7

Viernes

Por la noche


KEVIN SE SENTÓ EN SU SILLA RECLINABLE, esperando con impaciencia a Samantha, pasando de un canal a otro para oír las varias versiones del «coche bomba», como lo estaban llamando. Tenía una 7UP en la mano izquierda y miraba el reloj de la pared. Nueve en punto… habían pasado casi cinco horas desde que saliera de Sacramento.

– Vamos, Samantha -farfulló suavemente-. ¿Dónde estás?

Ella lo había llamado a mitad de camino; él le contó lo del perro y le rogó que se apurara. Ella dijo que venía casi a ciento treinta.

Kevin volvió a la televisión. Ellos conocían la identidad de Kevin, y una docena de periodistas habrían rastreado su número telefónico. El no había hecho caso a las llamadas, por sugerencia de Milton. De todos modos no tenía nada que agregar; las teorías de ellos eran tan buenas como las de él. La que más le interesó fue la teoría del canal nueve de que el atentado pudo haber sido obra de un fugitivo muy conocido apodado Asesino de las Adivinanzas. Este asesino había matado a cinco personas en Sacramento y despareció tres meses atrás. No daban más detalles, pero la especulación era suficiente para que se le hiciera a Kevin un nudo en la garganta. Las imágenes de los restos carbonizados, tomadas desde lo alto, eran sensacionales… o aterradoras, dependiendo de cómo se las planteara. Ya estaría muerto si hubiera estado cerca del objeto cuando explotó. Igual que el perro.

Después de la llamada de Slater se obligó a volver al patio trasero y explicar la situación a Balinda, pero ella ni siquiera le respondería. Ella ya había dejado atrás el asunto por orden ejecutiva. El pobre Bob se convencería de algún modo de que Damon estaba vivito y coleando, que solo se había ido. Balinda tendría que explicar su carrera inicial gritando a través de la ceniza después de la explosión, desde luego, pero era experta en explicar lo inexplicable. La única vez que le respondió a Kevin fue cuando él sugirió que no llamaran a la policía.

– Por supuesto que no. No tenemos nada que informar. El perro está bien. ¿Ves algún perro muerto?

No, no lo había. Eugene ya lo había tirado al tonel ardiendo y lo había quemado. Desapareció. ¿Qué eran unas cuantas cenizas más?

La mente de Kevin se desvió a la llamada de Slater. ¿Qué muchacho? Slater ni siquiera parecía saber de ningún muchacho. ¿Qué muchacho? La clave de su pecado se hallaba en las adivinanzas. Hasta donde él podía ver, las adivinanzas no tenían nada que ver con el muchacho. Entonces Slater no podía ser el muchacho. Gracias a Dios, gracias a Dios, gracias a Dios. Lo mejor era dejar algunos secretos enterrados para siempre.

El timbre de la puerta repicó. Kevin dejó su 7UP y se levantó de la silla. Se detuvo ante el espejo del corredor para echarse una rápida mirada. Rostro demacrado. Camiseta manchada. Se rascó la parte alta de la cabeza. El timbre volvió a repicar.

– Voy.

Kevin corrió a la mirilla, observó, vio que era Samantha, y quitó el cerrojo a la puerta. Habían pasado diez años desde que la besara en la mejilla y le deseara que le fuera bien en su conquista del gran mundo malo. Su cabello seguía siendo rubio y largo, y sus ojos azules seguían chispeando como estrellas. Tenía uno de esos rostros que parecían lozanos todo el tiempo, incluso sin nada de maquillaje. Mejillas suavemente redondeadas y labios un tanto vueltos hacia arriba, cejas muy arqueadas y una suave nariz puntiaguda. La más hermosa chica que alguna vez vio. Por supuesto, él no veía muchas chicas en esos días.

Kevin trató torpemente de abrir la puerta. Samantha estaba de pie bajo la luz del porche, vestida con jeans y sonriendo de manera cálida. Pensaba en ella miles de veces desde que se fue, pero los ojos de su mente nunca se pudieron preparar para verla ahora, en la carne. Él había visto muchas chicas en los últimos cinco años, y Sam seguía siendo la más hermosa que sus ojos contemplaran. Sin excepción.

– ¿Me vas a invitar a entrar, forastero?

– Sí. Lo siento. ¡Desde luego! Entra, entra.

Ella pasó frente a él, bajó la cartera y se puso frente a Kevin; él cerró la puerta.

– ¡Caramba! Si has crecido -exclamó ella-. Has ganado un poco de músculo.

– Me imagino -contestó él riendo y pasándose la mano por la cabeza.

Le costaba trabajo no mirarla a los ojos. Eran de la clase de azul que parecía engullir cualquier cosa que mirara: brillantes, profundos y evocadores. No reflejaban la luz por mucho que brillara, porque se iluminaban con su propia fuente. Ningún hombre o ninguna mujer podrían mirar a Samantha a los ojos y no creer que había de veras un Dios en el cielo. Ella se elevó hasta la barbilla de él, delgada y elegante. Esta era Samantha, su mejor amiga. En realidad su única amiga. Al mirarla ahora se preguntaba cómo había sobrevivido los últimos diez años.

– Dame un abrazo, mi caballero -expresó ella dando un paso adelante. Estoy encantado de verte, Samantha -contestó Kevin riendo ante la referencia a su infancia, y la abrazó fuertemente.

Ella se empinó y le besó la mejilla. Más allá de un beso de felicidad cuando tenían once años, su relación había permanecido platónica. Ninguno de los dos quiso un romance con el otro. Eran amigos del alma, los mejores amigos, casi hermano y hermana. No es que no le hubiera cruzado el pensamiento por la mente a Kevin; una amistad siempre había sido más atrayente. Ella siempre había sido una doncella en peligro, y él el caballero de brillante armadura, aunque los dos sabían que fue ella quien lo rescató primero. Ahora, a pesar del hecho de que había vuelto para rescatarlo, la imagen de su infancia llegaba de modo natural.

– Veo que te gustan los afiches de viajes -comentó Sam mirando la sala, con las manos en la cintura.

El se puso a su lado y rió con timidez. Deja de rascarte la cabeza; creerá que eres un perro. Bajó las manos y golpeteó con el pie derecho.

– Me gustaría ir algún día a todos esos lugares. Es como mirar el mundo. Me recuerda que hay más. Nunca me gustó estar encerrado.

– ¡Me encanta! Bueno, has llegado lejos. Y yo sabía que lo harías, ¿sabes? Solo te tenías que alejar de esa madre tuya.

– Tía -corrigió él-. Ella nunca fue mi madre.

– Tía. Seamos realistas, la querida tía Balinda te hizo más mal que bien. ¿Cuándo te fuiste definitivamente?

– A los veintitrés -contestó él y la pasó dirigiéndose a la cocina-. ¿Algo de beber?

– Gracias -respondió ella siguiéndolo-. ¿Te quedaste en esa casa cinco años después de que me fui?

– Eso me temo. Debiste haberme llevado contigo.

– Lo hiciste por tu cuenta… así es mejor. Mírate ahora, tienes un título universitario y estás en el seminario. Digno de admiración.

– Y tú graduada con honores. Muy impresionante -la elogió, luego sacó un refresco del refrigerador, lo destapó y se lo pasó.

– Gracias por el cumplido -dijo ella, le guiñó un ojo y tomó un sorbo-. El refresco también está bueno. ¿Con qué frecuencia vuelves?

– ¿Adonde? ¿A la casa? Tan poco como pueda. Preferiría no hablar de eso.

– Creo que eso podría estar ligado a esto, ¿no te parece?

– Quizás.

Samantha puso la lata sobre el poyo y miró a Kevin, de repente terriblemente serio.

– Alguien te está acechando. Y por lo que parece, también a mí. Un asesino que utiliza adivinanzas seleccionadas para nosotros por sus propias razones. Venganza. Odio. Los motivos más viles. No podemos dejar fuera el pasado.

– Así es.

– Cuéntamelo todo.

– Empezando con…

– Empezando con la llamada telefónica en tu auto -interrumpió ella y se dirigió hacia la puerta principal.

– ¿Adonde vas? -indagó Kevin yendo tras ella.

– Adonde vamos; ven, demos un paseo en auto. Es obvio que él está escuchando todo lo que decimos aquí… hagámosle la vida un poco más interesante. Iremos en mi auto. Espero que aún no lo haya intervenido.

Subieron a un sedán beige y Samantha condujo en la noche.

– Así está mejor. Es probable que esté usando láser.

– Creo que tienes razón -opinó Kevin.

– ¿Te lo dijo él?

– Algo así.

– Cada detalle, Kevin. Por insignificante que sea, sin importar lo que le hayas dicho a la policía, no me importa lo vergonzoso, ridículo o insensato que parezca, quiero saberlo todo.

Kevin hizo como ella requirió, ansiosamente, con pasión, como si fuera su primera confesión verdadera. Sam manejaba caprichosamente y se detenía a menudo para hacer preguntas.

¿Cuándo fue la última vez que dejaste tu auto sin llave?

Nunca, que recuerde.

¿Cierras con llave tu auto cuando está en el garaje?

No.

Meneó la cabeza. ¿Encontró la policía un temporizador?

No que él supiera.

¿Encontraste la cinta detrás de la lámpara?

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