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El mayor Metcalf ayudaba a Giles a quitar la nieve amontonada ante la puerta posterior. Era muy diestro en el manejo de la pala y Giles no cesaba de prodigar frases de elogio y gratitud.

—Es un buen ejercicio —dijo el mayor Metcalf—. Debiera hacerse a diario. Ya sabe usted que ello ayuda a conservar la línea.

De modo que el mayor era un amante del ejercicio físico. Giles lo había temido desde que le oyó pedir que le sirviese el desayuno a las siete y media.

Como si leyera su pensamiento, Metcalf le dijo:

—Su esposa ha sido muy amable al prepararme el desayuno tan temprano, ha sido un placer poder tomar un huevo recién puesto.

Giles se había levantado antes de las siete a causa de las exigencias de la marcha del hotel. En compañía de Molly estuvo cociendo los huevos, preparando el té, y arreglando el comedor y la biblioteca. Todo estaba limpio y dispuesto. Giles no pudo dejar de pensar que de haber sido un huésped de su propio establecimiento, nadie le hubiera sacado de la cama en una mañana semejante hasta el último momento posible.

No obstante, el mayor se había levantado, almorzando y deambulando por la casa pletórico de energía y buscando en qué entretenerse.

«Bueno —pensó Giles—, hay mucha nieve que quitar.»

Dirigióle una mirada de soslayo. La verdad era que no resultaba un hombre fácil de clasificar. Reservado, de mediana edad, y mirada extraña y observadora. Un hombre que no dejaba traslucir nada. Giles se preguntó por qué habría ido a Monkswell Manor. Probablemente le acababan de licenciar y estaría sin ocupación.

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