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Esta noche, mientras ella reía, noté que un diente se encimaba a otro, como si tímidamente tratara de esconderse. Me pareció un defecto increíblemente fascinante y me pregunté por qué extraño motivo nunca me había percatado de él. Conozco sus lunares, sus pelos, conozco los variados olores que poco a poco van surgiendo cuando explora su cuerpo. Sé que tiene una costilla de más, esa que no se le ha dado a la mujer. Tiene pecas en la espalda y profundos y grandes nudillos en las manos. El brillo de las estrellas es débil y monótono comparado con el brillo de sus ojos. Tiene una boca blanda, como sólo las mujeres poseen. Tiene vientre y senos maternos, blandos como los miembros de un recién nacido.

Tiene un lunar debajo del ojo, a la misma altura que el mío.

Mientras miraba ese diente torcido, extasiada, él me miró y casi molesto dijo:

– ¿Qué pasa?

Entendí que algo andaba mal.

Entendí que estoy por ser abandonada.

Lo primero que compartimos fue un libro de poesías de Mao Tse-Tung comprado en una librería de viejo. Lo leímos de noche, en su habitación, con una manta que cubría nuestros cuerpos desnudos y todavía tibios. Las luces rojas de la Navidad colgaban en las paredes de la habitación y creíamos estar en un cubo transparente colgando en medio de la nada, donde podíamos ser vistos por cualquiera.

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