KEVIN TREPÓ LOS CUATRO PRIMEROS PELDAÑOS de una sola zancada; tropezó en el último y cayó de bruces al suelo.
– ¡Date prisa! -gruñó para sí y se puso de pie. El número telefónico de Samantha estaba sobre su escritorio… ojalá aún esté allí. Se coló por la puerta. Su mejor amigo. ¿Quién podría ser?
Revolvió papeles y arrojó del escritorio un libro de hermenéutica. Lo había dejado aquí arriba; ¡lo podía jurar! Tal vez debería llamar a Milton. ¿Dónde estaba ese número?
Toma las cosas con calma, Kevin. Pon los pensamientos en orden. Este es un juego de pensamiento, no una carrera. No, también es una carrera. Una carrera de pensamiento.
Respiró hondo y se puso las manos en el rostro. No puedo llamar a la policía. Slater oiría la llamada. Tiene micrófonos en la casa o algo así. Está bien. Él quiere que yo llame a Samantha. Esto también es con ella. Necesito a Samantha. Solo han pasado dos minutos. Quedan veintiocho. Bastante tiempo. Lo primero es encontrar el número de Samantha. Piensa. Lo escribiste en un pedazo de papel. Lo usaste para llamarla la semana pasada y pusiste el papel en alguna parte segura porque era importante para ti.
Debajo del teléfono.
Levantó el teléfono y vio el papelito blanco. ¡Gracias Dios! Alzó el auricular y pulsó el número con una mano temblorosa. Sonó. Sonó otra vez.
– Por favor, por favor, levanta el…
– ¿Aló?
– Hola, ¿Sam?
– ¿Quién habla?
– Soy yo.
– ¿Kevin? ¿Qué pasa? Pareces…
– Tengo un problema, Sam. Santo cielo, ¡tengo un problema! ¿Supiste de la bomba que explotó hoy aquí?
– ¿Una bomba? No me digas, ¿de verdad? No, no oí de ninguna bomba; tengo libre esta semana, para desempacar de la mudanza. ¿Qué sucedió?
– Algún tipo que dice llamarse Slater hizo saltar mi auto por los aires.
Silencio.
– ¿Sam? -la voz de Kevin tembló.
De repente pensó que tal vez iba a llorar. Se le empañó la vista.
– Sam, por favor, necesito tu ayuda.
– Alguien llamado Slater explotó tu auto -repitió ella lentamente-. Dime más.
– Me llamó a mi celular y me dio tres minutos para confesar un pecado, el cual dijo que conocería por una adivinanza. ¿Qué se cae pero no se rompe? ¿Qué se rompe pero no se cae? Me las arreglé para lanzar el auto a una zanja al lado de un Wal-Mart y explotó.
– Santo… ¿Hablas en serio? ¿Salió alguien herido?
– No. Yo sólo…
– ¿Está investigando el FBI? Qué nochecita, tienes razón… acabo de encender la televisión. Está en todos los noticieros.
– Samantha, ¡escucha! Acabo de recibir otra llamada de este tipo. Dice que tengo treinta minutos para solucionar otra adivinanza o hará explotar otra bomba.
Sam pareció cambiar de tono de inmediato.
– Adivinanzas. No te lo puedo creer. ¿Cuánto tiempo ha pasado?
– Cinco minutos -respondió él después de mirar el reloj.
– ¿Ya lo reportaste?
– No. El dijo que no se lo dijera a la policía.
– ¡Tonterías! Llama al detective encargado ahora mismo. Cuelga y llámalo, ¿me oyes, Kevin? No puedes dejar que este tipo se salga con la suya. Acaba con su juego.
– Dijo que esta bomba matará a mi mejor amigo, Sam. Y sé que puede oírme. Este tipo parece saberlo todo. Que yo sepa, ¡ahora mismo me está vigilando!
– Bueno, tranquilízate. Toma las cosas con calma -expresó ella y luego hizo una pausa, reflexionando-. Está bien, no llames a la policía. ¿De quién está hablando Slater? ¿Quiénes son tus amigos allá?
– Yo… ese es el problema. En realidad no tengo ninguno.
– Seguro que tienes. Solo dame tres personas que consideres amigas y yo enviaré hasta ellas a las autoridades locales. Apúrate, vamos.
– Bueno, está el decano del instituto, el Dr. John Francis. El cura de mi parroquia… Bill Strong.
Buscó a alguien más en su mente, pero nadie surgió. Tenía muchos conocidos, pero en realidad nadie que pudiera llamar un verdadero amigo, mucho menos un mejor amigo.
– Está bien. Suficiente. Espera un segundo.
Ella bajó el teléfono.
Kevin levantó su camiseta y secó el sudor de su rostro. 4:24. Tenía hasta las 4:45. ¡Vamos, Samantha! Se puso de pie y caminó de un lado al otro. En vida es tu amigo, pero muerto es el fin. ¿Qué…?
– ¿Kevin?
– Sí.
– Muy bien, hice una llamada anónima a la policía de Long Beach advirtiendo que Francis y Strong podrían estar en peligro inminente. Suficiente para que los saquen de donde estén, lo cual es todo lo que podemos hacer.
– ¿Hablaste con Mil ton?
– ¿Es quien está a cargo? No, pero estoy segura de que le llegue el mensaje. ¿Cuan seguro estás de que este tipo se pondrá furioso si hablas con las autoridades?
– ¡Ya está furioso! Dijo que solo podía hablar cuando me lo permitiera y que está haciendo esto porque dije algo.
– Está bien. Probablemente te llamarán de la policía en cualquier momento para revisar esta amenaza que acabo de reportar. ¿Tienes llamada en espera?
– Sí.
– No hagas caso a los pitidos. Si hablas con la policía cuando te llamen, Slater lo sabrá. ¿Cuál es la adivinanza?
– Hay algo más, Sam. Slater te conoce. Es más, sugirió que te llamara. Yo… yo creo que podría ser alguien que conocemos los dos.
El teléfono resonó con eco durante unas cuantas respiraciones.
– Él me conoce. ¿Cuál es el pecado que quiere que confieses?
– ¡No sé!
– Bueno, podemos tratar esto más tarde. Se nos está acabando el tiempo. ¿Cuál es la adivinanza?
– En vida es tu amigo, pero muerto es el fin.
– Opuestos.
– ¿Opuestos?
– ¿Qué se cae pero no se rompe? ¿Qué se rompe pero no se cae? Respuesta: Noche y día. Qué en la vida es tu amigo, pero muerto es el fin, no lo sé. Pero son opuestos. ¿Alguna idea?
– No. No tengo idea.
La noche cae, rompe el día. Claro.
– ¡Esto es absurdo! -exclamó Kevin rechinando la última palabra entre sus dientes.
– Si conociéramos el pecado podríamos deducir la adivinanza -dijo ella después de una pausa-. ¿Qué pecado estás ocultando, Kevin?
– Ninguno. ¡Muchos! -soltó él dejando de caminar-. ¿Qué quieres que haga, proyectar al mundo toda mi vida pecaminosa? Eso parece ser lo que él quiere.
– Pero debe haber algo que hiciste que desquició a este tipo. Piensa en eso y en esta adivinanza. ¿Alguna conexión?
Kevin pensó en el muchacho. Pero no había conexión entre las adivinanzas y el muchacho. Podría ser él. Nada más le vino a la mente.
– No.
– Entonces volvamos a tu mejor amigo.
– Tú eres mi mejor amiga, Sam.
– Encantador. Pero este tipo quería que me llamaras, ¿de acuerdo? Él sabe que yo estaría advertida y, si me conoce, también sabe que tengo la capacidad de escapar a su amenaza. Creo que por ahora no corro peligro. Hay otro mejor amigo tuyo que no hemos tenido en cuenta. Algo más obvio…
– ¡Espera! ¿Y si no es una persona?
¡Eso es! Él miró su reloj. Quedan quince minutos. Apenas tiempo suficiente para llegar allá. La llamada en espera le sonaba en el oído. Esa debería ser la policía.
– No le hagas caso -dijo Sam-. Como…
– Te volveré a llamar, Sam. No tengo tiempo para explicar.
– Estoy saliendo. Llegaré allá en cinco horas.
– ¿Tú… tú estás…?
– Estoy de licencia, ¿recuerdas?
– Me tengo que ir -contestó Kevin sintiendo una oleada de agradecimiento.
Colgó, los nervios le zumbaban y tenía un nudo en el estómago. Si tenía razón, significaba que debía volver a la casa. Odiaba regresar a la casa de su tía. Permaneció en el estudio, con los puños cerrados a sus costados. Pero tendría que volver. Slater había hecho volar el auto, y ahora iba a hacer algo peor a menos que Kevin lo detuviera.
Slater lo estaba obligando a volver a la casa. De vuelta al pasado. De vuelta a la casa y al muchacho.
El reloj de Kevin señalaba las 4:39 cuando pasó el parque al final de la Calle Baker y dirigió el auto hacia la casa blanca. Se desvaneció el débil sonido de niños jugando en los columpios. Luego se hizo el silencio, excepto por el ronroneo del Taurus. Kevin parpadeó.
Una hilera de veinte olmos se alineaba al costado izquierdo del callejón sin salida, uno frente al patio de cada casa, lanzando una sombra oscura a todo lo largo. Detrás de las casas un estrecho sendero verde se metía en el parque que acababa de pasar. A su derecha se extendían bodegas hasta los raíles del ferrocarril. La calle estaba recién pavimentada, toda la grama estaba cuidadosamente recortada, y las casas eran modestas pero limpias. Todo indicaba que era la perfecta callejuela en las afueras del pueblo.
El no había venido en un año, y aun entonces no quiso entrar. Necesitaba la firma de Balinda para la solicitud al seminario. Después de cuatro intentos de tenerla por correo, finalmente se obligó a ir hasta el porche del frente y tocar el timbre. Ella apareció después de varios minutos, él le dijo sin hacer contacto visual que en su antiguo cuarto tenía alguna evidencia que le interesaría a las autoridades y que su próxima parada sería la estación de policía si ella se negaba a firmar. Era una mentira, por supuesto. Ella hizo un gesto de desprecio y garabateó su firma.
La última vez que vio el interior de la casa fue cinco años atrás, el día en que finalmente se armó de valor para salir.
Deslizarse por el asfalto debajo de la bóveda de olmos no era diferente de conducir por un túnel; uno que llevaba a un pasado que él no tenía deseos de visitar.
Pasó lentamente las casas -la verde, la amarilla, otra verde, una beige- todas antiguas, todas únicas a su manera, a pesar de las evidentes similitudes que venían de tener un constructor común. Iguales canaletas, iguales ventanas, iguales techos de tablas. Kevin centró los ojos en la casa blanca, la quince de las veinte sobre la Calle Baker.
Aquí viven Balinda y Eugene Parson con su hijo retrasado de treinta y seis años, Bob. He aquí el hogar de la infancia de un tal Kevin Parson, hijo adoptado, antiguamente conocido como Kevin Little, hasta que su papá y su mamá se fueron al cielo.
Cinco minutos. Bueno, Kevin, se está acabando el tiempo.
Estacionó el auto al otro lado de la calle. Una cerca de sesenta centímetros rodeaba el jardín frontal y luego se levantaba hasta un metro ochenta al dar la vuelta hacia el patio trasero. Aquí la cerca estaba pintada de blanco brillante, pero una vez que se pasaba la puerta a la derecha no estaba pintada en absoluto, excepto por años de ceniza negra. A lo largo del porche principal había un lecho de flores. Flores falsas, hermosas y sin mantenimiento. Balinda las reemplazaba cada año… su idea de la jardinería.
Sobre un pedestal a la derecha del olmo de los Parson había una estatua de piedra gris de alguna diosa griega. El patio del frente estaba impecable, siempre había sido el más limpio de toda la calle. Hasta al Plymouth 59 beige de la entrada lo habían pulido recientemente de tal modo que se podía ver un reflejo del olmo en la placa trasera. No se había movido en años. Cuando los Parson tenían algún motivo para salir de la casa usaban el antiguo Datsun azul estacionado en el garaje.
Las persianas estaban corridas y la puerta no tenía ventanas, lo que imposibilitaba mirar adentro, pero Kevin conocía el interior mejor que su propia casa. Tres puertas más abajo estaba la pequeña vivienda color café que una vez perteneció a un policía llamado Rick Sheer, quien tenía una hija llamada Samantha. Su familia volvió a mudarse a San Francisco cuando Sam fue a la universidad.
Kevin se limpió las palmas en los jeans y salió del auto. El sonido al cerrar de golpe la puerta pareció escandalosamente fuerte en la silenciosa calle. La persiana sobre la puerta del frente se separó momentáneamente, y luego se cerró. Bueno. Sal, tiíta.
De pronto le sobrevino una sensación de ridículo. Slater evidentemente conocía sus hechos, ¿pero cómo tendría conocimiento del perro de Bob? ¿O que el perro en realidad hubiera sido el mejor amigo de Kevin hasta que llegara Samantha? Quizás Slater fue tras el Dr. Francis o el cura. Sam había hecho la llamada. Inteligente.
Kevin hizo una pausa en la acera y miró la casa. ¿Y ahora? ¿Acercarse y decirle a Balinda que alguien estaba a punto de volar al perro en pedazos? Cerró los ojos. Dios, dame fuerzas. Sabes cuánto odio esto. Tal vez debería irse. Habría llamado si Balinda tuviera teléfono. Quizás podía llamar a los vecinos y…
La puerta se abrió y salió Bob, sonriendo de oreja a oreja.
– Hola, Kevin.
Bob llevaba el pelo con un rapado asimétrico, sin duda obra de Balinda. Sus pantalones beige colgaban quince centímetros por sobre un par de lustrosas botas negras de cuero. Su camisa era de un blanco sucio y lucía grandes solapas que recordaban la década de los setenta.
– Hola, Bob -contestó Kevin sonriendo-. ¿Puedo ver a Damon?
– Damon quiere verte, Kevin -expresó Bob con el rostro iluminado-. Ha estado esperando verte.
– ¡No me digas! Bien, entonces. Vamos…
– ¡Bobby, cariño! -ordenó la chillona voz de Balinda a través de la puerta principal-. ¡Vuelve acá!
Ella salió de las sombras calzando altos tacones rojos y pantis blancas remendadas con surcos de esmalte claro de uñas. Su vestido blanco estaba forrado de cualquier manera con encajes manchados por la edad con una docena de perlas falsas, las que quedaban de los centenares que una vez tuvo. Un gran sombrero de sol se posaba sobre un cabello negro azabache que parecía recién secado. Una sarta de joyas chillonas le colgaba del cuello, pero lo que colocaba con firmeza a Balinda en la categoría de cadáver ambulante era el maquillaje blanco y el brillante lápiz labial rojo que se ponía en su fofo rostro.
Le lanzó a Kevin una mirada hostil con párpados ensombrecidos, lo analizó por un instante, y luego hizo un gesto de desprecio.
– ¿Te dije que podías salir? Entra. ¡Adentro, adentro, adentro!
– Es Kevin, mamá.
– No me importa si es Jesucristo, inútil -insultó ella estirando la mano y enderezando el collar-. Sabes cuan fácilmente te resfrías, mi niño.
Llevó a Bob hacia la puerta.
– Quiere ver…
– Sé amable con Princesa -dijo y le dio un empujoncito-. Entra.
Que Dios bendiga su alma, Balinda en realidad quería el bien para ese muchacho. Ella se equivocaba y sin duda era tonta, pero amaba a Bob.
Kevin tragó saliva y observó su reloj. Dos minutos. Él cortó hacia la puerta del patio trasero mientras ella estaba de espaldas.
– ¿Y adonde cree este forastero que va?
Solo quiero revisar algo del perro. Habré partido antes de que usted se dé cuenta.
Agarró la puerta y la abrió de un tirón.
¿Habré partido? Te has metido en alguna nueva moda artística, ¿no es así, muchacho universitario?
Ahora no, Balinda -contestó él tranquilamente.
Su respiración se hizo más rápida. Ella entró tras él con paso firme. Él caminó a zancadas por el lado de la casa.
Al menos muestra un poco de respeto cuando estés en mi terreno -declaró ella.
Él se controló. Cerró los ojos; los abrió.
– Por favor, ahora no, Princesa.
– Eso está mejor. El perro está bien. Tú, por otra parte, no lo estás.
Kevin rodeó la casa y se detuvo. El patio no había cambiado. Sucísimo. Balinda lo llamaba jardín, pero no era más que un enorme montón de cenizas, si bien es cierto que era un montón bastante ordenado: un metro de profundidad en el centro, reduciéndose a medio metro a lo largo de la cerca. Un tambor de cincuenta y cinco galones ardiendo en el centro del patio… todavía estaban quemando. Quemando, quemando, todos los días quemando. ¿Cuántos periódicos y libros se habían quemado aquí atrás con los años? Suficientes para muchas toneladas de ceniza.
La casa del perro estaba donde siempre había estado: en el rincón trasero izquierdo. En el otro rincón había un cobertizo para herramientas, sin utilizar y en terrible necesidad de pintura. La ceniza se había amontonado contra su puerta.
Kevin se paró en la endurecida ceniza y luego corrió por el patio hacia la perrera. Menos de un minuto. Se puso sobre una rodilla, miró dentro de la casa del perro, y fue recompensado con un gruñido.
– Tranquilo, Damon. Soy yo, Kevin.
El viejo labrador negro se había vuelto senil y de mal genio, pero al instante reconoció la voz de Kevin. Gimoteó y salió cojeando. Tenía una cadena sujeta al collar.
– ¿Qué crees que estás haciendo? -exigió Balinda.
– Buen chico.
Kevin metió la cabeza en la antigua casa del perro y entrecerró los ojos en la oscuridad. No logró ver ninguna bomba. Se puso de pie y rodeó la casita.
Nada.
– ¿Qué está haciendo, Princesa?
Kevin se volvió hacia la casa al sonido de la voz de su tío. Eugene estaba parado en el porche trasero, mirándolo. Usaba sus habituales botas estilo inglés y pantalones de montar completos con tirantes y una boina. A Kevin, el flacucho le parecía más bien un jockey, pero a los ojos de Balinda era un príncipe. Había usado la misma indumentaria al menos treinta años. Antes esto había sido un vestuario Henry V, poco elegante y tosco en un hombre tan menudo.
Balinda se quedó en el lindero de la casa, observando a Kevin con recelo. La persiana se levantó en la ventana a la izquierda de ella… el antiguo cuarto de Kevin. Bob observaba hacia afuera. El pasado miraba a Kevin a través de esos tres pares de ojos.
Miró su reloj. Los treinta minutos habían pasado. Extendió la mano hacia abajo y palmeó al perro.
– Buen chico.
Lo desató, lanzó la cadena a un costado y retrocedió hacia la puerta del patio.
– ¿Qué crees que estás haciendo con mi propiedad? -preguntó Balinda.
– Pensé que al perro le iría bien algo de ejercicio.
– ¿Entras aquí como te da la gana para quitarle la cadena a ese viejo murciélago? ¿Por qué me tomas, por una idiota? -preguntó Balinda, luego se volvió al perro, que seguía a Kevin-. ¡Damon! Regresa a tu casa. ¡Vuelve!
El perro se detuvo.
– ¡No te quedes allí parado, Eugene! ¡Controla a ese animal! Al instante Eugene se reanimó. Dio dos pasos hacia el perro y extendió un endeble brazo.
¡Damon! ¡Perro malo! Regresa. Regresa inmediatamente.
El perro simplemente los miró.
– Intenta con tu acento de entrenar caballos -ordenó Balinda-. Pon algo de autoridad en tu voz.
Kevin los miró. Había pasado mucho tiempo desde que los viera así. Se habían puesto a representar sus papeles en las bambalinas. Por el momento él ni siquiera existía. Era difícil imaginar que se crió con estos dos.
Eugene se irguió tan alto como le permitió su pequeño cuerpo y sacó pecho.
– ¡Te lo ordeno, perro! A tu casa o habrá látigo. ¡Anda! ¡Vete allí inmeeediatamente!
– No te quedes allí; ¡ve tras él como si hablaras en serio! -exclamó bruscamente Balinda-. Y en realidad no creo que tu voz sea apropiada con un animal. ¡Lanza un gruñido o algo por el estilo!
Eugene se agachó y dio varios pasos largos hacia el perro, gruñendo como un oso.
– ¡No como un animal, idiota! -gritó Balinda-. ¡Pareces un tonto! El es el animal; tú eres el amo. Actúa como amo. ¡Gruñe como un hombre! Como quien manda.
Eugene se volvió a levantar y tendió un brazo, gruñendo como un villano.
– Vuelve a la jaula, ¡bicho grosero! -gritó él con voz ronca.
Damon gimoteó y volvió corriendo a su casa.
– Ja! -exclamó Eugene enderezándose, triunfante.
Balinda aplaudió y rió tontamente, contenta.
– ¿Ves, no te lo dije? Princesa sabe…
Una sorda explosión levantó de repente la perrera treinta centímetros en el aire y volvió a caer a tierra.
Balinda en la esquina, Bob en la ventana, Eugene por el porche y Kevin en medio del patio, se quedaron mirando con incredulidad la perrera que ardía.
Kevin no se podía mover. ¿Damon?
– ¿Qué… qué fue eso? -inquirió Balinda dando un paso hacia delante y deteniéndose.
– ¿Damon? -llamó Kevin corriendo hacia la perrera-. ¡Damon!
Antes de llegar a la casita sabía que el perro estaba muerto. La sangre oscureció rápidamente la ceniza de la puerta. Miró adentro y retrocedió de inmediato. Le subía bilis por la garganta. ¿Cómo era posible? De sus ojos brotaron lágrimas.
Se oyó un alarido en el aire. Él miró hacia atrás para ver a Balinda volando hacia la perrera, con el rostro acongojado y mascullando con incoherencia. Bob tenía el rostro pegado a la ventana, los ojos abiertos de par en par.
Balinda echó una mirada dentro de la humeante casa de Damon y luego retrocedió estupefacta. Eugene se detuvo y la observó. La mente de Kevin le daba vueltas. Pero no era Damon el que ahora lo mareaba sino Princesa. Princesa no… ¡Madre!
¡No! Princesa no, tampoco Madre, ¡ni siquiera tiíta! Balinda. La pobre bruja enferma que le chupó la vida.
Ella se volvió hacia Kevin, con los ojos negros del odio.
– ¡Tú! -gritó-. ¡Tú hiciste esto!
– ¡No, Madre!
¡Ella no es tu madre! No es Madre.
– Yo…
– ¡Cierra tu boca mentirosa! ¡Te odiamos! -exclamó ella mientras extendía su brazo hacia la puerta del patio-. ¡Fuera!
– No quieres decir eso…
¡Déjalo, Kevin! ¿Qué te importa si te odia? Vete.
Balinda empuñó las dos manos, las dejó caer a sus costados, e inclinó la cabeza hacia atrás.
¡Vete! ¡Vete, vete, vete! -gritó apretando los ojos.
– ¡Vete! ¡Vete, vete, vete! -repitió Eugene, gritando igual que ella con voz de falsete, y remedándole la postura.
Kevin salió. Sin atreverse a ver qué estaría haciendo Bob, dio media vuelta y corrió hacia su auto.