Lunes
Por la mañana
KEVIN OYÓ EL TIMBRE mucho antes de despertar. Parecía una carcajada aguda. O un grito intermitente. Luego vino el golpeteo, unos latidos que podían ser su corazón. Pero más parecía que alguien golpeaba la puerta.
– ¿Señor? -gritaba alguien, y lo llamaba señor.
Los ojos de Kevin se las arreglaron de algún modo para abrirse. Por la ventana entraba luz. ¿Dónde estaba? En casa. Su mente empezó a divagar. Tendría que levantarse finalmente e ir a clase, pero en ese momento se sentía como si le hubiera pasado por encima un rinoceronte. Cerró los ojos.
– ¿Kevin? El teléfono… -volvió a oír la voz apagada.
Sus ojos se abrieron bruscamente. Slater. Su vida se había puesto patas arriba por un tipo llamado Slater que llamaba por teléfono. El teléfono estaba sonando.
Se volcó de la cama. El reloj mostraba las 7:13. Slater le había dado hasta las seis de la mañana. Corrió a la puerta del dormitorio, descorrió el cerrojo y la abrió de golpe. Allí estaba uno de los agentes que vigilaban su casa, con el teléfono inalámbrico de la cocina en la mano.
– Siento despertarlo, pero durante quince minutos su teléfono ha estado sonando y dejando de sonar. Es de un teléfono público. Jennifer nos dijo que lo despertara.
Kevin estaba en calzoncillos bóxer de rayas oscuras.
– ¿Ha… ha pasado algo?
– No que yo haya oído.
– Está bien -manifestó Kevin agarrando distraídamente el teléfono-. Contestaré esta vez.
El agente titubeó, inexpresivo, y luego bajó las escaleras hacia la puerta principal. Kevin ni siquiera sabía su nombre. El llevaba una chaqueta negra de la marina y pantalones marrones; cabello negro. Caminaba rígidamente, como si su ropa interior fuera demasiado apretada. Pero el individuo tenía un nombre, tal vez una esposa y algunos hijos. Una vida. ¿Y si Slater hubiera ido tras este hombre en vez de Kevin? ¿O tras alguien en China, desconocido para Occidente? En realidad, ¿cuántos hombres y mujeres estaban enfrentando sus propios Slater en todo el mundo? Ese era un pensamiento incómodo, de pie allí en lo alto de las escaleras, observando al agente salir por la puerta delantera.
Kevin regresó al dormitorio. Tenía que llamar a Jennifer. Las seis ya habían pasado… algo debió de haber sucedido.
De pronto sonó el teléfono. Levantó el auricular.
– ¿Aló?
– ¿Kevin?
Era Eugene. Al instante Kevin se sintió paralizado. El sonido de esa voz. Ellos no tenían un teléfono en la casa. Lo estaba llamando desde un teléfono público.
– Sí.
– ¡Gracias a Dios! Gracias a Dios, muchacho. ¡No sé qué hacer! Simplemente no sé lo que debería hacer…
Podrías empezar por ahogarte.
– ¿Qué pasa?
– No estoy seguro. Solo que Princesa no está en casa. Desperté y no estaba. Ella nunca sale sin decírmelo. Pensé que tal vez había salido a conseguir comida para perros porque la tiramos, tú sabes, pero luego recordé que quemamos al perro y…
– Cállate, Eugene. Por favor, cállate y trata por una vez de tener algún sentido. Su nombre es Balinda. Así que Balinda salió sin decírtelo. Estoy seguro de que volverá. Puedes vivir sin ella por algunas horas, ¿o no?
– Ella no suele hacer esto. ¡Tengo un mal presentimiento, Kevin! Y ahora Bob está todo preocupado. Se la pasa buscando en los cuartos y llamando a Princesa. Tienes que venir…
– Olvídalo. Llama a la policía, si te preocupa tanto.
– ¡Princesa no permitiría eso! Tú sabes…
Él siguió hablando pero de repente Kevin ya no escuchaba. Su mente se había convertido en una piedra. ¿Y si Slater hubiera secuestrado a Balinda? ¿Y si la vieja arpía se hubiera ido de veras?
¿Pero por qué se llevaría Slater a Balinda?
Porque, te guste o no, ella es tu madre, Kevin. La necesitas. Quieres que ella sea tu madre.
Un sudor frío le brotó en las sienes y no estaba seguro de por qué. ¡Debía llamar a Jennifer! ¿Dónde estaba Samantha? Tal vez Jennifer sabía de ella.
– Te llamaré después -expresó, interrumpiendo la perorata de Eugene.
– ¡No puedes llamarme! ¡Tengo que ir a casa!
– Entonces ve a casa.
Kevin colgó. ¿Dónde estaba el número de Jennifer? Bajó las escaleras, aún en sus bóxeres, agarró del poyo la tarjeta de ella con manos temblorosas y marcó un número.
– Buenos días, Kevin. Me sorprende que no estés durmiendo.
– ¿Cómo supiste que era yo?
– Identificador de llamadas. Estás llamando por el teléfono de tu casa.
– ¿Has oído algo?
– Todavía no. Acabo de hablar por teléfono con Samantha. Parece que estábamos equivocados en cuanto a que Slater es el Asesino de las Adivinanzas.
– Podríamos tener un problema, Jennifer. Acabo de recibir una llamada de Eugene. Asegura que Balinda ha desaparecido.
Jennifer no contestó.
– Solo estaba pensando, ¿crees que Slater pudo haber…?
– ¡Balinda! Eso es. ¡Tiene perfecto sentido!
– ¿Lo tiene?
– Quédate allí. Pasaré por ti en diez minutos.
– ¿Qué? ¿Adonde vamos?
– A la Calle Baker -contestó ella después de titubear.
– ¡No, no puedo! De veras, Jennifer, no creo que pueda entrar allí de este modo.
– ¿No lo ves? ¡Esta podría ser la oportunidad que necesitamos! Si él se la llevó, entonces Slater está vinculado a Balinda y ella está vinculada a la casa. Sé que esto podría ser difícil, pero te necesito.
– No lo sabes.
– No podemos arriesgarnos a que me equivoque.
– ¿Por qué no vas sola?
– Porque tú eres el único que sabe cómo vencerlo. Si Slater se llevó a Balinda, entonces sabemos que todo este asunto nos lleva a la casa. Al pasado. Tiene que haber una clave para todo esto, y dudo que yo sea quien la encuentre.
Él sabía de qué estaba hablando ella, y le pareció más sicología barata que realidad. Pero podría tener razón.
– ¿Kevin? Estaré allí contigo. Es solo papel y cartón; eso es todo lo que es. Ayer estuve allí, ¿recuerdas? Y Balinda se esfumó. ¿Diez minutos?
Balinda se esfumó. Bob no era el problema… él era una víctima en este desorden. Eugene era solo un viejo tonto sin Balinda. La bruja había desaparecido.
– De acuerdo.
La casa blanca apareció tan inquietante como siempre. Él miró a través del parabrisas, sintiéndose tonto al lado de Jennifer. Ella estaba observándolo, conociéndolo. Se sintió desnudo.
Balinda no estaba en la casa, a menos que hubiera regresado. De ser así, él no entraría. Tal vez Jennifer quería que lo hiciera. Ella parecía muy convencida de que en esto había más de lo que él le dijo, pero con toda sinceridad a él no se le ocurría nada. Slater era el muchacho, y el muchacho no tenía nada que ver con la casa.
– ¿Cuándo viene Sam? -preguntó él, intentando entretenerla.
– Informó que en torno a mediodía, pero que aún debía cumplir con algunas misiones.
– Me pregunto por qué no me llamó.
– Le dije que estabas durmiendo. Ella prometió llamarte tan pronto como pudiera -contestó Jennifer y miró hacia la casa-. No le contaste a Sam respecto del encierro del muchacho en el sótano… ¿cuánto sabe Sam en realidad acerca de tu infancia, Kevin? Ustedes dos se han conocido durante años.
– No me gusta hablar de eso. ¿Por qué?
– Hay algo que a Sam le molesta. No me lo diría, pero quiere reunir-se esta misma tarde. Está convencida que Slater no es el Asesino de las Adivinanzas. Eso puedo aceptarlo, pero hay más. Ella sabe algo más -afirmó Jennifer, y luego golpeó el volante-. ¿Por qué siempre me siento como si fuera la última en saber lo que está pasando aquí?
Kevin miró la casa.
– Tuve que hablarle a Milton al respecto -mencionó ella suspirando-. Quiere hablar contigo esta mañana.
– ¿Qué le dijiste?
– Dije que él tendría que plantearle el asunto al jefe de la oficina. Todavía tenemos jurisdicción oficial. Los demás siguen realizando sus investigaciones, pero todo pasa a través de nosotros. Me pone los pelos de punta solo pensar que él te entreviste.
– Está bien, vamos -opinó Kevin, distraído.
Esto también lo superarían. Jennifer nunca podría saber lo mejor que él se sentía teniéndola aquí. Por otra parte, ella era una experta en sicología… probablemente entendería. El abrió su puerta.
– Kevin, necesito que sepas algo -le advirtió Jennifer poniéndole la mano en el brazo-. Si descubrimos que Slater se llevó a Balinda, no hay manera de que podamos ocultárselo a los medios de comunicación. Ellos querrán saber más. Hasta pueden ser impertinentes.
– Entonces la prensa analizará minuciosamente toda mi vida.
– Más o menos. Hasta aquí he hecho lo posible…
– Eso es lo que Slater quiere. Por eso se la llevó. Es su manera de ponerme al descubierto -opinó Kevin agachando la cabeza y despeinándose.
– Lo siento.
– Enfrentemos esto de una vez por todas -indicó Kevin saliendo del auto y cerrando de un golpe la puerta.
Al atravesar la calle y subir los escalones frente a la puerta de la casa, Kevin tomó una firme decisión. Bajo ninguna circunstancia lloriquearía ni mostraría ninguna otra emoción frente a Jennifer. Ya se estaba apoyando demasiado en ella. Lo que menos necesitaba ella era un tipo emocionalmente desquiciado. Entraría, le daría a Bob un abrazo, golpearía con el puño a Eugene, haría su rutina de «estoy buscando la clave hacia Slater», y saldría sin inmutarse demasiado.
Sus pies atravesaron el umbral por primera vez en cinco años. El temblor le comenzó en los dedos; se le extendió a las rodillas antes que la puerta se cerrara detrás de él.
– No sé -manifestó Eugene dejándolos entrar-. Sencillamente no sé dónde pudo haber ido. ¡A esta hora ya debería haber regresado!
Bobby permaneció al final del pasillo, sonriendo radiantemente. Empezó a aplaudir y a saltar sin despegarse del suelo. A Kevin se le hizo un nudo en la garganta del tamaño de una roca. ¿Qué le había hecho él a Bob? Lo había abandonado ante Princesa. Toda la vida Kevin recibió castigos en parte debido a él, pero eso no hacía culpable a Bob.
– ¡Kevin, Kevin, Kevin! ¿Viniste a verme?
– Sí. Lo siento, Bob. Lo siento -contestó corriendo hacia su hermano y abrazándolo con fuerza; ya le estaban brotando lágrimas-. ¿Estás bien?
Eugene observaba tontamente; Jennifer arrugó la frente.
– Sí, Kevin. Estoy muy bien.
No parecía muy preocupado por la desaparición de la vieja arpía.
– Princesa se fue -comunicó, y de pronto desapareció la sonrisa.
– ¿Por qué no me muestra su dormitorio? -le preguntó Jennifer a Eugene.
– Oh, oh, oh, Dios mío -contestó él, yendo a la izquierda-. No sé qué voy a hacer sin Princesa.
Kevin lo dejó alejarse.
– Bob, ¿me podrías mostrar tu cuarto?
Bob se iluminó y saltó por el estrecho pasadizo entre las pilas de periódicos.
– ¿Quieres ver mi cuarto?
Kevin caminó por el pasillo con piernas entumecidas. Este mundo del que había escapado era surrealista. Un número de Time sobresalía de la pila a su izquierda. El rostro de la portada lo habían reemplazado por una imagen sonriente de Muhammad Alí. Solo Dios, el diablo y Balinda sabían la razón.
Bob entró de prisa a su cuarto; agarró algo del suelo. Era una antigua y destartalada Game Boy, versión monocromo. Bob tenía un juguete. Balinda se había suavizado en su vejez. ¿O se debió a la ida de Kevin?
– ¡Es una computadora! -exclamó Bob.
– Linda. Me gusta -aprobó Kevin mirando dentro del cuarto-. ¿Lees todavía historias que Bal… Princesa te da para que leas?
– Sí. Y me gustan mucho.
– Eso es bueno, Bob. ¿Te hace ella… dormir durante el día?
– No por mucho tiempo. Pero a veces no me deja comer. Dice que estoy muy gordo.
El cuarto de Bob se veía exactamente como era hace cinco años. Kevin regresó al pasillo y abrió de un empujón la puerta de su antiguo cuarto.
No había cambiado. Surrealista. Kevin apretó la mandíbula. No llegó la inundación de emociones que esperaba. La ventana aún estaba atornillada y los estantes todavía estaban llenos de falsos libros. La cama en que pasó la mitad de su infancia aún estaba cubierta con la misma cobija. Era como si Balinda estuviera esperando que él regresara. O quizás su salida no calzaba dentro de la realidad de ella, así que se negaba a aceptarla. Con su mente nunca se sabe qué pensar.
No había claves aquí hacia Slater.
El lamento de Eugene se oyó por toda la casa. Bob se volvió y corrió hacia el sonido. Así que era cierto.
Kevin regresó a la sala, haciendo caso omiso de los lloriqueos del dormitorio trasero. Debería llevar una antorcha a este lugar. Quemar el nido de ratas. Agregar un poco más de cenizas al patio. La escalera hacia el sótano aún estaba invadida con una montaña de libros y revistas, pilas que no se habían tocado en años.
Jennifer salió del dormitorio principal.
– Él se la llevó.
– Eso tengo entendido.
– Dejó una nota.
Ella le pasó un papelito azul. Había tres palabras garabateadas en la escritura conocida.
Da la cara, asqueroso.
– ¿O qué? -preguntó él-. ¿La tirarás a la laguna?
Kevin miró las palabras, entumecido por cuatro días de horror. A parte de él no le importaba, parte sentía pena por la vieja arpía. De cualquier modo, todos sus secretos más profundos estarían sobre el tapete para que el mundo escarbase en ellos. Ese era el punto. Kevin no estaba seguro de cuánto le importaba ya.
– ¿Nos podemos ir ya?
– ¿Terminaste?
– Sí.
– El Ministerio de Salud va a pasarlo en grande una vez que esto se conozca.
– Deberían quemarlo.
– Eso es lo que yo estaba pensando -concordó ella; sus ojos se fijaron en los de él.
– ¿Te sientes bien?
– Me siento… confundido.
– Para el resto del mundo, ella es tu madre. Se podrían preguntar por qué no parece importarte. Ella podrá ser una bruja, pero aún es humana, Solo Dios sabe qué le hará él.
Las emociones le venían del interior, inesperadas y deprisa. Súbitamente se sintió sofocado en el espacio pequeño y oscuro. Ella era su madre, ¿verdad? Y a él le horrorizaba incluso el hecho de pensar en ella como una madre, porque en realidad la odiaba más de lo que odiaba a Slater. A menos que ellos fueran uno y el mismo, y ella misma se hubiera secuestrado.
Una mezcla confusa de repugnancia y tristeza inundó a Kevin. Se estaba desmoronando. Los ojos se le llenaron de lágrimas y se le arrugó el rostro.
Kevin se volvió hacia la puerta. Sintió las miradas de ellos en la espalda. Mamita. Fuego le quemaba la garganta; una lágrima brotó de su ojo izquierdo.
Al menos ellos no podían verlo. No permitiría que nadie viera esto. Odiaba a Balinda y estaba llorando por ella, y odiaba estar llorando por ella.
Era demasiado. Kevin se apresuró a la puerta, haciendo más ruido del que quería, y dejó escapar un sollozo. Esperaba que Jennifer no lo oyera; no quería que ella lo viera actuando de este modo. Él solo era un muchacho perdido que lloraba como un muchacho perdido, y que en realidad todo lo que deseaba era que mami lo abrazara. Que lo abrazara quien nunca lo abrazó.
– ¿Kevin? -exclamó Jennifer corriendo tras él.
Él solo quería que Princesa lo abrazara.