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Una semana después


JENNIFER MIRÓ A TRAVÉS de la puerta de vidrio a Kevin, quien estaba de pie ante las flores en el césped del profesor, tocando y oliendo las rosas como si las acabara de descubrir. El Dr. John Francis estaba al lado de ella, mirando. Kevin había pasado los últimos siete días en la celda de una cárcel, a la espera de una audiencia. Hacía tres horas que había terminado. Persuadir a la jueza de que no había peligro de que Kevin huyera fue tarea sencilla; pero no lo fue convencerla de que Kevin no era un peligro para la sociedad. Pero Chuck Hatters, un buen amigo de Jennifer y ahora abogado de Kevin, se las había arreglado.

La prensa había masacrado a Kevin ese primer día, pero su estilo cambió cuando se filtraron los detalles de su infancia la semana siguiente… Jennifer había sido testigo de eso. Ella dio una conferencia de prensa y reveló el pasado de Kevin con todos sus horripilantes detalles. Kevin simplemente estaba representando un papel como solo podría hacerlo un niño que fue gravemente maltratado y menoscabado. Si una sola persona hubiera resultado herida o muerta, el público probablemente habría seguido pidiendo castigo a gritos hasta que otro acontecimiento estremecedor lo entretuviera. Pero en el caso de Kevin, la lástima consiguió prioridad por encima de unos cuantos edificios destrozados. Jennifer sostuvo que la personalidad de Slater no habría explotado un autobús sin antes haberlo evacuado. Ella no estaba segura de creerlo, pero fue suficiente para que el público cambiara la ola de indignación. Kevin aún tenía bastantes detractores, desde luego, pero estos ya no dominaban las ondas radiales ni televisivas.

¿Estaba Kevin loco? No, pero ella aún no podía decirles eso. Las cortes lo harían examinar concienzudamente, y la locura legal era su única defensa. El había estado de muchas maneras legalmente loco, pero parecía haber salido del sótano con plena conciencia de sí mismo, quizás por primera vez en su vida. Era típico que los pacientes que sufrían de trastorno disociativo de identidad requiriesen años de terapia para liberarse de sus personalidades alternas.

En realidad, hasta el diagnóstico llevaría algún tiempo. La enigmática conducta de Kevin no calzaba en ningún trastorno clásico. El trastorno disociativo de identidad, sí, pero no había casos de tres personalidades llevando a cabo una conversación, como ella había presenciado. Quizás trastorno de estrés postraumático. O una extraña mezcla de esquizofrenia y trastorno disociativo de identidad. La comunidad científica sin duda estudiaría este caso único.

La buena noticia era que Kevin difícilmente podía estar mejor. Necesitaría ayuda, pero ella nunca había visto un cambio tan repentino.

– Tengo curiosidad -manifestó el Dr. Francis, tuteándola-. ¿Has desentrañado la parte de Samantha en todo esto?

¿Samantha? Él habló como si ella aún fuera una persona real. Jennifer lo miró y le captó la sonrisa en los ojos.

– Creo que usted se refiere a cómo se las arregló Kevin para representar a Samantha sin ademanes femeninos, ¿no es verdad?

– Sí. En los lugares públicos.

– Usted tiene razón… un día o dos y nos habríamos dado cuenta. Solo hay tres lugares donde supuestamente Sam se expuso al público. El hotel Howard Johnson, el hotel de Palos Verdes donde pasaron la noche, y cuando desalojaron el autobús. Hablé con la recepcionista en el Howard Johnson, donde Sam se hospedó. Ella se acordaba de Sam, como usted sabe, pero la persona de quien se acordaba era un hombre con cabello castaño y ojos azules. Sam.

– Kevin -corrigió el profesor.

– Sí. En realidad fue hasta allá y se registró como Sam, pensando que era ella de veras. Si hubiera firmado bajo Samantha en vez de Sam, la empleada habría levantado una ceja. Pero para ella él era Sam.

– Um. ¿Y Palos Verdes?

– El maître del restaurante es un buen testigo. Evidentemente algunos de los clientes se quejaron del extraño comportamiento del hombre sentado junto a la ventana. Kevin. El miraba directamente a través de la mesa y hablaba en murmullos a una mesa vacía. Levantó la voz un par de veces.

Jennifer sonrió.

– El maître se acercó y preguntó si todo estaba bien, y Kevin le aseguró que así era. Pero eso no le impidió ir unos minutos después hasta la pista de baile y bailar con una pareja invisible antes de salir del salón.

– Sam.

– Sam. Según Kevin, la única vez más que estuvieron juntos en público fue cuando desalojaron el autobús que explotó. Kevin insistió en que Sam estaba en el auto, pero ninguno de los pasajeros recuerda haber visto otra persona en el auto. Y cuando yo llegué unos minutos después de la explosión, Kevin estaba solo, aunque claramente recuerda a Sam sentada a su lado, hablando por su teléfono con sus superiores. Por supuesto, la CBI no la tiene en sus archivos.

– Desde luego. Y supongo que Kevin decidió imitar al Asesino de las Adivinanzas porque le brindaba alguien totalmente de carne y hueso.

– ¿Quiere usted decir Slater?

– Perdóname… Slater -corrigió el profesor, sonriendo.

– Encontramos un montón de recortes de periódico sobre el Asesino de las Adivinanzas en el escritorio de Slater. Varios estaban dirigidos a la casa de Kevin. El no recuerda haberlos recibido. Tampoco recuerda cómo entró a la biblioteca sin ser visto ni cómo colocó las bombas en su auto o en el autobús, aunque las evidencias del sótano no dejan dudas de que construyó las tres bombas.

Jennifer movió la cabeza de lado a lado.

– Kevin, como él mismo, no era consciente de estar portando los teléfonos de Sam y de Slater la mayor parte del tiempo -continuó ella-. Cabría pensar que cuando no estuviera en sus personajes, se daría cuenta de eso, pero de algún modo los alter ego se las arreglaban para cerrarle la mente a esas realidades. Asombra ver cómo funciona la mente. Yo nunca oí de una fragmentación tan clara como esta.

– Debido a que las personalidades de Kevin giraban diametralmente opuestas -opinó el Dr. Francis-. ¿Qué cae pero no se rompe? ¿Qué rompe pero no se cae? ¿Qué cae pero no se rompe? ¿Qué rompe pero no se cae? Noche y día. Negro y blanco. Mal y bien. Kevin.

– Noche y día. El mal. Algunos en su campo lo están llamando poseído, ¿verdad?

– Lo he oído.

– ¿Y qué opina?

El aspiró profundamente y lo soltó poco a poco.

– Si ellos quieren atribuir la naturaleza mala de él a una presencia o fortaleza demoníaca podrían hacerlo sin razones y sin aprobación de mi parte. Parece muy impresionante, pero no cambia la verdad fundamental. El mal es mal, sea que tome la forma de un diablo con cuernos, un demonio del infierno, o el chismorreo de un obispo. Creo que Kevin simplemente estaba interpretando las naturalezas que residen en todos los humanos desde que nacen. Como un niño podría interpretar a Dorothy y la bruja mala del oeste. Pero Kevin creía de veras que él era tanto Slater como Samantha, gracias a su propia infancia.

El profesor cruzó los brazos y volvió a mirar a Kevin, quien ahora contemplaba una formación de nubes.

– Creo que todos tenemos a Slater y a Samantha viviendo dentro de nosotros como parte de nuestra propia naturaleza -opinó él-. Me podrías llamar Slater-John-Samantha.

– Um. Y supongo que eso me haría Slater-Jennifer-Samantha.

– ¿Por qué no? Todos luchamos entre el bien y el mal. Kevin vivió esa lucha de una forma dramática, pero todos experimentamos la misma batalla. Todos luchamos con nuestros propios Slater. Con el chisme, la ira y los celos. Kevin dijo que su trabajo de fin de trimestre iba a ser una historia… en más de una forma, creo que simplemente vivió su papel.

– Perdone mi ignorancia, profesor -intervino Jennifer sin mirarlo-, pero ¿cómo es que usted, supuestamente un hombre «regenerado», siervo dedicado de Dios, aún lucha con el mal?

– Porque soy una criatura con libre albedrío -contestó el Dr. Francis-. En cualquier momento dado la decisión de cómo he de vivir es mía. Y si decido ocultar mi mal en el sótano, como hizo Kevin, el mal se desarrollará. Los que pueblan las iglesias estadounidenses quizás no están haciendo saltar autobuses por los aires ni secuestrando, pero la mayoría esconde su pecado del mismo modo. Slater acecha en sus mazmorras y ellos se niegan a destaparlo, por así decirlo. Kevin, por otra parte, está claro que lo destapó, sin buscar un juego de palabras.

– Por desgracia se llevó a media ciudad con él.

– ¿Oíste lo que Samantha dijo en el sótano? -indagó el profesor.

Jennifer se había preguntado si él sacaría a colación las palabras de Samantha.

– Eres impotente por ti mismo. Pero si miras a tu Hacedor encontrarás suficiente poder para matar a mil Slater -recordó ella.

Las palabras que Samantha le dijo a Kevin habían obsesionado a Jennifer en la última semana. ¿Qué había sabido Kevin para decir eso? ¿Era en realidad tan sencillo como que su naturaleza buena estuviera gritando la verdad?

– Ella tenía razón. Todos somos impotentes para tratar por nuestra cuenta con Slater.

Él hablaba de que el hombre debe depender de Dios para encontrar la verdadera naturaleza. Había pasado muchas horas con Kevin en la cárcel… Jennifer se preguntaba qué pasó entre ellos.

– Después de ver lo que he visto aquí ni siquiera voy a tratar de discutir con usted, profesor -aceptó ella, y movió la cabeza hacia Kevin-. ¿Cree usted que él está… bien?

– ¿Bien? -cuestionó el Dr. Francis con la ceja derecha levantada; luego sonrió-. Seguro que se alegrará de oír la buena noticia que le tienes, si eso es lo que quieres decir.

Jennifer se sintió vulnerable. El podía ver más de lo que ella quería decir, ¿no era así?

– Tómate tu tiempo. Tengo algunas llamadas por hacer -comentó él saliendo hacia su estudio.

– Profesor.

– ¿Sí? -preguntó él girando.

– Gracias. Él… nosotros… le debemos nuestras vidas a usted.

– Tonterías, querida. No me deben nada. Tú podrías, sin embargo, tener una deuda con Samantha. Y con el Hacedor de Samantha -concluyó él sonriendo adrede y entrando a su estudio.

Jennifer esperó hasta que se cerró la puerta. Descorrió la portezuela corrediza y pasó al patio.

– Hola, Kevin.

– ¡Jennifer! -exclamó él, girando, sus ojos resplandecieron-. No sabía que estabas aquí.

– Tengo un poco de tiempo.

Por más que ella tratara de hacer caso omiso de la realidad, había un vínculo único entre ellos. Ella no sabía si se trataba de su reacción natural a la simpatía que él generó en el espíritu generoso de ella, o de algo más.

El tiempo lo diría. El Asesino de las Adivinanzas aún andaba suelto, y sin embargo ella sentía de algún modo que se había encontrado consigo misma por primera vez desde la muerte de Roy.

Kevin volvió a mirar las rosas. Sus ojos no podían sostener de modo fijo la mirada de ella, como ocurría antes; había perdido cierta inocencia. Pero ella lo prefería de esta manera.

– Me estoy tomando un período sabático -expresó ella.

– ¿Del FBI? ¿Verdad?

– Así es. Acabo de venir de un juicio con la jueza Rosewood -confesó Jennifer, quien ya no pudo contenerse más. Sonrió de oreja a oreja.

– ¿Qué? -preguntó él, luego lo contagió la euforia femenina-. ¿Qué es tan divertido?

– Nada. Ella va a considerar mi solicitud.

– ¿La jueza? ¿Qué solicitud?

– Tú sabes que yo soy sicoterapeuta autorizada, ¿no?

– Sí.

– Aunque obtengamos tu absolución, y creo que la obtendremos, la corte insistirá en terapia. En realidad es probable que tu tratamiento comience muy pronto. Pero no creo que podamos confiar simplemente en que cualquier sicoterapeuta se entrometa en tu cabeza.

– Sicología barata-manifestó él-. ¿Ellos…?

A Kevin se le abrieron más los ojos.

– ¿Tú? -titubeó él.

Jennifer rió. Si la jueza pudiera verla ahora, podría reconsiderar. Pero no lo haría. Es más, nadie podría. El profesor se había retirado a su oficina.

Ella se le acercó, con el pulso acelerado.

– No seré exactamente tu sicoterapeuta. Pero estaré ahí, cada paso del camino, vigilando. No pienso dejar que nadie más meta las narices en tu mente más de lo debido.

– Creo que yo dejaría que tú te metieras en mi mente -aseguró él mirándola a los ojos.

Todo en el ser de Jennifer quiso entonces extenderse hacia él, tocarle la barbilla y decirle que le importaba más de lo que le había importado cualquier otra persona en mucho tiempo. Pero ella era una agente del FBI, por el amor de Dios. ¡La agente encargada de este caso! Debía recordar eso.

– ¿Necesito de veras una sicoterapeuta? -cuestionó él.

– Me necesitas -confesó ella, pareciendo un poco atrevida-. Quiero decir que necesitas a alguien como yo. Hay muchos asuntos…

– No, no necesito a alguien como tú -la interrumpió Kevin inclinándose de pronto hacia delante y besándola en la mejilla-. Te necesito a ti.

Él retrocedió, luego apartó la mirada y se sonrojó.

Ella ya no se pudo controlar. Dio un paso adelante y lo besó muy levemente en la mejilla.

– Y yo te necesito, Kevin. También te necesito.

No entiendo lo que me pasa, pues no hago lo que quiero… ya no soy yo quien lo lleva a cabo sino el pecado que habita en mí…De hecho, no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero. Y si hago lo que no quiero, ya no soy yo quien lo hace sino el pecado que habita en mí. Así que descubro esta ley: que cuando quiero hacer el bien, me acompaña el mal. Porque en lo íntimo de mi ser me deleito en la ley de Dios; pero me doy cuenta de que en los miembros de mi cuerpo hay otra ley, que es la ley del pecado. Esta ley lucha contra la ley de mi mente, y me tiene cautivo…En conclusión, con la mente yo mismo me someto a la ley de Dios, pero mi naturaleza pecaminosa está sujeta a la ley del pecado.

Tomado de una carta que el apóstol Pablo escribió a la iglesia en Roma en el año 57 a.D. Romanos 7:15-25.

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