Lunes
6:37 de la tarde
QUIÉN AMA LO QUE VE, pero odia lo que ama? -preguntó el Dr. Francis-. Cada hombre, cada mujer, cada niño que entra en la edad de ser responsable.
– A él le gusta el helado, pero odia la grasa que se le acumula en la cintura -concordó Jennifer.
– Sí. Ella ama al hombre equivocado, pero odia lo que él significa en su vida. El dilema se remonta a Eva y al fruto en el jardín. Pecado.
– No veo cómo nos ayuda eso -comentó Jennifer-. La referencia tiene que ser personal, algo que solo Sam o Kevin podrían saber. Algo que ellos tres supieron cuando eran niños.
– ¿Tres niños? ¿O dos? Sam y Kevin, ¿quién tenía el alter ego… el muchacho? -inquirió el Dr. Francis mientras se sentaba en una silla reclinable de cuero y se inclinaba hacia delante-. Cuénteme todo. Desde el principio. El tiempo pasa.
Él escuchó, los ojos le chispeaban, y solo delataba su ansiedad por los aprietos de Kevin con un ocasional fruncimiento de ceño. En muchos sentidos Jennifer le recordaba a Kevin, íntegra hasta los huesos y muy inteligente. Era la primera vez en los últimos cuatro días que ella se había expresado en voz alta y con tantas minucias con alguien que no fuera Galager. La primera llamada, la bomba en el auto, la segunda llamada con respecto a la perrera. Luego el autobús, la huida de Kevin con Sam a Palos Verdes, la bodega, la biblioteca, el secuestro, y ahora esta amenaza de muerte.
Jennifer lo contó todo de una vez, interrumpiéndose solo por las insistencias del Dr. Francis en más detalles. El era un pensador, entre los mejores, y parecía que le gustaba actuar de detective. Como a la mayoría de personas. Sus preguntas eran perspicaces. ¿Cómo sabe usted que Kevin estaba dentro de la casa cuando se hizo la segunda llamada? ¿Existe alguna manera de interceptar una señal láser? Todas las preguntas ayudaban a pensar que Kevin podría ser lógicamente Slater.
Veinte minutos y Sam aún no había llamado. Jennifer se puso de pie y caminó de un lado al otro, con la mano en la barbilla.
– No puedo creer que haya pasado esto. Kevin está allá afuera en alguna parte en la oscuridad con un demente, y nosotros estamos… -Jennifer hizo una pausa y se pasó la mano por el cabello-. Así ha sido desde que llegué aquí. Slater siempre está un paso adelante, y nosotros estamos correteando como un montón de micos de juguete.
– Usted me recuerda a Kevin cuando hace eso.
El estaba mirándole las manos, aún en el cabello.
– Así que ahora también soy Kevin -asintió Jennifer sentándose en el sofá y suspirando.
– Difícilmente -se burló él-. Pero estoy de acuerdo en que la pregunta principal es quién, no qué. ¿Quién es Kevin? En realidad.
– ¿Y?
El Dr. Francis se inclinó hacia delante.
– Trastorno de personalidad múltiple. En esta época se refiere a un trastorno de disociación de identidad, ¿no es así? Donde dos o más personalidades habitan en un solo cuerpo. Como usted sabe, no todo el mundo reconoce algo así. Algunos espiritualizan el fenómeno… posesión demoníaca. Otros lo descartan rotundamente o creen que es algo muy común, incluso un don.
– ¿Y usted?
– Aunque creo en fuerzas espirituales y hasta en posesión demoníaca, puedo asegurarle que Kevin no está poseído. He pasado muchas horas con el muchacho, y mi propio espíritu no es tan insensible. La realidad es que todos experimentamos algún nivel de disociación, más aún con la edad. De repente olvidamos por qué entramos al baño. O tenemos una extraña sensación de haber estado antes en algún sitio. Imaginaciones, hipnosis directa, incluso meterse en un libro o una película. Todas esas formas de disociación que son totalmente naturales.
– Muy diferente de la forma de disociación que se necesitaría para que Kevin fuera Slater -opinó Jennifer-. Como usted dijo, ha pasado tiempo con él, y yo también. Kevin no tiene ni rastro de Slater en él. Si las dos personalidades comparten el mismo cuerpo, son totalmente inconscientes una de la otra.
– Si. Esa es la palabra operativa aquí. Si Kevin también es Slater. Francamente, tiene más sentido su teoría de que Slater estaría incriminando a Kevin. Pero… -el Dr. Francis hizo una pausa, se puso de pie, caminó hasta la chimenea y volvió-. Pero supongamos por un momento que Kevin es Slater. Que hubiera un niño, un muchacho, quien desde muy joven fue separado del mundo real.
– Kevin.
– Sí. ¿Qué podría aprender ese niño?
– Aprendería cualquier cosa que le enseñaran sus alrededores: el ambiente que pudiera tocar, saborear, oír, oler, ver. Si estuviera solo en una isla habría creído que el mundo era un pedazo pequeño de tierra flotando en el agua, y se preguntaría por qué no tiene pelaje como el resto de sus compañeros de juego. Como Tarzán.
– Sí, pero nuestro niño no creció en una isla sino en un mundo de realidades cambiantes; un mundo en que las realidades solo son en verdad trozos cortados de papel. No hay absolutos. No hay mal y, por extensión, no hay bien. Todo es aparente, y únicamente es real lo que usted decide que es real. La vida es solo una sarta de aventuras actuadas.
El Dr. Francis levantó la mano hasta la barba y mesó ligeramente los pelos canosos.
– Pero hay un absoluto. Existe el bien y existe el mal. El muchacho siente un vacío en el alma. Anhela comprender esos absolutos: bien y mal. Lo han maltratado mentalmente en las maneras más agobiantes, haciendo que su mente se separe en realidades disociadas. Se convierte en un maestro de la actuación y finalmente, cuando tiene suficiente edad para entender el mal, crea subconscientemente una personalidad que representa la otra parte; porque eso es lo que ha aprendido a hacer.
– El muchacho. Slater.
– Una personificación andante y viva de la naturaleza dual del hombre. Las naturalezas del hombre podrían estar representándose a través de las personalidades que él ha creado. Esto se deduce, ¿verdad?
– Suponiendo que un hombre tenga más de una naturaleza. También podría ser una simple fisura… disociación común.
– El hombre tiene más de una naturaleza -continuó el profesor-. La «vieja naturaleza», que es nuestra carne, y la huella dactilar de Dios, el bien.
– ¿Y para aquellos que no necesariamente creemos en el espíritu de Dios? ¿Los que no somos religiosos?
– Las naturalezas internas de un individuo no tienen nada que ver con religión. Son espirituales, no religiosas. Dos naturalezas en lucha. El bien y el mal. Son lo bueno que deberíamos hacer pero que no hacemos, y son lo que no deberíamos hacer, pero lo hacemos. El apóstol Pablo. Romanos capítulo siete. Creo que la capacidad para el bien y el mal aún está dentro de toda persona desde que nace. El espíritu de Dios puede regenerar al hombre, pero es del espíritu humano del que estoy hablando aquí. No de una naturaleza separada, aunque yo diría que la lucha entre el bien y el mal es desastrosa sin la intervención divina. Quizás se refiera usted a eso cuando habla de «religiosos», aunque en realidad la religión también tiene poco que ver con la intervención divina.
Él ofreció una rápida sonrisa. Por segunda vez en esos días estaba tentándola a que descubriera la fe de él. Sin embargo, ahora ella no tenía tiempo.
– Así que usted cree que Kevin, cuando era niño, simplemente luchaba porque tuviera sentido el conflicto de su interior, entre lo básico del bien y el mal. El trató con eso del modo en que aprendió a tratar con toda realidad. Crea papeles para cada persona y los representa sin saber que está haciéndolo.
– Sí, eso es exactamente lo que estoy pensando -contestó el profesor, levantándose y yendo hacia la derecha-. Es posible. Totalmente posible. Ni siquiera podría ser el clásico trastorno de disociación de identidad. Se podría tratar de trastorno de estrés postraumático, el cual es aun más probable para esta clase de actuación inconsciente de roles.
– Suponiendo que Kevin sea Slater.
– Sí, suponiendo que Kevin sea Slater.
Sam se concentró en el diario de Kevin, buscando con desesperación una clave para la adivinanza. ¿Quién ama lo que ve, pero odia lo que ama? Como no se le ocurrió respuesta, se puso a hojearle las notas de clases.
La respuesta más obvia era la humanidad, desde luego. La humanidad mira, ve y ama, y luego odia. La historia de la humanidad en una frase. No tanto como el «pienso, luego existo» de Descartes, pero bastante evidente.
¿Quién ama lo que ve, pero odia lo que ama? ¿Quién, quién? ¿Slater? Slater era ese quién. A pesar de la teoría de Jennifer, Kevin tenía que ser Slater. De ser así, Slater era el que odiaba de los dos.
Sam suspiró. Algo común a los tres provocaba esta adivinanza. ¿Pero qué? Ella solo tenía dos horas para ganar este juego demente. Y aunque los encontrara, estaba claro que Slater no los dejaría ir a todos. Alguien moriría en las próximas dos horas. Kevin la salvó una vez del asesino; arriesgó su vida. Ahora era el turno de ella.
Las 6:59. Y esta adivinanza solo era la primera clave.
Sam masculló entre sus apretados dientes.
– ¡Vamos, Kevin! Dime algo.
– Entonces Slater es el muchacho que acechaba a Sam, pero en realidad es el alter ego maligno de Kevin -opinó Jennifer.
– Y a Kevin no le gusta el chico malo, así que lo mata -añadió el profesor.
– ¿Pero no es eso malo? ¿Matar?
– Dios mató a algunos hombres en su época. Lea el Antiguo Testamento. Kevin trata de matar al muchacho porque este amenaza con matar a su amiga de la infancia.
– Pero el muchacho es en realidad Kevin. ¿Habría Kevin por tanto matado a Samantha si no hubiera tratado con el muchacho?
– Imagíneselo… una personalidad que encarna únicamente el mal sena como un monstruo. Slater, el mal en Kevin, ve que Samantha prefirió a Kevin por sobre él. Slater decide que debe matar a Sam.
– Y ahora ese monstruo revive y acecha a Kevin -amplía Jennifer-. Según esta perspectiva suya.
– Ese monstruo nunca murió. Eso requeriría que Kevin fuera capaz de hacerlo por su cuenta. Muerte del viejo yo -expresó el Dr. Francis, hizo una pausa y luego continuó-. Al madurar, Kevin reconoció la locura de Balinda, pero no reconoció su propia naturaleza dual. No obstante, salió triunfalmente de su pasado, dejó la casa y abrazó el mundo real.
– Hasta que los tres meses de seminario y las discusiones de su única obsesión, las naturalezas del hombre, finalmente volvieron a sacar a Slater a la superficie -concluyó Jennifer.
– Es posible -concordó el profesor arqueando una ceja.
Como teoría clínica, las posibilidades eran interesantes, pero Jennifer estaba teniendo dificultades para aceptarlas como una realidad. En el estudio de la mente abundaban las teorías: parecía surgir una nueva cada mes. Esta era una teoría. Y el tiempo pasaba mientras posiblemente el verdadero Kevin estaba sentado a punta de pistola ante Slater, orando con desesperación por que alguien cruzara las puertas y lo salvase.
– ¿Pero y el juego? ¿Por qué las adivinanzas?
– No lo sé -reconoció él, sus ojos le brillaron juguetonamente-. Quizás todo el asunto fue en realidad idea de Kevin.
– No comprendo.
– El mal sobrevive solo en la oscuridad. Esto tampoco es religioso, por cierto. La manera más sencilla de tratar con el mal es obligarlo a la luz de la verdad. Exponer su secreto. El sol sobre el vampiro. El pecado se desarrolla con fuerza en la mazmorra, pero se marchita muy rápidamente al ponerlo al descubierto para que todos lo vean. En realidad esa era una de las mayores quejas de Kevin respecto de la iglesia. Que todo el mundo esconde su mal. Su pecado. Pastores, diáconos, obispos… ellos perpetúan la misma naturaleza que están destruyendo, encubriéndola. Solo se permitió la confesión, pero en secreto.
– Ahora usted parece un escéptico.
– Soy escéptico de los sistemas religiosos, no de la fe. Algún día estaré encantado de analizar con usted la diferencia.
– ¿Cómo implica esto que las adivinanzas sean idea de Kevin?
– Quizás de modo subconsciente Kevin sabe que Slater aún acecha. ¿Qué mejor manera de destruirlo que sacarlo a la luz? Kevin no le estaría dejando salida a Slater, obligándolo a revelarse. ¡Ja! Se lo digo, ¡Kevin es tan auténtico que puede concebir un plan como ese! Slater cree tener a Kevin donde lo quiere obligándolo a confesar, cuando es la misma confesión la que destruirá a Slater, ¡no a Kevin! Es como la cruz de nuevo.
– Ya puedo oír el juicio -comentó Jennifer sobándose las sienes-. Todo esto implica que Slater no está tendiendo una trampa a Kevin.
– Sí. Pero de igual modo hemos reconstruido el esquema de Kevin. Al menos la lógica de este esquema -juzgó el Dr. Francis sentándose y mirándola, entrelazando los dedos en forma de tienda de indios-. ¡Válgame Dios! Usted vino aquí para averiguar quién es en realidad Kevin. Creo que acabo de encontrarlo, querida.
– Dígame, ¿quién es Kevin?
– Kevin es todo hombre; y mujer. Él es usted; él soy yo; él es la mujer que usa sombrero amarillo y se sienta en la tercera fila todos los domingos. Kevin encarna la personificación de las naturalezas de la humanidad.
– Por favor, usted no puede querer decir que todo el mundo es un Slater.
– No, solo aquellos que hacen lo que Slater hace. Solo quienes odian. ¿Odia usted, Jennifer? ¿Chismea?
¿Quién ama lo que ve, pero odia lo que ama? Sam descubrió su simplicidad mientras andaba de un lado al otro por la sala de Kevin, mirando los pósteres de viaje. Las ventanas al mundo. ¡No era quién sino lo que ha visto! ¿A quién había visto? Slater la había visto y la deseaba. ¿Pero dónde la había visto?
La ventana. ¡La ventana de Sam! El muchacho. Slater la había observado desde la ventana, y había visto lo que quería con desesperación pero no podía tener.
Y él la odiaba.
¡La respuesta a la adivinanza era la ventana de ella!
Sam se quedó quieta, pasmada, luego corrió hacia su auto. Encendió el motor y se fue rugiendo por la calle. Eran las 7:23.
Sam pulsó el número de celular de Jennifer.
– Soy…
– ¡Creo que lo tengo! ¡Voy para allá!
– ¿Qué es? -exigió saber Jennifer.
Sam titubeó.
– Esto es cosa mía…
– Solo dime dónde, ¡por amor de Dios! Sé que es cosa tuya, ¡pero aquí se está acabando el tiempo!
– La ventana.
– ¿La ventana de Kevin?
– Mi ventana. Allí es donde Slater me vio. Allí es donde me odió -indicó Sam mirando por el espejo retrovisor; despejado-. Necesito más tiempo, Jennifer. Si Slater llega a tener indicio de que hay alguien más fisgoneando en esto, podría apretar el gatillo. Lo sabes.
No hubo respuesta.
– Por favor, Jennifer, no hay alternativa.
– Podríamos tener una docena de las mejores mentes en esto.
– Entonces consíguelas. Pero a nadie de la investigación y, sin duda alguna, nadie de la localidad. No podemos arriesgar una filtración. Además, nadie va a conocer estas adivinanzas como yo. Esto trata de mí.
Silencio.
– Jennifer…
– Apúrate, Samantha.
– Voy a cien kilómetros por hora en una vía de cincuenta y cinco -concluyó Sam y colgó.
Espera, Kevin. No hagas algo estúpido. Espérame. Estoy en camino. Juro que estoy en camino.