2



La señora Boyle se sentó a desayunar. No había nadie más en el comedor. Acababan de retirar de la mesa contigua el servicio del mayor Metcalf, y la del señor Wren estaba dispuesta todavía para el almuerzo. Por lo visto, uno se había levantado antes y el otro lo haría

después. La señora Boyle era la única que sabía que las nueve en punto es la hora adecuada para desayunar.

La señora Boyle había terminado la excelente tortilla e iba dando cuenta de las tostadas con ayuda de sus dientes blancos y fuertes. Estaba descontenta y defraudada. Monkswell Manor no era ni remotamente como ella lo había imaginado. Esperaba haber podido organizar partidas de bridge con solteronas que se dejaran impresionar por su posición social y por SUS relaciones, y a las que podría insinuar la importancia y secretos de sus servicios prestados durante la guerra.

El término de la guerra había dejado a la señora Boyle anclada, como lo estaba, en una playa desierta. Siempre fue una mujer activa, que hablaba sin cesar de eficiencia y organización, lo cual había evitado que la gente le preguntara si era una buena y eficiente... organizadora. Las actividades de guerra le habían venido como anillo al dedo. Había dirigido, animado y preocupado, a decir verdad, a mucha gente sin concederse ni un minuto de descanso. Y ahora, toda aquella vida excitada y activa había terminado. Volvía a su vida privada y su antigua vida agitada ya no existía. Su casa, que había sido requisada por el Ejército, necesitaba ser reparada y pintada de arriba abajo antes de que pudiera volver a habitarla, y la dificultad de encontrar servicio la hacían insuperable. Sus amigos se habían desperdigado, y aunque algún día encontraría su puesto de momento era cosa de dejar transcurrir el tiempo. Un Hotel o una Casa de Huéspedes le pareció la mejor solución, y por eso resolvió ir a Monkswell.

Miró a su alrededor con disgusto.

—Debieron haberme dicho que estaban empezando —dijo para sus adentros.

Apartó el plato. En cierto modo, el hecho de que el desayuno estuviera perfectamente preparado y servido, con buen café y mermelada casera, le contrariaba todavía más, ya que la privaba de un legítimo motivo de queja. Asimismo, su cama era muy cómoda, con sábanas bordadas y almohada blanda y suave. A la señora Boyle le agradaba el confort, pero también el poder encontrar defectos. Y esto último tal vez fuera su pasión más arraigada.

La señora Boyle, levantándose majestuosamente, salió del comedor cruzándose en la puerta con aquel extraordinario joven de cabellos rojos, que aquella mañana lucía una corbata de cuadros, verde rabioso... una corbata de lana.

«Absurda —díjose la señora Boyle—. Completamente absurda.»

Y el modo de mirarla aquel joven con el rabillo de aquellos ojos claros... también le disgustaba. Había algo molesto..., extraño... en aquella mirada ligeramente burlona.

«No me extrañaría que fuese un desequilibrado mental», continuó diciéndose mistress Boyle.

Y saludándole con una ligera inclinación de cabeza, para corresponder a su extravagante reverencia, entró en el espacioso salón. ¡Qué butacones más cómodos... sobre todo el de color de rosa! Sería mejor que les hiciera comprender desde ahora que aquélla iba a ser su butaca. Puso su labor sobre ella, a modo de señal y fue a apoyar la mano sobre los radiadores. Sus ojos brillaron con arrogancia. Ya tenía algo de qué quejarse.

Miró por la ventana.

Vaya un tiempo malo... malísimo. Bueno, no se quedaría mucho tiempo allí... a menos que llegara más gente y empezara a divertirse.

Un montón de nieve cayó desde el tejado produciendo un ruido ahogado. La señora Boyle se estremeció.

—No —dijo en voz alta—. No me quedaré mucho tiempo aquí.

Alguien rió..., risita de falsete, haciéndole volver la cabeza. El joven Wren la contemplaba desde la puerta con aquella extraña expresión tan característica en él.

—No —le dijo—. No creo que dure mucho aquí.

Загрузка...