Viernes
Por la tarde
UN AMABLE POLICÍA LLAMADO STEVE sacó a Kevin por detrás y lo llevó a la agencia Hertz de alquiler de autos. Veinte minutos después Kevin tenía las llaves de un Ford Taurus, casi idéntico al Sable que ya no existía.
– ¿Está usted seguro de que está bien para manejar? -inquirió Steve.
– Puedo manejar.
– Está bien. Lo seguiré hasta su casa.
– Gracias.
Era una antigua casa de dos pisos que Kevin compró cinco años antes, cuando tenía veintitrés, usando algo del dinero de un fondo de inversiones establecido por sus padres antes del accidente automovilístico. Un chofer borracho chocó el auto de Mark y Ruth Little cuando Kevin tenía solo un año; según el informe murieron al instante. Su único hijo, Kevin, había estado con una niñera. El pago del seguro lo recibió la hermana de Ruth, Balinda Parson, quien obtuvo la custodia plena de Kevin y posteriormente lo adoptó. Con algunos trazos del bolígrafo de un juez, Kevin dejó de ser Little y se convirtió en Parson. No tenía recuerdos de sus verdaderos padres, no tenía hermanos o hermanas, ni posesiones de las que supiera. Solo una cuenta de un fondo de inversiones fuera del alcance de cualquiera hasta que cumpliera dieciocho años, para disgusto de la tía Balinda.
Resultó que Kevin no tuvo necesidad de tocar el dinero hasta que tuvo veintitrés años, y para esa época se había convertido en más de trescientos mil dólares… un pequeño regalo para ayudarle a conseguir una nueva vida una vez que descubrió que la necesitaba. Hasta entonces había llamado «madre» a Balinda. Ahora se refería a ella como su tía. Eso es lo único que ella era, gracias a Dios. Tía Balinda.
Kevin entró al garaje y salió del Taurus. Agitó la mano cuando pasó el policía, y luego cerró la puerta del garaje. La luz programada se apagó lentamente. Entró al cuarto de lavar la ropa, echó una mirada a una canasta repleta y se propuso mentalmente terminar de lavar la ropa antes de acostarse. Si había algo que odiaba era el desorden. El desorden era el enemigo del entendimiento. ¿Cuan meticuloso y organizado tendría que ser un químico para entender el ADN? ¿Cuan organizada había sido la NASA al ampliar nuestra comprensión de la Luna? Una equivocación y bum.
Montones de ropa sucia apestaban a desorden.
Kevin entró a la cocina y puso las llaves sobre el mostrador. Alguien acaba de volar tu auto por los aires y estás pensando en lavar ropa. Bueno, ¿qué se supone que debía hacer? ¿Arrastrarse hasta un rincón y esconderse? Acababa de escapar de la muerte… debería estar haciendo una fiesta. Brindemos, camaradas. Hemos enfrentado al enemigo y sobrevivimos a la explosión de la bomba en el Wal-Mart.
Contrólate por favor, estás balbuceando aquí como un necio. Sin embargo, a la luz de las horas pasadas, era una bendición estar vivo. Y la gratitud estaba garantizada. Grande es tu fidelidad. Sí, de veras, qué bendición hemos recibido. Larga vida a Kevin.
A través del ventanal que daba al patio del frente se fijó al pasar en el rincón donde estaba la mesa redonda de desayuno. Al otro lado de la calle había una torre inactiva de perforación de petróleo sobre una sucia colina. Esta era su vista. Es lo que en esta época se puede comprar con doscientos mil dólares.
Por otra parte, allí estaba esa colina. Kevin parpadeó. Cualquiera podría estacionarse en la base de esa torre de perforación y con unos binoculares ver en total anonimato a Kevin Parson organizando el lavado de su ropa.
De repente volvieron los temblores. Kevin corrió a la ventana y rápidamente bajó las mini-persianas. Giró alrededor y recorrió el primer piso con la vista. Además de la cocina y la lavandería estaba la sala, el baño y puertas corredizas de vidrio, las cuales daban a un pequeño césped rodeado por una cerca blanca. Los dormitorios estaban arriba. Desde este ángulo podía ver el patio trasero a través de la sala. Que él supiera, ¡Slater pudo haber estado vigilándolo durante meses!
No. Eso era ridículo. Slater sabía de él, quizás algo de su pasado… un motorista demente a quien había sacado de la carretera. Tal vez incluso…
No, no podría ser eso. Solo era un niño entonces.
Kevin se secó la frente con el brazo y entró en la sala. Había un enorme sofá de cuero y una silla reclinable frente a un televisor de cuarenta y dos pulgadas con pantalla plana. ¿Y si Slater hubiera realmente estado aquí adentro?
Revisó el espacio. Todo estaba en su lugar: la mesa de café desempolvada, la alfombra aspirada, las revistas en su revistero al lado de la silla reclinable. Orden. A su lado estaba su texto Introducción a la filosofía. Grandes pósteres de viajes de sesenta por noventa centímetros cubrían las paredes arregladas en forma de rayuela. Dieciséis en total, contando las de la planta alta. Estambul, París, Río, el Caribe y una docena más. Quien no lo conociera podría creer que Kevin tenía una agencia de viajes, pero para él las imágenes eran simples ventanas al mundo real, lugares que algún día visitaría para ampliar sus horizontes.
Para ampliar su entendimiento.
Aunque Slater hubiera estado aquí, no había modo de decirlo, ya que sin polvo no había huellas. Quizás Milton debería enviar un equipo.
Tranquilo, muchacho. Este es un incidente aislado, no una invasión importante. Aún no es necesario derribar la casa.
Kevin fue hasta el sofá y regresó. Agarró el mando a distancia y encendió el televisor. Prefirió pasar canales en la enorme pantalla Sony en vez de quedarse por algún tiempo en un canal particular. La televisión era otra ventana dentro de su vida: un maravilloso montaje del mundo en toda su belleza y fealdad. No importaba; era real.
Cambiaba los canales, uno cada segundo más o menos. Fútbol americano, un programa de cocina, una mujer vestida de marrón mostrando cómo plantar geranios, un comercial de Vidal Sassoon, Bugs Bunny. Hizo una pausa en Bugs. Digo: ¿qué pasa, doc? Bugs Bunny tenía más verdad que decir acerca de la vida que los humanos de la televisión. «Si te quedas en el hoy mucho tiempo, este se convierte en tu tumba». ¿No era esa la verdad? Ese era el problema de Balinda: ella aún estaba en el hoyo. Él cambió de canal. El noticiero…
Las noticias. Kevin miró las imágenes aéreas, fascinado por las surrealistas tomas del auto en llamas. Su auto.
– Vaya -dijo entre dientes-. Ese soy yo.
Sacudió la cabeza con incredulidad y se alborotó el cabello.
– Ese soy yo de veras. Sobreviví a eso.
¿Qué cae pero no se rompe? ¿Qué rompe pero no se cae? Llamará de nuevo. Lo sabes, ¿no?
Kevin apagó el televisor. Un experto en sicología barata le dijo una vez que su mente era extraña. Lo examinó con un test de inteligencia y dio un cociente intelectual en el máximo percentil… no había problemas con eso. Es más, si había un problema -y el Dr. Swanlist, el experto en sico-bla-bla sin duda no creyó que hubiera ningún problema en absoluto- era que su mente aún procesaba la información a un ritmo que en otros normalmente pertenecía a los años formativos. La edad por lo general reduce la sinapsis, lo cual explica por qué la gente vieja se puede asustar detrás del volante. Kevin tendía a ver el mundo a través de los ojos de un adulto con la inocencia de un niño. Lo cual era en realidad sicología barata sin ningún valor práctico, a pesar de lo emocionado que estuviera el Dr. Swanlist.
Miró las escaleras. ¿Y si Slater hubiera ido arriba?
Kevin caminó hacia las escaleras y las subió de dos en dos. A la izquierda un dormitorio principal, a su derecha uno de huéspedes que usaba como oficina, y un baño entre los dos. Se dirigió al dormitorio de huéspedes, tiró del interruptor de la luz y asomó la cabeza. Un escritorio con una computadora, una silla y varios estantes, uno con una docena de textos y los demás repletos con más de doscientas novelas. Había descubierto los milagros de los relatos en los inicios de su adolescencia, y últimamente lo habían liberado. No había mejor manera de entender la vida que vivirla… si no a través de su propia vida, entonces a través de la de otros. Había una vez un hombre que tenía un campo. Brillante, brillante, brillante. No leer es dar la espalda a las mentes más sabias.
Kevin examinó los títulos de ficción. Koontz, King, Shakespeare, Card, Stevenson, Powers… una colección selecta. Había leído ansiosamente los libros en su reciente despertar. Decir que tía Balinda no aprobaba las novelas era como decir que el océano es húmedo. Ella no se sentía mejor acerca de los libros de texto de filosofía y teología de él.
Los pósteres de viajes en este cuarto mostraban bellezas de Etiopía, Egipto, Sudáfrica y Marruecos. Marrón, marrón, verde, marrón. Eso era todo.
Kevin cerró la puerta y entró al baño. Nada. El hombre en el espejo tenía cabello castaño y ojos azules. Grises con mala luz. De algún modo atractivo si tuviera algún criterio, pero generalmente de aspecto promedio. No era la clase de persona acechada por un sicópata. Lanzó un gruñido y corrió hacia su cuarto.
La cama estaba tendida, los vestidores cerrados, la persiana abierta. Todo en orden. Ves, has estado oyendo fantasmas.
Kevin suspiró y se quitó la camisa de etiqueta y los pantalones. Treinta segundos más tarde se había puesto una camiseta azul pálida y jeans. Aquí debía recobrar un semblante de normalidad. Lanzó la camisa de etiqueta a la canasta de ropa sucia, colgó los pantalones y se dirigió a la puerta.
Un destello de color en la mesita de noche le llamó la atención. Rosada. Una cinta rosada sobresalía por detrás de la lámpara.
El corazón de Kevin reaccionó antes que su mente, latiendo a toda prisa. Fue hacia delante y miró fijamente la cinta de cabello rosada. La había visto antes. Podía jurar que había visto esa cinta. Mucho tiempo atrás. Una vez Samantha le dio una cinta exactamente igual a esa, y se le perdió años atrás.
Se puso a dar vueltas. ¿Oyó Sam acerca del incidente y se vino manejando desde Sacramento? Recientemente había llamado por teléfono pero no mencionó que vendría a visitarlo. La última vez que él había visto a su amiga de la infancia fue cuando ella se fue a la universidad a los dieciocho años de edad, diez años atrás. Ella había pasado los últimos años en Nueva York trabajando con las fuerzas de la ley, y poco tiempo atrás se mudó a Sacramento para emplearse con la Oficina Californiana de Investigaciones.
¡Pero esta cinta era de ella!
– ¿Samantha? -su voz resonó suavemente en el cuarto.
Silencio. Por supuesto… él ya había revisado el lugar. A menos que…
Arrancó la cinta, corrió por las escaleras, y las bajó de tres en tres.
– ¡Samantha!
Le llevó a Kevin exactamente veinte segundos examinar la casa y descartar la posibilidad de que su amiga, a quien había perdido de vista mucho tiempo atrás, hubiera pasado a visitarlo y estuviera escondida como hacían cuando eran niños. A menos que hubiera llegado, hubiera dejado la cinta y luego se hubiera marchado, con la intención de llamar después. ¿Haría eso ella? Bajo cualquier otra circunstancia habría sido una maravillosa sorpresa.
Kevin se quedó en la cocina, perplejo. Si ella hubiera dejado la cinta habría dejado también un mensaje, una nota, haría una llamada telefónica, algo.
Pero no había nota. Su teléfono VTech negro reposaba sobre el poyo de la cocina. Número de mensajes: un gran «0» rojo.
¿Y si la cinta la hubiera dejado Slater? Debería llamar a Milton. Kevin se pasó una mano por el cabello. Milton querría saber de la cinta, lo cual significaba hablarle de Samantha, lo cual quería decir abrir el pasado. No podía abrir el pasado, no después de haber huido de él tanto tiempo.
El silencio casi se podía tocar.
Kevin miró la cinta rosada que temblaba ligeramente en su mano y se sentó sin prisa en el comedor. El pasado. Hacía mucho tiempo. Cerró los ojos.
Kevin tenía diez años cuando vio por primera vez a la hermosa chica que vivía calle abajo. Eso fue un año antes de conocer al muchacho que quería matarlos.
Conocer a Sam dos días después de su cumpleaños fue su mejor regalo. Siempre. Su hermano, Bob, quien en realidad era su primo, le había regalado un yoyo, que también le gustaba, pero no tanto como conocer a Samantha. Por supuesto que nunca le diría eso a Bob. Es más, no estaba para nada seguro de hablarle algún día a Bob acerca de Samantha. Era su secreto. Bob podría tener ocho años más que Kevin, pero era un poco lento… nunca comprendería.
Esa noche era luna llena, y Kevin ya estaba acostado a las siete en punto. Siempre se acostaba temprano. A veces antes de la merienda. Pero esta noche le pareció llevar una hora bajo las cobijas sin poder dormir. Creyó que quizás por la persiana blanca entraba demasiado brillo de la luz de la luna. Le gustaba la oscuridad para dormir. Como boca de lobo, que ni siquiera pudiera verse la mano al ponerla a dos centímetros de la nariz.
Tal vez si ponía algunos periódicos o su cobija sobre la ventana tendría suficiente oscuridad.
Se bajó de la cama, quitó la manta gris de lana y la levantó hasta engancharla en la varilla. Vaya, allá afuera estaba brillante de veras. Se volvió para mirar la puerta de su dormitorio. Madre estaba en su cama.
La persiana colgaba en lo alto de un rodillo con resortes, una cortina corrediza de lona que casi todo el tiempo cubría la pequeña ventana. No había nada que mirar más que el patio trasero. Kevin bajó la manta y levantó el borde inferior de la persiana.
Se apreciaba un resplandor opaco sobre las cenizas en el patio trasero. Se podía ver la caseta del perro a la izquierda, como si fuera de día. Hasta se veía cada tabla de la antigua cerca que rodeaba la casa. Kevin levantó los ojos al cielo. Una luna brillante que resplandecía como una bombilla le sonrió y él le devolvió la sonrisa. ¡Vaya!
Empezaba a bajar la persiana cuando algo más le llamó la atención. Un bulto sobre una de las tablas de la cerca. Parpadeó y observó. No, no era un bulto. Una…
Kevin bajó la persiana. Alguien estaba allá afuera, ¡mirándolo!
Se levantó de la cama y retrocedió hasta la pared. ¿Quién podría estar mirándolo en medio de la noche? ¿Quién estaría mirándolo? Era un muchacho, ¿o no? Uno de los chicos o chicas del vecindario.
Quizás solo creyó ver a alguien. Esperó algunos minutos, lo suficiente para que siguiera su camino quienquiera que fuese, y entonces reunió valor para echar solo una mirada más.
Esta vez apenas levantó la persiana para lograr ver solo sobre el alféizar. ¡Ella aún estaba allí! Kevin creyó que el miedo le haría estallar el pecho, pero siguió mirando. Ahora ella no podía verlo; la persiana estaba demasiado baja. Era una muchacha; podía verla. Una jovencita, tal vez de su misma edad, con cabello rubio largo y un rostro que debía de ser hermoso, pensó, aunque en realidad no lograba verle ningún detalle.
Y entonces ella salió de su vista y desapareció.
Kevin apenas logró dormir. La noche siguiente no pudo resistir mirar, pero la chica había desaparecido. Desapareció para bien.
Eso creyó.
Tres días después se encontraba otra vez en cama, y esta vez supo que había estado despierto al menos durante una hora sin poder dormir. Esa tarde Madre le había hecho tomar una siesta muy, pero muy, larga y simplemente no estaba cansado. La luna no brillaba tanto esta noche pero de todos modos él había cubierto la ventana para hacerla más oscura. Después de mucho tiempo decidió que quizás sería mejor un poco más de luz. Tal vez lograría dormir si le hacía creer a su mente que ya era la mañana siguiente y que estaba muy cansado después de desvelarse toda la noche.
Se levantó, quitó la frazada de lana y con un giro de la muñeca hizo que la persiana se levantara rápidamente.
Un rostro pequeño y redondo tenía su nariz contra la ventana. Kevin saltó hacia atrás y rodó en la cama, aterrado. Se puso de pie. ¡Allí estaba ella! ¡Aquí! ¡En su ventana! La chica de la otra noche estaba aquí, espiándolo.
Kevin casi grita. La muchacha sonreía; levantó la mano y la agitó como si lo reconociera y solo se hubiera detenido para saludar.
El miró hacia la puerta. Ojalá madre no hubiera oído nada. Se volvió nacía la chica en la ventana. Ahora ella le articulaba algo, haciéndole señas de que hiciera algo.
El solo atinó a quedarse allí y mirar, paralizado.
¡Ella le hacía señas de que levantara la ventana! ¡De ninguna manera! Y de todos modos no podía hacerlo; estaba atornillada.
Ella en realidad no parecía asustada. Es más, parecía de veras muy amigable Su rostro era hermoso y su cabello era largo. ¿Por qué asustarse de ella? Quizás no debería. Su rostro era muy… agradable.
Kevin miró otra vez la puerta y se volvió a deslizar al extremo de la cama. Ella agitó de nuevo la mano, y esta vez él le correspondió. Ella señaló el alféizar de la ventana, haciéndole otros gestos. Él siguió la mano de ella y de pronto entendió. ¡Le estaba diciendo que desatornillara la ventana! Miró el único tornillo que sujetaba el marco y por primera vez comprendió que podía sacarlo. Lo único que debía hacer era buscar algo con que sacar el tornillo. Algo como una moneda de un centavo. Él tenía algunas.
De pronto, fortalecido por la idea, agarró uno de los centavos de una vieja lata que tenía en el piso y lo colocó en el tornillo. Se aflojó. Lo desatornilló hasta que salió. La niña daba saltos y le señalaba que levantara la ventana. Kevin echó una última mirada a la puerta de su dormitorio y luego tiró de la ventana. La levantó silenciosamente. Él se arrodilló en su cama, frente a frente con la muchacha.
– Hola -susurró ella, sonriendo de oreja a oreja.
– Ho… hola -contestó él.
– ¿Quieres salir a jugar?
¿Jugar? El temor reemplazó a la emoción. Detrás de él la casa estaba en silencio.
– No puedo salir.
– Claro que puedes. Simplemente te dejas caer por la ventana. Es fácil.
– No creo que deba hacerlo. Yo…
– No te preocupes, tu madre ni siquiera lo sabrá. Sencillamente después trepas y atornillas la ventana otra vez. Todos estarán durmiendo de todos modos, ¿de acuerdo?
– ¿Conoces a mi madre?
– Todo el mundo tiene una madre.
Así que ella no conocía a Madre. Simplemente estaba diciendo que conocía madres a las que no les gustaba que sus hijos salieran a hurtadillas. Como si todas las madres se parecieran a la suya.
– ¿De acuerdo? -preguntó ella.
– De acuerdo.
¿Y si salía? ¿Qué daño iba a hacer? En realidad Madre nunca le dijo que no saliera de noche por la ventana, al menos no con esas palabras.
– No sé. No, de veras no puedo.
– Claro que puedes. Soy una niña y tú un niño. Las niñas y los niños juegan juntos. ¿No sabes eso?
Él no sabía qué decir. Sin duda alguna nunca antes había jugado con una niña.
– Salta.
– ¿Estás… estás segura de que no hay peligro?
Ella estiró una mano.
– Aquí, te ayudaré.
El no estaba seguro de qué lo llevó a hacerlo; su mano pareció estirarse sola hacia la de ella. Sus dedos tocaron los de ella, y los sintió tibios. Nunca antes había tocado la mano de una niña. La extraña sensación lo llenó con un estremecimiento agradable que no había sentido antes. Mariposas.
Diez segundos después Kevin estaba fuera de la ventana temblando bajo una luna brillante al lado de una chica de más o menos su misma estatura.
– Sitúeme -dijo la niña.
Fue hasta la cerca, levantó una tabla suelta, salió y le hizo señas de que la siguiera. Él la siguió, echando una última mirada ansiosa a su ventana.
Kevin pasó la cerca, temblando en la noche, pero esta vez no tanto de miedo sino de emoción.
– Mi nombre es Samantha, pero puedes llamarme Sam. ¿Cómo te llamas?
– Kevin.
Sam extendió la mano. -Me alegra conocerte, Kevin.
El le estrechó la mano, pero ella no la soltó. En vez de eso lo alejó de su casa.
– Nos mudamos aquí desde San Francisco hace más o menos un mes. No sabía que en esta casa viviera ningún niño, pero hace una semana oí hablar a mis padres. Tus padres son personas muy reservadas, ¿eh?
– Sí, creo que sí.
– Mis padres me dejan ir hasta el parque al final de la calle donde viven muchos niños. Está iluminado, ¿sabes? ¿Quieres ir allá?
– ¿Ahora?
– Seguro, ¿por qué no? No hay peligro. Papá es policía… y si no fuera seguro, créeme, él lo sabría.
– No… yo… no puedo. En realidad no quiero.
– Como quieras -dijo ella encogiéndose de hombros-. La otra noche estaba caminando cuando miré sobre tu cerca y te vi. Creo que te estaba espiando. ¿No te importa?
– No.
– Bueno, porque creo que eres guapo.
Kevin no supo qué decir.
– ¿Crees que soy hermosa?
Samantha giró alejándose de él y revoloteó a su alrededor como una bailarina de ballet. Usaba un vestido rosado y cintas del mismo color en el cabello.
– Sí, creo que eres hermosa -contestó él.
Ella dejó de dar vueltas y lo miró directamente a los ojos.
– Ya puedo decir que vamos a ser maravillosos amigos -expresó riendo-. ¿Te gustaría?
– Sí.
Ella dio otro saltito hacia atrás, le agarró la mano y se lo llevó corriendo. Kevin rió. Le gustaba ella. Le gustaba mucho. En realidad más de lo que alguna vez recordaba que le hubiera gustado alguien.
– ¿Adonde vamos?
– No te preocupes, nadie lo sabrá. Nadie nos verá. Lo prometo.
Durante la siguiente hora Sam le habló de su familia y su casa, que era la tercera después de la de él. Ella dijo que asistía a algo que llamó una escuela privada y que no llegaba a casa hasta las seis de la tarde. Su padre no podía pagar la escuela con lo que ganaba, pero su abuela había dejado un fondo de inversión para ella, y la única manera en que podía usar algo del dinero era si iba a una escuela privada. En realidad no le gustaban los niños de la escuela. Tampoco la mayoría de niños del barrio. Cuando creciera iba a ser policía como su padre. Quizás por eso le gustaba andar fisgoneando, porque los policías hacen eso para atrapar a los tipos malos. Le hizo algunas preguntas a Kevin pero se arrepintió al ver que él se avergonzaba.
Sam le gustaba… lo podía asegurar. Era la primera vez que Kevin había sentido esa clase de amistad por alguien.
Como a las ocho de la noche Samantha le dijo que debía estar en casa o sus padres se preocuparían. Se volvieron a escabullir por la cerca y ella lo ayudó a trepar otra vez por su ventana.
– Este será nuestro secreto, ¿de acuerdo? Nadie lo sabrá. Si me oyes dar golpecitos en tu ventana como a las siete sabrás que puedo jugar si tú quieres. ¿Trato hecho?
– ¿Quieres decir que podemos volver a hacer esto?
– ¿Por qué no? Mientras no te atrapen, ¿no?
– ¿Atraparme?
Kevin miró su ventana, luchando repentinamente con una urgencia de vomitar. No estaba seguro de por qué sintió náuseas; lo único que sabía era que si Madre lo averiguaba no se pondría feliz. Las cosas eran graves cuando Madre no se sentía feliz. ¿Cómo pudo él haber hecho esto? No hacía nada sin pedir permiso. Nunca.
– No te asustes, Kevin -lo consoló Sam poniéndole la mano en el hombro-. Nadie lo sabrá. Me gustas y quiero ser tu amiga. ¿Te gustaría?
– Sí.
Sam rió y le brillaron sus ojos azules.
– Quiero darte algo -manifestó ella mientras se quitaba una de las cintas rosadas de su cabello y se la entregaba-. No permitas que tu mamá la encuentre.
– ¿Es para mí?
– Para que no me olvides.
Por nada del mundo. De ningún modo.
– Hasta la próxima vez, compañero -se despidió ella extendiéndole la mano-. Chócala.
Él la miró, confundido.
– Mi papá lo dice. Es jerga callejera. Algo así -explicó ella, le agarró la mano y deslizó su palma en la de él-. Adiós. No olvides volver a atornillar tu ventana.
Entonces Sam desapareció.
Dos noches después regresó. Con más mariposas en el estómago y agudas campanillas de advertencia que le resonaban en la mente, Kevin se deslizó por su ventana.
Madre se daría cuenta. Sam lo tomó de la mano y eso hizo que él se animara, pero Madre lo averiguaría. El tintineo en su cabeza no se detendría.
Kevin se salió de los recuerdos. Un agudo timbre resonó. El se estremeció ante el sonido. Tardó un momento en hacer la transición desde el pasado.
El teléfono negro sobre el poyo sonaba. Era un aparato moderno con una campanilla de estilo antiguo que sonaba como un teléfono viejo de escritorio. Kevin lo miró, de pronto no estaba seguro de querer contestar. Casi nunca recibía llamadas telefónicas; pocas personas tenían motivos para llamarlo. La mayoría eran ventas por teléfono.
Había fijado el contestador para seis timbradas. ¿Y si fuera Samantha? ¿O el detective Milton?
El teléfono volvió a sonar. Contéstalo, Kevin. Por supuesto. Contéstalo.
Aceleró el paso hacia el poyo y agarró el auricular de la horquilla.
– ¿Aló?
– Hola, Kevin. ¿Encontraste mi regalito?
Kevin se quedó rígido. Slater.
– Tomaré eso como un sí. Hemos tenido un día lleno de incidentes, ¿no es verdad? Primero una llamadita telefónica, luego una bombita y ahora un regalito. Y todo en el espacio de cuatro horas. Hace que valga la pena toda la espera, ¿no lo crees?
– ¿Quién es usted? -demandó Kevin-. ¿Cómo es que me conoce?
– ¿Quién soy? Soy tu peor pesadilla. Te prometo que pronto estarás muy de acuerdo. ¿Cómo te conozco? Ta, ta, ta. El hecho de que aún tengas que preguntar justifica todo lo que tengo en mente.
¡Tenía que ser el muchacho! Santo Dios, ¡sálvame! Kevin se desplomó lentamente al suelo. Esto no podía estar sucediendo.
– Oh, Dios…
– Dios no, Kevin. Definitivamente Dios no. Bueno, quiero que escuches con mucho cuidado, porque te voy a dar mucha información en poco tiempo. Cada simple dato es crítico si quieres sobrevivir a este juego nuestro. ¿Entiendes?
La mente de Kevin recorrió a través de los años, buscando a alguien que se pareciera a este tipo, alguien que tuviera algún motivo para hablarle de este modo. Nadie más que el muchacho.
¡Contéstame, asqueroso! -exclamó Slater.
– Sí.
Sí, ¿qué?
Sí, entiendo.
Sí, ¿entiendes qué?
– Que debo escuchar atentamente -contestó Kevin.
– Bien. Solo hay tres reglas en nuestro juego. Recuérdalas todas ellas. Una, no digas nada a la policía acerca de mis adivinanzas o de mis llamadas telefónicas hasta que haya pasado un tiempo. Entonces podrás decirles todo lo que quieras. Esto es personal… y no sería conveniente tener a toda la ciudad arrasada emocionalmente por una bombita que podría estallar. ¿Está claro?
– Sí.
– Dos, haces exactamente lo que digo, o te prometo que lo pagarás. ¿Bastante claro?
– ¿Por qué está usted haciendo…
– ¡Contéstame!
– ¡Sí!
– Tres, las adivinanzas seguirán llegando hasta que confieses. Desapareceré tan pronto como lo hagas. Así de sencillo. Uno, dos, tres. Haz que lo entienda tu cabezota y no tendremos problema. ¿Entiendes?
– Por favor, si solo me dice qué debo confesar, lo confesaré. ¿Por qué está usando adivinazas? ¿Puedo confesar sin resolver adivinanzas?
– La respuesta a las adivinanzas y la confesión son lo mismo -contestó Slater después de permanecer en silencio por unos instantes-. Esa es la primera y última pista. La próxima vez que trates de sacarme algo entraré allí y te cortaré una oreja, o algo igual de interesante. ¿Qué pasa, Kevin? Eres el brillante seminarista. Eres el inteligente pequeño filósofo. ¿Te asustan unas adivinanzas?
Las adivinanzas y la confesión son lo mismo. Así que quizás no se trata del muchacho.
– Esto no es justo…
– ¿Te pedí que hablaras?
– Usted me hizo una pregunta.
– La cual requiere una respuesta, no una conferencia. Por eso pagarás un pequeño precio extra. He decidido matar para ayudarte a entender.
– Usted… ¿acaba usted de decidir…? -balbuceó Kevin horrorizado.
– Quizás dos asesinatos.
– No, lo siento. No hablaré.
– Mejor. Y solo así nos entenderemos bien; entre todas las personas, tú eres quien tiene menos derecho a hablar de justicia. Podrás engañar a ese viejo tonto en el seminario, podrás hacer que todas las damas de esa iglesia crean que eres un joven tierno, pero yo te conozco, muchacho. Sé cómo funciona tu mente y de qué eres capaz. ¿Sabes qué? Estoy a punto de hacer salir la serpiente de su mazmorra. Antes de que hayamos terminado aquí el mundo sabrá toda la horrible verdad, muchacho. Abre la gaveta que tienes frente a ti.
¿La gaveta? Kevin se puso de pie y miró la gaveta debajo del poyo.
– ¿La gaveta?
– Ábrela y saca el teléfono celular.
Kevin abrió la gaveta. En la bandeja había un teléfono celular pequeño. Lo levantó.
– De ahora en adelante llevarás contigo este teléfono todo el tiempo. Está fijado para que vibre… no es necesario despertar a los vecinos cada vez que llamo. Por desgracia no podré llamarte al teléfono de tu casa porque los policías lo intervienen. ¿Entiendes?
– Sí.
Ya no cabía duda de que Slater había estado en casa de Kevin. ¿Qué más sabía?
– Hay otro asuntito que necesita nuestra atención antes de continuar, Te tengo buenas noticias, Kevin -la voz de Slater se hizo ronca y su respiración se volvió más pesada-. No estás solo en esto. Intento derribar a alguien más contigo. Su nombre es Samantha.
Hizo una pausa.
– Recuerdas a Samantha, ¿no es así? Deberías; ella te llamó hace poco.
– Sí.
– Te gusta, ¿verdad, Kevin?
– Es una amiga.
– No tienes muchos amigos.
– No.
– Considera a Samantha como mi seguro. Si me fallas, ella muere.
– ¡Usted no puede hacer eso!
– ¡Cállate! Silencio, ¡repugnante embustero! Escucha atentamente. En vida es tu amigo, pero muerto es el fin. Esa es tu adivinanza extra por ser tan burro. Tienes exactamente treinta minutos para resolverla o tu mejor amigo explotará.
– ¿Qué amigo? ¡Creí que esto era solo conmigo! ¿Cómo sabrá usted si he solucionado la adivinanza?
– Llama a Samantha. Pídele ayuda. Los dos pueden juntar sus asquerosas cabezas y averiguarlo.
– Ni siquiera estoy seguro de poder encontrar a Samantha. ¿Cómo sabrá usted lo que yo le diga?
– Uno no hace lo que estoy haciendo sin saber con qué herramientas trabajar. Tengo oídos y ojos en todas partes. ¿Sabes que con los juguetes adecuados puedes entender a un hombre dentro de una casa a más de mil metros de distancia? Ver es aun más fácil. El reloj está andando. Te quedan veintinueve minutos y treinta y dos segundos. Sugiero que te apures.
La línea hizo clic.
– ¿Slater?
Nada. Kevin depositó el auricular en la horquilla y miró el reloj. Las 4:15. Habrá otra explosión en treinta minutos, involucrando esta vez a su mejor amigo, lo cual no tenía sentido porque él no tenía mejores amigos. En vida es tu amigo, pero muerto es el fin. Sin policías.