18

El mar estaba agitado y yo tenía cuatro años y una malla enteriza, roja. La playa ardía por el sol de la primera tarde, las piedras brillaban y el contraste con el azul intenso del mar era fuerte, muy fuerte. Alrededor de la panza tenía un salvavidas de plástico con un estampado de manzanas rojas. Lo mantenía en su lugar con ambas manos mientras zapateaba porque a toda costa quería bañarme, a pesar de que las olas parecían querer tragárselo todo.

– ¡Quiero bañarme! -gritaba yo con lágrimas en los ojos y a voz en cuello.

Papá, tirado sobre una esterilla, fingía no oírme.

– ¡Quiero bañarme! -repetí hasta que estuvo obligado a alzar los ojos y mirarme con aspecto intolerante.

– No puedes -me dijo-, el mar está demasiado agitado.

– Por eso me gusta -respondí-, juego con las olas.

Tú, panza abajo, tomabas sol en la espalda; interviniste farfullando:

– Deja que se bañe, por favor, si tú estás cerca de ella no puede pasarle nada.

Satisfecha sonreí por dentro, pero mi rostro aún se veía tremendamente alterado.

Fui corriendo hacia la orilla, siempre sosteniendo mi salvavidas. Papá me alcanzó, puse un pie en el agua y estaba muy fría, pero no me importó.

– Está fría -dijo él-, salgamos.

No respondí, seguí adelante hasta que el agua me llegó a la cintura.

Me alejé, las puntas de mis pies ya no tocaban el fondo y ahora eran las olas las que me arrastraban a mí y mi salvavidas. Papá, detrás de mí, me miraba, impaciente por oírme decir: “Vamos, papá”.

Yo nadaba y jugaba con las olas que me levantaban, altas y majestuosas. Tal vez sonreía. Eran como grandes brazos que me levantaban y después me dejaban caer, y por un momento experimentaba una mezcla de miedo y excitación. Miedo de ahogarme y excitación por estar siendo elevada hacia el cielo, por un instante, por un segundo. Sentía como si me estuvieran acunando.

Me di vuelta y vi su mirada que, antes impaciente, se había vuelto dolorida.

Sentí tanta pena en ese momento, vi su traje de baño mojado y me pareció mal que sintiese frío. Vi la expresión sufrida de su rostro y experimenté tanta ternura que me reproché haber sido tan egoísta, haber pensado solamente en mis juegos.

– Papá, volvamos a la orilla.

Él prácticamente salió corriendo del agua, mientras yo daba brazadas con vehemencia, luchando contra las olas que cada vez más intentaban llevarme mar adentro.

Con los ojos un poco desencajados trataba de acercarme, sin conseguirlo. Pero no decía nada, no quería volver a ver en él esa mirada, tenía que arreglarme sola.

Cuando llegué a la orilla él ya estaba tendido en la esterilla y leía el diario.

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