3
El señor Wren entró acompañado de un ramalazo de nieve y, todo lo que Molly pudo distinguir de su persona, desde la puerta de la biblioteca, fue su silueta recortándose contra el blanco mundo exterior.
«Qué parecidos son todos los hombres civilizados», pensó Molly. Abrigo oscuro, sombrero gris y una bufanda alrededor del cuello.
Giles cerró la puerta, mientras el señor Wren se quitaba la bufanda y el sombrero y dejaba la maleta en el suelo... todo ello sin parar de hablar. Tenía una voz aguda, casi molesta, y la voz del recibidor, le reveló como un hombre joven, de cabellos rubios, tostado por el sol, y los ojos claros e inquietos.
—Muy malo, demasiado malo —decía—. El invierno inglés ha llegado a su punto culminante... y hay que ser muy valiente para hacerle cara. ¿No le parece? He tenido un viaje terrible desde Gales. ¿Es usted la señora Davis? ¡Encantado! —Molly sintió su mano aprisionada en una mano huesuda—. Es completamente distinta de como la había imaginado. Yo me la suponía como la viuda de un general del Ejército indio... muy triste... una verdadera rinconera victoriana... y es celestial... sencillamente celestial... ¿Tienen flores de cera? ¿O aves del paraíso? Oh, este lugar me va a encantar. Temía que fuera demasiado anticuado... muy, muy... Manor. Y es maravilloso, auténticamente victoriano. Dígame, ¿tienen alguno de esos aparadores de caoba... de caoba rojiza con grandes frutas talladas?
—Pues a decir verdad —dijo Molly, casi sin aliento ante aquel torrente de palabras—, sí lo tenemos.
—¡No! ¿Puedo verlo en seguida? ¿Está aquí?
Su velocidad era desconcertante. Ya había hecho girar el pomo de la puerta del comedor y encendido la luz. Molly le siguió consciente de la mirada desaprobadora de su marido.
El señor Wren pasó sus dedos largos y angulosos por el rico trabajo de talla del macizo aparador, lanzando exclamaciones apreciativas.
—¿No tienen una gran mesa de caoba? ¿Cómo es que han puesto todas esas mesitas pequeñas?
—Pensamos que los huéspedes lo preferirían así —repuso Molly.
—Querida, claro que tiene toda la razón. Me había dejado llevar de mi amor a la época. Claro que de tener la gran mesa habría que sentar a su alrededor a la familia adecuada. Un padre severo, con una gran barba... una madre prolífica, once niños; una torva institutriz y alguien llamado «pobre Enriqueta...» la pariente pobre que es la ayuda de todos y se siente muy agradecida porque le han dado cobijo. Miren esa chimenea... imagínese las llamas que lamen el hogar quemando la espalda de la pobre Enriqueta.
—Le subiré la maleta a la habitación —dijo Giles—. ¿La habitación del ala este?
—Sí —repuso Molly.
El señor Wren salió al vestíbulo mientras Giles subía la escalera.
—¿Es una cama con dosel? —preguntó.
—No —repuso Giles antes de desaparecer en un recodo de la escalera.
—Me parece que no voy a ser del agrado de su esposo —dijo el señor Wren—. ¿Dónde ha estado? ¿En la Marina?
—Sí.
—Me lo figuraba. Son mucho menos tolerantes que en el Ejército y las fuerzas aéreas. ¿Cuánto tiempo llevan casados? ¿Está usted muy enamorada de él?
—Tal vez deseará usted subir a ver si le agrada su habitación.
—Sí. Perdón. He estado algo impertinente. Pero la verdad es que quiero saberlo. Quiero decir, que es interesante conocer la vida de los demás, ¿no le parece? Me refiero a lo que sienten y piensan, no a lo que son y a lo que hacen.
—Supongo que usted es el señor Wren —dijo Molly.
El joven se quedó cortado.
—Pero ¡qué tonto...! Nunca se me ocurre aclarar las cosas primero. Sí, yo soy Cristóbal Wren... no se ría. Mis padres eran una pareja muy romántica y esperaban que yo llegara a ser arquitecto y por eso les pareció una buena idea llamarme Cristóbal... De ese modo ya tenía mucho ganado.
—¿Y es usted arquitecto? —preguntó Molly, incapaz de ocultar su regocijo.
—Sí, lo soy —repuso el señor Wren, triunfante—. Por lo menos estoy muy cerca de serlo. Todavía no he terminado la carrera. Pero la verdad es que soy un buen ejemplo de un deseo que por una vez se cumplió. Y si quiere que le diga la verdad, me temo que ese nombre me servirá de estorbo. Nunca llegaré a ser un Cristóbal Wren. No obstante, los Nidos Prefabricados de Cris Wren puede que lleguen a tener fama.
Giles bajaba la escalera y Molly dijo:
—Ahora le enseñaré su habitación, señor Wren.
Cuando bajó al cabo de unos minutos, Giles le preguntó:
—Bueno, ¿le han gustado los muebles de roble?
—Tenía tantas ganas de dormir en una cama con dosel que le di el cuarto rosa.
Giles gruñó algo que terminaba en «ese joven cargante».
—Escúchame, Giles —Molly adoptó una expresión severa—. Esto no es una reunión de invitados, sino un negocio. Y te guste o no, Cristóbal Wren...
—No me gusta —la interrumpió Giles.
—...tienes que aguantarte. Nos paga siete guineas a la semana y eso es todo lo que importa.
—Si las paga, sí.
—Se ha comprometido a pagarlas. Tenemos su carta.
—¿Y le has llevado tú la maleta hasta la habitación rosa?
—La ha llevado él, naturalmente.
—Muy galante. Pero no te hubieras cansado cargando con ella. Desde luego no es probable que esté llena de piedras envueltas en papeles. Es tan ligera que me parece que debe estar vacía.
—¡Chist! Ahí viene —dijo Molly avisándole.
Cristóbal Wren fue acompañado a la biblioteca que presentaba un bonito aspecto con sus butacones y el hogar de la chimenea encendido. Molly le dijo que la cena se servía al cabo de media hora, y contestando a sus preguntas le explicó que de momento él era el único huésped.
—En este caso —dijo Cristóbal—, ¿le molestaría que fuera a la cocina a ayudarla? Puedo hacer una tortilla, si me lo permite —ofreció para que Molly accediera.
Así fue cómo Cristóbal se metió en la cocina y luego les ayudó a secar los platos y los vasos.
Molly se daba cuenta de que todo aquello no acreditaba a una casa de huéspedes formal... y a Giles no le había gustado nada. Oh, bueno, pensó Molly antes de quedarse dormida: mañana, cuando estén los demás, será distinto.