Lunes
8:21 de la noche
LA PRIMERA REACCIÓN DE SAM FUE HUIR. Escaleras arriba, agachada, hacia la izquierda, al descubierto. Regresar con un lanzallamas y quemar a Slater. Su segunda reacción fue atacarlo. Le sorprendió la ira que fluyó a su mente al verlo iluminado de espaldas. Sintió su pistola en la cintura y la agarró.
– No seas tan previsible, Sam. Kevin cree que eres más lista que yo. ¿Lo oíste decir eso? Demuéstralo, querida -desafió él levantando el arma y apuntando hacia el interior a la derecha-. Ven aquí y pruébamelo, o remataré al chico aquí mismo.
Sam titubeó. Slater seguía con su sonrisa de bravucón. Ella caminó por el pasillo. Naciste para esto, Sam. Naciste para esto.
Slater retrocedió, manteniendo su pistola apuntada a su derecha. Ella traspasó la puerta de acero. Una sola bombilla iluminaba el sótano. Sombras negras y grises. Siniestro. Kevin estaba frente a una pared de fotos, con el rostro lívido. Fotos de ella. Él dio un paso hacia ella.
– No tan rápido -expresó bruscamente Slater-. Sé lo mucho que quieres volver a ser el héroe, muchacho, pero no esta vez. Saca la pistola lentamente, Samantha. Deslízala hacia mí.
No había ni un rastro de duda en el rostro de Slater. Los tenía precisamente donde había querido.
Sam deslizó la pistola por el concreto, y Slater la levantó. Él fue hasta la puerta, la cerró, y se puso frente a ellos. Al ver la sonrisita del tipo, a Sam se le ocurrió que había cometido una especie de suicidio. Había entrado voluntariamente a la guarida, y acababa de darle la pistola al dragón.
Naciste para esto, Sam. ¿Naciste para qué? Naciste para morir.
Ella le dio la espalda con resolución. No, nací para Kevin. Ella lo miró, haciendo caso omiso de Slater, quien permanecía ahora detrás de ella.
– ¿Estás bien?
La mirada de Kevin le subió por los hombros hasta fijarse en la de ella. Rastros de sudor le brillaban en el rostro. El pobre hombre estaba aterrado.
– La verdad es que no.
– Está bien, Kevin -le aseguró ella, sonriendo-. Te lo prometo, todo saldrá bien.
– En realidad nada saldrá bien, Kevin -objetó Slater, caminando con brío a la derecha de Sam.
Él no era el monstruo que Samantha había imaginado. No tenía cuernos, ni dientes amarillos, ni rostro cicatrizado. Parecía un deportista con cabello rubio corto, pantalones marrones ajustados, el torso como de un gimnasta. Un gran tatuaje de un corazón rojo le marcaba el pecho. Ella pudo haber encontrado a este hombre una docena de veces sin haberlo notado. Solamente los ojos lo delataban. Eran ojos grises claros y profundos, como los de un lobo. Si los ojos de Kevin la consumían, los de Slater eran de los que le repelían. Hasta reía como un lobo.
– No estoy seguro de que ustedes sean conscientes de lo que tenemos aquí, pero por lo que veo, los dos están metidos en un tremendo lío -afirmó Slater-. Y Kevin está hecho una furia. Hizo tres llamadas a su amiga del FBI, y yo simplemente me puse cómodo y dejé que las hiciera. ¿Por qué? Porque sé lo desesperada que es su situación, aunque él no lo sepa. Nadie puede ayudarle. Ni tú, querida Samantha.
– Si usted quiere matar a Kevin pudo haberlo hecho en una docena de ocasiones -dijo Sam-. Entonces, ¿cuál es su juego? ¿Qué espera lograr con todas estas tonterías?
– También te pude haber matado a ti, cariño. Cien veces. Pero de este modo es mucho más divertido. Estamos todos juntos como una pequeña familia feliz. Mami está en el clóset, Kevin finalmente regresó a casa, y ahora su noviecita ha venido a salvarlo del terrible muchacho que vive calle abajo. Casi como los viejos tiempos. Incluso vamos a dejar que Kevin vuelva a matar.
Slater hizo una mueca bajando los labios.
– Solo que esta vez no va tras de mí. Esta vez te va a meter una bala en la cabeza.
Sam lo asimiló y miró a Kevin. Él parecía muy débil a la luz amarilla. Asustado. Slater iba a obligarlo a matar. A ella. Ahora todo tenía perfecto sentido, aunque ella no sabía con exactitud qué tenía Slater en mente.
Sorprendentemente, Sam no sentía miedo. Es más, se sintió de algún modo animada, hasta confiada. Quizás así es como te sientes justo antes de morir.
– Bueno. Después de todo él es el muchacho -le dijo Sam a Kevin; los dos hombres la estaban mirando-. ¿Cómo un hombre fornido, fuerte y apuesto como este llega a estar tan celoso de ti, Kevin? Piénsalo. ¿Cómo podría un tipo tan poderoso e inteligente dejar que se le meta tanta locura por otro? Respuesta: Porque debajo de ese tatuaje rojo, grande y vivo, y de todos esos músculos sobresalientes, solo es una insignificante rata patética que nunca ha podido hacer un amigo, mucho menos conquistar a una chica.
Slater la miró.
– Tendré en cuenta el aprieto en que te encuentras y perdonaré el resto de tus insultos desesperados, pero no creo que celoso sea la palabra correcta, Samantha. No estoy celoso de este pedazo de carne.
– Entonces disculpe la mala elección del término -le contestó enfrentándosele lentamente, con una furia audaz e inexplicable-. Usted no está loco de celos; le alegra el dulce vínculo de amor que Kevin y yo hemos tenido siempre. El hecho de que si lo hubiera atrapado merodeando y lamiendo mi ventana yo le hubiera estampado un desatascador de tuberías en la cara no le molesta, ¿no es así?
La boca de él era una línea delgada y derecha. Parpadeó. Otra vez.
– El hecho es que yo escogía Kevin -continuó Sam-. Y que Kevin me escogió, y ninguno de los dos quiere tener nada que ver con usted. Usted no puede aceptar eso. Lo vuelve loco. Hace que se ponga furioso.
– ¿Y Kevin no se pone furioso? -preguntó Slater con el rostro alterado.
Se hizo silencio. Balinda estaba en el clóset. Un reloj en la pared mostraba las 8:35. Sam debió haberle dicho a Jennifer dónde estaban. Su celular aún estaba en el bolsillo, y no creía que Slater lo supiera. ¿Podría llamar a Jennifer? Si pudiera deslizar la mano en el bolsillo y presionar dos veces el botón de enviar se marcaría automáticamente el último número. Jennifer los escucharía. Un cosquilleo le recorrió por los dedos.
– ¿Crees de veras que Kevin es diferente de mí? -inquirió Slater agitando las pistolas distraídamente-. ¿Crees de verdad que este pequeño asqueroso no quiere exactamente lo mismo que yo? Él matará, morirá y pasara el resto de su vida fingiendo que no, igual que todos los demás. ¿Es eso ser mejor que yo? ¡Al menos yo soy sincero respecto de quién soy!
– ¿Y quién es usted, Slater? Usted es el diablo. Usted es la enfermedad de este mundo. Usted es vil y es repugnante. Vamos, díganos. Sea honesto…
– ¡Cállate! -gritó Slater-. ¡Cierra tu asquerosa bocota! Este trocito de basura se sienta en las bancas todos los domingos, jurando a Dios que no seguirá cometiendo sus pecaditos secretos cuando sabe tan bien como yo que los cometerá. Lo sabemos porque ha hecho esa promesa mil veces y la ha roto cada vez. Es un mentiroso.
A Slater le salía baba por los labios.
– ¡Esa es la verdad! -exclamó.
– Él no se parece en nada a usted -contraatacó Sam-. ¿Lo ve? Es una víctima aterrorizada a quien usted ha tratado desesperadamente de hacer papilla. ¿Se ve usted? Usted es un monstruo asqueroso que azota a todo el que amenaza con hacerlo papilla. ¿Me ve a mí? No estoy aterrada ni le tengo miedo, porque lo veo a usted, lo veo a él, y no veo nada en común. Por favor, no sea tan baboso.
Slater la miró con los labios abiertos, asombrado. Sam lo había presionado más allá de sí mismo con la simple verdad, y él ya se estaba retorciendo por dentro. Ella metió los dedos en sus bolsillos y confiadamente dejó enganchados los pulgares.
– ¿Dónde crían a los de su clase, Slater? ¿Es esa una máscara que está usando? Usted parece muy normal, pero tengo la inquebrantable sospecha de que si le estiro la oreja se viene al suelo toda la máscara y…
Un disparo atravesó el salón y Samantha se estremeció. Slater había disparado la pistola. Se oyó un gemido ahogado a través de la puerta. Balinda. A Sam se le aceleró el pulso. Slater estaba de pie sin estremecerse, con la pistola extendida hacia el suelo, donde su bala había astillado un pedazo de concreto.
– Ese agujero debajo de tu nariz me está empezando a molestar -advirtió él-. Quizás deberías pensar en cerrarlo.
– O quizás usted debería pensar en hacerse un agujero en la cabeza -contestó Sam.
– Tienes más agallas de las que me había imaginado -reconvino él mientras se dibujaba lentamente una sonrisa en los labios-. En realidad debí haber roto tu ventana esa noche.
– Usted está desquiciado.
– Cómo me encanta lastimar a niñitas como tú.
– Usted me da asco, mucho asco.
– Mantén las manos donde pueda verlas.
Lo había notado. Ella sacó las manos de los bolsillos y le devolvió la mirada. No se echó atrás.
– ¡Basta! -exclamó Kevin.
Sam se volvió a mirarlo. Kevin miraba con el ceño fruncido a Slater, cuyo rostro estaba colorado y temblando.
– ¡Siempre la he amado! ¿Por qué no lo acepta sin más? ¿Por qué se ha ocultado todos estos años? ¿Por qué no busca otro pobre imbécil y nos deja tranquilos?
– Porque ninguno de ellos me interesa como tú, Kevin. Te odio más de lo que me odio, y eso, cara de asco, es más interesante.
Slater parece confiado, pero nunca se ha sentido tan intranquilo en toda su vida. Ha menospreciado la fortaleza de la chica. Si su plan depende de doblegarle la voluntad tendrá que tener en cuenta algunos desafíos importantes. Por suerte, Kevin es más flexible. Él será quien dispare el gatillo.
¿Qué tiene ella de raro? Su valor. Su inflexible convicción. ¡Su arrogancia! Ella ama de veras al idiota, y hace ostentación de ese amor. Es más, ella es todo amor, y Slater la odia por eso. Veinte años atrás él la había visto sonreír, peinarse el cabello, dar brincos en su cama como una chiquilla; la había visto andando de un lado a otro, encerrando criminales en Nueva York, como alguna especie de súper heroína del celuloide. Feliz, feliz y elegante. Le da asco. La mirada de desdén en sus ojos le da ahora un poco de consuelo… nace del amor de ella por el gusano que está a su derecha. De ahí entonces que haya mucha razón para que Kevin le meta una bala en medio de esa hermosa frente blanca.
Mira el reloj. Diecinueve minutos. Debería olvidar el tiempo y hacerlo ya. Un sabor amargo le llega a la parte trasera de la lengua. El dulce sabor de la muerte. ¡Debería hacerlo!
Pero Slater es un hombre paciente, la más sobresaliente de todas las disciplinas. Esperará, porque su poder está en esperar.
El juego se acaba en la última prueba. La última sorpresita.
Slater siente que una oleada de confianza le recorre los huesos. Se ríe. Pero no se siente como para reír. Se siente como para volver a disparar. Di lo que quieras ahora, muchachita. Veremos a quién escoge Kevin.
Kevin observó a Slater, lo oyó reírse, y supo con horrible seguridad que la situación iba a empeorar.
No podía creer que Sam entrara de veras y le entregara la pistola de ese modo. ¿No sabía ella que Slater la iba a matar? Ese era su único propósito, Slater quería muerta a Sam, y quería que Kevin la matara. Kevin se negaría, desde luego, y entonces Slater sencillamente la mataría y encontraría un modo de inculpar a Kevin. De cualquier modo sus vidas no volverían a ser iguales.
Miró a Sam y vio que lo estaba observando. Ella le guiñó lentamente un ojo.
– Ánimo, Kevin. Valor, mi caballero.
– ¡Silencio! -gritó Slater-. ¡Nada de comentarios! ¿Mi caballero? ¿Estás tratando de hacerme vomitar? ¿Mi caballero? ¡Qué ridículo!
Ellos lo miraron. Se estaba ensimismando en este juego.
– ¿Debemos comenzar con la fiesta? -inquirió Slater.
Se metió la pistola de Samantha en la cintura, dio dos zancadas hacia la puerta de Balinda, le quitó el cerrojo, y la abrió. Balinda se aplastó contra una pared, paralizada y con los ojos abiertos de par en par. Manchas negras le cubrían los encajes del camisón. Sin maquillaje, su rostro parecía normal para una mujer en sus cincuenta. Ella lloriqueaba, y Kevin sintió que una punzada de pesar le atravesaba el pecho.
Slater se inclinó y la levantó. Balinda salió del espacio a tropezones, temblándole los labios, chillando de terror.
Slater la empujó contra el escritorio.
– ¡Siéntate! -le gritó, señalando la silla.
Balinda se dejó caer en el asiento. Slater apuntó a Sam con su pistola.
– Levanta las manos donde yo pueda verlas.
Ella levantó las manos de la cintura. Manteniendo su pistola apuntada hacia Sam, Slater sacó del cajón del escritorio un rollo de cinta adhesiva gris, rasgó con los dientes un trozo como de veinte centímetros, y lo estampó sobre la boca de Balinda.
– Mantente callada -musitó.
Ella ni pareció oír. El le levantó el rostro.
– ¡Mantente callada! -le gritó.
Ella se estremeció y él rió.
Slater sacó la segunda pistola de su pantalón y se puso frente a ellos. Amartilló las pistolas, las levantó hasta sus hombros. El sudor le cubría el pecho blanco como aceite. Sonrió, bajó los brazos, e hizo girar ambas pistolas como un pistolero.
– He pensado mucho tiempo en este momento -explicó Slater-. Los instantes realmente grandiosos en la vida no son tan inspiradores como ustedes los imaginan… estoy seguro de que para ahora ya lo han imaginado. Lo que sucederá en los minutos siguientes ha dado tantas vueltas en mi mente que les juro que ha dejado un surco de un centímetro de profundidad. He disfrutado mucho los pensamientos; nada se le puede comparar. Ese es el inconveniente de soñar. Pero vale la pena. Ahora voy a hacer que suceda, y por supuesto que trataré de hacerlo lo más interesante posible.
Hizo girar otra vez las pistolas, la izquierda, luego la derecha.
– ¿Les consta que he practicado?
Kevin miró a Sam, quien estaba a metro y medio de Slater, mirando al demente con serena irritación. ¿Qué pasaba por su mente? Slater había cambiado su enfoque hacia Sam en el momento en que ella entró. Con Kevin, Slater no mostraba miedo, pero ahora frente a Sam intentaba ocultar su temor de que surgiera miedo, ¿no es así? En realidad estaba asustado. Sam simplemente lo miraba, sin dejarse intimidar, con las manos relajadas en las caderas.
El corazón de Kevin parecía a punto de estallar. Sam era la verdadera salvadora, siempre lo había sido. El no era el caballero; lo era ella. Querida Sam, te amo mucho. Siempre te he amado.
Este era el fin; él lo sabía. Esta vez no se podían salvar el uno al otro. ¿Le había dicho él cuánto la amaba de verdad? No con amor romántico sino con algo mucho más fuerte. Como una necesidad desesperada. La necesidad de sobrevivir. La amaba del modo en que amaba su propia vida.
Kevin parpadeó. ¡Tenía que decirle cuan preciosa era para él!
– El juego es sencillo -expresó Slater-. No hay por qué confundir a la gente común. Una de dos personas morirá.
Miró el reloj.
– Diecisiete minutos a partir de ahora. La vieja -dictaminó Slater mientras ponía una de las pistolas en la sien de Balinda-, quien evidentemente ha confundido la vida con un anuncio comercial de cereales. La verdad es que eso me gusta de ella. Si hay que fingir, mejor hacerlo del todo ¿no?
Sonrió y lentamente apuntó la otra pistola hacia Samantha.
– O la joven y brillante doncella.
Los dos brazos estaban ahora totalmente extendidos en ángulo recto, uno hacia Balinda y el otro hacia Sam.
– Nuestro verdugo será Kevin. Quiero que empieces a pensar a qué chica matarás, Kevin. No matar no es una opción; eso arruinaría la diversión. Debes elegir una.
– No lo haré -contestó Kevin.
Slater inclinó la pistola y le disparó en el pie.
Kevin gritó. El dolor era punzante en la planta, y luego le subió a la espinilla; le dieron náuseas. Su pie derecho tenía un agujero rojo en el Reebok y estaba temblando. El horizonte de Kevin se inclinó.
– Lo harás -aseguró Slater soplando humo imaginario del cañón-. Te lo prometo, Kevin. Te aseguro que lo harás.
Sam corrió hacia Kevin y agarró el cuerpo inclinado. Él dejó que ella lo sostuviera y ajustó el peso de su cuerpo a su pie izquierdo.
Sam giró bruscamente la cabeza hacia Slater.
– Usted es un demente… ¡No tenía necesidad de hacer eso!
– Un agujero en el pie, un hoyo en la cabeza; veremos quién termina muerto.
– Te amo, Sam -manifestó Kevin suavemente, haciendo caso omiso del dolor-. Pase lo que pase, quiero que sepas cuan perdido estoy sin ti.
– ¡Me dan ganas de estrangularla! -exclamó Jennifer caminando sin rumbo.
– Llámela -opinó el Dr. Francis.
– ¿Y arriesgarme a ponerla en peligro? ¿Qué pasaría si ella estuviera frente a la puerta de él y sonara el celular? No puedo hacer eso.
Él asintió.
– Algo no encaja.
– Yo me había convencido firmemente de que Kevin era Slater -opinó ella agarrando su teléfono.
– Y no lo es.
– A menos que…
Su teléfono tintineó. Los dos lo miraron. Jennifer lo desplegó.
– ¿Aló?
– Tenemos el informe de Riggs -comunicó Galager.
Pero Jennifer ya sabía que Slater y Kevin no eran la misma persona.
– Un poco tarde. Ya lo sabemos. ¿Algo más?
– No. Solo eso.
– Tenemos un problema, Bill -anunció ella suspirando-. ¿Cómo están de ánimo por allá?
– Mal. Desesperados y desorientados. El director acaba de preguntar por usted a gritos. El gobernador le está tirando de las orejas. Espere una llamada en cualquier momento. Ellos quieren saber.
– ¿Saber qué? No sabemos dónde tiene escondida a Balinda. Solo nos quedan unos minutos y no tenemos la más mínima idea de adonde se la llevó. Diles eso.
Galager no respondió al instante.
– Si le sirve de consuelo, Jennifer, creo que él es inocente. El hombre con el que hablé no era un asesino.
– Por supuesto que no es un asesino -contestó Jennifer bruscamente-. ¿Qué quiere usted decir? Por supuesto…
Ella se volvió al profesor, cuyos ojos estaban fijos en ella.
– ¿Qué dice el informe?
– Creí que usted dijo que lo sabía. Las voces en la grabación son de la misma persona.
– ¿El afinador sísmico…?
– No. La misma persona. A juicio de Riggs, si la grabación es entre Kevin y Slater, entonces Kevin es Slater. Hay un eco en el fondo que apenas aparece en la segunda cinta. Las dos voces son del mismo salón. La conjetura de Riggs es que él está usando dos teléfonos celulares y que la grabación registra un eco casi imperceptible que es la reproducción de lo que está diciendo en el otro teléfono.
– Pero… ¡eso es imposible!
– Creí que esa era la teoría principal…
– Pero Sam está con ellos, y nos llamó. ¡Kevin no es Slater!
– ¿Y qué le hace creer que puede confiar en Sam? Si ella está con ellos, ¿no le dijo dónde están? Yo confiaría en Riggs.
Jennifer se quedó paralizada de terror. ¿Era eso posible?
– Me tengo que ir.
– Jennifer, ¿qué hago…?
– Le devolveré la llamada -expresó ella, dobló el teléfono y miró al profesor, estupefacta.
– A menos que Sam no los viera a los dos.
– ¿Se reunió usted alguna vez con Sam? -inquirió el Dr. Francis-. ¿La vio en realidad con sus propios ojos?
– No, no la vi -contestó Jennifer después de pensar por unos instantes-. Sin embargo… hablé con ella. Muchas veces.
– Como yo. Pero su voz no era tan aguda que sonara necesariamente femenina.
– ¿Pudo… él hacer eso? -titubeó Jennifer, luchando por entender, tratando de averiguar algo, cualquier hecho de Sam que contradijera esa idea. No le vino nada en ese momento a la mente-. Se han documentado casos de más de dos personalidades.
– ¿Y si Slater no es el único que es Kevin? ¿Y si Samantha es también Kevin?
– ¡Tres! Tres personalidades en una.