El caso de la vieja guardiana

—Bueno —dijo el doctor Haydock a su paciente—. ¿Qué tal se encuentra hoy?

La señorita Marple le sonrió beatíficamente desde las almohadas.

—Supongo que estoy mejor —admitió—; pero me siento terriblemente decaída. No puedo dejar de pensar que hubiera sido mucho mejor que hubiese muerto. Después de todo, soy una anciana. Nadie me quiere ni se acuerda de mí.

El doctor Haydock la interrumpió con su habitual brusquedad.

—Sí, sí; la reacción típica después de este tipo de gripe. Lo que usted necesita es algo que la distraiga. Un tónico mental.

La señorita Marple sonrió moviendo la cabeza.

—Y lo que es más —continuó el doctor Haydock—. ¡He traído conmigo la medicina!

Y puso un gran sobre encima de la cama.

—Es lo que necesita. La clase de rompecabezas que la pondrá buena.

—¿Un rompecabezas? —La señorita Marple parecía interesada.

—Es un pequeño trabajo literario... —dijo el doctor enrojeciendo un tanto—. Intenté convertirlo en una historia. Él dijo, ella dijo, la chica Pensó..., etcétera. Los hechos del relato son ciertos.

—Pero, ¿por qué dice que es un rompecabezas? —preguntó la señorita Marple.

—Porque usted tiene que encontrar la solución. —Él sonrió—. Quiero ver si es usted tan inteligente como siempre ha demostrado serlo. Y dicho esto se despidió.

La señorita Marple cogió el manuscrito y comenzó a leer.



* * *



—¿Y dónde está la novia? —preguntó la señorita Harmon en tono jovial.

Todo el pueblo estaba deseoso de ver a la rica y joven esposa que Harry Laxton se había traído del extranjero. La impresión general era que Harry..., un joven malvado e incorregible..., había tenido mucha suerte. Todo el mundo experimentó siempre un sentimiento de indulgencia hacia Harry. Incluso los propietarios de las ventanas víctimas del uso de un tirador sintieron disiparse su indignación ante la expresión arrepentida del muchacho. Había roto cristales, robado en los huertos, cazado conejos en los vedados y más tarde contrajo deudas, y se enredó con la hija del estanquero..., pero luego la dejó y fue enviado a África... y el pueblo, representado por varias solteronas maduras, murmuró, indulgente: «¡Ah, bueno! ¡Excesos de juventud! ¡Ya sentará la cabeza!»

Y ahora, el hijo pródigo había vuelto..., no en la desgracia, sino en pleno éxito. Harry Laxton se «hizo bueno». Desarraigó sus vicios, trabajó de firme, y por fin contrajo matrimonio con una jovencita anglo—francesa poseedora de una considerable fortuna.

Harry pudo haber decidido vivir en Londres o comprar una finca en algún condado de caza que estuviera de moda, mas prefirió regresar a aquella parte del país que era un hogar para él. Y del modo más romántico, adquirió las propiedades abandonadas de Dower House donde transcurriera su niñez.

Kingsdean House había permanecido sin alquilar durante cerca de sesenta años, cayendo gradualmente en la decadencia y abandono. Un viejo guardián y su esposa habitaban en un ala de la casa. Era una mansión grandiosa e impresionante, cuyos jardines estaban invadidos por espesa vegetación entre la que emergían los árboles como seres encantados.

Dower House era una casa agradable y sin pretensiones que durante años tuvo alquilada el mayor Laxton, padre de Harry. Cuando niño, el muchacho había vagado por las propiedades de Kingsdean y conocía palmo a palmo los intrincados bosques, y la propia casa, que siempre le fascinó.

Hacia varios años que muriera el mayor Laxton, y por eso se pensó que Harry ya no tenía lazos que lo atrajeran.. y, sin embargo, volvió al hogar de su niñez y llevó a él a su esposa. La vieja y arruinada Kingsdean House fue demolida, y un ejército de contratistas y obreros la reconstruyeron en brevísimo tiempo. La riqueza consigue verdaderas maravillas. Y la nueva casa, blanca y rosa, surgió resplandeciente entre los árboles.

Luego acudió un pelotón de jardineros, a los que siguió una procesión de camiones cargados de muebles.

La casa estaba lista. Llegaron los criados, y por último un lujosísimo automóvil depositó a Harry y a su esposa ante la puerta principal.

Todo el pueblo apresuróse a visitarle, y la señorita Price, dueña de la mayor casa de la localidad, y que se consideraba la número uno en sociedad, envió tarjetas de invitación para una fiesta «en honor de la novia».

Fue un gran acontecimiento. Varias señoras estrenaron vestidos, y todo el mundo se sentía excitado y curioso, ansiando conocer a aquella criatura ¡Decían que semejaba salida de un cuento de hadas!

La señorita Harmon, la solterona franca y bonachona, lanzó inmediatamente su pregunta, mientras se abría paso a través del concurrido salón, y miss Brent, otra solterona delgada y agriada, le fue informando.

—¡Oh, querida, es encantadora! Y tan educada y joven. La verdad, una siente envidia al ver a alguien como ella que lo tiene todo: buena presencia, dinero y educación..., es distinguidísima, nada de vulgar.. ¡y tiene a Harry tan enamorado...!

—¡Ah! —exclamó la señorita Harmon—. Llevan muy poco tiempo de casados.

—¡Oh, querida! ¿De veras crees...?

—Los hombres son siempre los mismos. El que ha sido un alegre vividor, lo sigue siendo siempre. Los conozco bien.

—¡Dios mío!, pobrecilla. —La señorita Brent parecía mucho más satisfecha.

—Sí, supongo que va a tener trabajo con él. Alguien debiera avisaría. ¿Sabrá algo de su vida pasada?

—Me parece muy poco digno —dijo la señorita Brent— que no le haya contado nada. Sobre todo habiendo sólo una farmacia en todo el pueblo.

Puesto que la en otro tiempo hija del estanquero estaba ahora casada con el señor Edge, el farmacéutico.

—Seria mucho más agradable —dijo la señorita Brent— que la señora Laxton tratase con Boots en Much Benham.

—Me atrevo a asegurar que el mismo Harry se lo propondrá —repuso miss Harmon, convencida.

Y de nuevo cruzaron una mirada significativa.

—Pero, desde luego, yo creo que ella debiera saberlo —concluyó la señorita Harmon.



* * *



—¡Salvajes! —dijo Clarice Vane indignada, a su tío, el doctor Haydock—. Algunas personas son completamente salvajes.

Él la miraba con curiosidad.

Era una muchacha alta, morena, bonita, ardiente e impulsiva. Sus grandes ojos castaños brillaban de indignación al decir:

—Todas esas arpías... diciendo... insinuando cosas...

—¿Sobre Harry Laxton?

—Sí, acerca de su aventura con la hija del estanquero.

—¡Oh, eso...! —El doctor encogióse de hombros—. La mayoría de los hombres han tenido aventuras de esta índole.

—Naturalmente. Y todo ha terminado. Así, ¿por qué volver a ello y sacarlo a relucir al cabo de tantos años? Es como los cuervos, que se ceban en los cadáveres.

—Querida, yo creo que ésa es una simple opinión tuya. Tienen todos tan poco de qué hablar, que tienden a sacar a la luz pasados escándalos. Pero siento curiosidad por saber por qué te preocupa tanto.

Clarice Vane mordióse el labio y enrojeció, antes de responder con voz velada.

—¡Parecen... tan felices! Me refiero a los Laxton. Son jóvenes y están enamorados, y la vida les sonríe. Aborrezco pensar que puedan destrozar su felicidad con cuchicheos, indirectas y todas esas bestialidades de que son capaces.

—¡Hum! Comprendo.

—Acabo de hablar con él —continuó Clarice—. ¡Es tan feliz y está tan excitado, ansioso y... emocionado... por haber podido realizar su deseo de reconstruir Kingsdean! Parece un niño. Y ella... bien, supongo que no ha hecho nada malo en toda su vida. Siempre ha tenido de todo. Tú la has visto. ¿Qué opinas de ella?

El doctor nada respondió de momento. Para otras personas, Luisa Laxton podía ser un motivo de envidia. Una niña mimada por la fortuna. A él sólo le trajo la memoria una canción popular que oyera muchos años atrás «Pobre niña rica...»



* * *



—¡Uf! —Era un suspiro de alivio.

Harry volvióse divertido para mirar a su esposa, mientras se alejaban de la fiesta en su automóvil.

—Querido, ¡qué reunión tan espantosa!

Harry echóse a reír.

Sí, bastante. No te importe cariño. Ya sabes, tenía que suceder. Todas esas viejas solteronas me conocen desde que era niño, y se hubieran sentido terriblemente decepcionadas de no haber podido contemplarte bien de cerca.

Luisa hizo una mueca.

—¿Tendremos que tratar a muchas?

¿Qué? ¡Oh, no!, vendrán a verte, tú les devuelves la visita y ya no necesitas preocuparte más. Puedes tener las amistades que gustes, aquí o donde sea.

Luisa preguntó al cabo de un par de minutos:

—¿No hay ningún lugar de diversión por aquí cerca?

—¡Oh, sí! El condado. Aunque es posible que también te parezca algo aburrido. Sólo se interesan por bulbos, perros y caballos. Claro que puedes montar. Eso te distraerá. En Ellington hay un caballo que quiero que veas. Es un animal muy hermoso, perfectamente adiestrado, no tiene el menor vicio y es muy fogoso.

El coche aminoró la marcha para tomar la curva y cruzar la verja de Kingsdean. Harry apretó con fuerza el volante y lanzó un juramento al ver una figura grotesca plantada en medio de la avenida, y que por suerte consiguió esquivar a tiempo. La aparición siguió en el mismo sitio, mostrándole un puño crispado y lanzando maldiciones.

Luisa se asió del brazo de Harry.

—¿Quién es esa... esa horrible vieja?

—Es la vieja Murgatroyd. Ella y su marido eran los guardianes de la antigua casa. Vivieron en ella durante cerca de treinta años.

—¿Por qué te ha amenazado con el puño?

Harry enrojeció.

—Ella..., bueno, está dolida porque he echado abajo la casa. Claro que recibió una indemnización. Su marido murió hace dos años y desde entonces la pobre mujer está algo trastornada.

—¿Está..., está en la miseria?

Las ideas de Luisa eran vagas y en cierto modo melodramáticas. Los ricos siempre evitan enfrentarse con la realidad.

—¡Cielo santo, Luisa, qué ocurrencia! Yo le otorgué una pensión, naturalmente, y buena. Le busque nuevo alojamiento y demás.

—¿Entonces por qué obra así? —preguntó Luisa, extrañada,

Harry habla fruncido el entrecejo.

—¡Oh!, ¿cómo voy a saberlo? ¡Locuras! Adoraba aquella casa.

—Pero era una ruina, ¿verdad?

—Claro que si..., se estaba cayendo..., el tejado se hundía..., era peligroso. De todas maneras supongo que significaba algo para ella. ¡Había vivido tanto tiempo aquí...! ¡Oh, no lo sé! Creo que debe estar loca.

—Creo... que nos ha maldecido —dijo Luisa inquieta—. Oh, Harry, ojalá no lo hubiera hecho.



A Luisa le parecía que su nueva casa estaba envenenada por la figura malévola de aquella vieja loca. Cuando salía en su automóvil, montaba a caballo, paseaba con los perros, siempre encontraba a aquella mujer esperándola. Encorvada, con un astroso sombrero sobre sus greñas grises, y murmurando su letanía de imprecaciones.

Luisa habla llegado a creer que Harry tenía razón..., que la vieja estaba loca. Sin embargo, aquel estado de cosas la contrariaba. La señora Murgatroyd nunca iba a la casa, ni amenazaba concretamente. El recurrir a la policía hubiera sido inútil, y Harry Laxton era contrario a emplear ese medio, ya que, según él, aquello habría de despertar las simpatías del pueblo hacia la vieja. Tomó aquel asunto con mucha más tranquilidad que Luisa.

—No te preocupes, cariño. Ya se cansará de estas tonterías. Probablemente sólo quiere poner a prueba nuestra paciencia.

—No, Harry. Nos... ¡nos odia! Me doy cuenta. Y nos maldice.

—No es una bruja, querida, aunque lo parezca. No te tortures por una cosa así.

Luisa guardaba silencio. Ahora que se había disipado el ajetreo de la instalación, sentíase muy sola, y como en un lugar perdido... Ella estaba acostumbrada a vivir en Londres y la Riviera, y no conocía ni gustaba de la vida en el campo. Ignoraba todo lo referente a jardinería, excepto el capítulo final: «El arreglo de las flores.» No le gustaban los perros, y la molestaban sus vecinos. Cuando más disfrutaba era montando a caballo, algunas veces con Harry, y otras, sola, si él estaba ocupado por la finca. Galopaba por los bosques y prados, disfrutando de aquel bello paisaje y del hermoso caballo que Harry le había comprado. Incluso Príncipe Hall, que era un corcel castaño muy sensible, acostumbraba a encabritarse y relinchar cuando pasaba con su ama ante la figura siniestra de la vieja encorvada.

Un día Luisa se armó de valor. Había salido de paseo, y al pasar ante la señora Murgatroyd, hizo como que no la veía, pero de pronto dando media vuelta fue derecha hacia ella y le preguntó casi sin aliento:

—¿Qué le ocurre? ¿Qué es lo que pasa? ¿Qué es lo que quiere?

La anciana parpadeó. Tenía un rostro agitanado y moreno, con mechones de cabellos grises, como alambres, y ojos legañosos y de mirar inquieto. Luisa se preguntó si bebería.

Habló con voz plañidera y no obstante amenazadora.

—¿Pregunta qué es lo que quiero? ¡Vaya! Pues lo que me han arrebatado. ¿Quién me arrojó de Kingsdean House? Yo viví en ella durante cerca de cuarenta años. Fue una mala jugada sacarme de allí y eso les traerá mala suerte a usted y a él.

—Pero tiene usted una casita muy bonita y...

La vieja le interrumpió alzando los brazos, y gritó:

—¿Y eso a mí qué me importa? Es mi casa lo que quiero, y mi chimenea junto a la que me he sentado durante tantos años. Y en cuanto a usted y él, le digo que no encontrarán felicidad en la nueva casa. ¡La tristeza negra pesará sobre ustedes! Tristeza, muerte y mi maldición. ¡Ojalá se coman los gusanos su hermoso rostro!

Luisa puso su caballo al galope mientras pensaba:

«¡Tengo que mancharme de aquí! ¡Debemos vender la casa, y salir de aquí!»

Y en aquel momento la solución le pareció muy fácil, mas la incomprensión de Harry la desconcertó por completo al oírle decir:

—¿Marcharnos? ¿Vender la casa... por las amenazas de una vieja loca? Debes haber perdido el juicio.

—No, no lo he perdido..., pero ella…, ella me asusta. Sé que va a ocurrir algo.

Harry Laxton repuso, ceñudo:

—Deja a la señora Murgatroyd en mis manos. ¡Yo la arreglaré!



Una buena amistad se había ido desarrollando entre Clarice Vane y la joven señora Laxton. Las dos muchachas eran aproximadamente de la misma edad, aunque muy distintas en sus gustos y maneras de ser. En compañía de Clarice, Luisa conseguía tranquilizarse. Clarice era tan competente, parecía tan segura de si misma, que Luisa le contó lo de la señora Murgatroyd y sus amenazas, pero su amiga pareció considerar aquel asunto como más molesto que otras cosas.

—Es una tontería —le dijo—. Aunque, la verdad, debe resultar muy enojoso para ti.

—¿Sabes, Clarice? Algunas veces me siento verdaderamente asustada, y mi corazón late a una velocidad terrible.

—¡Ah, tonta!, no debes consentir que te deprima una cosa así. Pronto se cansará esa vieja y os dejará en paz.

Luisa guardó silencio durante unos minutos y Clarice le preguntó:

—¿Qué te ocurre?

Luisa tardó en contestar, y su respuesta fue como un desahogo.

—¡Aborrezco este lugar! ¡Odio el vivir aquí! Los bosques y la casa, el horrible silencio que reina por las noches y el extraño grito de las lechuzas. Oh, y la gente y todo.

—La gente. ¿Qué gente?

—La gente del pueblo. Esas solteronas chismosas que todo lo fiscalizan.

—¿Qué es lo que han estado diciendo? —quiso saber Clarice.

—No lo sé. Nada de particular. Pero tienen una mentalidad mezquina. Cuando se habla con ellas se comprende que no hay que confiar en nadie..., en nadie en absoluto.

—Olvídalas —dijo Clarice apresuradamente—. No tienen otra cosa que hacer sino chismorrear. Y todo o casi todo lo que dicen lo inventan.

—Ojalá no hubiera venido nunca a este sitio. Pero a Harry le gusta tanto... —su voz se dulcificó haciendo que Clarice pensara: «¡Cómo le adora!»

—Debo marcharme ya —dijo de repente.

—Haré que te acompañen en el coche. Vuelve pronto.

Luisa sintióse consolada con la visita de su amiga. Harry se mostró satisfecho al encontrarla más contenta y desde entonces la animó para que invitara a Clarice más a menudo.

Un día le dijo:

—Tengo buenas noticias para ti, querida.

—Oh, ¿de qué se trata?

—Me he librado de la Murgatroyd. Tiene un hijo en América y lo he arreglado todo para que vaya a reunirse con él. Le pagaré el pasaje.

—¡Oh, Harry, cuánto me alegro! Creo que, después de todo, es muy posible que llegue a gustarme Kingsdean.

—¿Que llegue a gustarte? ¡Pero si es el lugar más maravilloso del mundo!

Luisa se estremeció ligeramente. No podía librarse tan fácilmente de su temor supersticioso.



Si las damas de Saint Mary Mead habían esperado disfrutar el placer de informar a la novia sobre el pasado de su marido, vieron frustradas sus esperanzas a causa de la rápida intervención de Harry Laxton.

La señorita Harmon y Clarice Vane se hallaban en la tienda del señor Edge, la una comprando bolas de naftalina y la otra un paquete de bicarbonato, cuando entraron Harry Laxton y su esposa.

Tras saludar a las dos mujeres, Harry dirigióse al mostrador para pedir un cepillo de dientes. De pronto se interrumpió a media frase exclamando calurosamente:

—¡Vaya, vaya, miren quién está aquí! Yo diría que es Bella.

La señora Edge, que acababa de salir de la trastienda para atender a la clientela, le sonrió alegremente mostrando su blanca dentadura. Había sido una joven morena muy hermosa, y aún resultaba una mujer atractiva, a pesar de haber engordado. Sus grandes ojos castaños estaban llenos de expresión al responder:

—Sí; soy Bella, señor Harry, y estoy muy contenta de volver a verle, después de tantos años.

Harry volvióse a su mujer.

—Bella es una antigua pasión mía, Luisa —le dijo—. Estuve locamente enamorado de ella mucho tiempo, ¿no es cierto, Bella?

—Eso es lo que usted decía —repuso la señora Edge.

Luisa, riendo, exclamó:

—Mi esposo se siente muy feliz al volver a ver a todas sus viejas amistades.

—¡Ah! —continuó la señora Edge—, no nos hemos olvidado del señor Harry. Parece un cuento de hadas el que se haya casado y construido una nueva casa sobre las ruinas de Kingsdean House.

—Tiene usted muy buen aspecto y está muy guapa —dijo Harry, haciendo reír a la señora Edge quien preguntó cómo deseaba el cepillo de dientes.

Clarice, viendo la mirada contrariada de la señorita Harmon, díjose para sus adentros:

«¡Bien hecho, Harry! Has descargado sus escopetas.»



El doctor Haydock decía a su sobrina con rudeza:

—¿Qué son esas tonterías que circulan acerca de la vieja Murgatroyd... que si amenaza con el puño... que si maldice al nuevo régimen...?

—No son tonterías. Es bien cierto. Y esto molesta bastante a Luisa.

—Dile que no necesita tomarlo así. Cuando los Murgatroyd eran los guardianes de Kingsdean House no cesaban de quejarse ni un minuto. Y sólo se quedaron allí porque Murgatroyd bebía y no era capaz de encontrar otro empleo.

—Se lo diré —replicó Clarice—, pero me parece que no va a creerte. Esa vieja está loca de rabia.

—No lo comprendo. Quería mucho a Harry cuando éste era pequeño.

—¡Oh, bueno! —repuso Clarice—. Pronto nos libraremos de ella. Harry le paga el pasaje para América.



Tres días más tarde, Luisa cayó del caballo que montaba y murió.

Dos hombres que repartían el pan con un carretón fueron los testigos del accidente. Vieron a Luisa cruzar la verja, y a la vieja que aguardaba fuera amenazarla con el puño y gritando. El caballo se encabritó, y luego lanzóse al galope desenfrenado por el camino, arrojando a la amazona por encima de las orejas.

Uno de los panaderos quedó junto a la figura inanimada sin saber qué hacer, mientras su compañero se dirigía a la casa en busca de auxilio.

Harry Laxton salió a todo correr, con el rostro descompuesto. La colocaron en el carretón para llevarla hasta la casa, donde murió sin recobrar el conocimiento y antes de que llegara el médico.

(Fin del manuscrito del doctor Haydock.)



Cuando al día siguiente llegó el doctor Haydock, notó con satisfacción que las mejillas de la señorita Marple tenían un tinte rosado, hallándola decididamente mucho más animada.

—Bueno —le dijo—, ¿cuál es su veredicto?

—¿Y cuál es el problema? —replicó la señorita Marple.

—Oh, mi querida señora, ¿es que tengo que decírselo?

—Supongo que se trata de la extraña conducta de la vieja guardiana. ¿Por qué se conduciría de aquella extraña manera? A la gente le duele verse arrojada de sus antiguos hogares, pero aquella no era su casa propia... y solía lamentarse y refunfuñar cuando vivía en ella. Sí, desde luego, resulta muy curioso. A propósito, ¿qué fue de la vieja?

—Se largó a Liverpool. El accidente la asustó. Se cree que allí esperaría su barco.

—Todo muy conveniente... para alguien —repuso la señorita Marple—. Sí; creo que el misterio de la Conducta de la Guardiana puede ser resuelto fácilmente. Soborno, ¿no fue así?

—¿Cuál es su solución?

—Pues si no era natural en ella el comportamiento de aquel modo, debía estar «representando una comedia», como puede decirse, y eso significa que alguien le pagó para que lo hiciera.

—¿Y sabe usted quién fue ese alguien?

—Oh, me parece que sí. Me temo que también esta vez el móvil ha sido el dinero. He observado que los hombres siempre, salvo excepciones, tienden a admirar el mismo tipo de mujer.

—No la comprendo.

—Todo coincide. Harry Laxton admiraba a Bella Edge, morena y vivaracha. La sobrina de usted, Clarice, pertenece al mismo tipo. Mas la pobrecita esposa de Laxton era completamente distinta rubia y dulce..., opuesta a su ideal. De modo que debió casarse con ella por su dinero, y la asesinó... por lo mismo.

—¿Ha dicho usted la asesinó?

—Me parece un tipo capaz de una cosa así. Atractivo para las mujeres y sin escrúpulos. Me imagino que quiso conservar el dinero de su esposa y luego casarse con su sobrina de usted. Es posible que le vieran hablando con la señora Edge, pero yo no creo que le interesara ya..., aunque me atrevo a decir que pudo darle a entender que sí para sus fines. Supongo que no le costaría dominarla.

—¿Y cómo la mató, según usted?

La señorita Marple estuvo mirando al vacío durante algunos segundos con sus soñadores ojos azules.

—Estuvo muy bien tramado... con el testimonio además de los repartidores del pan. Ellos vieron a la vieja, y claro, el susto del caballo, pero yo me imagino que con cualquier cosa..., tal vez un tirador..., solía tener mucha puntería con el tirador. Sí, pudo dispararle en el preciso momento que cruzaba la verja. Naturalmente, el caballo se encabritó arrojando de la silla a la señora Laxton.

Se interrumpió con el ceño fruncido.

—La caída pudo matarla, pero Laxton no podía tener la seguridad absoluta de ello y al parecer es de esos hombres que trazan sus planes con todo cuidado sin dejar ningún cabo suelto. Al fin y al cabo, la señora Edge podría proporcionarle algo a propósito sin que se enterara su marido. Sí; creo que Harry debió tener a mano alguna droga poderosa, para administrársela antes de que usted llegara. Después de todo, si una mujer se cae del caballo sufriendo graves heridas y luego fallece sin recobrar el conocimiento, bueno... cualquier médico no vería en ella nada anormal, ¿no es cierto? Lo atribuiría al golpe.

El doctor Haydock asintió con la cabeza.

—¿Por qué sospechó usted? —quiso saber la señorita Marple.

—No fue debido a mi clarividencia —contestó el doctor Haydock—, sino al hecho tan sabido de que el asesino se halla tan satisfecho de su inteligencia que no toma las precauciones debidas. Cuando yo dirigía unas frases de consuelo al atribulado esposo, éste se arrojó sobre el sofá para representar mejor su comedia y se le cayó del bolsillo una jeringuilla hipodérmica. Apresuróse a recogerla con tal expresión de susto que comencé a hacer cábalas. Harry Laxton no tomaba drogas, gozaba de perfecta salud. ¿Qué es lo que estaba haciendo con una jeringa de inyecciones? Practiqué la autopsia... y encontré estrofanto. Lo demás fue sencillo. Encontramos estrofanto en la casa de Laxton, y Bella Edge, interrogada por la policía, confesó habérselo proporcionado. Y por fin la vieja señora Murgatroyd admitió que Harry Laxton la había instigado a representar la comedia de las amenazas.

—¿Qué tal lo ha soportado su sobrina de usted?

—Pues bastante bien. Se sentía atraída por ese sujeto, pero no había llegado más lejos.

El médico recogió su manuscrito.

—Muchísimas gracias, señorita Marple..., y démelas a mí por mi receta. Ahora ya vuelve usted a ser la misma de antes.

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