El tercer piso
—¡Pues no la encuentro! —dijo Pat.
Y con el ceño fruncido revolvió impaciente en el chisme de seda que ella llamaba su bolso de noche. Los dos jóvenes y la otra muchacha la observaron con ansiedad. Se encontraban ante la puerta cerrada del piso de Patricia Garnett.
—Es inútil —exclamó Pat—. Aquí no está. ¿Y ahora qué vamos a hacer?
—¿Qué es la vida sin una llave? —murmuró Jimmy Faulkener.
Era un joven de pequeña estatura y ancho de espaldas, de ojos azules de alegre expresión.
—No bromees, Jimmy. Esto es serio.
—Vuelve a mirar, Pat —dijo Donovan Bayley—. Debe de estar ahí.
Tenía una voz pastosa y agradable que hacía juego con su tipo moreno y delgado.
—Si es que la trajiste —intervino la otra muchacha, Mildred Hope.
—Pues claro que la traje —replicó Pat—. Creo que os la di a uno de vosotros —se volvió a los jóvenes con ademán acusador—. Le dije a Donovan que me la guardara.
Pero no iba a encontrar una escapatoria tan fácilmente. Donovan lo negó rotundamente y Jimmy le respaldó.
—Yo mismo vi cómo la metías en tu bolso —dijo Jimmy.
—Bueno, entonces uno de vosotros la perdería al recoger mi bolso. Se me ha caído un par de veces.
—¡Un par de veces! —exclamó Donovan—. Lo has dejado caer lo menos una docena, y además lo olvidaste en todas las ocasiones posibles.
—Lo que no comprendo es cómo diablos no se ha perdido todo lo que llevas dentro —dijo Jimmy.
—El caso es..., ¿cómo vamos a entrar? —quiso saber Mildred.
Era una muchacha muy sensible, aunque no tan atractiva como la impulsiva e impertinente Pat.
Los cuatro permanecieron ante la puerta cerrada sin saber qué partido tomar.
—¿Y no podría ayudarnos el portero? —sugirió Jimmy—. ¿No tiene una llave maestra o algo parecido?
Pat meneó la cabeza. Sólo había dos llaves. Una estaba en el interior del piso colgada en la cocina y la otra estaba..., o debiera de haber estado..., en el condenado bolso.
—Si por, lo menos viviera en la planta baja, podríamos romper el cristal de una ventana o algo así —lamentóse Pat—. Donovan, ¿no te gustaría ser un ladrón escalador?
El aludido rechazó enérgicamente, aunque con educación, semejante idea.
—Un cuarto piso... sería casi un entierro asegurado —dijo Jimmy.
—¿Y la escalera de incendios? —sugirió Donovan.
—No la hay.
—Pues debiera haberla —replicó Jimmy—. Un edificio de cinco pisos debe tener escalera de incendios.
—Eso digo yo —repuso Pat—. Pero con eso no ganamos nada. ¿Cómo voy a entrar en mi piso?
—¿Y no hay una especie de ascensor suplementario? —dijo Donovan—. Esos chismes en los que el tendero hace subir las coles de Bruselas y la carne picada.
—El ascensor del servicio —repuso Pat—. ¡Oh, sí!, pero sólo es un montacargas en forma de cesta. ¡Oh, esperad..., ya sé! ¿Y el ascensor del carbón?
—Vaya —dijo Donovan—, es una idea.
Mildred hizo una observación descorazonadora.
—Estará cerrado —dijo—. Me refiero a que estará corrido el pestillo por la parte interior de la cocina de Pat.
—No lo creas —replicó Donovan,
—Eso no ocurre en la cocina de Pat —exclamó Jimmy—. Pat nunca cierra con llave ni corre cerrojos.
—No creo que esté cerrado —dijo Pat—. Esta mañana saqué el cubo de la basura, y estoy segura de no haber cerrado después, puesto que no volví a acercarme por allí.
—Bueno —intervino Donovan—, pues eso nos va a resultar muy provechoso esta noche, pero de todas maneras, Pat, permíteme que te aconseje abandones esta costumbre que te deja a merced de los ladrones no escaladores.
Pat hizo caso omiso de la reprimenda.
—Vamos —exclamó comenzando a bajar a toda prisa los cuatro tramos de escalera. Los demás la siguieron, y Pat les condujo a un sótano oscuro, aparentemente lleno de cochecitos de niño, y luego, atravesando la puerta de la escalera de los pisos, los guió hasta el ascensor derecho... que en aquel momento estaba ocupado por un cubo de basura. Donovan lo quitó de allí y subiéndose a la plataforma ocupó su lugar, arrugando la nariz.
—Es algo molesto —observó—. Pero, ¿qué importa? ¿Voy a emprender solo esta aventura o hay alguien que quiera acompañarme?
—Yo iré contigo —dijo Jimmy.
Y se colocó al lado de Donovan.
—Espero que el montacargas pueda con mi peso —añadió sin gran convencimiento.
—No puedes pesar mucho más que una tonelada de carbón —replicó Pat, que nunca estuvo muy fuerte en pesos y medidas.
—De todas maneras pronto lo averiguaremos —contestó Donovan alegremente tirando de la cuerda.
Y en medio de un ruido chirriante los dos muchachos desaparecieron de la vista.
—Este trasto mete un ruido infernal —observó Jimmy mientras subían en plena oscuridad—. ¿Qué pensará la gente de los otros pisos?
—Supongo que creerán que se trata de fantasmas o ladrones —repuso Donovan—. Tirar de esta cuerda es un trabajo pesado. El portero trabaja mucho más de lo que yo creía. Oye, Jimmy, viejo amigo, ¿vas contando los pisos?
—¡Oh, no! Me he olvidado.
—Bueno, pues yo sí los he contado. Ahora pasamos el tercero. El siguiente es el nuestro.
—Y ahora supongo que descubriremos que Pat cerró la puerta al fin y al cabo —gruñó Jimmy.
Mas sus temores eran infundados. La puerta de madera retrocedió ante una ligera presión y Donovan y Jimmy penetraron en la densa oscuridad de la arreglada cocina de Pat.
—Debimos traer una linterna para realizar este trabajo nocturno —dijo Donovan—. O yo no conozco a Pat, o todo estará por el suelo, y vamos a tropezar con la mar de cacharros antes de conseguir llegar hasta el interruptor de la luz. No te muevas, Jimmy, hasta que yo encienda.
Prosiguió avanzando cautelosamente y lanzó una maldición cuando una esquina de la mesa de la cocina se le incrustó en los riñones. Dio vuelta al interruptor y volvió a maldecir en plena oscuridad.
—¿Qué ocurre? —le preguntó Jimmy.
—Que la luz no se enciende. Me figuro que se habrá fundido la bombilla. Aguarda un minuto. Iré a dar la luz de la salita.
La sala de estar se hallaba al otro extremo del pasillo. Jimmy oyó cómo Donovan abría la puerta y fueron llegando hasta él diversas exclamaciones de contrariedad. Decidióse a avanzar también por la cocina.
—¿Qué pasa?
—No lo sé. Por la noche parece que las habitaciones están embrujadas. Todo está revuelto. Las sillas y mesas se encuentran donde menos lo piensas. ¡Oh, diablos! ¡Aquí hay otra!
Pero en aquel preciso momento Jimmy encontró el interruptor y encendió la luz. Un segundo después los dos hombres se miraron locos de horror.
Aquella habitación no era la salita de Pat. Se habían equivocado de piso.
Para empezar, aquella estancia estaba casi como unas diez veces más llena de muebles que la de Pat, lo cual explicaba el patético asombro de Donovan al tropezar repetidamente con sillas y mesas. En el centro había una gran mesa redonda cubierta con un tapete y sobre ella un montón de cartas.
—Señora Ernestina Grant —susurró Donovan, leyendo uno de los numerosos sobres—. ¡Oh, Dios nos ayude! ¿Tú crees que nos habrá oído?
—Será un milagro que no te haya oído —repuso Jimmy—. Con tus vociferaciones y el modo de tropezar con lodo... Vamos, por amor de Dios, salgamos de aquí cuanto antes.
Apagaron la luz y regresaron de puntillas hasta el ascensor. Jimmy exhaló un suspiro de alivio al verse otra vez en la oscuridad del montacargas sin más accidentes.
—Me gustan las mujeres que tienen el sueño profundo. Grant ha ganado muchos puntos en mi consideración con su modo de vivir.
—Ahora comprendo —dijo Donovan— por qué nos hemos equivocado de piso. Y es que no contamos que habíamos arrancado desde el sótano —tiró de la cuerda y el montacargas fue subiendo—. Esta vez acertaremos.
—Lo deseo de todo corazón —exclamó Jimmy al penetrar en otra cocina en tinieblas—. Mis nervios no soportan muchos golpes como éste.
Mas ya no experimentaron ningún otro sobresalto. A la primera tentativa se encendió la luz de la cocina de Pat, y un minuto después abrían la puerta principal del piso para dejar entrar a las jóvenes que aguardaban fuera.
—Habéis tardado mucho —refunfuñó Pat.
—Hemos tenido una aventura —dijo Donovan—. Podíamos habernos visto en la comisaría de policía como dos malhechores peligrosos.
Pat había entrado en la salita, donde tras encender la luz dejó caer el chal en el sofá, y escuchó con vivo interés el relato que hizo Donovan de sus aventuras.
—Celebro que no os descubriera —comentó—. Estoy segura de que es una vieja gruñona. Esta mañana recibí una nota suya..., quería verme... para hablarme de algo..., supongo que de mi piano. La gente que no puede soportar el piano, no debiera vivir en un piso. Oye, Donovan, te has herido en la mano. La tienes cubierta de sangre. Ve a lavarte.
Donovan se miró la mano sorprendido y salió de la habitación. Al cabo de unos instantes se le oyó llamar a Jimmy.
—Hola —dijo el otro—, ¿qué te ocurre? No te habrás herido de cuidado, ¿verdad?
—No me he hecho el menor daño.
Había algo extraño en el tono de Donovan que hizo que Jimmy le mirara sorprendido. Donovan le tendió la mano y pudo comprobar que en ella no había el menor rasguño.
—Es extraño —dijo Jimmy con el entrecejo fruncido—. Tenías mucha sangre. ¿De dónde ha salido?
Y pronto comprendió lo que su amigo había pensado ya.
—¡Por Júpiter! Debe de ser del piso de abajo.
Se calló al pensar lo que aquello podía significar.
—¿Estás seguro de que era sangre? —preguntó—. ¿No sería pintura?
Donovan denegó con la cabeza.
—Era sangre —repuso con un estremecimiento.
Se miraron mientras se les ocurría la misma idea. Fue la voz de Jimmy la que se oyó primero.
—Oye —dijo sin gran convencimiento—. ¿Tú crees que debíamos bajar... otra vez... y echar... una... ojeada? Para ver si todo está en orden, claro.
—¿Y las chicas?
—No les diremos nada. Pat ha ido a ponerse un delantal para prepararnos una tortilla. Estaremos de vuelta antes de que se percaten de nuestra salida.
—Oh, bueno, vamos —repuso Donovan—. Supongo que debemos hacerlo. Me atrevo a asegurar que no ha ocurrido nada de particular.
Mas sus palabras carecían de convicción. Penetraron en el montacargas y bajaron al tercer piso. Esta vez se abrieron camino por la cocina con mucha menos dificultad, y una vez más encendieron la luz de la salita.
—Debe de haber sido aquí —dijo Donovan— cuando... cuando me manché. No toqué nada de la cocina.
Miró a su alrededor. Jimmy hizo lo propio y ambos fruncieron el ceño. Todo aparecía limpio y ordenado.
De pronto Jimmy sobresaltándose violentamente, asió del brazo a su compañero.
—¡Mira!
Donovan siguió la dirección que le indicaba Jimmy y a su vez lanzó una exclamación. Por debajo del borde de las pesadas cortinas de pana, sobresalía el pie de una mujer calzada con un zapato de charol.
Jimmy se acercó a las cortinas y las apartó violentamente. Bajo el repecho de la ventana yacía el cuerpo de una mujer, junto a un charco oscuro y viscoso. Estaba muerta, sobre ello no cabía la menor duda. Jimmy estaba a punto de intentar incorporarla, cuando Donovan le detuvo.
—Será mejor que no lo hagas. No debes tocar nada hasta que llegue la policía.
—La policía. ¡Oh, tienes razón! |Qué asunto tan desagradable, Donovan! ¿Quién crees que es? ¿La señora Ernestina Grant?
—Probablemente. De todas maneras, si hay alguien más en el piso se está muy quietecito.
—¿Y qué vamos a hacer ahora? —quiso saber Jimmy—. ¿Salir y llamar a la policía o telefonear desde el piso de Pat?
—Creo que es mejor llamar primero. Veamos, podemos salir por la puerta principal. No podemos pasarnos la noche subiendo y bajando en ese montacargas maloliente.
Jimmy se avino a ello, pero al salir del piso vaciló.
—Escucha, ¿no crees que debiéramos quedarnos uno de nosotros... sólo para vigilar... hasta que llegue la policía?
—Sí; me parece conveniente. Si tú te quedas, yo iré a telefonear.
Y subió corriendo al piso de Pat. Ésta salió a abrirle con el rostro arrebolado y un delantal coquetón. Estaba muy bonita y sus ojos se agrandaron por la sorpresa.
—¿Tú? Pero, cómo... Donovan, ¿qué es esto? ¿Ocurre algo?
Él le cogió ambas manos.
—Todo va bien, Pat... sólo que hemos hecho un descubrimiento muy poco agradable en el piso de abajo. Una mujer... muerta.
—¡Oh! —Contuvo el aliento—. ¡Qué horrible! ¿Le ha dado un ataque o algo así?
—No, parece..., bueno..., parece que ha sido asesinada...
—¡Oh, Donovan!
—Perdona que te lo haya dicho tan brutalmente —continuaba reteniendo entre sus manos las de la muchacha. ¡Querida Pat..., cómo la adoraba! ¿Le querría ella? Algunas veces creía que sí. Otras temía que Jimmy Faulkener..., el recuerdo de Jimmy esperando pacientemente abajo, le hizo sobresaltarse con un sentimiento de culpabilidad—. Pat, querida, debemos telefonear a la policía.
—Monsieur tiene razón —susurró una voz a sus espaldas—. Y entretanto, mientras aguardamos su llegada, tal vez yo pueda prestarles una ligera ayuda.
Los dos jóvenes, que habían permanecido hasta entonces en la puerta del piso, salieron al rellano. Una figura bajaba la escalera y entró en su campo visual.
Inmóviles contemplaron al hombrecillo de fieros bigotes y cabeza en forma de huevo, que lucía un espléndido batín y zapatillas bordadas y que se inclinaba galantemente ante Patricia.
—Mademoiselle —le dijo—. Yo soy, tal vez usted ya lo sepa, el inquilino del piso de arriba. Me encanta vivir en lo alto..., por el aire..., y poder ver todo Londres. Tomé este piso bajo el nombre de señor O'Connor, pero no soy irlandés. Mi nombre es otro y por ello me atrevo a ponerme a su servicio. Permítame.
Y con una nueva inclinación versallesca sacó una tarjeta tendiéndosela a Pat.
—Hércules Poirot. ¡Oh! —Contuvo el aliento-. ¿El señor Poirot? ¿El gran detective? ¿Y de veras quiere ayudarnos?
—Ésa es mi intención, mademoiselle. He estado a punto de ofrecerle mi ayuda hace ya un buen rato.
Pat miróle extrañada.
—Los oí discutir sobre cómo poder entrar en el piso, y yo, que soy un experto en cerraduras, sin la menor duda hubiera podido abrirles la puerta. Pero no quise hacerlo, temeroso de que luego sospechara usted de mí y me tomase por un vulgar espadista.
Pat se echó a reír.
—Ahora, monsieur —dijo Poirot a Donovan—, le ruego que vaya a telefonear a la policía. Mientras tanto, yo iré al piso de abajo.
Pat le acompañó y encontraron a Jimmy montando guardia. La muchacha le explicó quién era Poirot, y Jimmy puso al corriente de sus aventuras al detective, quién le escuchaba con toda atención.
—¿Dice usted que la puerta del montacargas estaba abierta? Entraron en la cocina, pero la luz no se encendió.
Y mientras hablaba dirigióse a la cocina y accionó el interruptor.
—Tien! Voilá ce qui est curieux! —dijo al encenderse la luz de la pieza—. Ahora funciona perfectamente. Me pregunto...
Se llevó un dedo a los labios y escuchó. Un ligero rumor rompía el silencio..., el ruido inconfundible de un sonoro ronquido.
—¡Ah! —exclamó Poirot—. La chambre de domestique.
Y cruzando la cocina de puntillas y la reducida despensa, abrió la puerta de un cuartito y encendió la luz. Aquella habitación era una especie de perrera destinada por el constructor del piso, para acomodar a un ser humano. Estaba casi totalmente ocupada por una cama en la que dormía, con la boca abierta y roncando apaciblemente, una joven de mejillas sonrosadas.
Poirot apagó la luz antes de retirarse.
—No se ha despertado —dijo—. Dejémosla dormir hasta que llegue la policía.
Volvieron a la salita, donde Donovan rápidamente unióse a ellos.
—La policía llegará en seguida —les notificó—. No debemos tocar nada.
Poirot asintió.
—No tocaremos nada, sólo miraremos.
Dirigióse a la otra habitación. Mildred había bajado con Donovan y los cuatro jóvenes se quedaron en la puerta mirando a Poirot con gran interés.
—Lo que no entiendo es esto —dijo Donovan—. Yo no me acerqué a la ventana... de modo que, ¿cómo es posible que me manchara la mano de sangre?
—Mi joven amigo, la respuesta salta a la vista. ¿De qué color es el tapete de la mesa? Rojo, ¿verdad?, y no hay duda de que usted apoyaría la mano encima.
—Sí, es cierto. ¿Es eso...? —se interrumpió.
Poirot asintió inclinándose sobre la mesa e indicando con su mano una mancha oscura.
—Aquí fue donde se cometió el crimen —dijo—. Luego trasladaron el cadáver.
Después irguiéndose miró lentamente a su alrededor. No se movía ni tocaba nada, pero, sin embargo, los cuatro que lo observaban sintieron como si cada objeto de aquel lugar comunicara su cerebro a su mirada perspicaz.
Hércules Poirot asintió con la cabeza como si se sintiera satisfecho, y dejó escapar un ligero suspiro.
—Ya comprendo —dijo.
—¿Qué es lo que comprende usted? —preguntó sorprendido Donovan.
—Comprendo lo que sin duda ya advirtieron... que esta habitación está abarrotada de muebles.
Donovan sonrió tristemente.
—Tropecé lo mío —confesó—. Claro, todo estaba en distinto sitio que en casa de Pat y no supe abrirme camino.
—No todo —dijo Poirot.
Donovan dirigióle una mirada interrogadora.
—Quiero decir —dijo Poirot, disculpándose— que ciertas cosas están siempre en el mismo sitio. En un mismo edificio de pisos, la puerta, las ventanas y la chimenea... están igualmente situadas en un piso que en otro.
—¿No cree usted que analiza demasiado? —intervino Mildred mirando a Poirot con ligera ironía.
—Hay que hablar siempre con toda exactitud. Es..., ¿cómo diría yo...?, una manía en mí.
Se oyeron pasos en la escalera y entraron tres hombres. Eran un inspector de policía, un sargento y el médico forense. El inspector, reconociendo a Poirot le saludó con gran deferencia. Luego volvióse a los demás.
—Quiero que todos ustedes presten declaración —comenzó—, pero en primer lugar...
Poirot le interrumpió.
—Una pequeña proposición. Trasladémonos al piso de arriba y mademoiselle nos hará lo que tenía planeado hacer..., una tortilla. Yo siento verdadera pasión por las tortillas. Luego, monsieur l'inspecteur, cuando haya terminado aquí, sube usted a reunirse con nosotros y nos interroga a todos a placer.
Así quedó acordado y Poirot subió con los jóvenes.
—Señor Poirot —le dijo Pat—; es usted un hombre encantador, y yo voy a hacerle una tortilla estupenda. La verdad es que me salen muy bien.
—Eso es bueno. Una vez anduve enamorado de una inglesa que se parecía mucho a usted..., pero que no sabía guisar. De modo que tal vez estuve de suerte.
Había un ligero matiz de tristeza en su voz y Jimmy Faulkener le miró con curiosidad.
No obstante y ya en el piso de Pat, mostróse satisfecho y divertido y la triste tragedia ocurrida en el departamento inferior, fue casi olvidada.
La tortilla había sido consumada y muy elogiada, cuando se oyeron los pasos del inspector Rice, que entraba acompañado del doctor. El sargento se quedó en el piso de abajo.
—Bien, monsieur Poirot —le dijo—. Todo parece claro y evidente, pero a pesar de ello es posible que nos cueste dar con el culpable. Quisiera saber cómo fue descubierto el crimen.
Entre Donovan y Jimmy le pusieron al corriente de los acontecimientos de aquella noche. El inspector volvióse hacia Pat para reprenderla.
—No debiera dejar abierta la puerta del montacargas, señorita.
—No volveré a hacerlo —repuso Pat con un estremecimiento—. Alguien podría entrar y asesinarme como a esa pobre mujer de abajo.
—¡Ah!, pero no entraron por ahí —dijo el inspector.
—¿Quiere explicarnos lo que ha descubierto? —pidió Hércules Poirot.
—No sé si debiera hacerlo..., pero tratándose de usted, señor Poirot...
—Précisément —dijo Poirot—. Y estos jóvenes..., serán discretos.
—De todas maneras los periódicos lo divulgarán en seguida —continuó el inspector—. Y en realidad, no es un secreto. Bien, la mujer que ha sido encontrada muerta es la señora Grant. El portero la ha identificado. Una mujer de unos treinta y cinco años. Estaba sentada a la mesa y le dispararon con una pistola automática de poco calibre, probablemente alguien que estaba sentado ante ella. Cayó hacia delante y por eso manchó el tapete de sangre.
—¿Y nadie oyó el disparo? —preguntó Mildred.
—Dispararon con silenciador. No, nadie pudo oírlo. A propósito, ¿oyeron ustedes el chillido que lanzó la doncella al saber que su ama estaba muerta? No, eso demuestra la imposibilidad de que se oyera el tiro.
—¿Y la doncella no tiene nada que decir? —preguntó Poirot.
—Era su noche libre, y tenía una llave. Regresó a eso de las diez, todo estaba en silencio y pensó que su ama se había acostado.
—¿No miró en la salita?
—Sí, entró las cartas que habían llegado en el correo de la mañana, mas no viendo nada anormal..., ni más, ni menos, lo mismo que los señores Faulkener y Bayley. El asesino había escondido el cadáver detrás de las cortinas.
—Todo ello resulta bastante curioso, ¿no le parece?
A pesar de que Poirot habló en tono amable, su observación hizo que el inspector le mirara frunciendo el ceño.
—No querría que se descubriera el crimen hasta que tuviera tiempo de emprender la huida.
—Tal vez..., es posible... pero continúe lo que estaba diciendo.
—La doncella salió a las cinco. El doctor ha determinado que la señora Grant llevaba muerta... unas cuatro o cinco horas, ¿no es así?
El forense, que era un hombre de pocas palabras, se contentó con mover la cabeza afirmativamente.
—Y ahora son las doce menos cuarto. Yo creo que puede calcularse la hora con bastante exactitud.
Sacó una arrugada hoja de papel.
—Encontramos esto en el bolsillo del vestido de la interfecta. No teman tocarlo. No hay huellas digitales.
Poirot alisó el papel y pudo leer estas palabras escritas a máquina y con letras mayúsculas:
«Iré a verla esta tarde a las siete y media. — J. F.»
—Un documento muy comprometedor para dejarlo olvidado —dijo el inspector—. Tal vez pensara que ella lo habría destruido, porque tenemos pruebas de que el asesino es muy cuidadoso. Encontramos debajo del cadáver la pistola con que cometió el crimen... y tampoco tenía huellas digitales: la habían limpiado cuidadosamente con un pañuelo de seda.
—¿Cómo sabe que fue con un pañuelo de seda? —preguntó Poirot.
—Porque lo encontramos —repuso el inspector triunfante—. A última hora, cuando el asesino corrió las cortinas, debió caérsele inadvertidamente.
Y le tendió un gran pañuelo blanco de seda de muy buena calidad. No fue preciso que le indicase el nombre bordado en el centro con seis letras claras y muy legibles.
—John Fraser.
—Eso es —repuso el inspector—. John Fraser... J. F. las iniciales de la nota. Conocemos el nombre de la persona que hemos de buscar, y me atrevo a asegurar que si averiguamos algunas cosas sobre la difunta, y salen a relucir algunas de sus amistades, no tardaremos en estar sobre la pista.
—Me pregunto... —dijo Poirot—. No, mon cher, creo que no va a ser tan fácil encontrar a su John Fraser. Es un hombre extraño..., cuidadoso, puesto que marca sus pañuelos y limpia la pistola con que ha cometido el crimen... y al mismo tiempo descuidado, ya que pierde su pañuelo y no recoge una comprometedora carta que puede acusarle.
—Se pondría nervioso con las prisas —dijo el inspector.
—Es posible —repuso Poirot—. Sí; es posible. Y, ¿no le vieron entrar en el edificio?
—A esa hora entra y sale toda clase de gente. Estas casas son muy grandes. Supongo que ninguno de ustedes —se dirigió a los cuatro jóvenes— le verían salir del piso.
Pat negó con la cabeza.
—Salimos antes..., a eso de las siete.
—Ya. —El inspector se puso en pie y Poirot le acompañó hasta la puerta.
—Como un pequeño favor... ¿podría examinar el piso de abajo?
—Desde luego, señor Poirot. Conozco la opinión que tienen de usted en jefatura. Le daré una llave. Tengo dos. No hay nadie. La doncella se ha ido a casa de unos parientes, pues estaba demasiado asustada para quedarse sola.
—Gracias.
Poirot regresó pensativo a la sala de Pat.
—¿No está usted satisfecho, señor Poirot? —preguntó Jimmy.
—No, lo estoy.
—¿Qué es lo que..., bueno, le preocupa? —dijo Donovan mirándole con curiosidad.
Poirot no respondió, y guardó silencio durante un par de minutos, como si meditara. Luego se encogió de hombros.
—Voy a despedirme de usted, mademoiselle. Debe de estar fatigada. Ha tenido que guisar mucho..., ¿eh?
Pat rió.
—Sólo la tortilla. No hice la cena. Donovan y Jimmy vinieron a buscarnos y fuimos a un pequeño restaurante del Soho.
—Y luego, sin duda, irían al teatro.
—Sí. A ver «Los ojos castaños de Carolina».
—¡Ah! —exclamó Poirot—. Debieran haber sido los ojos azules..., los ojos de mademoiselle.
Hizo una galante inclinación, y diole una vez más las buenas noches, lo mismo que a Mildred, que se quedaba allí a pasar la noche, ya que Pat había confesado con toda franqueza que no era capaz de quedarse sola de momento.
Los dos hombres acompañaron a Poirot. Cuando se disponían a despedirse de él, una vez en el rellano, el detective les dijo:
—Mis jóvenes amigos, me oyeron decir que no estaba satisfecho..., Eh bien, es cierto..., no lo estoy. Ahora voy a bajar a hacer unas pequeñas averiguaciones por mi cuenta. ¿Les gustaría acompañarme?
Su propuesta fue aceptada en el acto y Poirot abrió la marcha hacia el piso tercero. Al entrar, no se dirigió a la salita, como los otros esperaban, sino que fue derecho a la cocina. En un hueco, debajo de la fregadera, había un gran bidón metálico. Poirot lo destapó e inclinándose sobre él comenzó a escarbar en su contenido con la energía de un feroz terrier.
Jimmy y Donovan le contemplaban un tanto sorprendidos.
De pronto con una exclamación de triunfo se levantó, alzando en su manó una botellita tapada con un corcho.
—Voilá! Encontré lo que buscaba.
La olfateó detenidamente.
—Estoy enrhumé... tengo un constipado de cabeza...
Donovan cogió la botellita y olió a su vez, sin percibir nada. De modo que le quitó el tapón y la acercó a su nariz antes de que el grito de alarma de Poirot pudiera contenerle.
Inmediatamente cayó al suelo como un tronco. Poirot, abalanzándose hacia él, consiguió aminorar el golpe.
—¡Imbécil! —exclamó—. Vaya ocurrencia, quitar el tapón. ¿Es que no se ha fijado con qué cuidado la he cogido yo? Monsieur... Faulkener..., ¿verdad? ¿Sería tan amable de traerme un poco de coñac? He visto una botella en la salita.
Jimmy salió corriendo, pero cuando regresó, Donovan estaba sentado y diciendo que se sentía bien, y tuvo que escuchar un pequeño discurso del señor Poirot acerca de la necesidad de andar con cuidado al olor de posibles sustancias venenosas.
—Creo que voy a irme a casa —dijo Donovan poniéndose en pie—. Es decir, si no me necesita ya. Todavía me encuentro algo extraño.
—Desde luego —replicó Poirot—. Es lo mejor que puede usted hacer. El señor Faulkener se quedará conmigo un rato.
Acompañó a Donovan hasta la puerta y saliendo al rellano estuvo hablando en él durante unos minutos. Cuando al fin volvió a entrar en el departamento encontróse a Jimmy de pie en el saloncito y mirando a su alrededor con extrañeza.
—Bueno, señor Poirot —le dijo—, ¿qué hacemos ahora?
—Nada. Este caso está terminado.
—¿Qué?
—Ahora... lo sé todo.
—¿Por esta botellita que ha encontrado?
—Exacto. Por esa botellita.
—No consigo sacar nada en claro. Por alguna razón veo que no está satisfecho con las pruebas contra John Fraser, quienquiera que sea ese hombre.
—Quienquiera que sea —repitió Poirot despacio—, si es que es alguien, cosa que me sorprendería.
—No le comprendo.
—Es sólo un nombre... eso es todo..., un nombre cuidadosamente bordado en un pañuelo.
—¿Y la carta?
—¿Se fijó usted en que estaba escrita a máquina? ¿Por qué? Se lo diré. De haber sido manuscrita hubieran podido reconocer la escritura, y una carta escrita a máquina es más fácil de identificar de lo que usted imagina..., pero si la hubiera escrito un auténtico John Fraser estas dos cosas no le hubieran importado. No; fue escrita a propósito y puesta en el bolsillo de la difunta para que nosotros la encontrásemos. No existe nadie llamado John Fraser.
Jimmy le miraba interrogador.
—De modo —prosiguió Poirot— que volví al primer punto que me chocó. Me oyó usted decir que ciertas cosas están situadas en el mismo lugar en todos los pisos de un mismo edificio. Y di tres ejemplos. Pude haber nombrado otro más... el interruptor de la luz, estimado amigo mío.
Jimmy seguía mirándole sin comprender. Poirot fue explicándose.
—Su amigo Donovan no se acercó a la ventana..., fue al apoyar la mano en esta mesa cuando se la manchó de sangre. Y yo me pregunté en seguida, ¿por qué la apoyó ahí? ¿Qué es lo que estaba haciendo rondando por esta habitación a oscuras? Porque recuerde, amigo mío, que el interruptor de la luz eléctrica está en todas partes en el mismo sitio..., junto a la puerta. Entonces, cuando entró en la habitación, ¿por qué no buscó en seguida el interruptor para dar la luz? Eso era lo más normal y lógico. Según él, quiso encender la luz de la cocina y estaba estropeada. No obstante, yo he comprobado que funciona perfectamente. Por tanto, ¿es que entonces no le interesaba que se hubiera encendido? En ese caso se hubieran dado cuenta en seguida de que se habían equivocado de piso, y no hubiera habido motivo para entrar en la habitación.
—¿Adonde quiere ir a parar, señor Poirot? No comprendo. ¿Qué quiere decir?
Poirot le mostró un llavín «Yale».
—Esto.
—¿La llave de este piso?
—No, mon ami, la llave del piso de arriba. La llave de la señorita Patricia, que el señor Donovan Bayley le quitó del bolso durante la noche.
—Pero..., ¿por qué..., por qué?
—Parbleu! Para poder hacer lo que deseaba..., entrar en este piso a primera hora de la tarde sin despertar sospechas para asegurarse de que la puerta del montacargas no estaba cerrada.
—¿De dónde ha sacado usted esa llave?
—Acabo de encontrarla... —Poirot sonrió abiertamente— en donde la he buscado... en el bolsillo del señor Donovan. Esa botellita que simulé encontrar fue una artimaña, y el señor Donovan cayó en la trampa. Hizo lo que yo esperaba que hiciera... destaparla y oler su contenido... cloruro de estilo, un anestésico instantáneo. Eso le dejó inconsciente durante unos segundos, que era lo que yo necesitaba para sacar de su bolsillo un par de cosas que yo sabía estaban allí precisamente. Esta llave es una de ellas... y en cuanto a la otra...
Se detuvo un instante antes de continuar.
—A su debido tiempo interrogué al inspector para conocer el motivo de que el cadáver estuviera escondido tras las cortinas. ¿Para ganar tiempo? No, había algo más. Y por eso me acordé de una cosa..., del correo, amigo mío. El correo de la tarde que llega a las nueve y media aproximadamente. Digamos que el asesino no encontró lo que esperaba, pero ese algo pudo llegar más tarde por correo. Entonces debía volver..., pero el crimen no debía ser descubierto por la doncella, pues en ese caso la policía tomaría posesión del piso, y por eso esconde el cuerpo detrás de la cortina. Y la doncella, sin sospechar nada, deja las cartas sobre la mesa, como de costumbre.
—¿Las cartas?
—Sí, las cartas. —Poirot sacó algo de su bolsillo—. Esto es la otra cosa que saqué del bolsillo del señor Donovan mientras se halla inconsciente. —Y mostró un sobre escrito a máquina y dirigido a la señorita Ernestina Grant—. Pero quiero preguntarle una cosa, señor Faulkener, antes de leer esta carta. ¿Está usted enamorado de mademoiselle Patricia?
—La quiero con locura... pero nunca confié en que me correspondiera.
—¿Pensó que estaba enamorada del señor Donovan? Es posible que hubiera empezado a interesarse por él..., pero sólo fue un principio, amigo mío. Usted es el encargado de hacerla olvidar... y estar a su lado en los momentos difíciles.
—¿Difíciles?
—Sí, difíciles. Haremos todo lo posible por no mezclar su nombre en esto, pero será imposible conseguirlo por completo. Ya sabe que ella fue el motivo.
Y le alargó el sobre. De su interior cayó un papel. La carta era breve y estaba escrita y firmada por un conocido abogado. Decía así:
Querida señora:
El documento que me incluye está en regla, y el hecho de que el matrimonio tuviera lugar en un país extranjero no lo invalida en ningún sentido.
Suyo afectísimo, etcétera...
Poirot desplegó el documento. Era un certificado de matrimonio de Donovan Bayley y Ernestina Grant, fechado ocho años atrás.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó Jimmy—. Pat dijo que había recibido una carta de esa señora pidiéndole que fuera a verla, pero no imaginó siquiera que fuera nada importante.
Poirot asintió.
—El señor Donovan lo sabía..., vino a ver a su esposa aquella tarde antes de subir al piso de arriba. (Extraña ironía dejar que esa infortunada mujer viniera a vivir al mismo edificio de su rival...) Y la asesinó a sangre fría... y luego fue a divertirse con ustedes. Su mujer debió decirle que había enviado en certificado de matrimonio a su abogado y que aguardaba su respuesta. Sin duda él quiso hacerle creer que su matrimonio no era del todo válido.
—Donovan estuvo de muy buen humor durante toda la noche. Señor Poirot, ¿no le habrá dejado escapar?
—No tiene escape —repuso el detective—. No tema.
—Es en Pat en quien pienso principalmente —replicó Jimmy—. ¿Cree usted... que no le afectará mucho?
—Mon ami, eso es cosa suya. Tiene que hacerla volver a usted y olvidar. ¡No creo que le resulte muy difícil!