5
Cuarenta y ocho, cuarenta y nueve, cincuenta. Molly, obediente se dispuso a tocar... Y de nuevo la cruel tonadilla encontró eco en el amplio salón...
Tres Ratones Ciegos...
Ved cómo corren...
Molly sintió que su corazón iba latiendo cada vez más de prisa. Como había dicho Paravicini era una melodía horrenda y obsesionante. Poseía toda la infantil incomprensión hacia la piedad, que resultaba tan terrorífica para los adultos.
Desde arriba y muy apagadas llegaban las notas de la misma tonadilla, que silbaba Paravicini representando el papel de Cristóbal Wren.
De pronto, en la habitación contigua comenzó a sonar la radio. El sargento Trotter debía haberla conectado... Entonces, era él quien representaba el papel de la señora Boyle...
Pero ¿por qué? ¿Qué iba a conseguir con todo aquello? ¿Dónde estaba la trampa? Porque la había... seguro, no cabía la menor duda.
Una corriente de aire frío le dio en la nuca. Molly volvióse extrañada. ¿Es que se había abierto la puerta? ¿Habría entrado alguien en la habitación? No, el salón estaba vacío, mas de pronto sintióse nerviosa... asustada. ¿Y si entraba alguien? Supongamos que el señor Paravicini se acercara sigilosamente al piano y sus largos dedos apretaran y apretaran...
—¿De modo que está tocando su propia marcha fúnebre, querida señora? ¡Feliz idea...!
—Tonterías... no seas estúpida... no imagines cosas... Además, le estás oyendo silbar. Lo mismo que él debe oírte a ti.
¡Casi apartó los dedos de las teclas al ocurrírsele que nadie había oído tocar a Paravicini! ¿Era aquélla la trampa? ¿Sería posible que no hubiera estado tocando? Entonces habría podido estar no en el salón, sino en la biblioteca... estrangulando a la señora Boyle.
Se había mostrado molesto, muy molesto, cuando Trotter le dijo a ella que tocara, y se había hecho fuerte en asegurar lo calladamente que fue desgranando la melodía, dando a entender que tal vez no se oyera desde el exterior de la estancia. Y si esta vez oía alguien... entonces, Trotter tendría lo que deseaba... la persona que había mentido tan deliberadamente.
Se abrió la puerta del salón, y Molly, que esperaba ver aparecer a Paravicini, casi lanzó un grito. Pero era sólo el sargento Trotter quien entró precisamente cuando tocaba la tonadilla por tercera vez.
—Gracias, señora Davis —le dijo.
Parecía muy satisfecho de sí mismo, y sus gestos eran rápidos y seguros.
Molly apartó las manos del teclado.
—¿Ya tiene lo que buscaba? —le preguntó.
—¡Sí, desde luego! —Su voz sonaba triunfal—. Tengo exactamente lo que deseaba.
—¿Qué? ¿Quién ha sido?
—¿No se lo imagina, señora Davis? Vamos... ahora ya no es tan difícil. A propósito, si me permite decirlo, ha sido usted muy tonta. Me ha dejado que ignorara quién iba a ser la tercera víctima y como resultado ha corrido usted un serio peligro.
—¿Yo? No sé lo que me quiere decir.
—Quiero decir que no ha sido sincera conmigo, señora Davis. Usted me ha ocultado algo... lo mismo que hiciera la señora Boyle.
—Sigo sin comprender.
—Oh, claro que sí. Cuando yo mencioné el caso de Longridge Farm usted lo conocía ya perfectamente. Oh, sí, lo sabía y estaba preocupada. Y fue usted quien confirmó que la señora Boyle estuvo en la Oficina de Alojamiento en esta parte del país. Usted y ella vivieron en esta región. De modo que cuando yo empecé a preguntarme quién sería la tercera víctima probable, en seguida pensé en usted, que no quiso confesar de buenas a primeras que conocía el caso de Longridge Farm. Los policías no somos tan ciegos como parecemos.
Molly dijo en voz baja:
—Usted no me comprende. Yo no quería recordar.
—La comprendo muy bien —Su voz adquirió otro tono—. Su nombre de soltera era Wainwright, ¿no es cierto?
—Sí.
—Y es usted algo mayor de lo que dice. En 1940 cuando ocurrió lo de Longridge Farm, usted era la maestra del colegio de Abbeyvale.
—¡No!
—¡Oh, sí, señora Davis!
—Le digo que no era yo.
—El niño que murió se las compuso para enviarle una carta. Robó el sello. En la carta suplicaba ayuda... a su cariñosa maestra. Es obligación de la profesora averiguar por qué los alumnos no acuden a la escuela. Usted no lo hizo. Ni prestó atención a la carta de aquel pobre diablo.
—¡Basta! —A Molly le ardían las mejillas—. Está usted hablando de mi hermana. Ella era maestra, y no es que hiciera caso omiso de la carta. Estaba enferma... con pulmonía. No vio la carta hasta después de la muerte del niño. Eso la trastornó mucho.., muchísimo... era muy sensible. Pero no tuvo la culpa. Y es por eso, porque lo tomé tan a pecho, que nunca he podido soportar que me lo recordasen. Siempre ha sido como una pesadilla para mí.
Molly se cubrió el rostro con las manos. Cuando las apartó, Trotter la miraba fijamente:
—De modo que era su hermana... Bueno, después de todo... —Sus labios se curvaron en una extraña sonrisa—. Eso no importa mucho, ¿verdad? Su hermana... mi hermano...
Sacó algo de su bolsillo. Ahora sonreía satisfecho.
Molly miraba el objeto que el sargento tenía en la mano.
—¡Creí que la policía no usaba revólver! —exclamó.
—La policía, no... —repuso Trotter—. Pero, ¿sabe?, yo no soy policía. Soy Jim. El hermano de Jorge. Usted pensó que era de la policía porque telefoneé desde el pueblo y le dije que iba a venir el sargento Trotter. Corté los cables telefónicos del exterior de la casa cuando llegué para que no pudiera volver a llamar al puesto de policía...
Molly vio que no dejaba de apuntarle con el revólver.
—No se mueva, señora Davis... y no grite... o apretaré el gatillo en el acto.
Seguía sonriendo. Y Molly, horrorizada, comprendió que era una sonrisa infantil. Y su voz se iba volviendo la de un niño.
—Sí. Soy el hermano de Jorge. Jorge murió en Longridge Farm. Aquella mujer nos envió allí y la esposa del granjero fue cruel con nosotros y usted no quiso ayudarnos... a tres ratoncitos ciegos. Dije que la mataría cuando fuera mayor. No he pensado en otra cosa desde entonces.
Frunció el ceño.
—Se preocuparon mucho por mí en el ejército... aquel médico no cesaba de hacerme preguntas... Tuve que marcharme... Temía que me impidiera realizar mis proyectos. Pero ahora ya soy mayor. Y las personas mayores pueden hacer lo que les agrada.
Molly intentó recobrarse.
«Háblale —se dijo—. Distrae su mente.»
—Pero, Jim, escuche. Nunca conseguirá escapar.
Su rostro volvió a ensombrecerse.
—Alguien ha escondido mis esquíes. No consigo encontrarlos —rió—. Pero me atrevo a asegurar que todo irá bien. Es el revólver de su esposo. Lo cogí de su cajón. Así pensarán que fue él quien disparó contra usted. De todas formas... no me importa mucho. Ha sido todo tan divertido. ¡Imagínese! ¡La cara que puso aquella mujer de Londres cuando me reconoció! ¿Y esta estúpida de esta mañana?
Hasta ellos, con impresionante efecto, llegó un silbido. Alguien silbaba la tonadilla de Tres Ratones Ciegos.
Trotter se sobresaltó... mientras una voz gritaba:
—¡Al suelo, señora Davis!
Molly dejóse caer en tanto que el mayor Metcalf, saliendo de detrás del sofá que había junto a la puerta, se abalanzaba sobre Trotter. El revólver se disparó... y la bala fue a incrustarse en una de las pinturas al óleo que tanto apreciaba la finada señora Emory.
Momentos después se armó un barullo de mil demonios. Entró Giles seguido de Cristóbal y Paravicini.
El mayor Metcalf, que seguía sujetando a Trotter, habló con frases entrecortadas:
—Entré mientras usted estaba tocando... y me escondí detrás del sofá... He estado persiguiéndole desde el principio... es decir, sabía que no era agente de la policía. Yo soy policía... el inspector Tanner. Me puse de acuerdo con Metcalf para venir en su lugar. Scotland Yard consideró conveniente que vigiláramos este lugar. Ahora... muchacho —se dirigió amablemente al ahora dócil Trotter—, vas a venir conmigo.., Nadie te hará daño. Estarás muy bien. Te cuidaremos...
—¿Jorge no estará enfadado conmigo?
—No, Jorge no estará enfadado —repuso Metcalf.
—Está loco de remate, ¡pobre diablo!
Salieron juntos. El señor Paravicini tocó a Cristóbal Wren en el brazo.
—Usted también va a venir conmigo —le dijo.
Giles y Molly, al quedarse solos, se miraron a los ojos... fundiéndose en un abrazo cariñoso.
—Querida, ¿estás segura de que no te ha hecho daño?
—No, no. Estoy perfectamente, Giles. Me he sentido tan confundida. Casi llegué a pensar que tú..., ¿por qué fuiste a Londres aquel día?
—Querida, quise comprarte un regalo para nuestro aniversario, que es mañana, y no quería que lo supieras.
—¡Qué casualidad! Yo también fui a Londres a comprarte un regalo sin que te enteraras.
—He estado terriblemente celoso de ese neurótico estúpido. Debo haber estado loco... perdóname, cariño.
Se abrió la puerta y entró Paravicini con su andar característico.
Llegaba resplandeciente.
—¿Interrumpo la reconciliación...? ¡Qué escena más encantadora...! Pero debo decirle adieu. Va a venir un jeep de la policía y he pedido que me lleven con ellos. —Inclinóse para susurrar al oído de Molly con misterio—: Es posible que encuentre algunas dificultades en un futuro próximo..., pero confío en poder arreglarlas, y si recibiera usted una caja... con un pavo... digamos, un pavo, algunas latas de foie-gras, un jamón... algunas medias de nylon..., ¿eh...? Bueno, sepa que se lo envío con mis mayores respetos a una damita tan encantadora. Señora Davis, mi cheque está encima de la mesa del recibidor.
Y tras depositar un beso en la mano de Molly, salió por la puerta.
—¿Medias de nylon? —murmuró la joven—. ¿Foie-gras? ¿Quién es ese señor Paravicini? ¿Papá Noel?
—Me figuro que es un tipo que se dedica al mercado negro —repuso Giles.
Cristóbal Wren asomó la cabeza por la puerta.
—Amigos míos, espero no haberles molestado, pero en la cocina se huele terriblemente a quemado. ¿Puedo hacer algo?
Con un grito de angustia y exclamando: «¡Mi pastel!», Molly salió corriendo de la estancia.