LA BODEGA estaba a menos de cien metros de la antigua casa de Kevin, dos hileras detrás de la calle, una estructura de madera para almacenaje que había sido blanca antes de que la pintura descascarada mostrara debajo su color gris. Desde la entrada lateral no se veía ninguna de las casas de la calle Baker.
– ¿Es esta?
– Está abandonada. Parece que lleva bastante tiempo así -informó Milton.
– Muéstremela.
Dos uniformados estaban en la puerta, observándola. Uno de ellos le pasó una linterna.
– Necesitará esto.
Ella la agarró y la encendió.
La bodega olía a una década de polvo intacto. Al pasar la puerta lateral estaba el hueco de unas escaleras que descendían a la oscuridad. El resto de los aproximadamente mil metros cuadrados de concreto estaba desocupado y una débil iluminación se colaba por una docena de grietas en las paredes.
– ¿No derriban estas cosas? -preguntó Jennifer.
– Solían tener toda clase de bienes en estas bodegas antes de que la marina de guerra se mudara al sur. El gobierno compró esta tierra y hasta ahora no han reconstruido. Estoy seguro de que tendrán intenciones de hacerlo.
Un solo policía permanecía al pie de las escaleras, haciendo brillar su linterna en el umbral.
– La puerta estaba trancada desde afuera… fue necesario golpear el pasador para aflojarlo.
Jennifer descendió. Una puerta de acero llevaba a un salón de tres por tres, de concreto, vacío. Movió su linterna sobre las paredes descascaradas. Desprotegidas viguetas sostenían el techo. En su mayor parte. Una pequeña sección se veía podrida.
– Aquí está la sangre -comunicó Milton.
Jennifer enfocó su luz hacia donde él estaba parado mirando abajo dos grandes manchas negras sobre el concreto. Ella se puso de cuclillas y analizó cada una.
– Las salpicaduras concuerdan con la sangre.
La posición básica de las manchas también correspondía con la historia de Kevin… tanto él como el muchacho habían sangrado.
– Tras tantos años probablemente no conseguiremos ninguna evidencia fiable de ADN, pero al menos podemos verificar los tipos sanguíneos. Yo sabía que Kevin ocultaba algo la primera vez que hablé con él.
Ella miró a Milton, sorprendida por su tono.
– Y esta no es la última vez. Con seguridad está ocultando más -concluyó.
Milton era un cerdo de primera clase. Jennifer se incorporó y fue hasta un pequeño y casi imperceptible hueco en el techo.
– ¿La vía de escape del muchacho?
– Probablemente.
Así que, suponiendo que esta interpretación fuera correcta, ¿qué significaba? ¿Que habían luchado y que Kevin cerró la puerta por fuera, pero entonces el muchacho se las había arreglado para escabullirse por el techo podrido? ¿Quién sabe por qué no volvió para aterrorizar a Kevin hasta ahora?
O podría significar que el muchacho en realidad hubiera muerto aquí adentro, y que años más tarde lo descubriera algún transeúnte que se hizo cargo del cadáver. Improbable. Se habría investigado, a menos que algún vagabundo o cualquier otra persona tuviera motivos para ocultar el cuerpo. Jennifer ya había hecho investigar si había informes, y no hallaron ninguno.
– Está bien, debemos hacer un análisis de distribución de las manchas de sangre. Quiero saber qué sucedió aquí abajo. Suponiendo que sea sangre, ¿yació alguien sobre ella? ¿Hay sangre en las paredes o arriba por el techo? Quiero identificación de género y, si es posible, tipos de sangre. Envíen inmediatamente una muestra al laboratorio del FBI. Y que la prensa no sepa esto.
Milton no dijo nada. Miró hacia el rincón de arriba y frunció el ceño. Una sombra le cruzó el rostro. A ella se le ocurrió que podía de veras odiar a ese tipo.
– Cuidado con sus ocurrencias, detective. Todo pasa a través de mí.
– De acuerdo -comentó él después de mirarla por un momento, dirigiéndose a la puerta.
Kevin manejó a lo largo de la Avenida Palos Verdes, al oeste hacia Palos verdes. El teléfono intervenido de Slater estaba sobre el salpicadero, apagado.
– Si Slater no puede contactar, ¿cómo va a jugar? -inquirió Sam mirando adelante y parpadeando-. Lo motivan las adivinanzas, pero si neutralizamos su capacidad de hacer saber una, entonces no hay adivinanza, ¿no es así? Al menos tiene que reconsiderar su estrategia.
– O explotar otra bomba -advirtió Kevin.
– Técnicamente no estamos violando una de sus reglas. Si detona una bomba está violando las reglas del juego. No creo que Slater haga eso.
Kevin pensó en el plan de Sam. Por una parte se sentía bien al estar haciendo algo, lo que fuera, además de esperar. A primera vista la idea tenía sentido. Por otra parte, él no confiaba en que Slater siguiera sus propias reglas. Sam lo conocía mejor, quizás, pero era su vida con la que se estaban metiendo.
– ¿Por qué simplemente no nos quedamos y apagamos el teléfono?
– Encontraría un modo de comunicarse.
– Aún podría hacerlo.
– Es posible. Pero de este modo te saco de allí. Lo único que necesitamos ahora es tiempo. En las últimas veinticuatro horas ha surgido una docena de pistas nuevas, pero necesitamos tiempo.
Otra vez la primera persona del plural.
– Al menos debemos decírselo a Jennifer, ¿no crees?
– Piensa en esto como una comprobación. Cortamos todo contacto y luego lo reanudamos poco a poco. A menos que Slater nos esté siguiendo ahora, estará perdido. Su oponente habrá desaparecido. Podría tener una pataleta, pero no participará en el juego sin ti. Agreguemos algunas personas al circuito cerrado y veremos si Slater sabe de pronto más de lo que debería. ¿Me hago entender?
– ¿Y si tiene micrófonos ocultos en el auto?
– Entonces los puso hoy ante las narices del FBI. Lo inspeccionaron esta mañana, ¿recuerdas?
Kevin asintió con un movimiento de cabeza. La idea estaba tomando forma en él.
– Exactamente como si hubiéramos desaparecido, ¿eh?
– Exactamente -concordó ella sonriendo.
– Como salir a escondidas en la noche.
Les llevó media hora llegar al pintoresco hotel… una antigua mansión victoriana a la que habían transformado y extendido para acomodar cuarenta cuartos. Entraron al estacionamiento a las seis y diez. Una brisa fría y salada venía del Pacífico, casi a un kilómetro por las verdes colinas en declive. Sam sonrió y sacó su bolsa de viaje.
– ¿Hay cuartos disponibles? -preguntó Kevin.
– Tenemos reservas. Una suite con dos dormitorios.
Él miró el hotel y luego volvió la mirada hacia el mar. A cien metros hacia el norte había una estación de servicio Conoco con un Taco Bell. A cincuenta metros al sur una churrasquería Steakhouse. Autos en uno y otro sentido: un Lexus, un Mercedes. La locura de Long Beach parecía lejana.
– Vamos -señaló Sam-. Instalémonos y salgamos a comer algo.
Media hora después estaban sentados frente a frente en una agradable cafetería del primer piso del hotel con vista a un borroso horizonte. Habían dejado sus celulares, apagados, en el cuarto. Ella aún usaba su buscapersonas oficial, pero Slater no tenía manera de dar con ellos. Parecía que el sencillo plan de Sam no era una idea tan mala.
– ¿Qué sucedería si simplemente desaparezco? -inquirió Kevin cortando un grueso trozo de bistec.
Ella se llevó a la boca un bocadito de pollo adobado con queso y se tocó los labios con una servilleta.
– ¿Hablas de seguir huyendo hasta que lo encontremos?
– ¿Por qué no?
– Por ninguna razón. Lo dejamos plantado -indicó ella tomando un trago y cortando otro pedazo de pollo-. Te podrías mudar a San Francisco.
– De todos modos él arruinó mi vida aquí. No veo cómo puedo seguir en el seminario.
– Dudo que seas el primer seminarista que haya hecho públicos sus pecados.
– Asesinar no es exactamente una confesión común.
– Defensa propia. Y hasta donde sabemos, salió vivo.
– La confesión pareció dejarlo todo con mal futuro. Creo que estoy acabado.
– ¿Y en qué se diferencian el asesinato y el chisme? ¿No era esa tu observación al decano? No eres más capaz de hacer lo malo que el obispo, ¿recuerdas? Asesinato, chisme… ¿cuál es la diferencia? El mal es el mal.
– El mal es el mal mientras lo mantengas en el aula. Aquí afuera, en el mundo real, el chisme ni siquiera parece.
– Por eso cualquier buen detective aprende a confiar en los hechos por encima de los sentimientos -comentó ella y volvió a su comida-. De cualquier modo, no creo que puedas huir. El te localizará. Así es como piensan los de su clase. Superas las apuestas y es probable que regrese con apuestas más altas.
Kevin miró por la ventana. La oscuridad se tragaba el horizonte. Recordó las palabras de Jennifer. Ella aseguró que eliminaría a Slater.
– Como un animal cazado -opinó él.
– Excepto que no eres un animal. Tú tienes las mismas capacidades que él.
– Jennifer me dijo que de tener la oportunidad yo lo liquidaría.
La ira le hervía en el pecho. Había llegado muy lejos, se había esforzado mucho, se había salido por su cuenta de la desesperación más profunda, solo para ser secuestrado por un fantasma del pasado.
Golpeó la mesa con el puño, haciendo que se sacudieran los platos.
Se encontró con la mirada de una pareja de ancianos dos mesas más allá.
– Lo siento mucho, Kevin -lo consoló Samantha-. Sé que esto es difícil.
– ¿Qué me impide ser el cazador? -preguntó él-. Slater quiere un juego; ¡le daré un juego! ¿Por qué no le lanzo un desafío y lo obligo a responderme? ¿Qué hacer si no?
– Combatir el terror con terror.
– ¡Exactamente!
– No -objetó ella.
– ¿Qué quieres decir con no? Quizás la única forma de arrinconarlo es jugar a su manera.
– No combates al mal con mal; eso únicamente lleva a la anarquía. Tenemos reglas y escrúpulos, a diferencia de Slater. ¿Qué vas a hacer, amenazar con volar el centro de convenciones a menos que se entregue? Lo único que creo que hará será reírse. Además, no tenemos manera de contactar con él.
El maître del hotel se acercó por la derecha de Kevin.
– Perdón, señor, ¿está todo bien?
Alguien se había quejado.
– Sí, lo siento, trataré de controlarme -se disculpó Kevin sonriendo avergonzado; el hombre agachó la cabeza y se fue.
Kevin respiró hondo y recogió el tenedor, pero de pronto ya no tenía apetito. La realidad era que al cavilar en lo que Slater le estaba haciendo apenas lograba pensar en otra cosa que no fuera matarlo. Destruir al destructor.
– Sé que ahora parece un poco presuntuoso, pero Slater no me asusta -señaló Sam mirando con una sonrisita coqueta a la oscuridad exterior-. Ya verás, Kevin. Sus días están contados.
– Y también podrían estar contados los míos.
– Para nada. No permitiré que eso ocurra.
El no estaba tan rebosante de confianza como ella, pero no pudo resistir la contagiosa sonrisa. Esta era su Samantha. Doña Soldado Americano.
– Conque Jennifer dijo eso, ¿eh? -exteriorizó Sam-. Liquidarlo.
– En realidad creo que dijo «eliminarlo». Tiene sentido para mí.
– Tal vez -coincidió ella mirándolo a través de la llama de la vela-. Te gusta, ¿verdad?
– ¿Quién, Jennifer? -preguntó él, y encogió los hombros-. Parece buena persona.
– No quiero decir como «buena persona».
– Vamos, Sam. Apenas la conozco. No he salido con nadie en años -confesó él sonriendo tímidamente-. Bueno, la última chica que besé fuiste tú.
– ¿Ah, sí? ¿Cuando teníamos once años?
– ¿Cómo pudiste olvidarlo?
– No lo he olvidado. Pero sí te gusta ella. Puedo verlo en tus ojos cuando pronuncias su nombre.
Kevin sintió el rubor en el rostro.
– Ella es una agente del FBI que está tratando de salvarme el pellejo. ¿Hay algo raro en eso?
Él miró a su derecha y encontró la continua mirada de la pareja anciana. Ellos alejaron la mirada.
– Me recuerda a ti.
– ¿De veras? ¿Cómo es eso?
– Tiene clase. Sensata. Hermosa…
– Como dije, te gusta.
– Por favor…
– Está bien, Kevin -declaró ella suavemente-. Quiero que te guste.
– ¿Lo quieres?
– Sí. Lo apruebo.
Ella rió y se puso en la boca el último bocadito de pollo. Hasta su manera de masticar la comida era nada menos que espectacular, pensó él. La barbilla y las mejillas se movían con mucha suavidad.
– ¿Qué hay de…? -empezó él a decir y se detuvo, cohibido de repente.
– ¿Qué hay de nosotros? Eso es muy tierno, mi caballero, pero no estoy segura de que alguna vez pudiéramos mantener una relación sentimental. No me malinterpretes. Te amo de verdad. Solo que no estoy segura que queramos arriesgar lo que tenemos con un romance.
– Las grandes cosas siempre implican un gran riesgo -afirmó él.
Ella lo miró con ojos cautivadores, desprevenida por su atrevida afirmación.
– ¿No es cierto? -preguntó él.
– Sí.
– Entonces no digas que nunca podríamos mantener una relación sentimental. Te besé una vez y me enviaste al cielo. ¿No sentiste algo?
– ¿Cuando me besaste?
– Sí.
– Estuve flotando por una semana.
– Nunca me lo dijiste.
– Quizás deseaba que dieras el siguiente paso -contestó ella sonriendo, y si él no se equivocaba, ahora la veía avergonzada-. ¿No es eso lo que un caballero hace por su doncella en peligro?
– Supongo que nunca fui un caballero muy bueno.
– Te has convertido en uno muy gallardo -manifestó Sam guiñándole un ojo-. Creo que le gustas.
– ¿A Jennifer? ¿Te lo dijo ella?
– Intuición femenina. ¿Recuerdas?
Sam dejó la servilleta en la mesa y se puso de pie.
– ¿Quieres bailar?
Él miró alrededor. Nadie más bailaba, pero varias luces de colores giraban lentamente sobre la diminuta pista de baile. Por los altavoces salía la melódica voz de Michael Bolton.
– Yo… yo no estoy seguro de saber cómo…
– Seguro que sabes. Exactamente como cuando éramos chicos. Bajo la luz de la luna. No me digas que nunca has bailado desde entonces.
– No, en realidad no.
– Entonces está claro que debemos hacerlo -lo invitó ella con una suave sonrisa-. ¿De acuerdo?
– Nada me encantaría más -contestó él mientras le devolvía la sonrisa e inclinaba la cabeza.
Se agarraron con suavidad y bailaron por varios largos minutos. No fue un baile sensual, ni siquiera romántico. Simplemente lo que debían hacer después de diez años de separación.
Slater no llamó esa noche.