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Cuando el sargento Trotter entró en la biblioteca oyó simultáneamente cuatro voces.

La más aguda y chillona era la de Cristóbal Wren, que declaraba que no iba a poder dormir aquella noche, que todo era emocionante y por favor, por favor, pedía que le dieran más detalles.

A modo de acompañamiento, la señora Boyle afirmaba con voz grave.

—Esto es una afrenta... ¡Valiente protección tenemos...! La Policía no tiene derecho a dejar que los asesinos anden sueltos por el país.

El señor Paravicini accionaba elocuentemente con ambas manos y sus palabras quedaban ahogadas por la voz de la señora Boyle. De vez en cuando podían oírse las frases tajantes del mayor Metcalf pidiendo «pruebas».

Trotter alzó la mano y todos, a un mismo tiempo, enmudecieron.

—¡Gracias! —les dijo—. El señor Davis acaba de hacerles un resumen del motivo de mi presencia. Ahora deseo saber una cosa, una sola cosa y pronto. ¿Quién de ustedes tiene algo que ver con el caso de Longridge Farm?

El silencio continuó inalterable y cuatro rostros impasibles fijaron sus miradas en el sargento Trotter. Los rasgos de las emociones de momentos antes: indignación, histeria, curiosidad..., se habían desvanecido de aquellos semblantes.

El sargento Trotter volvió a hacer uso de la palabra, esta vez con más apremio.

—Por favor, entiéndame. Tenemos razones para creer que uno de ustedes corre peligro... peligro de muerte... ¡Tengo que averiguar quién es!

Nadie habló ni se movió.

Algo semejante a la ira alteraba ahora la voz de Trotter.

—Muy bien... Les interrogaré uno por uno. ¿Señor Paravicini?

Una sonrisa apenas perceptible apareció en los labios de míster Paravicini, quien alzó las manos en un gesto de protesta.

—¡Pero si yo soy un extraño en esta región, señor inspector! No sé nada, nada en absoluto, de los sucesos locales a que se refiere usted.

Trotter, sin perder tiempo, prosiguió:

—¿Señora Boyle?

—La verdad, no veo por qué..., quiero decir..., ¿por qué tendría yo que ver en tan desagradable asunto?

—¿Señor Wren?

—Por aquel entonces era yo un niño —repuso Cristóbal con voz estridente—. Ni siquiera recuerdo haber oído nunca hablar de ello.

—¿Y usted, mayor Metcalf?

—Lo leí en los periódicos —repuso con brusquedad—. Entonces yo estaba en Edimburgo.

—¿Eso es todo lo que tienen que decir?

De nuevo reinó el silencio. Trotter exhaló un suspiro de desesperación.

—Si uno de ustedes es asesinado —les dijo—, no culpen a nadie, sino a ustedes mismos.

Y dando media vuelta abandonó la biblioteca.

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