Prólogo
Hacía mucho frío, y el cielo, encapotado y gris, amenazaba nieve. Un hombre enfundado en un abrigo oscuro, con una bufanda subida hasta las orejas y el sombrero calado hasta los ojos, avanzó por la calle Culver y se detuvo ante el número 74. Apretó el timbre y lo oyó resonar en los bajos de la casa.
La señora Casey, que se hallaba fregando los platos muy atareada, dijo amargamente:
—¡Maldito timbre! Nunca le deja a una en paz.
Jadeando, subió los escalones del sótano para abrir la puerta.
El hombre, cuya silueta se recortaba contra el oscuro cielo, le preguntó con voz ronca:
—¿La señora Lyon?
—Segundo piso —informó la señora Casey—. Puede usted subir. ¿Le espera?
El hombre afirmó lentamente con la cabeza.
—¡Oh! Bueno, suba y llame.
Le observó mientras subía la escalera, cubierta por una alfombra raída. Más tarde dijo que le había producido una «extraña impresión». Pero en aquellos momentos sólo pensó que debía sufrir un fuerte resfriado que le hacía temblar de aquella forma... cosa nada extraña con aquel tiempecito.
Cuando el hombre llegó al primer rellano de la escalera comenzó a silbar suavemente la tonadilla de Tres ratones ciegos.