Capítulo VI
1
Estaban todos reunidos en la cocina. Sobre el fogón de gas la olla de patatas hervía alegremente. El sabroso aroma del asado que salía del horno era más fuerte que nunca.
Cuatro seres asustados se miraron unos a otros: el quinto, Molly, pálida y temblorosa, sorbía un vaso de whisky, que el sexto, el sargento Trotter, le había obligado a beber.
El propio sargento Trotter, con su rostro grave y contrariado, contemplaba a los reunidos. Habían transcurrido sólo quince minutos desde que los terribles gritos de Molly les atrajeran a todos a la biblioteca.
—Acababa de ser asesinada cuando usted llegó junto a ella, señora Davis —le dijo—. ¿Está segura de no haber visto u oído nada cuando cruzó el vestíbulo?
—Oí silbar —dijo Molly con voz débil—, pero eso fue antes. Creo... no estoy segura... creo haber oído cerrar una puerta... precisamente cuando yo... cuando yo... entraba en la biblioteca.
—¿Qué puerta?
—No lo sé.
—Piense, señora Davis... trate de recordar..., ¿arriba, abajo, a la derecha o a la izquierda...?
—No lo sé, ya se lo he dicho —exclamó Molly—. Ni siquiera estoy segura de haber oído algo.
—¿Es que no puede dejar de acosarla? —dijo Giles, furioso—. ¿No ve que está nerviosa?
—Estoy investigando un crimen, señor Davis... Le ruego me perdone, comandante Davis.
—No utilizo mi título de guerra en ninguna ocasión, sargento.
—Perfectamente, señor —Trotter hizo una pausa, como si hubiera tocado un punto delicado—. Como iba diciendo, estoy investigando un crimen. Hasta ahora nadie ha tomado este asunto en serio. La señora Boyle tampoco. No quiso darme cierta información. Todos ustedes han hecho lo mismo. Bien, la señora Boyle ha muerto y, a menos que lleguemos al fondo de todo esto... y pronto, puede que haya otra muerte.
—¿Otra? ¡Tonterías! ¿Por qué?
—Porque... —repuso el sargento Trotter con voz grave— eran tres ratoncitos ciegos...
—¿Una muerte por cada uno? —preguntó Giles, extrañado—. Pero tendría que existir alguna relación... quiero decir, otra relación con aquel caso.
—Sí, tiene que haberla.
—Pero, ¿por qué ha de haber otro crimen aquí?
—Porque sólo había dos direcciones en el librito de notas. Había sólo una posible víctima en la calle Culver, 74. Ya ha muerto. Pero en Monkswell Manor hay un campo más amplio.
—Tonterías, Trotter. Sería una coincidencia casi improbable que se hubieran reunido aquí por azar dos personas relacionadas con el caso de Longridge Farm.
—Dadas ciertas circunstancias, no sería mucha casualidad. Piénselo, señor Davis.
Se volvió hacia los otros.
—Ya tengo sus declaraciones de dónde estaba cada uno de ustedes cuando la señora Boyle fue asesinada. Voy a repasarlas. ¿Usted, señor Wren, estaba en su habitación cuando oyó gritar a la señora Davis?
—Sí, sargento.
—Señor David, ¿usted se encontraba en su dormitorio examinando el teléfono supletorio que hay allí?
—Sí —repuso Giles.
—El señor Paravicini se hallaba en el salón tocando el piano. A propósito, ¿no le oyó nadie, señor Paravicini?
—Tocaba muy piano, muy piano, sargento, y sólo con un dedo.
—¿Qué es lo que tocaba?
—Tres Ratones Ciegos, sargento —Sonrió—. Lo mismo que el señor Wren silbaba en el piso de arriba. La tonadilla que todos llevamos metida en la cabeza.
—Es una canción horrible —dijo Molly.
—¿Y qué me dice del cable telefónico? —quiso saber Metcalf—. ¿Lo habían cortado intencionadamente?
—Sí, mayor Metcalf. Precisamente junto a la ventana del comedor... acababa de localizar la avería cuando gritó la señora Davis.
—¡Pero eso es una locura! ¿Cómo espera el criminal poder salir con bien de todo esto? —preguntó Cristóbal con voz estridente.
El sargento le contempló fijamente unos instantes.
—Tal vez eso no le preocupe mucho —dijo—. O es posible que se crea demasiado listo para nosotros. Los asesinos son así. Nosotros tenemos un curso de psicología en nuestro aprendizaje. La mentalidad de un esquizofrénico es muy interesante.
—¿No podríamos suprimir las palabras innecesarias? —preguntó Giles.
—Desde luego, señor Davis. Sólo hay dos de ellas que nos interesan de momento. Una es asesinato y la otra peligro. Nos hemos de concentrar sobre esas palabras. Ahora, mayor Metcalf, permítame que aclare sus movimientos. Dice que estaba usted en el sótano..., ¿por qué?
—Echando un vistazo —repuso el mayor—. Miré en el interior de ese armario que hay debajo de la escalera y entonces vi una puerta, la abrí, había un tramo de escalones y los bajé. Tiene usted un sótano muy bonito —dijo dirigiéndose a Giles—. Parece la bien conservada cripta de un viejo monasterio.
—No se trata de buscar antigüedades, mayor Metcalf. Estamos investigando un crimen. ¿Quiere escuchar un momento, señora Davis? Dejaré abierta la puerta de la cocina —Y salió. Oyóse cerrar una puerta con cuidado—. ¿Es eso lo que oyó usted, señora Davis? —preguntó al reaparecer.
—Yo... creo que fue algo así.
—Era la puerta del armario de debajo de la escalera. Podría ser que el asesino, tras matar a la señora Boyle, se retirara por el recibidor, y al oírla salir de la cocina se refugiara en este armario y cerrara la puerta.
—En ese caso estarán sus huellas en el interior del armario —exclamó Cristóbal.
—Y también las mías —dijo el mayor Metcalf.
—Cierto —repuso el sargento Trotter—. Pero nos ha dado una explicación satisfactoria, ¿verdad? —agregó en tono más bajo.
—Escuche, sargento —intervino Giles—, admito que usted es el encargado de aclarar este asunto, pero ésta es mi casa, y en cierto modo me siento responsable de las personas que se hospedan aquí. ¿No podríamos tomar ciertas medidas de precaución?
—¿Tales como...? Diga, diga usted, señor Davis.
—Bien, para ser franco, habría que arrestar a la persona que aparece como principal sospechoso.
Y Giles miró fijamente a Wren.