18

NO HUBO BOMBA y Slater había cumplido su objetivo cuarenta minutos antes de la hora. Solucionaron su primera adivinanza dentro del tiempo asignado, pero con ello también habían servido al asesino. Hizo contacto con Kevin en persona y escapó sin dejar rastro.

Sam le dio a Jennifer los detalles por teléfono mientras esperaba que llegara su taxi. Ella aún sentía incertidumbre respecto de algo… y estuvo incluso un poco renuente de llamar a Jennifer, pero había dicho que no tenía alternativa. De todas las autoridades, en quien más confiaba era en Jennifer. Nada de policías hasta que hubiera pasado la marca de los noventa minutos; ella había insistido mucho en eso.

Jennifer estaba en camino con un equipo del FBI para empezar la investigación. Sam tendría suerte si lograba agarrar su vuelo; Kevin observó las luces traseras del taxi cuando aceleraba por la calle y giraba en la esquina.

Sí, en efecto, habían solucionado la adivinanza. ¿De veras? Por ahora podría descansar tranquilo; había estado frente a frente con un demente y había sobrevivido. Lo hizo huir con unos cuantos disparos a las botas. Algo así.

Pero aún sentía como si le estuvieran apretando la cabeza en un torno. Estaba de acuerdo con Sam; algo no estaba bien.

¿De qué se trataba esa cita en Houston que era tan importante para ella? ¿Y por qué no era muy comunicativa sobre la verdadera naturaleza de la reunión? Ella sabía que el Asesino de las Adivinanzas estaba aquí. ¿Qué había en Houston?

¿Y por qué no se lo decía? Aquí en Long Beach la ciudad estaba aterrorizada por el hombre que los medios de comunicación habían apodado Asesino de las Adivinanzas, pero Sam se dedicaba a otra cosa en otra ciudad. No tenía sentido.

Un auto blanco giró en la calle y rugió hacia él. Jennifer.

Dos agentes descendieron con ella, uno con el arma desenfundada ambos equipados con linternas. Jennifer les habló rápidamente, enviando a uno a la parte de atrás y al otro a la puerta del frente, la cual aún estaba abierta en un marco astillado. Sam le había dado con el gato del auto.

Jennifer se le acercó, vestía un traje azul y tenía el cabello suelto sobre los hombros en la brisa cálida.

– ¿Estás bien? -le preguntó.

Ella miró la bodega, y por un instante Kevin imaginó que su pregunta era solo una cortesía, su verdadero interés yacía en cualquier cosa que sus ojos curiosos encontraran más allá de la puerta. Una nueva escena de crimen. Como a todos ellos, a ella le encantaban las escenas de crimen. Deberían encantarle: la escena del crimen lleva al asesino, en este caso Slater.

Ella volvió a prestarle atención.

– Tan bien como puedo estar -contestó él.

– Pensé que nos entendíamos -le manifestó ella mirándolo a los ojos.

– ¿Qué quieres decir? -preguntó él pasándose la mano por el cabello.

– Supuse que en esto estábamos del mismo lado. Supuse que me dirías todo, ¿o no te dio esa impresión nuestra conversación de ayer?

De pronto él se sintió como un colegial de pie en la oficina del director.

– Por supuesto que estamos del mismo lado.

– Entonces hazme una promesa que puedas cumplir. No desaparezcas a menos que lo acordemos. Es más, no hagas nada a menos que estemos de acuerdo en que lo hagas. No puedo hacer esto sin ti, y te aseguro que no necesito que sigas las indicaciones de nadie más.

Una gran tristeza se apoderó de Kevin. Sintió un nudo en la garganta, como si fuera a llorar exactamente aquí frente a ella. Otra vez. Nada sería tan humillante.

– Lo siento. Sam dijo…

– No me importa lo que Sam te diga. Tú eres responsabilidad mía, no de ella. El cielo sabe que necesito toda la ayuda que pueda obtener, pero sigue mi plan así oigas otra cosa de alguien además de Sam. Sea de quien sea la idea, me lo dices. ¿De acuerdo?

– De acuerdo.

Ella suspiró y cerró momentáneamente los ojos.

– Ahora, ¿qué te sugirió Sam?

– Que debo hacer todo lo que digas.

Jennifer parpadeó.

– Tiene razón -concordó, mirándolo mientras iba hacia la bodega-. Quiero a este asqueroso tanto como tú. Tú eres nuestra mejor posibilidad…

Ella se detuvo.

– Lo sé. Me necesitas para atraparlo. ¿Y a quién le importa un comino Kevin mientras obtenemos lo que necesitamos de él? ¿Es así el asunto?

Ella lo miró, él no podía decir si enojada o avergonzada. Su rostro se suavizó.

– No, no es así. Me da pena que estés pasando este infierno, Kevin. No puedo entender por qué las personas inocentes tienen que sufrir, pero a juzgar por cómo lo he hecho, está fuera de mi alcance cambiar las cosas – opinó mirándolo directamente a los ojos-. No quise parecer tan dura. Yo simplemente… no voy a dejar que él te haga daño. Él mató a mi hermano, ¿recuerdas? Perdí a Roy, pero no voy a perderte a ti.

Kevin entendió de repente. Eso explicaba el enojo de ella. Quizás algo más.

– Y sí, en realidad, te necesito -continuó ella-. Tú eres nuestra mejor esperanza de detener a un chiflado que resulta estar tras de ti.

Ahora Kevin se sintió más como un estudiante torpe que como alguien a quien hicieron ir a la oficina del director para disciplinarlo. Estúpido, Kevin. Estúpido, Kevin.

– Lo siento. Lo siento mucho.

– Disculpas aceptadas. Solo que no huyas de nuevo, ¿de acuerdo?

– Prometido.

Él levantó los ojos y vio la misma mirada que había visto a veces en los ojos de Sam. Una mezcla de preocupación y empatía. Estúpido, estúpido, Kevin.

Jennifer bajó la mirada hasta la boca de él y respiró profundamente.

– Así que lo viste.

Kevin asintió con un movimiento de cabeza.

– Está progresando -comentó ella volviendo a mirar la puerta.

– ¿Progresando?

– Quiere más. Más contacto, más peligro. Determinación.

– ¿Por qué entonces simplemente no sale y me pide lo que sea que quiera?

– ¿Quieres ir arriba conmigo? -preguntó ella agarrando una linterna-. Esperaremos hasta que mis hombres salgan; no quiero echar a perder ninguna evidencia. Comprendo que estés con los nervios de punta, pero cuanto más pronto sepa yo cómo pasó esto, mayores son las posibilidades de usar cualquier información que consigamos.

El asintió de nuevo.

– ¿Ya lo saben los policías?

– Todavía no. Milton parece que no puede mantener cerrado el pico. Él sabe que te hallamos y también lo sabe la prensa. En lo que al público respecta, esto no ocurrió. La situación es bastante conflictiva.

Jennifer miró el reloj.

– Aún nos quedan dieciocho de los noventa minutos. De algún modo eso no cuadra. Sinceramente, estuvimos pensando más en biblioteca que en bodega.

– Biblioteca. ¿Qué quiere estar lleno pero siempre estará vacío? Como en el conocimiento vacío.

– Sí.

– Um.

– Estamos obteniendo evidencias; eso es lo que cuenta. Tenemos su voz grabada; tenemos su presencia en este edificio; tenemos más antecedentes. Ha tenido varias oportunidades de lastimarte y no lo ha hecho. Sam me dijo que hablaste con él. Necesito saber exactamente qué dijo.

– ¿Más antecedentes? -inquirió Kevin-. ¿Qué antecedentes?

Un agente del FBI se dirigió a ellos.

– Perdónenme, solo quería hacerles saber que las luces están encendidas de nuevo. Sacaron el fusible.

– ¿No había explosivos?

– No que podamos encontrar. Aquí hay algo que usted debe ver.

– Volveré en seguida -informó, mirando a Kevin.

– ¿Quieres mostrarme lo que sucedió?

– Tan pronto como terminen de asegurar el escenario. No queremos más huellas o más indicio de evidencia de las necesarias. Serénate -explicó ella, se dirigió a la puerta y desapareció dentro de la bodega.

Kevin metió las manos en los bolsillos y pasó los dedos por el teléfono de Slater. No había duda de que era un torpe, un hombre incapaz de entrar a la sociedad de una manera normal porque su tía Balinda le golpeó el intelecto contra una pared imaginaria durante veintitrés años de su vida. Su mente estaba más asustada de lo que podía aceptar.

Volvió a mirar el edificio, y recordó la imagen de Jennifer dirigiéndose a la puerta. Sam tenía razón; él le gustaba a ella, ¿verdad?

¿Gustarle? ¿Cómo podía él saber si le gustaba a ella? Mira, Kevin. Así es como piensan los perdedores de primera clase. Ellos no tienen vergüenza. Se quedan inmovilizados ante el cuchillo de un asesino, y sus mentes se dejan llevar por la agente del FBI que han conocido solo hace tres días. Dos días si se le quita el día que huyó con Sam, la despampanante agente de la CBI.

El celular le vibró en los dedos y se sobresaltó.

Sonó otra vez. Slater estaba llamando y eso era un problema, ¿verdad? ¿Por qué llamaría ahora Slater?

El teléfono sonó por tercera vez antes de que decidiera desplegarlo.

– ¿A… aló?

– ¿A… aló? Pareces un imbécil, Kevin. Creí haber dicho que nada de policías.

Kevin giró hacia la bodega. Los agentes estaban dentro. Después de todo había una bomba dentro, ¿o no?

– ¿Policías? No llamamos a la policía. Creí que el FBI estaba bien.

– Policías, Kevin. Todos ellos son cerdos. Cerdos en la sala. Estoy viendo las noticias, y los noticieros afirman que los policías saben dónde estas. Tal vez deba contar hasta tres y volarles las tripas hasta el reino venidero.

– ¡Usted dijo que nada de policías! -gritó Kevin.

Había una bomba en la bodega y Jennifer estaba adentro. Tenía que sacarla. Corrió hacia la puerta.

– No usamos policías.

– ¿Y estás corriendo, Kevin? Rápido, rápido, sácalos. Pero no te acerques demasiado. La bomba podría explotar y encontrarían tus entrañas en las paredes con las de los demás.

Kevin asomó la cabeza por la puerta.

– ¡Salgan! -gritó-. ¡Salgan! ¡Hay una bomba!

Corrió hacia la calle.

– Tienes razón, hay una bomba -informó Slater-. Te quedan trece minutos, Kevin. Si decido no castigarte. ¿Qué quiere estar lleno pero siempre estará vacío?

– ¡Slater! -exclamó él deteniéndose-. Salga y enfréntese a mí, usted…

Pero Slater había colgado. Kevin cerró el teléfono y giró hacia la bodega exactamente en el momento en que Jennifer salía, seguida de los dos agentes.

– ¿Qué pasa? -preguntó ella al ver la mirada en el rostro de él.

– Slater -contestó él tontamente.

– Llamó Slater -dijo Jennifer corriendo hacia Kevin-. Estamos equivocados, ¿no es cierto? ¡No era esto!

La cabeza de Kevin le empezó a dar vueltas. Se puso las manos en las sienes y cerró los ojos.

– ¡Piensa, Jennifer. ¡Piensa! ¿Qué quiere estar lleno pero siempre estará vacío? El sabía que vendríamos aquí, así que nos esperó, ¡pero no es esto! ¿Qué desea llenarse? ¿Qué?

– Una biblioteca -contestó el agente llamado Bill.

– ¿Dijo él cuánto tiempo?

– Trece minutos. Afirmó que podría hacerla explotar antes porque los policías llamaron a la prensa.

– Milton -expresó Jennifer-. Juro que le podría retorcer el pescuezo Dios, ayúdanos.

Ella sacó un bloc del bolsillo trasero, miró la página llena con escritos, y comenzó a caminar de un lado al otro.

– 36933, qué más podría tener un número asociado…

– Un número de referencia -soltó Kevin.

– ¿Pero de qué biblioteca? -indagó Jennifer-. Tiene que haber miles…

– El instituto teológico -profirió Kevin-. La Augustine Memorial Va a volar la Biblioteca Augustine Memorial.

Se miraron por un momento inerte en el tiempo. Como uno solo, los tres agentes del FBI corrieron hacia el auto.

– ¡Llame a Milton! -rogó Bill-. Que desalojen la biblioteca.

– Sin policías -advirtió Jennifer-. Llama al instituto.

– ¿Y si no nos comunicamos con las personas adecuadas con la suficiente rapidez? Necesitamos allí una cuadrilla motorizada.

– Por eso nos estamos dirigiendo allá. ¿Cuál es la vía más rápida al instituto?

Kevin corrió hacia su auto al otro lado de la calle.

– Por Willow. Síganme.

Él se deslizó detrás del volante, encendió el motor, y salió del borde de la acera haciendo chirriar las llantas. Once minutos. ¿Podrían llegar a la biblioteca en once minutos? Dependiendo del tráfico. ¿Pero podrían encontrar una bomba en once minutos?

Un horripilante pensamiento le pasó por la mente. Aunque llegaran a la biblioteca, no tendrían tiempo para buscar sin arriesgarse a quedar atrapados dentro cuando explotase la bomba. Allí volvía a estar este asunto de los segundos. Podrían estar a cuarenta segundos y no saberlo.

Un auto era una cosa. Un autobús era peor. Pero la biblioteca… Dios nos libre de que estuvieran equivocados.

– ¡Me das asco, cobarde!

Rugieron por Willow, haciendo sonar las bocinas, sin hacer ningún caso a los semáforos. Esto se estaba volviendo un mal hábito. Él sacó de la calzada a un Corvette azul y serpenteó en la superficie de la calle para evitar el mar de tráfico. Jennifer lo seguía en el auto negro más grande. En cada intersección de calles las hondonadas golpeaban su suspensión. Llegaría a la Calle Anaheim y cortaría hacia el oriente.

Siete minutos. Iban a lograrlo. Pensó en la pistola en el auto. Entrar corriendo a la biblioteca agitando una pistola no le reportaría más que la confiscación de su duramente ganado premio. Solamente le quedaban tres balas. Una para la barriga, otra para el corazón y otra para la cabeza de Slater. Pum, pum, pum. Te voy a meter una bala en tu asqueroso corazón, mentiroso saco de carne agusanada. A esto pueden jugar dos, pequeño. Escogiste el muchacho equivocado para fastidiarlo. Una vez te hice sangrar la nariz; esta vez te voy a hundir. A dos metros bajo tierra, donde viven los gusanos. Me produces náuseas, náuseas…

Kevin vio el sedán blanco en la intersección delantera en el último minuto posible. Echó su peso hacia atrás en el asiento y presionó el pedal del freno hasta el piso. Las llantas chirriaron, su auto se deslizó a los lados, por poco le pega a las luces traseras de un antiguo Chevy, y se enderezó milagrosamente. Con las manos blancas en el volante, presionó el acelerador y salió a toda velocidad. Jennifer lo seguía.

¡Concéntrate! Ahora nada podía hacer con relación a Slater. Debía llegar entero a la biblioteca. Es interesante lo amargado que se puede volver un hombre en el espacio de tres días. ¿Te voy a meter una bala en tu asqueroso corazón, mentiroso saco de carne agusanada? ¿Qué era eso?

En cuanto Kevin vio el frontal arqueado de vidrio de la Biblioteca Augustine Memorial supo que habían fallado los intentos de Jennifer de despejar el lugar. Un estudiante asiático caminaba sin ninguna prisa por las puertas dobles, ensimismado. Tenían entre tres y cuatro minutos. Quizás.

Kevin puso la palanca de cambios en modo de estacionamiento mientras el auto aún estaba rodando. El vehículo se sacudió y se detuvo. Salió y corrió hacia las puertas del frente. Jennifer ya le pisaba los talones.

¡Tranquilo, Kevin! Tenemos tiempo. Simplemente sácalos tan rápido como sea posible. ¿Me oyes?

Él disminuyó la carrera. Ella se puso a su lado, y luego tomó la delantera.

– ¿Cuántas aulas hay? -preguntó Jennifer.

– Algunas en la segunda planta. Hay un sótano.

– ¿Sistema de comunicación interna?

– Sí.

– Bien, muéstrame dónde queda la oficina. Yo haré el anuncio; tú desalojas el sótano.

Kevin señaló la oficina, corrió a las escaleras y las bajó de dos en dos. ¿Cuánto tiempo? ¿Tres minutos?

– ¡Salgan! ¡Salga todo el mundo!

Corrió por el pasillo, entró al primer salón.

– ¡Salgan! ¡Salgan ahora!

– ¿Qué pasa, compañero? -preguntó indolentemente un hombre de mediana edad.

– Hay una bomba en el edificio -contestó Kevin sin poder pensar cómo decírselo de alguna manera que no hiciera cundir el pánico.

El sujeto lo miró por un segundo, luego se puso de pie como un relámpago.

– ¡Despejen el pasillo! -gritó Kevin, partiendo para el próximo salón-. ¡Salgan todos!

La voz de Jennifer se oyó por el sistema de comunicación interna, tensa.

– Les habla el FBI. Tenemos motivos para sospechar que podría haber una bomba en la biblioteca. Desalojen el edificio con calma, inmediatamente.

Ella repitió el mensaje, pero por todo el sótano resonaron gritos que apagaban su voz.

Pies que retumbaban; voces que gritaban; pánico declarado. Tal vez lo menos malo. No tenían tiempo para poner orden.

A Kevin le tomó todo un minuto, tal vez dos, cerciorarse de que el sótano estaba despejado. Comprendió que se estaba poniendo en peligro, pero esta era su biblioteca, su instituto, su culpa. Apretó los dientes, corrió hacia las escaleras, y estaba en la mitad cuando recordó el salón de suministros. Improbable que hubiera nadie allí. A menos…

Se detuvo a cuatro peldaños de lo alto. Carl. Al conserje le gustaba escuchar música con audífonos mientras trabajaba. Le gustaba bromear acerca de que había más de una forma de llenar la mente. Aseguraba que le parecían bien los libros, pero que la música era la expresión más alta de cultura. Solía descansar en el cuarto de suministros.

Se acaba el tiempo, Kevin.

Dio media vuelta y bajó corriendo. El clóset de suministros estaba a su derecha, en la parte trasera. Ahora el edificio estaba en silencio a no ser por los pasos apremiantes de sus pies. ¿Cómo sería quedar atrapado en una explosión? ¿Y dónde habría plantado Slater las cargas?

Kevin abrió la puerta de un golpe.

– ¡Carl!

El conserje estaba al lado de un montón de cajas con las palabras Libros Nuevos escritas en hojas rosadas de papel.

– ¡Carl! ¡Gracias Dios!

Carl le sonrió mientras asentía con la cabeza a cualquier música que entrara a sus oídos. Kevin corrió hacia él y le quitó los audífonos.

– ¡Sal de aquí! Han desalojado el edificio. ¡Rápido, hombre! ¡De prisa!

Los ojos del hombre se abrieron de par en par.

Kevin lo agarró de la mano y lo jaló hacia la puerta.

– ¡Corre! Ya salió todo el mundo.

– ¿Qué pasa?

– ¡Tú corre!

Carl corrió.

Dos minutos. A su derecha había otro clóset más pequeño… con material de oficina para la administración, según le dijo una vez Carl. Vacío casi todo el tiempo. Kevin saltó hacia el clóset y abrió bruscamente la puerta.

¿Cuántos explosivos se necesitaban para hacer volar por los aires un edificio de este tamaño? Kevin estaba mirando la respuesta. Cables negros sobresalían de cinco cajas de zapatos y se unían en un artefacto que parecía el interior de un radio de transistores. La bomba de Slater.

– ¡Jennifer! -gritó Kevin; giró hacia la puerta y volvió a gritar, a voz en cuello-. ¡Jennifer!

Su voz volvió a resonar. El edificio estaba vacío. Kevin se pasó las manos por el cabello. ¿Podría sacar esto? Volaría allí. Allí es donde están las personas. ¡Tienes que desactivarla! ¿Pero cómo? Extendió el brazo hacia los cables, hizo una pausa, y lo echó atrás.

Tirar de los cables probablemente la detonaría, ¿o no?

Vas a morir, Kevin. Podría pasar en cualquier segundo. El podría detonarla antes.

– ¡Kevin! -gritó Jennifer escaleras abajo-. Kevin, por el amor de Dios, ¡contéstame! ¡Sal!

El salió corriendo del cuarto de suministros a toda velocidad. Lo había visto un centenar de veces en las películas: la explosión detrás, las llamaradas, el salto del héroe rodando hacia la libertad apenas fuera del alcance de la onda expansiva.

Pero esto no era una película. Esto era real, esto era ahora, y este era él.

– Kevin…

– ¡Vete! -gritó él-. ¡Aquí está la bomba!

Subió de un salto los cuatro primeros peldaños, y su impulso lo llevó a lo alto en otros dos.

Jennifer estaba en la puerta, manteniéndola abierta, pálida.

– ¿Qué estás pensando? -ella lo agitó bruscamente-. Pudo explotar antes. ¡Vas a hacer que los dos muramos!

Él se lanzó corriendo hacia el estacionamiento. Jennifer le siguió el ritmo.

A cien metros había un enorme arco de espectadores, viéndolos correr.

– ¡Atrás! -gritó ella, corriendo hacia ellos-. ¡Más atrás! ¡Atr…!

Un profundo y horrible soplido la interrumpió. Luego una explosión más fuerte y repentina, y el estallido de cristales saltando en pedazos. La tierra se estremeció.

Jennifer agarró a Kevin por la cintura y lo lanzó a tierra. Cayeron juntos y rodaron. Ella puso los brazos sobre la cabeza de él.

– ¡No te levantes!

Él quedó sofocado por ella durante unos cuantos segundos. Se oyeron alaridos por todo el césped. Jennifer se medio levantó y miró hacia atrás. Su pierna estaba sobre la parte trasera de las piernas de Kevin, y su mano le presionaba la espalda para apoyarse. Kevin se dio vuelta y siguió la mirada de ella.

La mitad de la ornamentada corona del Instituto de Teología del Pacífico yacía en un montón de escombros humeantes. La otra mitad sobresalía hacia el cielo, desprovista de cristales, desnuda.

– Dios mío, Dios mío, ayúdanos a todos -exclamó Jennifer-. La explotó antes, ¿verdad? A ese Milton yo lo mato.

Todavía respirando con dificultad por la carrera, Kevin se quedó boca abajo y ocultó el rostro en la hierba.

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