Detectives aficionados

El diminuto señor Satterhwaite miraba pensativo a su anfitrión. La ansiedad entre aquellos dos hombres era bien curiosa. El coronel era un sencillo campesino cuya única pasión la constituía el deporte. Las pocas semanas que se veía obligado a vivir en Londres, las pasaba muy a disgusto. El señor Satterhwaite, en cambio, era un pájaro de ciudad... una autoridad en cocina francesa, vestidos femeninos y conocía todos los escándalos más recientes. Su afición predilecta era el estudio de la naturaleza humana, y era un experto en su especialidad... de espectador de la vida.

Por lo tanto, y al parecer, el coronel Melrose y su amigo diferían bastante, ya que el coronel no se interesaba por los asuntos de sus semejantes, y sentía verdadero horror por toda clase de emociones. Eran amigos principalmente porque ya sus padres lo habían sido. Además conocían a las mismas personas, y sus opiniones acerca de los nouveaux riches eran retrógradas.

Eran casi las siete y media. Los dos hombres se hallaban sentados en el cómodo despacho del coronel, quien refería, con el entusiasmo de todo cazador, una batida a caballo que se corrió el invierno anterior. El señor Satterthwaite, cuyos únicos conocimientos sobre equinos consistían en las visitas a las cuadras, los domingos por la mañana, como es costumbre en las antiguas casas de campo, le escuchaba con su cortesía habitual.

El timbre del teléfono interrumpió a Melrose, que dirigiéndose a la mesa se dispuso a contestar a la llamada.

—Diga, sí... Habla el coronel Melrose. ¿Qué dice usted?

Su aspecto cambió... haciéndose más seco y oficioso. Ahora hablaba el magistrado, no el deportista.

Escuchó unos momentos y al cabo dijo, lacónico:

—Está bien, Curtis. Iré en seguida.

Dejó el teléfono en la horquilla y volvióse hacia su invitado.

—El señor James Dwighton ha sido encontrado asesinado en su biblioteca.

—¿Qué?

Satterthwaite estaba sorprendido... emocionado.

—Debo ir a Alderway en seguida. ¿Quiere usted venir conmigo?

El señor Satterthwaite recordó entonces que el coronel era jefe de policía del condado.

—Si no he de estorbarle...

—En absoluto. Era el inspector Curtis quien ha telefoneado. Es un individuo honrado y bonísimo, pero no demasiado listo. Celebraré que me acompañe, Satterthwaite. Tengo la impresión de que va a resultar un asunto poco agradable.

—¿Han cogido ya al culpable?

—No —repuso Melrose bruscamente.

El señor Satterthwaite percibió una ligera reserva en lo tajante de su negativa, y trató de volver a su memoria todo lo que sabía de los Dwighton.

El finado sir James fue un anciano orgulloso de ademanes bruscos. Un hombre que debió crearse enemigos muy fácilmente... frisaba en los sesenta..., tenía los cabellos grises, el rostro sonrosado... y fama de ser muy tacaño. Luego pasó a lady Dwighton. Su imagen apareció en su mente, joven, esbelta y aureolada por sus cabellos cobrizos. Recordó asimismo varios rumores, insinuaciones, ciertos comentarios. De modo que era por eso... por lo que Melrose parecía tan malhumorado. Se rehizo... se estaba dejando llevar un tanto de su imaginación.

Cinco minutos después el señor Satterthwaite tomaba asiento junto a su anfitrión en el dos plazas de este último.

El coronel era un hombre taciturno. Habían recorrido una milla y media antes de que hablara.

—Supongo que usted les conoce —dijo de repente.

—¿A los Dwighton? Claro que los conozco. A él creo que le vi una vez, a ella muy a menudo.

—¿Es que existía acaso alguien que él no conociera?

—Una mujer muy bonita —dijo Melrose.

—¡Hermosisíma...! —rectificó el señor Satterthwaite.

—¿Usted cree?

—Un tipo netamente renacentista —declaró Satterthwaite acalorándose por el tema—. La primavera pasada actuó en una de sus funciones benéficas... matinées, ya sabe, y me sorprendió muchísimo. No tiene nada de moderna... es una pura reliquia. Se la puede imaginar en el palacio Doge, o como Lucrecia Borgia.

El coronel hizo un viraje brusco y el señor Satterthwaite tuvo que interrumpirse bruscamente. Se preguntaba que fatalidad había puesto el nombre de Lucrecia Borgia en su boca. En aquellas circunstancias...

—Dwighton no habrá sido envenenado, ¿verdad? —preguntó de improviso.

Melrose le miró de soslayo con cierta curiosidad.

—Quisiera saber por qué lo pregunta —le dijo.

—¡Oh, no... no lo sé! Se me acaba de ocurrir.

—Pues no —replicó Melrose—. Si es que quiere saberlo, le diré que le golpearon en el cráneo.

—Con un objeto contundente —murmuró Satterthwaite moviendo la cabeza.

—No hable como los detectives de las novelas, Satterthwaite. Le dieron en la cabeza con una figura de bronce.

—¡Oh! —exclamó Satterthwaite, y volvió a guardar silencio.

—¿Sabe algo de un sujeto llamado Paul Delangua? —preguntó Melrose al cabo de unos minutos.

—Sí. Es un joven bien parecido.

—Eso creo que deben pensar las mujeres —gruñó el coronel.

—¿No es de su agrado?

—No.

—Pues yo hubiera supuesto lo contrario. Monta muy bien.

—Como el forastero en los rodeos. Está lleno de trucos y monerías.

El señor Satterthwaite contuvo una sonrisa. El pobre Melrose era tan británico en sus puntos de vista... en cambio él, consciente de los suyos tan cosmopolitas, deploraba su actitud ante la vida.

—¿Ha estado por aquí? —preguntó.

—Estuvo en Alderway con los Dwighton. Corren rumores de que sir James le despidió hace una semana.

—¿Por qué?

—Le encontró haciéndole el amor a su mujer me figuro. ¿Qué día...?

Frenó violentamente, mas no consiguió evitar el choque.

—Hay cruces muy peligrosos en Inglaterra —dijo Melrose—. De todas maneras, ese tipo debió haber tocado el claxon. Nosotros vamos por la carretera principal. Me imagino que le habremos hecho más daño nosotros a él que él a nosotros.

Saltó al suelo. Un hombre se apeaba también del otro vehículo. Varios fragmentos de conversación llegaron hasta Satterthwaite.

—Creo que ha sido culpa mía —decía el desconocido—. Pero no conozco muy bien esta parte del país, y no hay ninguna señal que advierta que por aquí se sale a la carretera principal.

El coronel, ablandado, le contestó en el mismo tono amistoso. Los dos se inclinaron sobre el automóvil del desconocido para examinarlo en compañía del chofer. La conversación giró sobre temas técnicos.

—Será cosa de media hora —dijo el desconocido—. Pero no quiero entretenerle. Celebro que su coche no haya sufrido ningún desperfecto.

—A decir verdad... —comenzó el coronel, mas tuvo que interrumpirse.

El señor Satterthwaite, con gran excitación, se apeó con la agilidad de un pájaro y tendió calurosamente su mano al desconocido.

¡Es usted! Creí reconocer su voz —declaró excitado—. ¡Qué casualidad! ¡Qué extraordinaria casualidad!

—¿Eh? —exclamó el coronel Melrose.

—El señor Harley Quin. Melrose, estoy seguro de que me ha oído hablar muchas veces del señor Quin.

El coronel Melrose no pareció recordarle, pero contempló la escena mientras su amigo seguía charlando.

—No le he visto... desde... déjeme pensar...

—Desde la noche aquella, en las Campanillas de Arlequin —repuso el otro tranquilamente.

—¿Las Campanillas de Arlequin? —se extrañó el coronel.

—Es una taberna —explicó el señor Satterthwaite.

—¡Qué nombre tan curioso para una taberna!

—Es una muy antigua —replicó el señor Quin—. Recuerdo que hubo un tiempo en que las Campanillas de Arlequín eran más corrientes que ahora en Inglaterra.

—Supongo que sí; sin duda que tiene usted razón —le contestó Melrose.

Parpadeó. Por un curioso efecto de luz... debido a los faros de uno de los coches y las luces rojas posteriores del otro... el señor Quin parecía estar vestido como Arlequín. Pero era sólo una cosa de la luz.

—No podemos dejarle abandonado en medio de la carretera —continuó el señor Satterthwaite—. Véngase con nosotros. Hay sitio de sobra para tres, ¿no es cierto, Melrose?

—¡Oh, desde luego!

Pero la voz del coronel no demostraba el menor entusiasmo.

—El único inconveniente es nuestro destino, ¿verdad, Satterthwaite?

El aludido se quedó de una pieza. Las ideas acudían rápidamente a su cerebro.

—¡No, no! —exclamó—. ¡Debí de haberlo adivinado! No ha sido una casualidad el encontrarnos esta noche en este cruce, señor Quin.

El coronel Melrose miraba boquiabierto a su amigo, que lo cogió del brazo.

—¿Recuerda lo que le conté... de nuestro amigo Derek Capel, sobre el motivo de su suicidio, que nadie podía poner en claro? Fue el señor Quin quien resolvió este problema... igual que muchos otros. Sabe ver cosas que están ahí, pero que no se ven. Es maravilloso.

—Mi querido Satterthwaite, me está usted azorando —dijo el señor Quin, sonriendo—. Recuerdo que esos descubrimientos los realizó usted, y no yo.

—Se realizaron porque usted estaba allí —repuso Satterthwaite con gran convencimiento.

—Bueno —dijo el coronel Melrose, aclarando su garganta—. No debemos perder más tiempo. Vamos.

Se situó ante el volante. No le agradaba demasiado el entusiasmo que demostraba Satterthwaite por aquel desconocido, pero como no podía objetar nada, su deseo era llegar cuanto antes a Alderway.

El señor Satterthwaite hizo sentarse a su amigo en el centro y él se situó junto a la ventanilla. El automóvil era bastante ancho, y los tres cabían sin grandes apreturas.

—¿De modo que le interesan los crímenes, señor Quin? —preguntó el coronel, tratando de hacerse simpático.

—No; precisamente los crímenes, no.

—¿Qué, entonces?

—Preguntemos al señor Satterthwaite. ¡Es tan buen observador! —repuso el señor Quin con una sonrisa.

—Puedo estar equivocado —replicó Satterthwaite—; pero creo que el señor Quin se interesa por los amantes.

Enrojeció al decir la última palabra, que ningún inglés pronuncia sin tener plena conciencia de ella. Satterthwaite la dejó brotar de sus labios disculpándose y como entre comillas.

—¡Cielos! —exclamó el coronel.

Aquel amigo de Satterthwaite parecía bastante extraño. Le miró de reojo. Su aspecto era normal... un joven algo moreno, pero sin parecer extranjero.

—Y ahora —dijo Satterthwaite con importancia— debo contarle todo el caso.

Estuvo hablando durante diez minutos. Allí, sentado en la penumbra y corriendo a través de la noche, sintió una enervante sensación de poder. ¿Qué importaba que sólo fuera un simple espectador de la vida? Tenía palabras, era dueño de ellas, era capaz de formar con ellas un relato... un relato extraño y renacentista, en el que la protagonista era la bella Laura Dwighton con sus blancos brazos y cabellos de fuego... y la sombría figura de Paul Delangua, a quienes las mujeres encontraban atractivo.

Todo ello en el escenario de Alderway... Alderway, que se alzaba desde los tiempos de Enrique VII; según algunos, desde antes. Alderway, que era inglés de corazón, con sus setos recortados, su granero, y el vivero donde los monjes criaban carpas para la abstinencia de los viernes.

Con pocas frases bien dichas definió a sir James, un Dwighton auténtico descendiente del viejo de Vittons, que tiempo atrás había sacado mucho dinero de la tierra encerrándolo en cofres de madera, que cuando llegaron las malas épocas y todos se arruinaron, los dueños de Alderway nunca sufrieron pobreza.

Por fin el señor Satterthwaite dejó de hablar. Sentíase seguro de la atención de sus oyentes, y aguardó las palabras de elogio, que no se hicieron esperar demasiado.

—Es usted un artista, señor Satterthwaite.

—Lo he hecho lo mejor que sé. —El hombrecillo mostrábase humilde de repente.

Hacía varios minutos que habían dejado atrás la verja de la finca. Ahora el coche se detuvo ante la entrada y un agente de policía bajó a toda prisa los escalones para recibirles.

—Buenas noches, señor. El inspector Curtis está en la biblioteca.

—Muy bien.

Melrose subió la escalinata seguido de los otros dos. Cuando los tres hombres cruzaban el amplio vestíbulo, un anciano mayordomo asomó la cabeza por una de las puertas, con ademán receloso. Melrose le saludó.

—Buenas noches, Miles. Es un asunto muy desagradable.

—¡Y tanto, señor! —repuso el aludido—. Apenas puedo creerlo, se lo aseguro. ¡Pensar que alguien haya podido golpear así a mi amo...!

—Sí, sí —repuso Melrose, atajándole—. Luego hablaré con usted.

Penetró en la biblioteca, donde un inspector robusto y de aspecto marcial le saludó con respeto.

—Es muy desagradable, señor. No he tocado nada. No hemos encontrado huellas en el arma. Quienquiera que haya sido, sabia bien su oficio.

El señor Satterthwaite miró el cuerpo yacente sobre la mesa escritorio, y apresuróse a desviar la vista. Le habían golpeado desde atrás con tal fuerza que le hablan partido el cráneo. La visión no era agradable...

El arma estaba en el suelo... una figura de bronce de unos pies de altura, con la base manchada y húmeda. El señor Satterthwaite inclinóse sobre ella con verdadera curiosidad.

—¡Una Venus! —dijo en tono bajo—. ¡De modo que ha sido derribado por Venus!

Y encontró muy poética su reflexión.

—Las ventanas estaban todas cerradas y con los pestillos corridos por el interior —dijo el inspector.

Hizo una pausa significativa.

—Eso reduce los sospechosos a los habitantes de la casa —repuso el jefe de la policía, de mala gana—. Bueno..., bueno; ya veremos.

El cadáver aparecía vestido con pantalones bombachos, y junto al sofá veíase apoyado un saco lleno de palos de golf.

—Acababa de llegar del campo de golf —explicó el inspector, siguiendo la mirada del jefe de policía—. Eso fue a las cinco y cuarto. El mayordomo le trajo el té. Más tarde llamó a su ayuda de cámara para que le trajera las zapatillas. Por lo que sabemos, el valet fue la última persona que le vio con vida.

Melrose asintió, volviendo a dedicar su atención a la mesa escritorio.

Muchos de los accesorios que había sobre ella habían sido volcados o rotos, y entre todos resaltaba un gran reloj de esmalte oscuro caído sobre uno de sus lados en el mismo centro de la mesa.

El inspector carraspeó.

—Eso sí que puede llamarse suerte, señor —dijo—. Como usted ve, está parado a las seis y media. Eso nos da la hora del crimen. Muy conveniente.

El coronel no dejaba de mirar el reloj.

—¡Muy conveniente, como usted dice! —observó—. ¡Demasiado! No me gusta esto, inspector.

Volvióse a mirar a los otros dos. Sus ojos buscaron los del señor Quin.

—¡Maldita sea! —exclamó—. Está demasiado claro. Ya sabe usted a qué me refiero. Las cosas no suceden así.

—¿Se refiere a que los relojes no caen de este modo? —murmuró el señor Quin.

Melrose le miró unos instantes, y luego al reloj, que tenía el aspecto patético e inocente de los objetos conscientes de pronto de su importancia. Con sumo cuidado el coronel Melrose volvió a colocarlo sobre sus patas, y dio a la mesa un violento empujón. El reloj se tambaleó sin llegar a caer. Melrose repitió la embestida, y con cierta desgana y muy lentamente el reloj cayó al fin hacia atrás.

—¿A qué hora descubrieron el crimen? —quiso Saber Melrose.

—A eso de las siete, señor.

—¿Quién lo descubrió?

—El mayordomo.

—Vaya a buscarle —ordenó el jefe de policía—. Le veré ahora. A propósito, ¿dónde está lady Dwighton?

—Se ha acostado, señor. Su doncella dice que está muy postrada y que no puede ver a nadie.

Melrose asintió con una inclinación de cabeza y Curtis fue en busca del mayordomo. El señor Quin contemplaba pensativo la chimenea, y el señor Satterthwaite siguió su ejemplo. Estuvo mirando los humeantes troncos durante un par de minutos hasta que sus ojos percibieron algo que brillaba en el hogar. Inclinándose recogió un trocito de cristal curvado.

—¿Deseaba verme, señor?

Era la voz del mayordomo, todavía temblorosa y vacilante. El señor Satterthwaite deslizó el pedazo de cristal en un bolsillo de su chaleco y se volvió.

El anciano se hallaba de pie junto a la 'puerta.

—Siéntese —le indicó el jefe de policía con toda amabilidad—. Está usted temblando. Supongo que debe de haber sido un golpe para usted.

—Desde luego, señor.

—Bien, no le entretendré mucho. ¿Creo que su amo entró aquí después de las cinco?

—Sí, señor. Me ordenó que le trajera el té a la biblioteca. Después, cuando vine a retirar el servicio, me pidió que enviara a Jennings... es su ayuda de cámara, señor, desde hace tiempo.

—¿Qué hora era?

—Pues... las seis y diez, señor.

—Sí..., ¿y luego?

—Le pasé el recado a Jennings, señor. Y no fue hasta las siete que vine a cerrar las ventanas y a correr las cortinas cuando vi que...

Melrose le interrumpió.

—Si, si, no necesita repetirlo. ¿No tocaría usted cuerpo o cualquier otra cosa?

—¡Oh! No, desde luego que no, señor. Fui lo más de prisa que pude hasta el teléfono para llamar a la policía.

—¿Y luego?

—Le dije a Juanita... es la doncella de Su Señoría, señor.., que fuera a comunicárselo a Su Señoría.

—¿No ha visto a la señora en toda la noche?

El coronel Melrose hizo la pregunta como al azar, pero el señor Satterthwaite adivinó la ansiedad que escondían sus palabras.

—No, señor. Su Señoría ha permanecido en sus habitaciones desde que ocurrió la tragedia.

—¿La vio usted antes?

Todos pudieron observar la vacilación del mayordomo antes de contestar.

—Pues... pues yo... la vi un momento bajando la escalera.

—¿Entró en su habitación?

El señor Satterthwaite contuvo la respiración.

—Creo... creo que sí, señor.

—¿A qué hora fue eso?

Podría haberse oído caer un alfiler. ¿Conocía aquel anciano la importancia de su respuesta?, se preguntaba el señor Satterthwaite.

—Serían cerca de las seis y media.

El coronel Melrose aspiró el aire con firmeza.

—Eso es todo, gracias. Envíenos a Jennings, el ayuda de cámara, ¿quiere?

Jennings acudió prontamente. Era un hombre de rostro alargado, andar felino y cierto aire astuto misterioso.

Un hombre, pensó el señor Satterthwaite, capaz de asesinar a su amo, de tener la completa seguridad de no ser descubierto.

Escuchó ávidamente las respuestas que daba a las preguntas del coronel Melrose; mas al parecer su historia era bien clara. Había bajado a su amo unas zapatillas cómodas, llevándose sus zapatos.

—¿Qué hizo usted después, Jennings?

—Volví a la habitación de los criados, señor...

—¿A qué hora dejó a su amo?

—Debían ser poco más de las seis y cuarto, señor...

—¿Dónde estaba usted a las seis y media, Jennings?

—En la habitación de los criados, señor.

El coronel Melrose le despidió con un ademán y miró a Curtis con gesto interrogador.

—Es cierto, señor. Lo he comprobado. Estuvo en la habitación de servicio desde las seis y veinte hasta las siete.

—Eso le deja al margen —dijo el jefe de policía con cierta contrariedad—. Además, no tiene motivos.

Se miraron.

Llamaban a la puerta.

—¡Adelante! —invitó el coronel.

Apareció una doncella muy asustada.

—Si me lo permite. Su Señoría ha oído que el coronel Melrose estaba aquí y quisiera verle.

—Desde luego —replicó Melrose—. Iré en seguida. ¿Quiere mostrarme el camino?

Mas una mano apartó a un lado a la muchacha. Una figura completamente distinta apareció en el umbral de la puerta. Laura Dwighton parecía un ser de otro mundo.

Iba vestida con un traje de tarde de brocado color azul. Sus cabellos cobrizos partidos sobre la frente le cubrían las orejas. Consciente de su estilo propio, lady Dwighton nunca consistió cortárselo y lo llevaba recogido sencillamente en la nuca, y los brazos al descubierto.

Con uno de ellos se apoyaba en el marco de la puerta y el otro pendía junto a su cuerpo, sujetando un libro. Parecía, pensó Satterthwaite, una Madona de tela del primitivo italiano.

El coronel Melrose acercóse a ella.

—He venido a decirle... a decirle...

Su voz era rica y bien modulada. El señor Satterthwaite estaba tan absorto en el dramatismo de la cena que había olvidado su realidad.

—Por favor, lady Dwighton...

Melrose extendió su brazo para sostenerla y la acompañó hasta una pequeña antesala contigua, cuyas paredes estaban forradas de seda descolorida. Quin y Satterthwaite les siguieron. Ella se dejó caer en una otomana, recostándose sobre un almohadón, con los párpados cerrados. Los tres la observaron. De pronto abrió mucho los ojos y se incorporó hablando muy de prisa.

—¡Yo lo maté! Eso es lo que vine a decirle. ¡Yo le he matado!

Hubo un silencio angustioso. El corazón del señor Satterthwaite se olvidó de latir.

—Lady Dwighton —atajó Melrose—, ha sufrido usted un rudo golpe... está alterada. No creo que se dé cuenta de lo que dice.

¿Se volvería atrás ahora... mientras estaba a tiempo?

—Sé perfectamente lo que digo. Fui yo quien disparó.

Dos de los presentes lanzaron una exclamación ahogada. El tercero no hizo el menor ruido. Laura Dwighton inclinóse todavía más hacia delante.

—¿No lo comprenden? Bajé y disparé.

El libro que llevaba en la mano cayó al suelo, y de su interior saltó un cortapapeles en forma de puñal con la empuñadura cincelada. Satterthwaite lo recogió mecánicamente, depositándolo sobre la mesa, mientras pensaba: «Es un juguete peligroso. Con esto podría matarse a un hombre.»

—Bueno... —la voz de Laura Dwighton denotaba impaciencia—, ¿qué es lo que van a hacer? ¿Arrestarme? ¿Llevarme de aquí?

El coronel Melrose encontró al fin su voz, con cierta dificultad.

—Lo que acaba de decirme es muy serio, lady Dwighton. Debo rogarle que permanezca en sus habitaciones hasta que... haga los arreglos pertinentes.

Ella se puso en pie tras asentir con una inclinación de cabeza. Parecía, a la sazón, muy dueña de sí, grave y fría.

Cuando se dirigía a la puerta, el señor Quin le preguntó:

—¿Qué hizo usted con el revólver, lady Dwighton?

Una sombra de desconcierto pasó por sus ojos.

—Yo.. lo dejé caer al suelo. No, creo que lo tiré por la ventana... ¡Oh! Ahora no me acuerdo. Pero, ¿qué importa? Apenas sabía lo que estaba haciendo. Pero eso no importa, ¿verdad?

—No —repuso el señor Quin—. No creo que importe mucho.

Le dirigió una mirada de perplejidad mezclada con algo que bien pudo ser alarma. Luego, volvió la cabeza y salió de la estancia con decisión. Satterthwaite salió a toda prisa tras ella, comprendiendo que podía desmayarse en cualquier momento, pero ya habla subido la mitad de la escalera sin dar muestras de su anterior debilidad. La asustada doncella se hallaba al pie de la escalera y Satterthwaite ordenó en tono autoritario:

—Vigile a su señora.

—Sí, señor —la muchacha se dispuso a subir tras la figura azul—. Oh, por favor, señor, ¿no irán a sospechar de él?

—¿Sospechar de quién?

—De Jennings, señor. ¡0h, señor, desde luego, es incapaz de hacer daño a una mosca!

—¿Jennings? No, claro que no. Vaya y cuide de su señora.

—Sí, señor.

La muchacha subió la escalera a toda prisa y Satterthwaite volvió a la estancia que acababa de abandonar.

El coronel Melrose decía acaloradamente:

—Bueno, estoy hecho un mar de confusiones. Aquí hay algo más de lo que se ve a simple vista. Es... es como esas tonterías que las heroínas hacen en muchas novelas.

—Es irreal —convino Satterthwaite—. Como una escena de teatro.

—Sí, usted admira el drama, ¿no es cierto? Es usted un hombre que sabe apreciar una buena representación.

Satterthwaite le miraba fijamente.

En el silencio oyóse una lejana detonación.

—Parece un disparo —dijo el coronel Melrose—. Habrá sido alguno de los guardianes. Eso es probablemente lo que ella oyó, y tal vez no bajase a ver. Ni se habrá acercado a examinar el cuerpo y por eso ha llegado resuelta a la conclusión...

—El señor Delangua, señor.

Era el mayordomo quien habla hablado respetuosamente desde la puerta.

—¿Eh? —exclamó Melrose—. ¿cómo?

—El señor Delangua está aquí, señor, y a ser posible quisiera hablar con usted.

—Hágale pasar.

Momentos después, Paul Delangua apareció en la entrada. Como el coronel Melrose habla insinuado, habla en él un aire extranjero... la facilidad de movimientos, su rostro hermoso y moreno, y sus ojos tal vez un poco demasiado juntos... le daban un aspecto renacentista. Él y Laura Dwighton recordaban la misma época.

—Buenas noches, caballeros —dijo Delangua con una ligera reverencia algo teatral y afectada.

—Ignoro qué asuntos le traen por aquí, señor Delangua —dijo Melrose tajante—, pero si no tienen nada que ver con el que tenemos entre manos...

Delangua le interrumpió con una carcajada.

—Al contrario —apuntó—, tienen mucho que ver con esto.

—¿Qué quiere decir?

—Quiero decir —continuó Delangua con toda tranquilidad— que he venido a entregarme como causante de la muerte de sir James Dwighton.

—¿Sabe usted lo que está diciendo? —inquirió Melrose muy serio.

—Me doy perfecta cuenta.

Los ojos del joven estaban fijos en la mesa.

—No comprendo.

—¿Por qué me entrego? Llámelo remordimiento... o como más le agrade. Le di de firme... de eso puede estar seguro. —Señaló la mesa—. Veo que tiene ahí el arma, una herramienta muy manejable. Lady Dwighton tuvo el descuido de dejarla dentro de un libro y yo la cogí por casualidad.

—Un momento —cortó el coronel Melrose—. ¿Tengo que entender que usted admite haber dado muerte a Sir James con esto?

Y levantó el cortapapeles.

—Exacto. Entré por la ventana. Él me daba la espalda. Fue todo muy sencillo. Me marché por el mismo sitio.

—¿Por la ventana?

—Por la ventana, claro.

—¿A qué hora?

Delangua vacilaba.

—Déjeme pensar... estuve hablando con el guardián... eso sería a las seis y cuarto. Oí dar el cuarto en el campanario de la iglesia. Debió ser... bueno, pongamos a las seis y media.

Una torva sonrisa apareció en los labios del coronel.

—Exacto, jovencito —asintió—. Las seis y media es la hora. Tal vez ya lo habla oído. ¡Pero este asesinato es muy particular!

—¿Por qué?

—¡Hay tantas personas que se declaran culpables! —dijo el coronel Melrose.

Todos percibieron su respiración anhelante.

—¿Quién más lo ha confesado? —preguntó con voz que en vano quiso hacerse firme.

—Lady Dwighton.

Delangua echó la cabeza hacia atrás, riendo.

—No es de extrañar que lady Dwighton está nerviosa —dijo con ligereza—. Yo de usted no prestaría atención a sus palabras.

—No pienso hacerlo —repuso Melrose—; pero hay otra cosa extraña en este crimen.

—¿Qué cosa?

—Pues... lady Dwighton confiesa haber disparado contra sir James, y usted dice que le apuñaló, pero ya ve que, por fortuna para los dos, no fue ni muerto de un disparo ni de una puñalada. Le abrieron el cráneo de un golpe.

—¡Cielos! —exclamó Delangua—. Pero no es posible que una mujer haya podido...

Se detuvo mordiéndose el labio. Melrose asentía.

—Se lee a menudo —explicó—; pero nunca vi que ocurriera.

—El que un par de jóvenes estúpidos se acusen de un crimen que no han cometido, tratando cada uno de ellos de salvar al otro —dijo Melrose—. Ahora tenemos que empezar por el principio.

—El ayuda de cámara —exclamó Satterthwaite—. Esa muchacha... entonces no le presté la menor atención.

Hizo una pausa buscando palabras con que explicarse.

—Tenía miedo de que sospecháramos de él. Debe de haber un motivo que nosotros ignoramos y ella conoce.

El coronel Melrose, con el ceño fruncido, hizo sonar el timbre. Cuando atendieron a su llamada, ordenó:

—Haga el favor de preguntar a lady Dwighton si tiene la bondad de volver a bajar.

Esperaron en silencio que llegara. A la vista de Delangua se sobresaltó, alargando una mano para no caerse. El coronel Melrose acudió rápidamente en su ayuda.

—No ocurre nada, lady Dwighton. No se alarme.

—No comprendo. ¿Qué está haciendo aquí el señor Delangua?

Delangua acercóse a ella.

—Laura... Laura, ¿por qué lo hiciste?

—¿Hacer qué?

—Lo sé. Fue por mí..., porque pensabas que había sido yo... Después de todo, supongo que era natural que lo pensaras. ¡Eres un ángel!

El coronel Melrose carraspeó. Era un hombre que aborrecía las emociones y sentía horror a tener que presenciar una «escena».

—Si me lo permite, lady Dwighton, le diré que usted y el señor Delangua han tenido suerte. El señor Delangua acaba de llegar para confesar ser autor del crimen... Oh, no se preocupe, ¡é1 no ha sido! Pero lo que nosotros queremos saber es la verdad. Basta de vacilaciones. El mayordomo dice que usted entró en la biblioteca a las seis y media..., ¿es cierto?

Laura miró a Delangua, que hizo un gesto afirmativo.

—La verdad, Laura —le dijo—. Eso es lo que queremos saber.

—Hablaré.

Desplomóse sobre una silla que Satterthwaite se había apresurado a acercarle.

—Vine aquí. Abrí la puerta de la biblioteca y...

Se detuvo y tragó saliva. Satterthwaite, inclinándose, le dio unas palmaditas en la mano para animarla.

—Sí —le dijo—, sí. ¿Qué vio usted?

—Mi esposo estaba tendido sobre la mesa escritorio. Vi su cabeza..., la sangre... ¡Oh!

Se cubrió el rostro con las manos. El jefe de policía inclinóse hacia delante.

—Perdóneme, lady Dwighton. ¿Pensó que el señor Delangua le había matado de un tiro?

Asintió, con un gesto.

—Perdóname, Paul —suplicó—. Pero tú dijiste..., dijiste...

—Que le matarla como a un perro —repuso el aludido—. Lo recuerdo. Eso fue el día que descubrí que te maltrataba.

El jefe de policía procuró que no se apartaran de la cuestión.

—Entonces debo entender, lady Dwighton, que usted volvió a subir... y no dijo nada. No necesitamos preguntar sus razones. ¿No tocó el cuerpo ni se acercó a la mesa escritorio?

Laura se estremeció.

—No, no. Salí de allí corriendo.

—Ya, ya. ¿Y qué hora era exactamente? ¿Lo recuerda?

—Eran las seis y media en punto cuando volví a mi habitación.

—Entonces a las... digamos, a las seis veinticinco, Sir James ya estaba muerto. —El jefe de policía miró a los otros—. Ese reloj... era un truco, ¿verdad? Ya lo sospechábamos. Nada más fácil que correr las manecillas para obtener la hora deseada; pero cometieron el error de hacerle caer de costado. Bueno, eso reduce los sospechosos al mayordomo y al ayuda de cámara y no puedo creer que fuera el mayordomo. Dígame, Lady Dwighton, ¿tenía Jennings algún resentimiento contra su esposo?

Laura se apartó las manos del rostro.

—Pues... James me dijo esta mañana que le había despedido. Le había sorprendido robando.

—¡Ah! Ahora nos vamos acercando. Jennings hubiera sido despedido sin conseguir buenos informes. Cosa muy desagradable para él.

—Usted dijo algo acerca de un reloj —inquirió Laura Dwighton—. Si quiere usted saber la hora exacta... queda una posibilidad... James llevaría en el bolsillo su reloj de jugar al golf. ¿No es posible que también dejase de funcionar al recibir el golpe?

—Es una idea —repuso el coronel, despacio—. Pero me temo que... ¡Curtis!

El inspector asintió, comprendiendo la orden rápidamente, antes de abandonar la estancia. Volvió al cabo de un minuto. En la palma de la mano traía un relojito de plata trabajado como las pelotas de golf, de esos que los jugadores llevan sueltos en el bolsillo, en unión de algunas pelotas.

—Aquí lo tiene, señor —anunció—; pero dudo que le sirva de mucho. Estos relojes son muy fuertes.

El coronel lo tomó y se lo acercó al oído.

—De todas formas, parece que se ha parado —advirtió.

Apretó el cierre de la tapa con su pulgar y al abrirse vio que el cristal estaba roto.

—¡Ah! —exclamó satisfecho.

La aguja minutera señalaba exactamente las seis y cuarto.



* * *



—Es un oporto excelente, coronel Melrose —decía el señor Quin.

Eran las nueve y media y los tres hombres acababan de despachar una opípara cena en casa del coronel Melrose. El señor Satterthwaite estaba muy animado.

—Tenía yo razón —dijo—. No puede negarlo, señor Quin. Usted apareció ayer noche para salvar a una pareja de jóvenes absurdos que estaban a punto de meter la cabeza en un lazo.

—¿Quién yo? —repuso el señor Quin—. Desde luego que no. Yo no hice nada.

—Tal como fueron las cosas, no fue preciso —convino Satterthwaite—; pero pudo haberlo sido. Nunca olvidaré el momento en que lady Dwighton dijo: «Yo le maté.» Nunca vi en el teatro nada ni la mitad de dramático.

—Me siento inclinado a participar de su opinión mister Quin.

—Nunca hubiera dicho que esas cosas ocurrieran fuera de las novelas —repitió el coronel por enésima vez aquella noche.

—¿Y suceden? —preguntó el señor Quin.

—¡Maldición! Ha ocurrido esta misma noche...

—Perdonen —intervino el señor Satterthwaite—. Lady Dwighton estuvo magnífica, realmente magnífica, pero cometió una equivocación. No debió haber llegado a la conclusión de que su esposo había muerto de un disparo. Del mismo modo, Delangua fue un tonto al suponer que debían haberle apuñalado, sólo porque dio la casualidad de que el puñal estaba en la casa ante nosotros. Fue una casualidad que lady Dwighton lo bajara junto con el libro.

—¿Lo fue? —preguntó el señor Quin.

—Ahora bien, si ambos se hubieran limitado a decir que habían matado a sir James, sin especificar cómo... —prosiguió Satterthwaite—, ¿cuál hubiese sido el resultado?

—Que pudieran haberle creído —replicó el señor Quin con una extraña sonrisa.

—Todo esto es como una novela —dijo el coronel.

—Yo diría que de ahí sacaron la idea —contestó el señor Quin.

—Es posible —convino Satterthwaite—. Las cosas que uno ha leído vuelven a la memoria del modo más extraño.

Miró al señor Quin.

—El reloj resultaba sospechoso desde el primer momento —continuó—. Uno no debiera olvidar nunca lo fácil que es adelantar o retrasar las manecillas.

El señor Quin asintió con la cabeza mientras repetía:

—Adelantar —dijo, y tras una pausa agregó—: O retrasar.

En su voz había cierto tono insinuante, y sus ojos miraron fijamente al señor Satterthwaite.

—Las adelantaron —dijo Satterthwaite—. Eso lo sabemos.

—¿Sí? —insistió el señor Quin.

—¿Quiere usted decir que retrasaron el reloj? —le preguntó Satterthwaite mirándole fijamente—. Pero eso no tiene sentido. Es imposible.

—No es, a mi parecer, imposible —murmuró el señor Quin.

—Bueno... absurdo. ¿Qué ventaja tendría?

—Sólo para alguien que tuviera una coartada para esa hora, supongo.

—¡Cielos! —exclamó el coronel—. Ésa es la hora en que el joven Delangua dijo estar hablando con el guardián.

—Lo recalcó con interés especial —dijo Satterthwaite.

Se miraron mutuamente. Tenía la extraña sensación de que la tierra se hundía bajo sus pies. Los hechos tomaban un nuevo giro, presentando facetas inesperadas. Y en el centro de aquel calidoscopio aparecía el rostro sonriente del señor Quin.

—Pero en tal caso... —comenzó Melrose.

El señor Satterthwaite terminó la frase.

—Resulta todo al revés..., aunque igual. El mismo plan... sólo que contra el ayuda de cámara. ¡Oh, pero no puede ser! Esto es un imposible. ¿Por qué acusarse del crimen?

—Sí —dijo el señor Quin—. Hasta entonces usted había sospechado de ellos, ¿no es así?

Su voz continuó diciendo, plácida y soñadora:

—Usted dijo que era como algo sacado de una novela, coronel. De ahí procede su idea. Es lo que hacen siempre el héroe inocente y la heroína. Naturalmente, eso le hizo a usted pensar que eran inocentes... por la fuerza de la tradición. El señor Satterthwaite no ha cesado de decir que parecía cosa de teatro. Los dos tenían razón. No era real. Han estado diciendo eso tantas veces, sin saber lo que decían. Hubieran contado una historia mucho más verosímil si hubieran querido que les creyesen.

Los dos hombres le miraron estupefactos.

—Han sido muy inteligentes —prosiguió Satterthwaite con voz lenta—. Diabólicamente inteligentes. Y yo he pensado en otra cosa. El mayordomo dijo que entró a las siete a cerrar las ventanas... de modo que esperaba que estuvieran abiertas.

—De este modo entró Delangua —dijo el señor Quin—. Mató a sir James de un solo golpe, y de acuerdo con lady Dwighton puso en práctica lo que ambos hablan planeado...

Miró a Satterthwaite como animándole para que reconstruyera la escena. Y eso hizo.

—Dieron un golpe al reloj y lo dejaron caer de costado. Sí. Luego atrasaron el otro y lo estrellaron contra el suelo, para estropearlo. Delangua salió por la ventana y ella la cerró por dentro, pero hay una cosa que no entiendo. ¿Por qué preocuparse por el reloj de bolsillo? ¿Por qué no atrasar sencillamente el de mesa?

—Era algo demasiado evidente —dijo el señor Quin—. Cualquiera hubiera podido comprender que se trataba de un engaño.

—Pero el pensar en el otro era cosa bastante problemática. Pues..., ¿no fue pura casualidad el que resolviésemos buscarlo?

—¡Oh, no! —replicó el señor Quin—. Recuerde que fue lady Dwighton quien lo sugirió. Y sin embargo —prosiguió—, la única persona que pudo pensar en el reloj era el ayuda de cámara. Ellos suelen saber mejor que nadie lo que sus amos llevan en los bolsillos. De haber atrasado el reloj de la mesa, es probable que el valet hubiera atrasado a su vez el de bolsillo. Esa pareja no comprende la naturaleza humana. No son como el señor Satterthwaite.

El aludido movió la cabeza.

—Estaba equivocado —murmuró humildemente—. Creí que habla aparecido usted para salvarles.

—Y eso hice... —dijo el señor Quin—. ¡Oh! No a ese par... sino a los otros. ¿No se fijó en la doncella? No iba vestida de brocado azul, ni representaba un papel dramático, pero en realidad es una muchacha muy bonita, y creo que está muy enamorada de ese Jennings. Espero que entre ustedes dos podrán salvarle de la horca.

—No tenemos ninguna prueba —dijo el coronel Melrose con pesadumbre.

El señor Quin sonrió.

—El señor Satterthwaite la tiene.

—¿Yo?

El aludido estaba perplejo.

—Usted tiene la prueba de que el reloj no se rompió. No es posible romper el cristal de un reloj como este sin abrir la tapa. Inténtelo y verá. Alguien cogió el reloj, lo abrió y, después de atrasarlo y romper el cristal, volvió a cerrarlo y a colocarlo en donde estaba. Ellos no se fijaron, pero falta un pedacito de cristal.

—¡Oh! —exclamó Satterthwaite, introduciendo la mano en un bolsillo de su chaleco para sacar un fragmento de cristal curvado.

Aquél era su momento.

—Con esto —dijo el señor Satterthwaite, dándose importancia— salvaré a un hombre de morir ahorcado.

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