LOS JÓVENES CON LAS CADENAS no parecían portar armas. No es que los criminales solieran llevar al cuello pistolas con cordones para que todos las vieran. De cualquier manera Kevin los dejó pasar y regresó a la Western.
Quizás le iría mejor ver sitios menos obvios. Calles secundarias. Algún lánguido bebedor de cerveza cansado de maltratar a su esposa podría llevar una pistola, ¿no? O al menos tener una metida en un colchón cercano. La realidad era que Kevin no tenía idea de lo que estaba haciendo, y la creciente comprensión de ello le aceleraba los nervios.
Condujo por varios vecindarios antes de armarse de valor para estacionar en una calle de mala muerte y seguir a pie. ¿No sería irónico si lo asaltaban a punta de pistola mientras se preocupaba de estos asuntos? ¿Por qué participar en juegos con un asesino en serie cuando cualquier día de la semana pueden quitarme de en medio al dar un paseo por una callejuela? Exactamente como en las películas. ¿O era lo otro más como una película?
Kevin anduvo por la calle, mirando las casas con ojos curiosos. Quizás ahora sería un buen momento para orar. Por otra parte, considerando sus intenciones, le pareció inadecuado orar. Una pelota salió rodando por la acera a un metro frente a él. Miró la casa a su derecha y vio a un muchacho, quizás de un metro de estatura, observándolo con ojos cafés bien abiertos. Un hombre corpulento sin camisa, cubierto de tatuajes, calvo y con perilla negra, se paró en la entrada detrás del muchacho, mirándolo bajo unas cejas pobladas. Kevin recogió la pelota y la lanzó torpemente de vuelta al verde pasto.
– ¿Estás perdido? -inquirió el hombre.
¿Era tan obvio?
– No -contestó él alejándose.
– Me parece que estás perdido, muchacho.
De repente Kevin estaba demasiado aterrado para contestar. Siguió su camino, sin atreverse a mirar hacia atrás. El hombre se inclinó, pero no hizo ningún otro comentario. Media cuadra después Kevin regresó a mirar. El hombre había entrado a su casa.
Bueno, eso no estaba tan mal. Adelante, muchacho. Kevin el jugador.
Kevin el idiota. Aquí estaba él, deambulando por un vecindario extraño, fingiendo tener una idea, maquinando planes insustanciales, mientras el verdadero juego esperaba a su jugador estrella a treinta kilómetros al sur. ¿Y si Slater hubiera llamado en las últimas dos horas? ¿Y si hubiera llamado a Jennifer o a la policía con la próxima amenaza? ¿Y si al despertar Sam y averiguar que él había desaparecido hubiera encendido el teléfono y recibido una llamada?
Kevin se detuvo. ¿Qué demonios creía que estaba haciendo? Sam. Sam tenía una pistola. Nunca se la había mostrado, pero él sabía que la llevaba en la cartera. ¿Por qué no agarrar la pistola de ella? ¿Y qué iba ella a hacer, meterlo a la cárcel por…?
– Perdón.
Kevin giró. El hombre de la entrada estaba a dos metros de distancia. Se había puesto una camiseta blanca que apenas contenía sus sobresalientes hombros.
– Te hice una pregunta.
– Yo… yo no estoy perdido -balbuceó Kevin con el corazón palpitándole fuertemente.
– No te creo. Yo veo un afeminado de Wall Street caminando por la acera a las diez de la mañana y sé que está perdido. ¿Estás tratando de conseguir droga?
– ¿Conseguir droga? No. Dios, no.
– ¿Dios? -aclaró el hombre sonriendo y saboreando la palabra-. Dios, no. ¿Qué estás haciendo entonces tan lejos de casa?
– Estoy… paseando.
– ¿Te parece esto Central Park? Ni siquiera es el estado correcto, muchacho. Yo te puedo conectar.
Un frío sudor le corrió a Kevin por la espalda. Pregúntale. Simplemente pregúntale.
– En realidad -contestó, mirando alrededor-, estoy buscando un arma.
Las cejas del hombre se arquearon.
– ¿Y crees que aquí las armas crecen en árboles, no es así?
– No.
– ¿Eres policía? -preguntó el hombre, analizándolo.
– ¿Parezco un policía?
– Pareces un tonto. ¿Hay alguna diferencia? ¿Qué clase de idiota camina por un vecindario extraño buscando un arma?
– Lo siento. Probablemente debería irme.
– Eso creo.
El hombre estaba obstaculizando la acera, por lo que Kevin se bajó a la calle. Alcanzó a dar tres pasos antes que el hombre volviera a hablar.
– ¿Cuánto tienes?
– Cuatrocientos dólares -contestó Kevin deteniéndose y volviéndose hacia el hombre.
– Déjame verlos.
¿Y si el hombre le robaba? Demasiado tarde ya. Sacó su billetera y la abrió.
– Sígueme -ordenó volviéndose y dirigiéndose de nuevo hacia su casa sin comprobar si Kevin lo seguía.
El lo siguió. Como un cachorro. ¿Cuántas miradas indiscretas observaban al imbécil de Wall Street caminando avergonzado detrás de Cachetón?
Siguió al hombre hasta el porche.
– Espera aquí -dictaminó, dejando a Kevin con las manos en los bolsillos.
Treinta segundos después regresó con algo envuelto en una vieja camiseta blanca.
– Dame el dinero.
– ¿Qué es?
– Es una treinta y ocho. Limpia y cargada -informó Cachetón mirando calle arriba-. Vale seis, pero es tu día de suerte. Necesito el efectivo.
Kevin sacó su billetera con mano temblorosa y le pasó el contenido al hombre. El tomó el fajo. ¿Dónde iba a ponerla? No podía simplemente caminar por la calle con un paquete que tenía pistola escrito por todas partes. Empezó a meterla por el pantalón… demasiado voluminosa.
El hombre terminó de hojear los billetes y vio el dilema de Kevin.
– Muchacho, eres un caso, ¿verdad? ¿Qué vas a hacer, asaltar a tu perro? Dame la camiseta.
Kevin desenvolvió una brillante pistola plateada con empuñadura negra. Agarró el extremo con las yemas de los dedos y le pasó la camiseta al hombre, quien miró la pistola y sonrió con suficiencia.
– ¿Qué crees que tienes ahí? ¿Un pastelito? Agárrala como un hombre.
Kevin ajustó la pistola en la palma de la mano.
– En tu cinturón. Ponle la camisa encima.
Kevin metió el frío cañón de acero hasta pasar el ombligo y lo cubrió con la camisa. Aún le pareció demasiado evidente.
– Mete la panza. Por otros cien te mostraré cómo apretar el gatillo -informó riendo burlonamente.
– No gracias.
Kevin se volvió y regresó a la acera. Tenía una pistola. Aún no tenía idea de qué demonios iba a hacer con ella. Pero la tenía. Quizás ahora estaría bien orar.
Dios, ayúdame.
Calle Baker. Era la tercera vez en dos días que Jennifer había manejado por la estrecha calle debajo de los olmos. La bodega donde habían encontrado la sangre no se podía ver desde la calzada… estaba en la segunda fila de edificaciones. Imaginó a un joven corriendo por la calle hacia el grupo de bodegas con un matón pisándole los talones. Kevin y el muchacho.
– ¿Qué hay aquí que quieres ocultar, Kevin? -murmuró ella-. ¿Eh?
La casa blanca surgió a la izquierda, inmaculada, con el brillante Plymouth beige en su entrada.
– ¿Qué te hizo Balinda?
Jennifer estacionó el auto en la calle y caminó hasta el porche. Una ligera brisa susurraba a través de las hojas. El césped parecía recién cortado con los bordes recortados. No notó hasta que subió al porche que las rosas rojas del parterre eran de imitación. En realidad lo eran todas las flores. Parecía que tía Balinda era una persona muy ordenada con los defectos naturales de la naturaleza. Todo alrededor de la casa tenía un acabado perfecto.
Ella tocó el timbre y retrocedió un paso. Una cortina a su izquierda se abrió; apareció un hombre de mediana edad con el cabello cortado al rape. Bob. El primo mayor, retrasado, de Kevin. El rostro miró, sonrió y desapareció. Luego nada.
Jennifer volvió a tocar el timbre. ¿Qué estaban haciendo allá adentro? Bob la había visto…
La puerta chirrió y se llenó con una cara vieja, pintada en exceso, y torcida.
– ¿Qué quiere?
– Agente Peters, FBI -contestó Jennifer abriendo su placa con un suave movimiento-. Me pregunto si podría entrar y hacerle unas cuantas preguntas.
– De ninguna manera.
– Solo unas cuantas…
– ¿Tiene usted una orden de registro?
– No. No creí necesitarla.
– Todos cometemos equivocaciones, querida. Regresa con una orden de registro -señaló la mujer y empezó a cerrar la puerta.
– Usted debe de ser Balinda, ¿me equivoco?
Ella se volvió.
– Sí. ¿Y qué?
– Regresaré, Balinda, y vendré con la policía. Revolveremos todo el lugar. ¿Es eso lo que desea?
Balinda titubeó. Sus pestañas se agitaron varias veces. Lápiz labial color rubí le refulgía en los labios, como masilla brillante. Olía a exceso de talco.
– ¿Qué quiere? -volvió a preguntar Balinda.
– Ya le dije. Solo unas preguntas.
– Entonces hágalas -declaró sin moverse de la puerta.
La mujer estaba rogando que se ocuparan adecuadamente de ella.
– No creo que usted me comprenda. Cuando regrese en una hora traeré media docena de uniformados. Tendremos pistolas y micrófonos. La desnudaremos y la registraremos si tenemos que hacerlo.
Balinda solo miraba.
– O puede dejarme entrar ahora, solo a mí. ¿Es usted consciente de que su hijo Kevin está en problemas?
– No me sorprende. Le advertí que terminaría metiéndose en problemas si se iba.
– Bueno, parece que su advertencia tenía algún sentido.
La mujer no se movió.
– Está bien -comentó Jennifer asintiendo y dando un paso atrás-. Volveré.
– ¿No tocará nada?
– Nada de nada -prometió levantando ambas manos.
– Bueno. Pero no me gusta que la gente invada nuestra privacidad, ¿entiende?
– Entiendo.
Balinda entró y Jennifer empujó la puerta hasta abrirla por completo. Una sola mirada al interior débilmente iluminado de la casa arrasó con cualquier valoración racional.
La agente se vio dentro de un corredor, si se le podía llamar así, formado por montones de periódicos que subían casi hasta el techo, dejando un pasadizo apenas suficiente para que un hombre delgado pasara sin mancharse los hombros con tinta de periódico. Dos rostros la miraban desde el fondo del improvisado pasillo -el de Bob y el de otro hombre- los dos estiraban el cuello para ver.
Jennifer dio un paso adelante y cerró la puerta detrás de ella. Balinda cuchicheó con urgencia a los dos hombres y ellos retrocedieron como ratones. La alfombra gris estaba raída hasta dejar ver la madera del suelo. El borde de un periódico a la derecha de Jennifer sobresalía lo suficiente para que ella leyera el encabezado. London Herald. 24 de junio de 1972. Más de treinta años.
– Haga sus preguntas -enunció bruscamente Balinda desde el fondo del pasillo.
Jennifer caminó hacia ella, con la cabeza dándole vueltas. ¿Por qué apilaban todos estos periódicos en montones altos y ordenados? Esta muestra daba a la excentricidad todo un nuevo significado. ¿Qué clase de mujer haría esto?
Tía Balinda usaba vestido blanco, tacones altos y tantas alhajas de fantasía como para hundir un acorazado. Detrás de ella, iluminado por una ventana por la que se veía un sucio patio, estaba Eugene en botas de montar y lo que parecía ser un uniforme de jockey. Bob usaba pantalones escoceses bombachos que dejaban ver las partes superiores de las medias hasta las rodillas. Una camisa polo le abrazaba su delgado esqueleto.
El pasillo la llevó a lo que parecía ser la sala, cuyas dimensiones también se habían visto alteradas por pilas de periódico desde el suelo hasta el techo. Los periódicos alternaban con libros y revistas y de vez en cuando una caja. Una abertura de treinta centímetros de ancho entre dos de las pilas dejaba entrar luz por lo que una vez fue una ventana. A pesar del lío, la sala tenía un orden, como el nido de un ave. Las pilas tenían varias filas de profundidad, que permitían suficiente espacio a los antiguos muebles victorianos puestos entre montículos más pequeños de papel en medio del piso. Estos parecían estar en proceso de ser clasificados.
A la derecha de Jennifer había una pequeña mesa de cocina con platos apilados, algunos limpios y la mayoría sucios. Sobre una silla había una colección de empaques vacíos de comida por televisión. Las cajas habían sido cortadas con unas tijeras de mango azul que reposaban sobre la caja superior.
– ¿Va a hacer sus preguntas?
– Lo… lo siento, solo que no me esperaba esto. ¿Qué están haciendo aquí?
– Vivimos aquí. ¿Qué cree que estamos haciendo?
– Les gustan los periódicos.
Ella vio que no eran periódicos completos sino secciones y recortes, clasificados según temas por letreros fijados a los montones. Personas. Mundo. Alimentos. Juegos. Religión.
Bob se apartó de donde se había arrinconado en la cocina.
– ¿Le gusta jugar?
Sostenía en la mano un antiguo juego electrónico, un modelo monocromático con el que parecía que se podía jugar ping-pong, con mucha persuasión.
– Esta es mi computadora.
– Silencio, Bobby -exclamó Balinda-. Vete a tu cuarto y lee tus libros.
– Es una computadora de verdad.
– Estoy segura que a la dama no le interesa. Ella no es de nuestro mundo. Vete a tu cuarto.
– Ella es hermosa, mamá.
– ¡Ella es un perro! ¿Te gusta el pelo de perro, Bobby? Si juegas con ella te dejará pelo de perro por todas partes. ¿Es eso lo que quieres?
– El perro desapareció -objetó Bob con los ojos completamente abiertos.
– Sí, ella se irá. Vete ahora a tu cuarto y duerme.
El muchacho empezó a alejarse.
– ¿Cómo se dice? -preguntó Eugene.
Bob se volvió e inclinó la cabeza ante Balinda.
– Gracias, Princesa -dijo, mostró una sonrisa, salió corriendo por la cocina, y se fue arrastrando los pies por otro corredor, este con montones de libros.
– Lo siento, pero usted sabe cómo son los niños -habló Balinda-. La mente llena de sensiblerías. Solo entienden ciertas cosas.
– ¿Le importa si nos sentamos?
– Eugene, tráele una silla a nuestra invitada.
– Sí, Princesa.
Agarró dos sillas de la mesa, puso una al lado de Jennifer y sostuvo la otra para que Balinda se sentara. Cuando lo hizo, inclinó la cabeza con el respeto de un mayordomo del siglo dieciocho. Jennifer miró fijamente Habían creado un mundo de sus periódicos y de todas estas ceremonias… conformado para que se ajustase a sus vidas.
– Gracias.
– De nada, señora -contestó Eugene, haciendo otra reverencia.
Se sabía de adultos que crean sus propias realidades y luego las protegen; la mayoría de personas se aferran a alguna clase de ilusión, sea que la encuentren en la extensión de un entretenimiento, una religión, o simplemente un propio estilo de vida difundido. Las líneas entre la realidad y la fantasía se hacen borrosas en algún nivel para todo ser humano, pero este… este con seguridad era un caso de estudio.
Jennifer decidió entrar al mundo de ellos. Donde fueres…
– Ustedes han creado aquí su propio mundo, ¿verdad? Ingenioso -comentó mirando alrededor.
Más allá de la sala había otra puerta, que tal vez conducía al cuarto principal. A lo largo de una pared había un pasamanos de escaleras. El mismo Times dominical que Jennifer había leído antes estaba desplegado sobre la mesa de café. La noticia de primera plana, un artículo sobre George W. Bush, estaba nítidamente cortado. La foto de Bush estaba en el fondo de una caja desechada. Una pila de sesenta centímetros estaba intacta al lado del Times, con el Miami Herald encima. ¿Cuántos periódicos recibían cada día?
– Ustedes recortan lo que no les gusta y conservan lo demás -observo Jennifer; luego se volvió a Balinda-. ¿Qué hacen con los recortes?
La anciana no estaba segura de qué pensar del cambio repentino en Jennifer.
– ¿Qué recortes?
– Los que no les gustan.
Ella supo con una mirada a Eugene que había imaginado correctamente. El hombre devolvió nerviosamente la mirada a su princesa.
– ¡Qué brillante idea! -exclamó Jennifer-. Ustedes crean su propio mundo recortando solamente las historias que se ajustan a su mundo idílico y luego desechan el resto.
Balinda estaba sin saber qué decir.
– ¿Quién es el presidente, Eugene?
– Eisenhower -contestó el hombre sin vacilar.
– Por supuesto que Eisenhower. Ninguno de los otros es digno de ser presidente. Cualquier noticia de Reagan, los Bush o Clinton simplemente se elimina.
– No sea tonta -objetó Balinda-. Todo el mundo sabe que Eisenhower es nuestro presidente. No secundamos a los aspirantes.
– ¿Y quién ganó la serie mundial este año, Eugene?
– El béisbol ya no se juega más.
– No, desde luego que no. Pregunta capciosa. ¿Qué hacen ustedes con todas las historias de béisbol?
– El béisbol ya no se juega…
– ¡Cállate, Eugene! -exclamó bruscamente Balinda-. ¡No repitas como un idiota en presencia de una dama! Vete a cortar algo.
– ¡Sí, señor! -contestó él saludando y poniéndose en posición de firmes.
– ¿Señor? ¿Qué te pasa? ¿Estás perdiendo la razón solo porque tenemos una visita? ¿Te parezco un general?
– Perdóneme, mi princesa -contestó él bajando la mano-. Quizás debería procurar un poco de ahorro recortando algunos cupones. Me encantaría llevar el carruaje a la tienda por pertrechos tan pronto como sea posible.
Ella lo miró. El dio media vuelta y se dirigió al montón de periódicos frescos.
– No le haga caso -pidió Balinda-. Se pone un poco extraño cuando está emocionado.
Jennifer miró por la ventana. Un hilo delgado de humo ascendía de un tonel. El patio estaba negro…
¡Los queman! Cualquier cosa que no calzara nítidamente dentro del mundo deseado de Balinda se hacía humo. Historias de periódicos, libros, hasta fotos en cajas de comida. Ella buscó con la mirada un televisor; en la sala había uno antiguo y polvoriento en blanco y negro.
Jennifer se levantó y caminó hacia allí.
– Hay que reconocérselo, Balinda; usted se lleva la palma.
– Hacemos lo que tenemos derecho de hacer en la privacidad de nuestro hogar -contestó ella.
– Por supuesto. Ustedes tienen todo el derecho. Francamente, se necesitaría una tremenda fortaleza y determinación para mantener el mundo que ha logrado levantar a su alrededor.
– Gracias. Le hemos dedicado nuestras vidas. Es necesario encontrar un camino en este mundo caótico.
– Puedo verlo.
Se movió tranquilamente por la sala y observó sobre el pasamanos. Las escaleras estaban llenas de resmas de periódicos viejos.
– ¿Adonde lleva esto?
– Al sótano. Ya no lo usamos. No lo hemos usado en mucho tiempo.
– ¿Cuánto tiempo?
– Treinta años. Quizás más. Asustó a Bob, así que lo cerramos con clavos.
Jennifer se volvió hacia el corredor por donde había desaparecido Bob. El cuarto de Kevin estaba en alguna parte allá abajo, oculto detrás de montones de libros -probablemente recortados- y revistas. Ella se fue por el pasillo.
– Bueno, espere un momento -advirtió Balinda poniéndose de pie-. Dónde…
– Solo quiero ver, Balinda. Solo quiero ver cómo lo ha organizado.
– Dijo preguntas. Y está caminando, no hablando.
– No tocaré nada. Eso es lo que dije. Y no lo haré.
Jennifer pasó un baño a su derecha, atestado y mugriento. El corredor terminaba en las puertas de dos cuartos. La de la derecha estaba cerrada… presumiblemente el cuarto de Bob. En la puerta de la derecha se veía una rendija. La empujó. En una esquina había una cama, con recortes sueltos de libros infantiles esparcidos. Había cientos de libros recostados contra una pared… la mitad de ellos con las cubiertas arrancadas, alteradas o recortadas para cumplir con la aprobación de Balinda. Una pequeña ventana con una persiana bajada daba al patio trasero.
– ¿El cuarto de Kevin? -inquirió ella.
– Hasta que nos abandonó. Le advertí que si se iba acabaría metido en problemas. Traté de advertirle.
– ¿Alguna vez ha querido saber en qué clase de problema está?
– Lo que sucede fuera de esta casa no es mi problema -contestó Balinda girando-. Le dije que no tuviera nada que ver con la serpiente. Sss, sss, sss. Allá afuera todo son mentiras, mentiras, mentiras. Ellos dicen que venimos de los monos. Todos ustedes son tontos.
– Tiene razón, el mundo está lleno de tontos. Pero le puedo asegurar que Kevin no es uno de ellos.
Los ojos de Balinda resplandecieron.
– Ah, él no lo es, ¿o sí? ¡El siempre fue demasiado listo para nosotros! Bob era el bobo y Kevin era el mismo Dios, ¡que vino a iluminar al resto de nosotros pobres idiotas! -exclamó respirando por los orificios nasales.
Jennifer había dado en la tecla de la vieja arpía. El sobrino adoptado no era retardado como el hijo propio, y a Balinda le había ofendido esa realidad.
Tragó saliva y fue hasta la ventana, que estaba sujeta con un tornillo. ¿Qué clase de madre criaría a un muchacho en un ambiente así? Le vino, con una nueva comprensión, el recuerdo de Kevin llorando al pasar ayer por la casa. Querido Kevin, ¿qué te hizo ella? ¿Quién era el muchachito que vivía en este cuarto? El tornillo estaba suelto en su agujero.
Balinda siguió la mirada de Jennifer.
– El solía salir a gatas por esa ventana. No sabía que yo estaba enterada pero lo estaba. Nada sucede alrededor de aquí sin que yo lo sepa.
Jennifer giró y rozó a Balinda al pasar. Le recorrió náusea por el estómago. Quizás de una forma distorsionada Balinda había criado a Kevin con nobles intenciones. Lo había protegido de un mundo terrible lleno de maldad y muerte. ¿Pero a qué precio?
Toma las cosas con más calma, Jennifer. No sabes lo que sucedió aquí. Ni siquiera sabes que este no fuera un ambiente maravilloso en el cual criar a un niño.
Volvió a la sala y se tranquilizó.
– Yo sabía que él se escabullía -expresó Balinda-. Pero simplemente no lo podía detener. No sin golpearlo con ira. Nunca creí en esa clase de disciplina. Es probable que haya sido una equivocación. Vea adonde ha llegado. Quizás debí haberle pegado.
– ¿Qué clase de disciplina utilizaba usted? -preguntó Jennifer tomando un profundo aliento.
– Uno no necesita disciplina cuando su casa está en orden. La vida es disciplina de sobra. Todo lo demás es una admisión de debilidad -expresó ella con el pecho hinchado, orgullosa-. Aíslelos con la verdad y brillarán como las estrellas.
La revelación llegó como un bálsamo helado. Miró alrededor. Así que la educación de Kevin había sido extraña y distorsionada, pero quizás no terrible.
– Un hombre ha estado amenazando a Kevin -informó Jennifer-Creemos que es alguien que su hijo…
– Él es mi sobrino.
– Lo siento. Sobrino. Alguien que Kevin pudo haber conocido cuando tenía diez u once años. Un muchacho que lo amenazaba. Él peleó con este muchacho. Tal vez usted recuerde algo que nos ayude a identificarlo.
– Debió de haber sido aquella vez en que vino a casa todo ensangrentado. Lo recuerdo bien. Sí, lo encontré en cama en la mañana y tenía la nariz hecha un desastre. No quiso hablar del asunto, pero me di cuenta de que había estado afuera. Yo lo sabía todo.
– ¿Qué clase de amigos tenía Kevin a esa edad?
– Su familia eran sus amistades -contestó Balinda titubeando-. Bob era su amigo.
– Pero debió de haber tenido otros amigos en el vecindario. ¿Qué hay de Samantha?
– ¿Esa tonta? Ellos se escurrían por los alrededores. Creían que yo no lo sabía. A él se le escapó algunas veces. ¡Quizás fue ella la primera que lo arruinó! No, tratamos de convencerlo de no mantener amistades fuera de la casa. Este es un mundo malo. ¡Uno no debe permitir que sus hijos jueguen con nadie!
– ¿No conocía usted a ninguna de sus amistades?
Balinda la miró por un buen rato y luego se dirigió a la puerta.
– Está empezando a repetir sus preguntas. No creo que podamos ayudarle más de lo que ya hicimos -decidió, y abrió la puerta.
Jennifer echó una última mirada alrededor de la casa. Se compadeció del pobre muchacho que se crió en este mundo distorsionado. Entraría al mundo real… ingenuo.
Como Kevin.
Pero probablemente Balinda tenía razón. No había nada más que averiguar aquí.