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Cristóbal Wren se unió a ellos en el recibidor y Giles frunció el ceño. El joven dirigió una mirada ansiosa a Molly, pero ésta, con la cabeza muy alta, siguió andando sin mirarle.

Entraron casi en procesión por la puerta de la sala. El señor Paravicini cerraba la marcha con su andar saltarín.

El sargento Trotter y el mayor Metcalf les aguardaban en pie. El mayor presentaba un aspecto abatido y Trotter estaba sonrojado y nervioso.

—Muy bien —les dijo el sargento cuando entraron—. Quería verles a todos. Quiero poner en práctica cierto experimento... para lo cual necesito su cooperación.

—¿Tardará mucho rato? —quiso saber Molly—. Tengo bastante que hacer en la cocina. Después de todo, tenemos que comer a alguna hora.

—Sí —replicó Trotter—. Lo comprendo, señora Davis, pero hay cosas más urgentes que la comida. La señora Boyle, por ejemplo, ya no necesita comer.

—La verdad, sargento —intervino el mayor Metcalf—, me parece un modo muy crudo de comentar las cosas.

—Lo siento, mayor Metcalf, pero quiero que todos colaboren.

—¿Ha encontrado ya sus esquíes, sargento Trotter? —preguntó Molly.

El joven enrojeció.

—No, señora Davis; pero puedo decir que tengo mis sospechas de quién los ha cogido, y sus motivos. No pudo decir más por el momento.

—No lo diga, por favor —suplicó Paravicini—. Siempre he pensado que las explicaciones deben dejarse para el final... ya sabe para ese excitante último capítulo.

—Esto no es un juego, señor.

—¿No? Ahora creo que se equivoca. Considero que esto es un juego... para alguien.

—El asesino se está divirtiendo —murmuró Molly en voz baja.

Tocios la miraron sorprendidos.

—Sólo repito lo que me dijo el sargento Trotter.

El aludido no pareció muy satisfecho.

—No me parece bien que el señor Paravicini hable del último capítulo como si se tratara de un misterio emocionante —dijo—. Esto es real... Algo que está sucediendo.

—Mientras no me suceda a mí... —dijo Cristóbal.

—Concretemos, señores —intervino el mayor Metcalf—. El sargento va a decirnos claramente el papel que debemos representar...

Trotter aclaró su garganta. Su tono se volvió oficial.

—Hace poco me hicieron ustedes ciertas declaraciones relacionadas con sus respectivas posiciones en el momento en que tuvo lugar la muerte de la señora Boyle. El señor Wren y el señor Davis se hallaban en sus dormitorios. La señora Davis se hallaba en la cocina. El mayor Metcalf en el sótano, y míster Paravicini aquí, en esta habitación. Éstas son las declaraciones que hicieron ustedes. No tengo medio alguno de comprobarlas. Pueden ser verdad... o no serlo. Para hablar con claridad... cuatro de estas declaraciones son ciertas..., pero una es falsa. ¿Cuál?

Giles dijo con acritud:

—Nadie es infalible. Alguien puede haber mentido... por alguna otra razón.

—Lo dudo, señor Davis.

—¿Pero cuál es su idea? Acaba de confesar que no tiene medio de comprobar nuestras declaraciones.

—No, pero supongamos que todos tengan que realizar sus movimientos por segunda vez.

—¡Bah! —replicó el mayor Metcalf despectivamente—. Reconstruir el crimen. Valiente idea.

—No se trata de la reconstrucción del crimen, mayor Metcalf, sino de los movimientos de las personas en apariencia inocentes.

—¿Y qué espera conseguir con eso?

—Me perdonará si no se lo digo por el momento.

—¿Así que usted quiere repetir lo ocurrido? —preguntó Molly.

—Más o menos, señora Davis.

Hubo un silencio... en cierto modo violento.

«Es una trampa —pensó Molly—. Es una trampa, pero no comprendo cómo...»

Podía haberse pensado que había cinco culpables en aquella habitación, en vez de uno y cuatro inocentes. Todos dirigían furtivas miradas al joven sonriente y seguro de sí que exponía su plan.

Cristóbal exclamó con voz aguda:

—Pero no comprendo... no puedo comprender... qué es lo que espera descubrir... con sólo hacer que repitamos lo que hicimos antes. ¡Me parece una tontería!

—¿Lo es, señor Wren?

—Naturalmente, haremos lo que usted diga, sargento —repuso Giles despacio—. Cooperaremos. ¿Debemos repetir exactamente lo que hicimos antes?

—Sí, deben repetir todos sus actos.

La ligera ambigüedad de su frase hizo que el mayor Metcalf le mirara inquisitivamente mientras el sargento Trotter proseguía:

—El señor Paravicini nos dijo que estaba sentado al piano tocando cierta tonadilla. Señor Paravicini, ¿sería tan amable de demostrarnos lo que hizo, con toda exactitud?

—Desde luego, mi querido sargento.

Paravicini dirigióse con su andar característico hasta el piano de cola y tomó asiento en el taburete.

—El maestro tocará la rúbrica musical de un asesino —anunció.

Sonriente y con ademanes exagerados fue tocando con un solo dedo la tonadilla de Tres Ratones Ciegos.

«Está disfrutando —pensó Molly—. Se está divirtiendo...»

En la amplia habitación las apagadas notas produjeron un efecto casi impresionante...

—Gracias, señor Paravicini —dijo el sargento Trotter—. ¿Debo creer que tocó esa canción de esta misma manera... en la ocasión anterior?

—Sí, sargento, exactamente así. La repetí tres veces.

El sargento Trotter volvióse hacia Molly.

—¿Toca usted el piano, señora Davis?

—Sí, sargento Trotter.

—¿Podría interpretar esa melodía, tocándola exactamente como lo ha hecho el señor Paravicini?

—Desde luego.

—Entonces póngase al piano y esté preparada para hacerlo cuando le dé la señal.

Molly pareció asustarse un tanto. Luego dirigióse lentamente hacia el piano.

—Volveremos a representar cada papel..., pero no es necesario que lo hagan las mismas personas.

—No... no le veo la punta —dijo Giles.

—Pues la tiene, señor Davis. Es un medio de comprobar las declaraciones originales... y me atrevo a decir que sobre todo una en particular. Ahora, por favor, voy a asignarles sus papeles. La señora Davis se quedará aquí... al piano. Señor Wren, ¿quiere hacer el favor de ir a la cocina? Eche un vistazo a la comida. Señor Paravicini, ¿querrá subir a la habitación del señor Wren? Allí puede ejercitar sus talentos musicales. Tres Ratones Ciegos, como lo hizo él. Mayor Metcalf, vaya usted a la habitación del señor Davis y examine el teléfono. Y usted, señor Davis, ¿quiere mirar el interior del armario del recibidor y luego bajar al sótano?

Se produjo un embarazoso silencio. Luego los cuatro se dirigieron a la puerta perezosamente.

Trotter les siguió y volviéndose dijo por encima de su hombro:

—Cuente hasta cincuenta y luego empiece a tocar, señora Davis.

Antes de que la puerta se cerrara tras él, la joven pudo oír la voz del señor Paravicini diciendo:

—Nunca hubiera creído que la policía fuera tan aficionada a los juegos de salón.

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