La tarta de zarzamoras
Hércules Poirot se encontraba cenando con su amigo Enrique Bennington en Galante, un restaurante situado en King's Road, Chelsea. Al señor Bennington le agradaba la atmósfera tranquila del Galante y su comida sencilla y netamente «inglesa» y no «un conjunto de complicados revoltijos».
Molly, la simpática camarera, le saludó como a un viejo conocido. Se preciaba de recordar los gustos y preferencias de sus clientes en cuestiones gastronómicas.
—Buenas noches, señor —le dijo mientras los dos hombres se acomodaban en una mesa—. Tienen ustedes suerte, hay pavo relleno de castañas... es su plato favorito, ¿verdad? ¡E incluso un estupendo queso Silton! ¿Tomarán primero sopa o pescado?
Una vez resuelta la cuestión de la minuta y las bebidas, el señor Bennington reclinóse hacia atrás con un suspiro de alivio y desdobló la servilleta mientras Molly se alejaba.
—¡Es una buena chica! —dijo en tono de aprobación—. Había sido una belleza..., solía posar para los pintores. También entiende de cocina... y eso es mucho más importante. Por lo general las mujeres saben poco de eso. Hay muchas que cuando salen con un sujetó de su agrado no se enteran ni de lo que comen. Piden lo primero que ven en la lista.
Hércules Poirot asintió con la cabeza.
—C'est terrible.
—Los hombres no somos así, gracias a Dios —exclamó el señor Bennington complacido.
—¿Nunca?
—Bueno, tal vez cuando somos muy jóvenes —concedió Bennington—. ¡Cachorritos! Los jóvenes de hoy en día son todos iguales..., carecen de inteligencia y de vigor. Yo no les sirvo de nada... y ellos a mí... tampoco. ¡Tal vez tengan razón! ¡Pero al oírles hablar uno creería que nadie tiene derecho a vivir después de los sesenta! Por su modo de comportarse, no me extrañaría que ayudaran a sus parientes ancianos a salir de este mundo.
—Es posible que lo hagan —dijo Poirot.
—Debo confesar que es usted muy mal pensado. Todo ese trabajo policíaco ha minado sus ideales.
El detective sonrió.
—No obstante —dijo—, resultaría interesante hacer una estadística de las muertes accidentales de personas que han cumplido los sesenta. Le aseguro que se levantarían algunas sospechas curiosas en su imaginación... Pero hablemos, amigo mío, de sus propios asuntos. ¿Cómo se porta el mundo con usted?
—¡Anda todo revuelto! —exclamó Bennington—. Eso es lo que le ocurre al mundo actual: demasiada confusión y demasiada palabrería. La palabrería sirve para disimular la confusión. Como una salsa fuerte y aromática disimula que el pescado no esté demasiado fresco. A mí deme un filete de lenguado como es debido y no necesito ponerle salsa.
Y en aquel momento Molly, sonriente, se lo sirvió tal como deseaba.
—Usted conoce exactamente mis gustos, Molly.
—Usted viene muy a menudo por aquí, ¿verdad? Así no es extraño que yo los conozca.
—¿Es que las personas siempre piden las mismas cosas? —preguntó Poirot—. ¿No les gusta variar algunas veces?
—Los caballeros no. A las damas les gusta la variedad..., pero los caballeros piden siempre lo mismo.
—¿Qué le dije? —gruñó Bennington—. ¡Las mujeres son un asco en lo que a comida se refiere!
Miró a su alrededor.
—El mundo es muy curioso. Fíjese en ese extraño sujeto de la barba sentado en ese rincón. Molly puede decirle que viene todos los martes y jueves por la noche... desde hace cerca de diez años. Es una especie de símbolo en este local. No obstante, nadie conoce su nombre, ni dónde vive, ni a qué se dedica. Es bastante extraño si se piensa bien.
Cuando la camarera trajo las raciones de pavo le dijo:
—Veo que todavía sigue viniendo Nuestro Viejo Padre Tiempo.
—Todos los martes y jueves, señor. ¡Pero no sabe usted que la semana pasada vino en lunes! ¡Casi me asusté! Creí que me había equivocado de fecha y que debía ser martes sin que yo lo supiera. Pero volvió al día siguiente..., de modo que el lunes debió hacer un extra, por así decirlo.
—Una interesante desviación de sus costumbres —murmuró Poirot—. Quisiera conocer las razones que la motivaron.
—Pues si quiere saber mi opinión, creo que estaba algo preocupado.
—¿Por qué lo cree así? ¿Por sus modales?
—No, señor..., no fueron precisamente sus modales. Estaba tranquilo como siempre. Nunca dice más que «Buenas noches» al entrar y al salir. No, fue por lo que pidió.
—¿Lo que pidió?
—Supongo que se van a reír de mí. —Molly enrojeció—. Pero cuando se lleva diez años sirviendo a un caballero se conocen sus gustos al dedillo. No podía soportar las grasas y las zarzamoras, y nunca le vi tomar la sopa espesa..., pero aquel lunes por la noche pidió sopa de tomate bien espesa, una chuleta con riñones y tarta de moras! ¡Parecía como si no supiera lo que estaba pidiendo!
—¿Sabe que lo encuentro altamente interesante? —dijo Hércules Poirot.
Molly le dirigió una mirada agradecida antes de alejarse.
—Bueno, Poirot —dijo Enrique Bennington con una risita—. Vamos a ver qué deducciones saca. Hágalo lo mejor que sepa.
—Prefiero oír primero las suyas.
—¿Quiere que haga de doctor Watson, eh? Pues que el viejo fue a ver al médico y éste le aconsejó que cambiara de régimen.
—¿Y le recomendó que tomara sopa de tomates espesa, una chuleta con riñones y tarta de zarzamora? No puedo imaginar a ningún médico que haga eso.
—¿No lo cree? A los médicos se les puede ocurrir cualquier cosa.
—¿Es ésa la única solución que se le ocurre?
—Bien, ahora en serio. Supongo que sólo existe una posible explicación. Que nuestro desconocido amigo estaba bajo los efectos de una fuerte emoción. Se hallaba tan preocupado que ni se dio cuenta de lo que pedía o estaba comiendo.
Rió ante su propia insinuación.
—No irá a decirme ahora que ya sabe exactamente lo que pasaba por su imaginación. Tal vez piense que estaba tramando cometer un crimen.
Volvió a reír.
Poirot permaneció serio.
Tenía que admitir, dijo, que en aquellos momentos hallábase seriamente preocupado y que tenía el presentimiento de que algo iba a ocurrir.
Su amigo le aseguró que tal idea era fantástica.
* * *
Tres semanas más tarde Hércules Poirot y Bennington volvieron a encontrarse. Esta vez su encuentro tuvo lugar en el «metro».
Se saludaron con una inclinación de cabeza y se agarraron a dos asideros contiguos para mantener el equilibrio. En Piccadilly Circus quedaron unos asientos libres en un extremo del coche..., un lugar tranquilo donde nadie podía molestarlos.
—A propósito —dijo el señor Bennington cuando se acomodaron—. ¿Recuerda aquel viejo que iba al Galante? No me extrañaría que hubiera pasado a un mundo mejor. Hace una semana que no aparece por allí; Molly está muy preocupada.
Los ojos de Poirot relampaguearon.
—¿De veras? —dijo—. ¿De veras?
—¿Recuerda que yo dije que tal vez habla ido a ver un médico y que éste le puso a dieta? Lo de la dieta es una tontería, desde luego..., pero ¿y si de veras fue a consultar un médico y lo que le dijera le preocupó. Eso explicaría el que pidiera lo primero que viera en la minuta, sin darse cuenta de lo que hacía. Es muy probable que el sobresalto sufrido se le llevara de este mundo antes de lo previsto. Los doctores debían andar con mucho cuidado al decir ciertas cosas a sus pacientes.
—Por lo general lo tienen —repuso Hércules Poirot.
—Ésta es mi estación —dijo el señor Bennington levantándose—. Hasta la vista. Y pensar que nunca sabremos ni siquiera quién era ese individuo... ni cómo se llamaba. ¡Extraño mundo!
Y se apeó a toda prisa.
Hércules Poirot, con el ceño fruncido, no parecía opinar que fuera tan extraño.
Volvió a su casa y dio ciertas instrucciones a su fiel criado Jorge.
* * *
Hércules Poirot deslizó su dedo por una lista de nombres. Era el informe de las muertes ocurridas en cierta área.
Al fin su índice se detuvo.
—Enrique Gascoigne, 69. Probaré primero éste.
A última hora del día, Hércules Poirot se personó en la clínica del doctor Macandrew en King's Road. Macandrew era un escocés alto y pelirrojo de rostro inteligente.
—¿Gascoigne? —dijo—. Sí, es cierto. Era un pájaro muy excéntrico. Vivía en una de esas casas viejas y abandonadas que van siendo derruidas para construir bloques de viviendas modernas. No le había atendido anteriormente, pero le había visto de vez en cuando y sabía quién era. Fue el lechero el que dio la voz de alarma. Las botellas de leche comenzaron a amontonarse ante su puerta. Al final los vecinos de la casa contigua llamaron a la policía, que derribó la puerta y lo encontraron. Se había caído por la escalera, rompiéndose el cuello. Llevaba puesta una bata vieja con un cordón raído... con el que bien pudo enredarse.
—Ya comprendo —repuso Hércules Poirot—. Fue muy sencillo..., un accidente.
—Eso es.
—¿Tenía algún pariente?
—Un sobrino. Solía venir a verle una vez al mes. Se llama Ramsey, Jorge Ramsey. También es médico. Vive en Wimbledon.
—¿Cuánto tiempo llevaba muerto el señor Gascoigne cuando usted le vio?
—¡Ah! —dijo el doctor Macandrew—. Pasamos a los trámites oficiales. Por lo menos cuarenta y ocho horas y no menos de setenta y dos. Le encontramos la mañana del día 6. Actualmente podemos aproximarnos aún más. Llevaba una carta en el bolsillo... escrita el día tres... y con matasellos de Wimbledon de aquella misma tarde..., debió recibirla cerca de las nueve y veinte de la noche. Ello establece la hora de su fallecimiento después de las nueve y veinte de la noche del día tres, y concuerda con el contenido del estómago y los procesos de la digestión. Había comido unas horas antes de su muerte. Yo lo examiné la mañana del día 6 y su estado era el que le correspondía de haber muerto sesenta horas antes... cerca de las de la noche del día 3.
—Todo parece encajar bastante bien. Dígame, ¿cuándo fue visto por última vez?
—En King's Road, a eso de las siete de la tarde mismo día 3, jueves, y cenó en el restaurante Galante a las siete y media. Parece ser que siempre cenaba allí los jueves.
—¿No tenía otros parientes? ¿Sólo un sobrino?
—Tenía un hermano gemelo. Su historia es bastante curiosa. No se habían visto durante años. Cuando Enrique era joven llevaba camino de llegar a ser artista... malísimo. Parece ser que el otro hermano, Antonio Gascoigne, se casó con una mujer muy rica y dejó el arte... por lo que los dos hermanos se enfadaron. Creo que no volvieron a verse. Pero por extraño que parezca, murieron el mismo día. El otro mellizo murió a la una de la tarde del día 3. Conozco el caso de otros hermanos mellizos que murieron el mismo día... ¡y en distintas partes del mundo! Probablemente sólo es una coincidencia...
—¿Y la esposa del hermano, vive?
—No, murió hace varios años.
—¿Dónde habitaba Antonio Gascoigne?
—Tenía una casa en Kessington Hill. Por lo que me ha dicho el doctor Ramsey, vivía casi en completa reclusión.
Hércules Poirot asintió pensativo.
El escocés le contempló extrañado.
—¿Qué es lo que está pensando, señor Poirot? —preguntó de improviso—. He contestado a sus preguntas como era mi deber después de ver sus credenciales. Pero estoy en la más completa oscuridad por lo que respecta a este vulgar asunto.
—Un caso sencillo de muerte por accidente, eso es lo que usted dijo. Lo que yo pienso es bien sencillo... que le empujaron.
El doctor Macandrew pareció sobresaltarse.
—En otras palabras, ¡asesinato! ¿Tiene algo en que basarse para afirmar eso?
—Oh, no —replicó Poirot—. Es una simple suposición.
—Debe de haber algo... —insistió el otro.
Poirot no respondió.
—Si es de Ramsey, el sobrino, de quien sospecha, no me importa decirle que se equivoca. Ramsey estuvo jugando al bridge en Wimbledon desde las ocho y media hasta medianoche. Eso dijeron en la investigación practicada.
—Y es de suponer que lo comprobaron —murmuró Poirot—. La policía es muy cuidadosa.
—¿Tiene usted algo contra él? —preguntó el doctor.
—No sabía ni que existiera hasta que usted me lo ha dicho.
—Entonces, ¿sospecha de algún otro?
—No, no. No es eso. Se trata de que el hombre es un animal de costumbre. Eso es muy importante. Y la muerte del señor Gascoigne no concuerda con esto. Ya ve, todo está equivocado.
—La verdad, no lo entiendo.
Hércules Poirot se puso en pie, sonriendo, y el doctor le imitó.
—Sinceramente —dijo este último—, no veo nada sospechoso en la muerte de Enrique Gascoigne.
—Soy un hombre obstinado —repuso Poirot extendiendo las manos—. Un hombre con una idea... y sin nada en que basarla. A propósito. ¿Enrique Gascoigne llevaba dientes postizos?
—No, su dentadura se conservaba en perfecto estado. Cosa muy apreciable a su edad
—¿Y los cuidaba bien... los tenía blancos y brillantes?
—Sí. Me fijé precisamente en eso.
—¿No se le hablan descolorido?
—No. No creo que fumara, si eso es a lo que se refiere.
—No quise decir eso precisamente... era sólo un disparo a larga distancia... que es probable que no dé en el blanco. Adiós, doctor Macandrew, y gracias por su amabilidad.
Poirot se despidió del médico.
—Ahora —se dijo al hallarse en la calle— a por el disparo a larga distancia.
Penetró en el Galante y se sentó en la misma mesa que en la otra ocasión compartiera con Bennington. La muchacha que servia no era Molly. — Según le dijo la nueva camarera, Molly estaba de vacaciones.
Eran precisamente las siete y Hércules Poirot no tuvo dificultad en entablar con la joven un diálogo acerca del viejo Gascoigne.
—Si —le explicó la camarera—. Estuvo viniendo años y años, pero ninguna de nosotras sabíamos cómo se llamaba. Leímos en el periódico la vista de la causa y traía una fotografía suya. «Oye —le dije a Molly— no es nuestro Viejo Padre Tiempo...?», como solíamos llamarle.
—Cenó aquí la noche de su muerte, ¿verdad?
—Sí. El día 3, jueves. Siempre venía los jueves. Martes y jueves... puntual como un reloj.
—Supongo que no recordará lo que tomó para cenar.
—Déjeme pensar. Eso es, sopa de arroz sazonada con curry y ternera... o ¿tomó cordero...?, no, ternera, eso es, tarta de zarzamoras y queso. ¡Y pensar que al volver a su casa se cayó por la escalera! Dicen que la causa debió de ser el cordón deshilachado de su batín. Claro que sus trajes eran siempre un desastre... anticuados y raídos, pero no obstante tenía cierto aire... como si fuera alguien. Oh, aquí tenemos clientes de todas clases, y muy interesantes.
Se marchó hacia la cocina, y Poirot comióse su lenguado.
* * *
Armado con la recomendación de cierto personaje importante, Hércules Poirot no encontró dificultad en hablar con el jefe de policía del distrito.
—Un personaje curioso ese Gascoigne —comentó—. Un individuo excéntrico y solitario; mas su fallecimiento parece haber despertado gran interés.
El policía miraba con curiosidad a su visitante.
Hércules Poirot escogió sus palabras con sumo cuidado.
—Hay ciertas circunstancias relacionadas con su muerte, monsieur, que hacen necesaria una investigación del caso.
—Bien, ¿en qué puedo ayudarle?
—Creo que usted tiene la facultad de ordenar que los documentos que entran en esta comisaría sean conservados o destruidos... según usted juzgue conveniente. En el bolsillo del batín de Enrique Gascoigne fue encontrada una carta, ¿no es así?
—Así era.
—¿Era de su sobrino, el doctor Jorge Ramsey?
—Exacto. La carta fue presentada en el juicio para ayudar a fijar la hora de la defunción.
—¿Todavía la conserva?
Hércules Poirot aguardó ansiosamente la respuesta
Al saber que podría examinarla exhaló un suspiro de alivio.
Cuando al fin la tuvo en su poder, la estudió con cuidado. Había sido escrita con pluma estilográfica y con letra apretada. Decía lo siguiente:
Querido tío Enrique:
Lamento decirte que no tuve éxito con lo tocante a tío Antonio. No demostró el menor entusiasmo por que vayas a verle, y no quiso contestar a tu ofrecimiento de olvidar lo pasado. Naturalmente que se encuentra muy enfermo, y su inteligencia comienza a extraviarse. Yo diría que su fin está próximo. Apenas parecía recordar quién eres.
Siento haber fracasado, pero puedo asegurarte que lo hice lo mejor que supe.
Tu sobrino que te quiere,
JORGE RAMSEY.
La carta estaba fechada el tres de noviembre. Poirot examinó el matasellos del sobre... las cuatro y media de la tarde.
—Está en orden..., ¿verdad? —murmuró.
* * *
Su próximo objeto fue Kingston Hill. Tras algunas dificultades que venció gracias a su insistencia y optimismo, pudo obtener una entrevista con Amelia Hill, cocinera y ama de llaves del finado Antonio Gascoigne.
Al principio mostróse recelosa y poco comunicativa, pero la encantadora genialidad de aquel extranjero de raro aspecto no tardó en surtir su efecto, y la señora Amelia Hill comenzó a ablandarse.
Y sin darse cuenta se encontró, como muchas otras mujeres, contando sus cuitas a un oyente simpático de verdad.
Durante catorce años había estado al cuidado de la casa del señor Gascoigne. Y no era un trabajo fácil. ¡Vaya que no! Muchas mujeres hubieran sucumbido bajo las cargas que ella tuvo que soportar. Aquel pobre caballero era un excéntrico y no lo disimulaba. Tan apegado a su dinero... en él era ya una especie de manía... y era tan rico como el que más. Pero la señora Hill le había servido fielmente, y soportaba sus rarezas, y era natural que esperase por lo menos un recuerdo. Pero nada... ¡nada en absoluto! Sólo apareció un viejo testamento en el que lo dejaba todo a su esposa, y en caso de que ésta falleciese antes que él, a su hermano Enrique. Un testamento hecho años atrás. ¡No era justo! ¡Y no lo merecía!
Poco a poco Poirot fue apartándola del tema más importante para ella: su codicia insatisfecha. ¡Desde luego era una injusticia cruel! No podía culparla por sentirse herida y extrañada. Era bien tacaño. Incluso se decía que rehusó a ayudar a su único hermano. Era probable que la señora Hill lo supiera.
—¿Era eso por lo que fue a verle el doctor Ramsey? —preguntó la señora Hill—. Sabia que era por cosas de su hermano, pero creí que sólo querían reconciliarse. Estaban reñidos hacía años.
—Tengo entendido que el señor Gascoigne se negó a ello rotundamente —dijo Poirot.
—Eso es cierto —repuso la senora Hill asintiendo con la cabeza—. «¿Enrique? —dijo con voz débil—. ¿Qué le pasa a Enrique? No le he visto desde hace años, ni lo deseo. Ese Enrique siempre quiere pelea.» Sólo dijo eso.
La conversación volvió a girar en torno al descontento de la señora Hill y la inconmovible actitud del abogado del señor Gascoigne.
Con cierta dificultad, Hércules Poirot logró al fin despedirse interrumpiéndola bruscamente.
Y de este modo, poco después de la hora de cenar, llegó a Elmcrest Dorset Road, Wimbledon, donde se alzaba la residencia del doctor Jorge Ramsey.
El doctor estaba en casa. Hércules Poirot fue introducido en el consultorio, y el doctor Ramsey, que evidentemente acababa de levantarse de la mesa, no tardó en recibirle.
—No vengo a que me visite, doctor —le dijo el detective—. Y tal vez mi venida a esta casa tenga algo de importante..., pero prefiero hablar claro y sin rodeos. No me gusta el método que emplean los abogados, con tantos preámbulos y circunloquios.
Sin duda había despertado el interés de Ramsey. Era un hombre de mediana estatura, muy bien rasurado, de cabellos castaños, aunque con las pestañas casi blancas, lo cual daba a sus ojos una expresión triste. Sus ademanes eran rápidos y poseía cierto sentido del humor.
—¿Abogados? —preguntó alzando las cejas—. ¡Odio a esos individuos! Ha despertado usted mi curiosidad. Siéntese por favor, señor.
Poirot inclinóse hacia delante en gesto confidencial.
—Muchos de mis clientes son mujeres —dijo.
Las blancas cejas de Ramsey se alzaron.
—Es natural —repuso el doctor Jorge Ramsey con un ligero parpadeo.
—Es natural, como usted dice —convino Poirot. A las mujeres les desagrada la policía oficial. Prefieren las investigaciones privadas. No les gusta hacer públicos sus asuntos. Hace pocos días vino a consultarme una anciana. Estaba preocupada por su esposo, con el que llevaba enfadada muchos años. Su esposo era tío de usted, el finado señor Gascoigne.
—¿Mi tío? ¡Qué tontería! Su esposa murió hace muchísimos años.
—No me refiero a su tío don Antonio Gascoigne, sino a su otro tío, don Enrique Gascoigne.
—¿Tío Enrique? ¡Pero si no estaba casado!
—¡Oh, sí que lo estaba! —exclamó Poirot, mintiendo sin el menor empacho—. No tengo la menor duda. Esa señora incluso trajo el certificado de matrimonio.
Es mentira —exclamó Jorge Ramsey con el rostro rojo como las cerezas maduras—. No lo creo. Es usted un farsante.
—Qué lástima, ¿verdad? —dijo Poirot— Ha cometido un crimen por nada.
—¿Un crimen? —La voz de Ramsey se quebró, y sus ojos claros expresaron terror.
—A propósito —continuó Poirot—. Veo que ha vuelto a comer tarta de zarzamoras. Es una costumbre imprudente. Las zarzamoras pueden estar llenas de vitaminas, pero resultan mortales en otro sentido. En esta ocasión creo que han ayudado a poner la soga alrededor del cuello de un hombre... de usted, doctor Ramsey.
* * *
—¿Sabe, mon ami? Donde se equivocó usted fue en su deducción fundamental —decia Hércules Poirot inclinado plácidamente sobre la mesita y dirigiéndose a su amigo—. Un hombre bajo una grave depresión moral no escoge esa ocasión para hacer algo que no hubiera hecho antes. Sus reflejos hubiesen seguido la rutina a que estaban acostumbrados. Un hombre preocupado por algo pudiera bajar a cenar en pijama..., pero sería su pijama... no el de otra persona. Un hombre que aborrece la sopa espesa, la carne con mucha grasa y las zarzamoras, de pronto pide las tres cosas ~ misma noche. Usted dice que porque está pensando en otra cosa. Pero yo le digo que un hombre absorto en sus preocupaciones ordenaría automáticamente que le sirvieran lo que solía tomar más a menudo. Eh bien, entonces, ¿qué otra explicación cabe?
»Luego me dijo usted que aquel hombre habla desaparecido. Había dejado de acudir un martes y un jueves por primera vez durante años. Eso todavía me gustó menos. Una extraña hipótesis fue formándose en mi mente. De ser cierta, aquel hombre habla muerto. Hice mis averiguaciones. Y había muerto..., con una muerte cuidadosamente preparada. En otras palabras, el pescado malo habla sido disimulado a fuerza de salsa.
»Fue visto en King's Road a eso de las siete y vino a cenar aquí a las siete y media... dos horas antes de su muerte. Todo concuerda... las pruebas del contenido del estómago y la carta. ¡Demasiada salsa!
»Su adorado sobrino escribió la carta, su adorado sobrino tiene una coartada perfecta para la hora de la defunción del tío. Una muerte sencilla... una caída por la escalera. ¿Simple accidente? ¿O asesinato? Todo el mundo, al enjuiciar el caso desde diferentes puntos de vista, se inclina por lo primero.
»Su adorado sobrino es el único pariente. Su adorado sobrino heredará..., ¿pero es que hay algo que heredar? El tío era pobre.
»Pero hay un hermano. Un hermano que se casó con una mujer rica y que vive en una hermosa mansión en Kingston Hill, de modo que, al parecer, su mujer al morir, le dejó todo su dinero. Vea las consecuencias... la esposa rica deja todo su dinero a Antonio, Antonio se lo deja a Enrique, y el dinero de Enrique va a parar a manos de Jorge... Una cadena completa.
—Todo muy bien en teoría —dijo el señor Bennington—. Pero, ¿cómo comprobarlo?
—Una vez se sabe..., por lo general se consigue lo que uno desea. Enrique murió dos horas después de una comida. Alrededor de eso gira todo este caso. Pero supongamos que esa comida no fuera la cena, sino el almuerzo. Póngase en el lugar de Jorge. Jorge quiere tener dinero... a toda costa. Antonio Gascoigne está agonizando..., pero su muerte no beneficia a Jorge. Si dinero pasará a Enrique, que tal vez puede vivir muchos años todavía. De modo que Enrique debe morir también... y cuanto antes mejor..., pero su muerte debe tener lugar después de la de Antonio, y al mismo tiempo Jorge debe procurarse una coartada. La costumbre de Enrique de cenar regularmente en cierto restaurante dos noches por semana le sugiere cuál va a ser su coartada. Como es un individuo cauteloso, primero ensaya su plan. Y se hace pasar por su tío la noche de un lunes, cenando como era de costumbre, en el restaurante en cuestión.
»Todo va como una seda, y le aceptan como a su tío. Se siente satisfecho. Sólo tiene que esperar a que su tío Antonio dé muestras definitivas de querer abandonar este mundo. Y llega la ocasión. Escribe una carta a su tío la tarde del dos de noviembre, pero la fecha el tres. Viene a la ciudad la tarde del día tres, va a ver a su tío y pone su plan en acción. Un fuerte empujón y allá va tío Enrique... escaleras abajo.
»Jorge busca la carta que ha escrito y la mete el bolsillo del batín de su tío. A las siete y media está en el Galante, con barba y cejas postizas, todo completo. Sin duda todos vieron con vida a Enrique Gascoigne a las siete y media. Luego, una metamorfosis rápida en cualquier lavabo público y el regreso en su automóvil y a toda marcha hacia Wimbledon, donde juega al bridge. La coartada perfecta muy bien estudiada.
El señor Bennington le contempla fijamente.
—Pero, ¿y el matasellos de la carta?
—¡Oh, eso es bien sencillo! Estaba falsificado. Cambiaron el dos por un tres. No se notaba, a menos que se supiera. Y por último, están las zarzamoras.
—¿Zarzamoras?
—El pastel de zarzamoras o de moras, como prefiera. Jorge, como puede usted comprender, no era lo bastante buen actor. Se caracterizó como su tío, andaba como su tío y hablaba como su tío, pero se olvidó comer como su tío, y pidió los platos que más le gustaban.
»Las zarzamoras manchan los dientes... y los del cadáver no lo estaban, a pesar de que Enrique Gascoigne comió pastel de zarzamoras en el Galante aquella noche. Y no se encontraron tampoco en su estómago. Lo pregunté esta mañana. Y Jorge ha sido lo bastante tonto como para conservar la barba y el resto del maquillaje. ¡Oh! Hay muchas pruebas si se buscan bien. Fui a visitarle y le aturdí. ¡Ése fue su fin! A propósito, había vuelto a comer zarzamoras. Es muy goloso... y se preocupa mucho de la comida. Eh bien, su glotonería le colgará, a menos que yo esté muy equivocado.
Una camarera les trajo dos raciones de tarta de zarzamoras.
—Lléveselas —dijo el señor Bennington—. ¡Hay que andar con mucho cuidado! Tráigame un poco de tarta de manzana.