SAMANTHA ESTABA CANSADA. El pakistaní había insistido en que se reunieran en un restaurante mejicano a ocho kilómetros de la ciudad. La luz era muy tenue, la música estaba muy alta, y el lugar olía a cigarrillos viejos. Miró al testigo directamente a los ojos. Chris había jurado que Salman cooperaría, y lo hizo. Pero lo que tenía que decir no era exactamente lo que Sam quería oír.
– ¿Cómo sabe que era una daga si usted no la vio?
– Él me lo dijo. Yo tengo el tatuaje en mi espalda, y él dijo que tuvo uno igual en la frente.
– ¿Logró usted ver alguna cicatriz o decoloración que pudiera indicar que se quitó el tatuaje?
– Quizás. Llevaba el cabello sobre la frente. No importaba… él dijo que se lo había quitado y le creí.
Ya habían pasado por todo esto al menos una vez; Salman ya había descrito al hombre tatuado con sorprendente detalle. Él era sastre. Los sastres observan estas cosas, aseguró.
– Y eso fue mientras estaba en Nueva York, hace cuatro meses. ¿Y lo vio cinco o seis veces en un bar llamado Cougars en el transcurso aproximado de un mes?
– Eso es lo que he dicho. Sí. Usted podría averiguar con el dueño del bar; él también podría recordar a ese hombre.
– Así que según usted, este hombre que tuvo una daga tatuada y que se hacía llamar Slater estaba en Nueva York mientras el Asesino de las Adivinanzas mataba víctimas en Sacramento.
– Sí, sin duda. Recuerdo haber visto las noticias mientras estaba en Nueva York la misma noche después de que hablé con Slater.
Salman había manifestado suficientes detalles en la hora anterior para hacer creíble su historia. Sam había estado en Nueva York hacía cuatro meses. Ella conocía el bar al que se refirió Salman, un antro de mala muerte frecuentado por una típica mezcla de personajes desagradables. Un equipo operativo de la CIA había tendido una trampa en el antro para hacer salir a un iraní sospechoso de tener vínculos con un atentado terrorista en Egipto. El tipo tenía una buena coartada.
– Está bien -concluyó Sam volviéndose a Steve Jules, el agente que la acompañó desde la oficina de Houston-. He terminado. Gracias por su tiempo, Sr. Salman. Fue de gran valor.
– Quizás yo le podría hacer un traje -anunció él riendo-. Tengo aquí una nueva sastrería. No hay tantos sastres en Houston como en Nueva York.
– Tal vez la próxima vez que venga a Houston para escapar del calor -contestó ella sonriendo.
Salieron del bar en el auto de Steve. Esto no era lo que Sam habría querido escuchar. Es más, era de lo más horrible. ¿Y si ella tenía razón acerca del resto? ¡Ay, Dios mío! ¡Ay, Dios mío!
Ahora solo quería una cosa: estar con Kevin. El la necesitaba ahora más que nunca. La abatida mirada en el rostro de él mientras se alejaba hacia el aeropuerto la obsesionaba.
Su amigo de la infancia se había convertido en un hombre bastante increíble, ¿no era cierto? Atormentado por su pasado, quizás, pero logró escapar a ese horrible lugar al que llamaba hogar, y prosperó lejos. Parte de ella solo quería correr hacia él, lanzarse a sus brazos y rogarle que se casara con ella. Seguro que él tenía sus demonios; todo el mundo los tenía. Sí, él tenía una larga lucha por delante; ¿no la tenían todos? Pero él era el hombre más genuino que ella había conocido. Sus ojos brillaban con la emoción y el asombro de un chiquillo, y su mente había absorbido el mundo con asombrosa capacidad. Su progreso era casi sobrehumano.
Por otra parte, ella no se podía casar con Kevin. Su relación era demasiado valiosa para comprometerla con romance. El también veía eso, de otro modo no habría dejado espacio para alguna atracción hacia Jennifer. Su ocasional insinuación romántica fue simple tomadura de pelo. Los dos lo sabían.
Ella suspiró.
– Difícil entrevista -expresó Steve a su lado.
Ella sacó su teléfono celular y pulsó el número de su jefe. Sería tarde, pero debía transmitirle esto.
– Creí que no habría complicaciones -afirmó ella.
Roland levantó el teléfono al cuarto timbrazo.
– Es medianoche.
– El llegó dos horas tarde -informó Sam.
– ¿Y?
– Conocía a Slater.
– ¿Nuestro tipo?
– Es muy posible. Tatuajes como ese son sumamente extraños. Pero él afirma haber conocido a Slater en Nueva York.
– ¿Y qué?
– Que fue hace cuatro meses. Por un período de más de un mes. El Asesino de las Adivinanzas estaba entonces en Sacramento, matando a Roy Peters.
– Así que Slater no es el Asesino de las Adivinanzas.
– Correcto.
– ¿Un imitador?
– Podría ser.
– Y si Slater es el muchacho, ya no anda por ahí con el tatuaje de una daga en la frente, porque se lo hizo quitar.
– Así parece.
– Roland cubrió el teléfono y habló con alguien, quizás su esposa, a menos que él estuviera en una reunión a esas horas, lo cual era totalmente posible.
– Te quiero de vuelta en Sacramento mañana -ordenó él-. Si Slater no es el Asesino de las Adivinanzas, no es de tu incumbencia.
– Lo sé, señor. Aún me quedan tres días de permiso, ¿recuerda?
– Te mandamos llamar, ¿recuerdas?
– Porque creíamos que Slater era el Asesino de las Adivinanzas. Si no lo es, la pista se borra.
Roland reflexionó en el argumento de ella. Él no era el hombre más razonable cuando de tiempo libre se trataba. Trabajaba ochenta horas por semana y esperaba que sus subordinados hicieran lo mismo.
– Por favor, señor, regresaré a estar con Kevin. Él es prácticamente familia mía. Tres días más y volveré a la oficina. Tiene que dejarme. Además, aún hay posibilidades de que me equivoque respecto del testimonio de Salman.
– Sí, las hay.
– Aún es posible que Slater conozca al Asesino de las Adivinanzas.
– Es posible.
– Entonces déme más tiempo.
– ¿Oíste lo de la biblioteca?
– Todo el mundo oyó lo de la biblioteca.
– Tres días -accedió él suspirando-. Espero verte en tu escritorio el jueves por la mañana. Y por favor, ándate con cuidado allí. Esto no es oficial. Por lo que he oído toda la escena es un manicomio. Toda agencia de la nación tiene parte en esto.
– Gracias, señor.
Roland colgó.
Sam pensó en llamar a Jennifer pero decidió que podía esperar hasta mañana. Lo único que podía decirle era que Slater no era el Asesino de las Adivinanzas. Debía asegurarse del resto antes de decir cualquier cosa que pudiera hacer a Kevin más mal que bien.
Ella ya había comprobado los vuelos de regreso. No había vuelos nocturnos, uno a las seis de la mañana y otro a las nueve. Tenía que dormir. Debería tomar el vuelo de las nueve por United. Lo tomaría desde el centro de Denver y la dejaría en Long Beach al mediodía.
– De acuerdo…
Kevin observó a Jennifer andar sin rumbo fijo por el suelo de la bodega. Habían retrasado los planes de contar a la policía los detalles de la bodega, y en vez de eso decidieron usar el sitio como lugar de escenificación. Jennifer dijo que esta era la única manera de mantener alejado a Milton.
– Revisemos lo que «sabemos.
Los agentes Bill Galager y Brett Mickales sacaron sillas de la mesa y se quedaron mirando a Jennifer, que tenía la barbilla entre las manos. Kevin se recostó contra la pared con los brazos cruzados. No había esperanza. Estaban derrotados; no tenían pistas; estaban muertos. Habían reformulado cien ideas en las dos horas pasadas desde que descubrieron la nota de Slater.
– Sabemos que él va en aumento. Auto, autobús, edificio. Sabemos que todas sus otras amenazas hacían referencia a daño de alguna clase. Esta no. Sabemos que tenemos hasta las seis para resolver o… o no sabemos. Y conocemos la adivinanza. ¿Quién escapa a su prisión pero aún está cautivo?
Jennifer extendió las manos.
– Están olvidando el segmento más trascendental de conocimiento -terció Kevin.
– ¿Cuál es?
– El hecho de que estamos fritos.
Lo miraron como si él acabara de entrar y de ocurrírsele la idea.
– El humor es bueno -comentó Jennifer con una irónica sonrisa atravesándole el rostro.
– Personas -opinó Mickales-. Esta vez va a intentarlo con personas.
– En cada ocasión había personas.
– Pero él fue tras un auto, un bus y un edificio. Esta vez va directo tras personas.
– Secuestro -consideró Kevin.
– Lo hemos sugerido. Es una posibilidad.
– Si me lo preguntan, es la mejor-dijo Mickales; luego se puso de pie-. Encaja.
Jennifer se fue hacia la mesa, con los ojos repentinamente abiertos de par en par.
– De acuerdo, a menos que alguien tenga una idea mejor, seguiremos tras eso.
– ¿Por qué secuestraría Slater a alguien? -inquirió Kevin.
– Por la misma razón por que amenazó con explotar un autobús -insistió Mickales-. Forzar una confesión.
Kevin miró al agente, súbitamente abrumado. Se habían dedicado a eso hasta la saciedad y seguían volviendo a lo mismo, lo cual era esencialmente nada. Al final siempre volvían a su confesión.
– Miren -advirtió, pudiendo sentir el calor que le subía por la columna; no debería estar haciendo esto… estaba fuera de su control-. Si yo tuviera la más leve idea de lo que este maniático querría que yo confesara, ¿creen que yo lo aguantaría?
– Tranquilo, amigo. Nadie está sugiriendo…
– ¡No tengo la más mínima idea de qué se trata esta demente confesión! ¡Él está chiflado! -exclamó Kevin, dando un paso hacia ellos, consciente de que ya se había descontrolado-. Allá afuera están poniendo el grito en el cielo por la confesión de Kevin. Bueno, les di una, ¿o no? Les dije que maté a alguien cuando era niño. Pero quieren más. Quieren verdadera sangre. ¡Quieren que yo sangre en todas sus columnas de chismes! ¡Kevin, el muchacho asesino que demolió Long Beach!
Los dedos le temblaban. Ellos lo miraron en silencio.
Se pasó los dedos por el cabello.
– Amigo…
– Nadie está poniendo el grito en el cielo allá afuera -aseguró Jennifer.
– Lo siento. Solo que… no sé qué hacer. No todo esto es culpa mía.
– Debes descansar, Kevin -opinó Jennifer-. Pero si Slater está planificando secuestrar a alguien, tú podrías ser un objetivo. Sé que dijo que no eras tú, pero no estoy segura de lo que eso signifique.
Ella se volvió hacia Galager.
– Mantén la vigilancia sobre la casa, pero quiero un transmisor de radio en Kevin. Kevin, te vamos a poner un pequeño transmisor. Quiero que lo sujeten donde no lo puedan encontrar. Lo dejaremos inactivo… este tipo sabe de electrónica; podría buscar señales. Lo conectas ante cualquier cosa que te suceda. El alcance es de ochenta kilómetros más o menos. ¿Está bien?
El asintió.
– Te llevaremos a casa -manifestó ella yendo hacia él.
Galager se dirigió a la furgoneta, que estaba estacionada en la calle. Kevin salió caminando con Jennifer. El peso de dos días sin dormir descendió sobre él; apenas podía caminar recto, y mucho menos pensar con claridad.
– Lo siento. Yo no quería que explotara.
– No es necesario que te disculpes. Solo duerme un poco.
– ¿Qué vas a hacer?
Ella miró hacia el este. Los helicópteros habían descendido durante la noche.
– Él dijo que nada de policías. Podríamos poner guardia en posibles blancos, pero que sepamos está planeando un secuestro importante. O podría ser otra bomba -anunció ella, y asintió con la cabeza-. Tienes razón, estamos fritos.
Se detuvieron ante el auto.
– Significó mucho -expresó él-. Hablar contigo esta noche. Gracias.
Ella sonrió, pero sus ojos estaban cansados. ¿Cuánto tiempo había dormido en los últimos tres días? Él de repente se sintió mal por ella. Dar con Slater era más que un trabajo para ella.
– Vete a casa y duerme -dijo ella, apretándole el brazo-. Galager te seguirá a casa. Tenemos a alguien afuera. Si Slater entabla contacto -si algo pasa- llámame.
Kevin levantó la mirada para ver a Galager subiéndose al auto negro.
– De todos modos dudo que vaya a secuestrarme. Eso no es lo que él quiere. Estaré bien. La pregunta es: ¿A quién?
¿Y si era a Jennifer? Sam estaba en Houston.
– ¿Y a ti? -preguntó él.
– ¿Por qué querría secuestrarme?
Kevin se encogió de hombros.
– No es que yo tenga muchos amigos.
– Imagino que eso me convierte en una amiga. No te preocupes, puedo arreglármelas.
Para cuando Kevin terminó con la pequeña clase de Galager sobre los procedimientos operativos del transmisor y se metió a la cama había llegado y se había ido la hora tercera. Ya estaba adormecido antes de que la cabeza tocara la almohada. Cayó en un agotado sueño en menos de un minuto, derrotado por los horrores de su nueva vida.
Durante una hora o tres.
Slater permanece en la cerca, inmóvil en la oscuridad. Les ha dado seis horas, pero esta vez lo habrá hecho antes de las seis, antes del primer rayo de luz en el cielo. Dijo seis porque le gustan los tres, y seis es tres más tres, pero no se puede arriesgar a hacer esto a plena luz.
Nadie se ha movido en la casa desde su llegada hace treinta minutos. La primera vez que concibió el plan pensó únicamente en volar la casa con todos sus ocupantes atrapados dentro. Pero después de pensar con mucho cuidado en su objetivo final, porque eso es lo que Slater mejor hace, se decidió por este plan. Poner a esta mujer en una jaula enfurecería a la ciudad. Una cosa es preguntarse qué ciudadanos no identificados podrían ser los próximos en descubrir una bomba debajo de sus camas; es mucho más perturbador saber que la señora Sally Jane, quien vive entre las calles Stars y Stripes y compra sus comestibles en Albertsons, está encerrada en una jaula, esperando desesperadamente que Kevin Parson dé la cara.
Además, Slater nunca había secuestrado a nadie. El pensamiento hace que un escalofrío le recorra la columna vertebral. Es agradable la sensación de placer que le sube y le baja por la columna. No es aburrida como la de los adolescentes que se meten el dedo en la nariz.
Slater observa su reloj. Las 4:46. ¿Es 4:46 divisible por tres? No, pero 4:47 sí. Y eso es dentro de un minuto. Perfecto. Perfecto, perfecto, perfecto. El placer de su brillantez es tan intenso que ahora empieza a estremecerse un poco. Slater se detiene ante la cerca con perfecta disciplina, resistiendo una urgencia desesperada de correr por la casa y obligarla a salir de la cama. Él es perfectamente disciplinado y está temblando. Interesante.
Slater ha esperado demasiado tiempo. Dieciocho años. Seis veces tres. Tres veces tres más tres.
Los dos minutos avanzan muy lentamente, pero a Slater no le importa. El nació para esto. Mira su reloj. Las 4:47. Ya no se puede quedar más. Es un minuto antes. Tres es divisible por uno. Muy cerca.
Slater camina hasta la puerta corrediza de vidrio, tira de la ganzúa con una mano enguantada, y suelta el seguro en menos de diez segundos. Su respiración se hace pesada, y se toma una pausa para tranquilizarla. Si los demás despiertan, tendrá que matarlos, y no desea meterse en eso. Quiere a la mujer.
Entra fácilmente a la cocina y deja la puerta abierta. No tienen perros o gatos. Un hijo. El marido es la única preocupación de Slater. Se queda parado en el piso de baldosa un minuto completo, adaptando la vista a la oscuridad más profunda, aspirando los olores de la casa. Los sentidos son la clave para vivir en plenitud. Sabores, vistas, olores, sentimientos, sonidos. Comer lo que desee, ver lo que pueda, tocar lo que quiera. Eso es lo que él desea que Kevin haga. Que saboree, toque y huela su verdadero ser. Esto lo destruirá. El plan es perfecto. Perfecto, perfecto, perfecto.
Slater respira profundamente, pero de modo muy lento.
Atraviesa la sala y pone la mano en la perilla de la puerta del cuarto principal. Abre sin hacer ruido. Perfecto. El cuarto está oscuro. Muy oscuro. Perfecto.
Va muy despacio hasta la cama y vigila a la mujer. La respiración de ella es más rápida que la del hombre. Está vuelta hacía él, los labios ligeramente separados, el cabello enredado sobre la almohada. Él extiende una mano y toca la sábana. Blanda y suave. Una de al menos doscientas hebras. Podría quedarse allí más de una hora y aspirar los olores de ellos sin ser visto. Pero ya viene la luz. A él no le gusta la luz.
Slater hurga en el bolsillo de la camisa y saca una nota, que deposita sobre el tocador. Para Kevin. Mete la mano en el abrigo y saca un rollo de gasa y un frasco de cloroformo. Destapa el frasco y empapa la gasa en el líquido. El hedor le inunda las fosas nasales y contiene el aliento. Tiene que ser bastante fuerte para anestesiarla sin que luche.
Vuelve a ponerle la tapa al frasco, lo mete al bolsillo y pone el rollo de gasa empapada frente a la nariz de la mujer, cuidando de no tocarla. Espera treinta segundos, hasta que el aliento de ella sea tan lento como para persuadirlo de que está inconsciente. Se mete la gasa en la chaqueta.
Slater se pone de rodillas, como si se inclinara ante su víctima. Un sacrificio para los dioses. Levanta la sábana y desliza la mano por debajo del cuerpo femenino hasta tener los codos directamente debajo de ella. La mujer yace relajada, como un fideo. La atrae suavemente hacia su propio pecho. La desliza de la cama y la hunde en sus brazos. El esposo rueda media vuelta y luego se acomoda. Perfecto.
Slater se pone de pie y la saca de la casa sin molestarse en cerrar las puertas. El reloj en su auto señala 4:57 cuando él se instala detrás del volante con la mujer respirando lentamente en el asiento trasero.
Slater pone en marcha el auto y se aleja. Pudo haber cargado a la mujer hasta el escondite a pie y vuelto más tarde por el auto, pero no quiere dejar el vehículo frente a la casa más tiempo del absolutamente necesario. El es demasiado inteligente para eso. Piensa en que esta es la primera vez que ha llevado un invitado al escondite. Cuando ella despierte, sus ojos serán los primeros aparte de los de él en ver el mundo de Slater. El pensamiento le produce un instante de pánico.
Así que, razón de más para no dejarla ir. Eso es lo que ocurrirá de todos modos, ¿no es así? Aunque Kevin confiese, Slater siempre ha sabido que ella tendrá que morir. Exponerse ante otro ser humano tendrá que ser temporal. Él puede vivir con eso. Sin embargo, ¿por qué no se le había ocurrido antes este detalle? No es una equivocación, solo un descuido. Pero los descuidos pueden llevar a equivocaciones. Él se reprende y dobla por la calle oscura.
Slater no se molesta ahora con el sigilo. La mujer se está moviendo, así que él le da otra sana dosis de cloroformo, saca el cuerpo del asiento trasero y se lo echa al hombro. Corre hacia la puerta, la abre con una llave, y entra al cuartito. Cierra la puerta, busca la cadena, la jala y se enciende una bombilla en lo alto.
Una tenue luz pone al descubierto el espacio. Baja un tramo de escaleras. Otra cadena, otra bombilla. Atraviesa un túnel. Abre la segunda puerta con una segunda llave. El escondite. Hogar, dulce hogar.
De repente no parece tan malo el pensamiento de compartir su hogar por poco tiempo con otra persona. Es más, tiene su propia emoción. Aquí hay todo lo necesario. Alimento, agua, un baño, una cama, ropa, los electrodomésticos… por supuesto, ella no participará de ninguno de esos servicios.
La mujer se mueve otra vez.
Slater va hasta el cuarto que ha preparado. El vestidor albergó en otro tiempo materiales que él ha usado en sus juegos, pero lo despejó para ella. No puede arriesgarse a que ella sepa cómo detonar dinamita, ¿verdad? El cuarto tiene dos por dos metros con concreto sólido alrededor, menos en el techo, que es de madera fuertemente aislante. La puerta es de acero.
La deposita en el piso de cemento y retrocede. Ella gruñe y se vuelve hacia un lado. Muy bien.
Cierra la puerta, la tranca con un pasador y tapa con una alfombra enrollada la rendija en la parte de abajo. Apaga las luces.