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Mi piel se volvió transparente. De improviso todos mis poros se abrieron hasta que mi cuerpo se volvió un único, gran poro. Mi cuerpo como de vidrio. Mi cara también. Las venas, las arterias, los vasos capilares. Veo todo. Las autopistas rojas y violetas se entrecruzan hasta formar, superpuestas, un bello color azul cobalto. Mis ovarios son dos pequeños garbanzos suspendidos en el aire. Uno más grande y más bajo respecto del otro a causa de la menstruación que está por llegar. Y después, adentro, una pulpa roja y grumosa girando como jugos frutales dentro de un expendedor. Los riñones son dos porotos, exactamente como los imaginaba cuando en la escuela la maestra trataba de explicar su forma. Comienzo a pensar que mi cuerpo es un huerto. Los pulmones están recubiertos aquí y allá por un musgo negro y las manchas blancas son escasas ahora, pero tan bellas.

El corazón. El corazón late cubierto por una media de nylon, la que usan los bandidos. Un pequeño preservativo que adentro tiene la vida. Un bandido que huye de la muerte, pero que huye también del amor o del dolor extremo. Porque demasiada muerte ha esperado, demasiado dolor ha sepultado, demasiado amor lo está destrozando.

El cerebro. El cerebro. El cerebro. Sólo sueños. Muchos fotogramas y ningún sonido.

Cuando estaba en el auto con papá y contigo se me ocurrían muchas cosas. Amaba los viajes en auto que hacíamos, me agradaba el camino por toda la costa de Sicilia, admirando el paisaje que corría a mi lado mientras una infinidad de moléculas de pensamiento sacudían mi pequeño cerebro. Era sorprendente cómo cambiaba la costa en una distancia mínima de kilómetros: de la arena a las rocas, de las rocas al canto rodado, hasta devenir nuevamente arena y luego, inesperadamente, colina. Una colina inmensa y verde que terminaba en un acantilado que caía a pique sobre el mar.

Partíamos a la mañana temprano, yo era la primera en despertarme. No soportaba que me despertaran ustedes, no quería ser un estorbo. Entonces me levantaba y me lavaba, y cuando ustedes se despertaban me encontraban ya limpia y vestida. Para ustedes era normal encontrarme ya en pie y lista, nunca me felicitaron por eso. Tal vez, si yo tuviera un hijo, haría lo mismo, justamente para evitar que cuando fuera grande se sintiera demasiado… para no hacerlo sentir un incompetente, eso es. Como papá ni siquiera prestaba atención a cómo estaba vestida, tú me escrutabas durante minutos enteros. “¿Por qué te has puesto esa falda? No está bien, hay que lavarla”, “¿Qué haces con esos zapatos? ¿Vas a un baile? Ponte un par de zapatillas de goma… ponte las del año pasado, esas que están sucias. Hoy vamos al mar, a lo de la abuela, vamos a pasar allí la Pascua ”.

De todos modos, durante esos viajes, yo me encontraba muy bien. Dejaba la ventanilla cerrada porque odiaba el viento que se filtraba por la ventanilla del auto que corría… parecía una espada girando en el aire, o bien el lazo de un cowboy. Me gustaba el sonido de la radio y me gustaba el sonido de tu voz mientras hablabas con papá. Mia Martini y Mina, Ricardo Cocciante y Loredana Bertè: esa era la columna sonora de mis pensamientos. Esas canciones que cantabas a voz en grito y que yo aprendía y las susurraba tímidamente porque me avergonzaba mi voz ronca y masculina. Amores rotos, amores perdidos, amores olvidados: estos fueron los temas de mi infancia.

A menudo me vencía el sueño. Era estupendo dormir en el auto, protegida por un vientre artificial que permanecía con vida gracias a un motor. Casi me parecía estar volviendo adentro de tu panza. A propósito: ¿qué sensación te daba tenerme adentro? ¿Me sentías una intrusa o bien una parte de ti? ¿Pesaba mucho? Tú fuiste siempre tan pequeña, tan menuda… ¿tener otra vida dentro no dificultaba tus movimientos? ¿Me hablabas? ¿Qué me decías?

Ayer le pedí a Thomas que me chupara las tetas como si estuviera chupando leche. Es un período materno, el mío. Todo eso me hace bien, me hace sentir mujer.

Seriamente: ¿sabes qué pensaba durante esas excursiones tan largas? Pensaba: “Un día me gustaría publicar mi diario, escribir acerca de mi vida. Debo pensar seriamente en tener uno… aunque sé que pronto me cansaría de escribir”.

Un día le pedí a papá que me regalara un diario con un candado grande. Durante una semana, todos los días, cuando volvía a casa le preguntaba: “Papi, ¿me compraste el diario?”. Siempre se lo preguntaba mientras cenábamos, siempre en voz baja; y se lo preguntaba cuando la mesa ya estaba hundida en el silencio, no quería interrumpir. Cada vez que le preguntaba si me había comprado el diario sentía culpa. Cuando él me decía: “No”, yo no me enojaba: era la respuesta más adecuada a una pregunta tan indiscreta como la que había hecho. Si me lo hubiese traído, me lo habría dado enseguida, ¿qué sentido tenía que se lo preguntara?

Algunas semanas después me llevaste en el auto, me hiciste bajar y entramos en la librería. La señora esquelética que estaba detrás del mostrador, esa con ojos de pescado hervido y cabellos finos, finos, finos, era la mamá de una compañera mía de la escuela. Me gustaba esa mujer, parecía un hada disfrazada de bruja. Todos mis compañeros de clase le tenían miedo; yo, en cambio, hasta podría decir que la encontraba bella. Me indicaste un estante donde había cuadernos, lápices, lapiceras y otros útiles de escritorio; en medio de todo eso estaba tirado un diario. La tapa era de raso blanco, un blanco sucio. Estaba ilustrada con una chica rubia con una flor roja montada a una moto. El diario era muy delgado, no tendría más de veinte hojas. Y el candado parecía muy frágil, dorado y sucio, con algunas manchas marrones. Era el único que había. Era un sobrante de los años ochenta. Me fui contentísima, el diario era horrendo, pero me gustaba muchísimo. El hada disfrazada de bruja te lo cobró mil quinientas liras.

Pero mi habitual incoherencia hizo que pronto abandonara el proyecto. Escribí solamente cinco páginas, me cansé enseguida.

“Escribiré cuando no pueda evitar decir algo”, me prometí a mí misma. Odiaba tener que escribir algo que no tuviera sentido.

Así, cuando pensé que había llegado el momento de enterrar mi alma y mantener con vida sólo mi materia, pura e inconsciente, un ángel perverso me susurró al oído: “Escribe. Estas emociones no volverán. Si escribes, un resto de tu alma se quedará en tu pecho”.

Y dado que nunca tuve mucho que perder, fingiendo que tenía un diario escribí una novela.

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