6

EL AIRE ESTÁ VICIADO. Demasiado caliente para un día tan frío. Richard Slater, como había decidido llamarse, se quita la ropa y la cuelga en un clóset al lado del escritorio. Atraviesa descalzo el oscuro sótano, abre la antigua refrigeradora y saca dos cubos de hielo… que en realidad están congelados como pequeñas bolas, no como cubitos. En cierta ocasión encontró las poco normales cubetas en la refrigeradora de un extraño y decidió llevárselas. Son maravillosas.

Slater va hasta el centro del salón y se sienta en el concreto. Un enorme reloj blanco sobre la pared hace un silencioso tictac. Son las 4:47. Llamará a Kevin en tres minutos, a menos que el mismo Kevin haga una llamada, en cuyo caso terminará remotamente la conexión y luego volverá a llamar a Kevin. Aparte de eso, quiere darle a Kevin un poco de tiempo para asimilar las cosas. Ese es el plan.

Yace tendido de espaldas sobre el frío cemento, y se coloca una bola de hielo en cada una de las cuencas de los ojos. Ha hecho muchas cosas con los años, algunas horribles, otras espléndidas. ¿Cómo llamaría usted dar de propina a una mesera un dólar más de lo que merece? ¿Cómo llamaría a devolver una pelota de béisbol al muchacho que por equivocación la lanza por sobre la cerca? Espléndido, maravilloso.

Las cosas horribles son demasiado obvias para resaltarlas.

Pero en realidad toda su vida ha sido una práctica para este juego particular. Por supuesto, eso es lo que siempre dice. En una competición de alto riesgo hay algo que te acelera la sangre. No hay nada comparable. Matar es solo matar a menos que haya un juego para el asesinato. A menos que haya un juego final que resulte en alguna clase de victoria definitiva. Poner un castigo involucra hacer sufrir a alguien, y la muerte da fin a esa dolencia, burlando el verdadero dolor del sufrimiento. Al menos a este lado del infierno. Slater tiembla con la emoción de todo esto. Un pequeño quejido de placer. Ahora el hielo lastima. Como fuego en sus ojos. Es interesante cómo los opuestos pueden ser tan parecidos. Hielo y fuego.

Slater lleva la cuenta de los segundos, no en su mente consciente sino en el fondo, donde no lo distraigan del pensamiento. Ellos tienen de su parte algunas mentes muy buenas, pero no tanto como la suya. Kevin no es idiota. Él tendrá que ver a qué agente del FBI envían. Y por supuesto el verdadero premio irradia brillantez: Samantha.

Slater abre la boca y pronuncia lentamente el nombre.

– Samantha.

Ha estado planeando este juego particular durante tres años, no porque necesitara el tiempo sino porque ha estado esperando el momento oportuno. Por otro lado, la espera le había dado oportunidad más que suficiente para aprender mucho más de lo que ahora debe saber. Todo movimiento de Kevin mientras está despierto; sus motivaciones y deseos; sus fortalezas y debilidades; la verdad detrás de su encantadora y pequeña familia.

Vigilancia electrónica… es asombroso cómo ha avanzado la tecnología incluso en los últimos tres años. Puede enfocar un rayo láser a gran distancia sobre una ventana y captar todas las voces del interior. Encontrarán sus micrófonos, pero solo porque él desea que los hallen. Él puede llamar al teléfono de Kevin en cualquier momento del día sin que lo detecte un tercero. Cuando la policía encuentre el transmisor que puso en la línea telefónica de la casa de Kevin, él recurrirá a alternativas. Hay límites, por supuesto, pero no serán alcanzados antes de que termine el juego. El juego de palabras buscado.

Han pasado dos minutos y sus ojos están entumecidos por el hielo. Por las mejillas le corre agua, la cual trata de alcanzar estirando la lengua. No puede. Un minuto más.

La realidad es que Slater ha pensado en todo. No en la manera criminal de «robemos un banco y pensemos en todo para que no nos atrapen» sino en un modo más fundamental. Precisa motivación y neutralización de jugadas. Como una partida de ajedrez que se jugará en respuesta a las jugadas del otro. Este método es mucho más emocionante que agarrar un garrote para golpear al otro y declararse vencedor.

En unos cuantos días Kevin será un esqueleto de sí mismo, y Samantha…

Slater sonríe tontamente.

No hay forma posible en que puedan ganar.

El tiempo se acaba.

Slater se sienta, saca de las cuencas de sus ojos lo que queda de las bolas de hielo, las lanza a la boca y se pone de pie. El reloj marca las 4:50. Atraviesa el salón hacia un antiguo escritorio metálico iluminado por una lámpara de pantalla. Treinta vatios. Hay un sombrero de policía sobre el escritorio. El se recuerda ponerlo en el clóset.

El teléfono negro está conectado a una caja, la cual evitará que lo rastreen. Otra caja remota está oculta en el centro de comunicaciones que presta servicio a esta casa. Los policías pueden examinar todo lo que quieran. El es invisible.

– ¿Estás listo, Kevin?

Slater levanta el teléfono, mueve un interruptor en el distorsionador electrónico y marca el teléfono celular que, según sus instrucciones, Kevin debe llevar con él.


***

Kevin corrió a su auto y lo encendió antes de caer en la cuenta de que no tenía adonde ir. Si tuviera el número del celular de Samantha la habría llamado. Casi llama a Milton, pero no soportaba el pensamiento de que la policía convirtiera esta casa en una escena de crimen. Era inevitable, sin embargo… tenía que informar de la bomba. Una cosa era no decirle a Milton la verdadera exigencia de Slater; encubrir una segunda bomba no tenía ni punto de comparación. Pensó en regresar para explicar a Balinda la muerte del perro, pero no tenía ganas de enfrentarse a ella, mucho menos de inventar una explicación que tuviera algún sentido.

La casa del perro había ahogado la explosión… ninguno de los vecinos pareció haberla oído. De haber sido así, ¿no estarían correteando de un lado al otro contándolo?

Sentado en su auto Kevin se pasó los dedos por el cabello. Una furia repentina se extendió por sus huesos. El teléfono de su bolsillo le tembló fuertemente contra la pierna y se estremeció.

¡Slater!

Tembló de nuevo. Buscó a tientas el celular, lo sacó y lo abrió.

– ¿Aló?

– Hola.

– Usted… usted no tenía que hacer eso -enunció Kevin con voz temblorosa; vaciló y luego continuó rápidamente-. ¿Es usted el muchacho? Usted es el muchacho, ¿verdad? Mire, aquí estoy. Solo dígame qué…

– ¡Cállate! ¿Qué muchacho? ¿Te dije que me sermonearas? ¿Dije: «Me siento muy necesitado de un sermón en este momento, universitario Kevin»? Ni se te ocurra volver a hacer eso. Has roto varias veces la regla «no me hables a menos que te lo pida», universitario. La próxima vez mataré algo que camine sobre dos piernas. Considéralo reafirmación negativa. ¿Comprendes?

– Sí.

– Así es mejor. Y en mi opinión lo mejor es que no le hables a la policía acerca de esto. Sé que te dije que podrías hacerlo después del hecho, pero este pequeño bono fue solo algo que planeé en caso de que no fueras un buen oyente, lo cual fuiste muy rápido en confirmar. ¡Esta vez no digas ni pío! ¿Entendido?

¿No contarle a los policías? ¿Cómo pudo él…?

– ¡Contéstame!

– Es… está bien.

– Dile a Balinda que mantenga también la boca cerrada. Estoy seguro de que ella estará de acuerdo, pues no querrá que la policía esté inspeccionando por toda la casa, ¿no es así?

– No.

Así que Slater sabía acerca de Balinda.

– El juego continúa. Yo soy el bate; tú eres la pelota. Seguiré golpeándote hasta que confieses. Cerrar y cargar.

Kevin quería desesperadamente preguntar qué quería decir con la palabra confesar. Pero no pudo. Oía la respiración de Slater en el otro extremo.

– Samantha viene hacia acá -anunció Slater con voz suave-. Eso es bueno. No logro decidir a quién desprecio más: a ti o a ella.

La línea hizo clic y ya no se oyó más la voz de Slater. Kevin se quedó horrorizado en silencio. Quienquiera que fuera Slater parecía saberlo todo. Balinda, el perro, la casa. Samantha. Exhaló y cerró los dedos en un puño para calmar su temblor.

Esto está sucediendo de veras, Kevin. Alguien que lo sabe va tirar de la manta. ¿Qué se cae pero no se rompe? ¿Qué se rompe pero no se cae? ¿Qué se cae pero no se rompe? ¿Qué se rompe pero no se cae? Noche y día. En vida es tu amigo, pero muerto es el fin. En vida el perro era un amigo, pero muerto fue el fin de él. Pero había más. Algo que Slater quería que él confesara era noche y día, vida y muerte. ¿Qué?

Kevin golpeó el volante con el puño. ¿Qué, que? Slater había preguntado: «¿Qué muchacho?» ¿Qué muchacho? ¿No era por tanto el muchacho?

Querido Dios… Querido Dios… ¿Querido Dios qué? Ni siquiera lograba pensar bien para orar. Echó la cabeza hacia atrás y respiró despacio varias veces, para calmarse.

– Samantha. Samantha.

Ella sabría qué hacer. Kevin cerró los ojos.


***

Kevin tenía once años de edad cuando vio por primera vez al muchacho que quería matarlo.

Él y Samantha se habían convertido en los mejores amigos. Lo que hacía más especial su relación era que sus viajes en la noche seguían siendo un secreto. Él veía a otros niños de vez en cuando, pero no hablaba con ellos. A Madre no le gustaba eso. Pero, que supiera, ella nunca descubrió este pequeño secreto acerca de la ventana. Cada ciertas noches, siempre que lo planeaban, o a veces cuando Sam tocaba en su ventana, o incluso en ocasiones en que él salía y tocaba en la ventana de Sam, se escabullía y se reunía con ella.

El no le contaba a Sam lo que ocurría dentro de su casa. Deseaba hacerlo, por supuesto, pero no podía contarle la peor parte, aunque de todos modos se preguntaba si ella se lo imaginaba. Este tiempo con Sam fue especial porque fue la única parte de su vida que no giraba en torno a la casa. El quiso mantenerlo de este modo.

La escuela privada a la que asistía Samantha daba clases durante todo el año, así que ella siempre estaba ocupada durante el día, pero de todas maneras Kevin no podía escabullirse durante el día. Madre se daría cuenta.

– ¿Por qué nunca quieres jugar en el parque? -le preguntó Sam una noche mientras caminaban por el sendero de césped-. Te llevarías muy bien con Tommy y Linda.

– Sencillamente no quiero hacerlo -contestó él encogiéndose de hombros-. Ellos podrían contarlo.

– Podríamos hacerles jurar que no lo harán. Ellos me gustan; prometerían no decirlo. Podrían ser parte de nuestro club.

– Nos divertimos bastante sin ellos, ¿de acuerdo? ¿Para qué los necesitaríamos?

– Bueno, tienes que empezar a reunirte con algunas otras personas, Kevin. Estás creciendo, lo sabes. No puedo entender por qué tu mamá no te deja salir a jugar. Eso es muy mezquino…

– ¡No hables así de ella!

– Bueno, ¡así es!

Kevin bajó la cabeza, sintiéndose repentinamente sofocado. Permanecieron en silencio por unos instantes.

– Lo siento -se excusó Sam poniéndole la mano en el hombro.

La manera en que ella lo dijo le hizo llorar. Ella era muy especial.

– Lo siento -volvió a decir Sam-. Imagino que solo porque ella sea distinta no quiere decir que sea mala. Diferentes estilos para diferentes individuos, ¿de acuerdo?

El la miró, inseguro.

– Es un dicho -continuó ella limpiándole una lágrima que salía por el ojo derecho de Kevin-. Al menos tu mamá no es de esos padres que maltratan a sus hijos. He oído a papá hablar acerca de algunas cosas.

Ella se encogió de hombros.

– Algunas personas son horribles -concluyó.

– Mi mamá es una princesa -objetó Kevin suavemente.

Sam rió cortésmente y asintió.

– ¿Nunca te ha golpeado, verdad, Kevin?

– ¿Pegarme? ¿Por qué habría de pegarme?

– ¿Lo ha hecho?

¡Nunca! Ella me envía a mi cuarto y me hace leer mis libros. Eso es todo. ¿Por qué una persona golpearía a otra?

– No todo el mundo es tan dulce como tú, Kevin -le manifestó Sam tomándole la mano y comenzando a caminar-. Creo que papá podría saber acerca de nosotros.

– ¿Qué? -inquirió Kevin parándose en seco.

– Él ha hecho algunas preguntas. Papá y mamá hablan de tu familia de vez en cuando. Después de todo, él es policía.

– ¿Le… le dijiste algo?

– Por supuesto que no. No te preocupes. Tu secreto está seguro conmigo.

Caminaron por algunos minutos, tomados de la mano.

– ¿Te gusta Tommy? -indagó Kevin.

– ¿Tommy? Claro.

– Quiero decir, ¿es tu…? tú sabes…

– ¿Novio? ¡No me hagas vomitar!

Kevin se sonrojó y rió tontamente. Llegaron a un enorme árbol detrás de la casa de Sam, y ella se detuvo. Se puso frente a él y le tomó las dos manos entre las suyas.

– No tengo ningún novio a excepción de ti, Kevin. Me gustas.

Él le miró los brillantes ojos azules. Una suave brisa le levantó el cabello rubio de manera que flotó alrededor de ella, resaltado por la luna. Sam era lo más hermoso que Kevin había visto jamás. Estaba tan prendado de ella que apenas podía hablar.

– Tú… tú también me gustas, Sam.

– Somos como amantes secretos -enunció ella dulcemente, y de repente su rostro se suavizó-. Nunca antes he besado a un chico. ¿Te puedo besar?

– ¿Besarme? -se sorprendió él, tragando saliva.

– Sí.

– Sí -contestó Kevin, con la garganta de repente más seca que polvo de hornear.

Ella se inclinó hacia delante y le tocó los labios con los suyos por un momento.

Sam retrocedió y se miraron, con los ojos abiertos de par en par. El corarán de Kevin le vibraba en los oídos. ¡Debía hacer algo! Antes de perder el valor, se inclinó y le devolvió el beso.

La noche pareció desaparecer alrededor de Kevin. Flotaba sobre una nube. Se miraron a los ojos, de repente incómodos.

– Debo irme ya -anunció Sam.

– Está bien.

Ella se volvió y corrió hacia su casa. Kevin giró y se dirigió a toda prisa hacia la suya, y sinceramente no estaba seguro de si sus pies estaban en realidad sobre la tierra. Le gustaba Samantha. Le gustaba mucho, mucho. Quizás aun más que su madre, lo cual era bastante imposible.

Los días siguientes pasaron flotando en el aire como un sueño. Kevin se reunió con Sam dos noches después y no mencionaron el beso. No necesitaban hacerlo. Reanudaron su juego como si nada en absoluto hubiera cambiado entre ellos. Ni siquiera se volvieron a besar, y Kevin no estaba seguro de querer hacerlo; de alguna manera podría echar a perder la magia de ese primer beso.

Sam no llegó a la ventana de él durante tres días seguidos, y Kevin decidió escabullirse e ir a casa de ella. Tomó de prisa el sendero de hierba que atraviesa las dos casas entre la suya y la de Sam, cuidando de no hacer ni el más leve ruido. Nunca se podría saber quién pudiera estar fuera en la noche. Cien veces antes se habían escondido del sonido de voces y de pasos acercándose.

En el cielo negro se asentaba una media luna mirando a hurtadillas entre nubes que se movían lentamente. Se oía el sonido de los grillos. La casa de Sam estaba a la vista y el corazón de Kevin le latió con más fuerza. Bajó el ritmo junto a la cerca y miró por sobre ella. El cuarto de Samantha estaba en la planta baja; podía ver el casi imperceptible brillo de luz que pasaba por el árbol frente a la ventana. Que estés allí, por favor, Sam. Por favor. Kevin miró alrededor, no vio a nadie, y empujó la tabla que Sam había aflojado mucho tiempo atrás. Su papá podría ser un policía, pero no había descubierto esto, ¿o sí? Eso se debía a que Sam también era inteligente. Atravesó la cerca y se frotó las manos. Que estés allí, por favor, Sam.

Kevin dio un paso adelante. El árbol frente a la ventana de Sam se movió. El se paralizó. ¿Sam? Lentamente apareció una cabeza negra y luego unos hombros. ¡Alguien estaba mirando a hurtadillas dentro del cuarto de Sam!

Kevin retrocedió bruscamente, aterrado. La figura se agrandó, orientándose para tener mejor vista. ¡Se trataba de un muchacho! Un muchacho alto con nariz aguda. ¡Estaba espiando a Sam!

Una docena de pensamientos chillaron dentro de la cabeza de Kevin. ¿Quién era ese muchacho? ¿Qué estaba haciendo? ¡Debería salir corriendo! No, debería gritar. ¿Era Tommy? No, Tommy tenía el cabello más largo.

El muchacho giró, miró directamente a Kevin, y luego se estiró hasta que ya no lo tapara el árbol. Se paró cuan largo era a la luz de la luna, y una terrible sonrisa le distorsionó el rostro. Dio un paso hacia Kevin.

Kevin no se molestó con la tabla suelta… saltó la cerca más rápido de lo que pudo haber imaginado y corrió hacia un árbol grande en el borde del sendero de césped. Se paró detrás del árbol, jadeando.

No sucedió nada. No hubo ningún sonido de alguien corriendo o de otra respiración agitada que no fuera la suya. Habría corrido hasta su casa pero temía que el muchacho estuviera esperando en la cerca la primera señal de movimiento. Tardó cinco minutos en llenarse de valor y mirar lentamente alrededor del árbol.

Nada.

Otros cinco minutos y volvió a mirar sobre la cerca. Nada. Quienquiera que fuera el muchacho, se había ido.

Finalmente Kevin se armó de valor para tocar en la ventana de Sam. Ella salió, todo sonrisas. Le dijo que lo estaba esperando. Esperando que el gallardo joven llegara hasta la ventana de la doncella. Así es como se hacía en las películas.

Él le contó respecto del muchacho, pero ella lo halló divertido. Uno de los tipos del vecindario estaba chiflado por ella, ¡y su príncipe encantador lo había hecho huir! Al oírse contándola, la historia parecía cómica. Esa noche rieron mucho. Pero Kevin no lograba quitarse de encima la imagen de la horrible sonrisa del muchacho.

Pasaron tres noches antes que Kevin volviera a ver al muchacho… esta vez en el sendero de césped en su camino a casa. Al principio creyó que se trataba de un perro u otro animal que corría entre los árboles, pero después de acostarse comenzó a preguntarse si era el muchacho. ¿Y si volvía a espiar a Samantha? Salió y dio vueltas durante media hora antes de tomar la resolución de ir a ver cómo estaba Sam. No podría volver a dormir hasta que lo hiciera.

Por primera vez en un año regresó por segunda vez en la misma noche… el príncipe encantador iba a comprobar que todo estuviera bien con su damisela en apuros. En realidad no esperaba ver nada.

Kevin asomó la cabeza por sobre la cerca en el patio de Sam y se quedó paralizado. ¡El muchacho! Allí estaba, ¡observando otra vez por la ventana de Sam! ¡Había esperado hasta que Kevin se fuera a casa y luego reapareció para espiarla!

Kevin se agachó e intentó calmar su respiración. ¡Debía hacer algo! ¿Pero qué? Si gritaba y luego salía corriendo lo atraparía el muchacho. Al menos entonces podría asustarlo. Podría tirarle una piedra. No. ¿Y si rompía la ventana de Sam?

Se levantó lentamente para mirar otra vez. El muchacho estaba haciendo algo; tenía el rostro contra la ventana y estaba… estaba moviendo la cara en círculos. ¿Qué era lo que hacía? Kevin parpadeó. ¿Lamía…? Un frío le corrió a Kevin por la columna vertebral. El muchacho lamía la ventana de Sam en lentos círculos.

Algo se infló en la cabeza de Kevin. No podía asegurar si se trataba de ira o simple terror, pero habló mientras lo fortalecía el valor.

– ¡Oiga!

El muchacho giró. Se miraron uno al otro por un momento largo. El muchacho dio un paso adelante y Kevin huyó. Salió disparado por el sendero de hierba, moviendo de arriba abajo los flacuchos brazos y piernas tan rápido como podía sin que se le partieran. Se lanzó por su cerca, entró a su cuarto y cerró la ventana, seguramente haciendo suficiente bulla como para despertar a todos en la casa.

Diez minutos después la noche estaba en silencio. Pero Kevin no podía dormir; se sentía atrapado en el pequeño cuarto. ¿Qué estaba haciendo el muchacho? ¿Había estado acechando a Sam todas las noches, o no? Kevin solamente lo había visto dos veces, pero no sabía por cuánto tiempo la había estado acechando.

Pasó una hora, y Kevin apenas podía cerrar los ojos, mucho menos dormir. Entonces oyó el golpecito en su ventana. Se irguió de repente en la cama. ¡Sam! Se puso de rodillas y levantó la persiana.

El muchacho estaba en la cerca trasera, con la cabeza y los hombros a la vista. Miraba directamente a Kevin, y hacía girar algo en la mano. Era un cuchillo.

Kevin bajó la persiana y se lanzó las cobijas sobre la cabeza. Se quedó temblando dos horas antes de volver a mirar, con mucho cuidado, levantando simplemente la persiana. El muchacho se había ido.

Los tres días siguientes pasaron como una lenta pesadilla. Cada noche miraba por su ventana cien veces. Cada noche el patio trasero seguía sin tener nada más que la caseta del perro y el cobertizo de herramientas. Cada noche oraba desesperadamente porque Sam viniera a visitarlo. Ella había hablado acerca de ir a un campamento, pero él no recordaba exactamente cuándo se suponía que iba a ir. ¿Era esta semana?

En la cuarta noche Kevin ya no pudo esperar más. Caminó durante una hora de un lado al otro en su cuarto, mirando hacia fuera por la ventana cada pocos minutos, antes de decidir que debía ver cómo estaba Sam antes de que lo matara la ansiedad.

Le llevó media hora abrirse camino hasta la casa de ella, usando como protección los árboles en el sendero verde. La noche estaba despejada. Cuando finalmente miró por encima de la cerca de Sam vio que su luz estaba apagada. Examinó el patio. Ni rastro del muchacho. Sam se había ido, igual que el muchacho.

Kevin se dejó caer aliviado en la base de la cerca. Ella debía de estar en el campamento. Quizás el muchacho la había seguido allá. No. Eso era ridículo. ¿Cómo podía seguir un muchacho a una chica todo el camino hasta el campamento?

Volvió a tomar el camino hacia la protección del sendero de césped y se dirigió a casa, sintiéndose tranquilo por primera vez en casi una semana. Tal vez el muchacho se mudó. Quizás había encontrado algo más en qué ocupar su mente medio enferma.

O tal vez se había metido en el cuarto de Sam y la había matado.

Kevin se paró en seco. No. Habría oído algo al respecto. El padre de Sam era policía y…

Un objeto contundente golpeó con fuerza el costado de la cabeza de Kevin y se tambaleó. De su garganta brotó un gemido. Algo lo aferró por el cuello y lo enderezó violentamente.

Escúchame, cosita insignificante -le gruñó una voz en el oído-, ¡sé quién eres y no me gustas!

El brazo sacudió a Kevin con violencia y lo estrujó contra un árbol. Se tambaleó en el brazo de su atacante. El muchacho.

Si no le hubiera dolido la cabeza de tan mala manera se podría haber dejado llevar por el pánico. En vez de eso simplemente miró y trató de mantener los pies en equilibrio.

El muchacho lo miró despectivamente. Se acercó más, y su rostro le recordó a Kevin el de un cerdo. Era mayor que Kevin y treinta centímetros más alto, pero aún joven, con granos en toda la nariz y la barbilla, y el tatuaje de una daga en lo alto de la frente. Olía a calcetines sucios.

– Te voy a hacer una advertencia y solo una, enano -le dijo el muchacho acercando el rostro a pocos centímetros del de Kevin-. Esa chica es mía, no tuya. Si alguna vez te vuelvo a ver aunque sea mirándola, la mataré. Si te agarro escabulléndote para verla otra vez, simplemente puedo matarlos a los dos. ¿Me oíste?

Kevin simplemente se quedó sin habla.

El muchacho le dio una cachetada.

– ¿Me oíste?

Kevin asintió.

El muchacho se echó un poco atrás y lo miró. Una retorcida sonrisa le partió el rostro en una contorsión cruel.

– ¿Crees estar enamorado de esta pequeña mujerzuela? ¿Eh? Eres demasiado estúpido y demasiado joven para conocer el amor. Igual ella. Yo le voy a enseñar a amar, pequeño, y no necesito que un enano como tú se meta en nuestro pequeño romance.

Retrocedió.

Kevin vio por primera vez el cuchillo en la mano del muchacho. Se le despejó la mente. El muchacho se fijó en que Kevin vio el puñal y lo levantó lentamente.

– ¿Tienes alguna idea de lo que un cuchillo de treinta centímetros puede hacerle a un enano como tú? -intimidó el muchacho haciendo girar la daga en la mano-. ¿Sabes lo persuasivo que puede ser un reluciente cuchillo para una chica?

De repente Kevin sintió que iba a vomitar.

– Regresa a tu pequeño cuarto, enano, antes que yo decida cortarte simplemente por lo tonto que pareces.

Kevin huyó.

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