se volvió a concentrar de inmediato.

– ¿Cuánto tiempo hace? -preguntó mirando a Kevin y luego al autobús.

Ululó una sirena. Un auto que Kevin reconoció al instante como el de Jennifer rechinó en la esquina y se dirigió hacia ellos.

– ¿Puede interrogarlo Rodríguez? -averiguó Sam en su teléfono-. Debo estar aquí.

Se alejó y bajó la voz.

– Acaba de explotar un autobús. Estoy estacionada en un auto a quince metros.

Siguió escuchando.

– Sí, estoy segura.

Jennifer frenó ruidosamente y sacó la cabeza por la ventanilla.

– ¿Estás bien?

– Sí -contestó Kevin, quien tenía los dedos entumecidos y la mente aturdida, pero estaba bien.

Samantha reconoció a Jennifer con una inclinación de cabeza, se volvió de lado y cubrió su oído libre.

– Sí señor. Inmediatamente. Entiendo… -dijo y miró su reloj-. ¿El vuelo de las diez y media?

Kevin abrió la puerta de un empujón.

Jennifer lo detuvo.

– No, quédate. No te muevas. Volveré de inmediato -manifestó ella y condujo hacia el autobús.

Sam terminó su conversación y cerró el teléfono.

– ¿Crees que alguien salió herido? -preguntó Kevin.

– No lo sé -contestó ella mirando el vehículo y negando con la cabeza-, pero tuvimos suerte de encontrarlo donde lo hicimos.

Kevin gimió y se pasó las dos manos por el cabello.

– Me tengo que ir -informó Sam-. Esa era la llamada que pensé que iba a recibir. Me quieren para interrogar a un testigo. Su abogado lo pondrá libre a media tarde. Por desgracia no me lo puedo perder. Te lo explicaré cuando llegue…

– No puedo creer que Slater hiciera esto -expresó Kevin mirando otra vez alrededor-. Habría matado a más de veinte personas si no hubiéramos dado con este bus.

– Esto cambia el juego -señaló ella moviendo la cabeza de lado a lado-. Mira, estaré de vuelta en el primer vuelo esta tarde, ¿de acuerdo? Lo prometo. Pero ahora debo irme para poder alcanzar ese vuelo.

Le pasó la mano por el hombro a Kevin y miró en dirección a Jennifer.

– Dile que llamaré y le daré mi versión; ella cuidará de ti -continuo Sam.

Tres patrullas habían llegado y rodeaban el autobús carbonizado.

– Triunfaremos, mi querido caballero -concluyó ella-. Juro que triunfaremos.

– Esto es una locura -contestó Kevin asintiendo.

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