21

Sucedió de improviso. Me senté en la taza del inodoro y sentí primero un hormigueo en los ovarios y luego un ruido sordo dentro de la taza. Cuando era pequeña estaba convencida de que del inodoro podían salir ranas que treparían por mi espalda. Me corrí un poco manteniendo las piernas abiertas y unas gotas de sangre cayeron en el piso.

Adentro no había una rana. Había un renacuajo. Un renacuajo de hombre. Era rojo, flotaba en una piscina dorada, mirándome con su único ojo negro, casi más grande que su propia cabeza. Tenía una pequeña cola, su cuerpo era alargado, como el de una luciérnaga.

– “Sutta ‘n palazzu c’è ‘n cani pazzu, te pazzu cani stu pezzu ri pani” [2] -susurró ese ser despreciable.

Sentí que me temblaba el corazón y que mi mente se nublaba. Flotaba, moviéndose de aquí para allá, como si verdaderamente ese juego acuático lo estuviera divirtiendo. Oía la lejana risa estridente de un niño y ese renacuajo seguía flotando y flotando repitiendo “sutta ‘n palazzu c’è ‘n cani pazzu, te pazzu cani stu pezzu ri pani”.

Luego, por miedo a que aquello fuese un monstruo, apreté el botón. Un potente torbellino lo arrastró a la cloaca.

El ruido del agua no me dejó oír la llegada de Thomas. Había cerrado la puerta y había apoyado el casco en el piso.

– ¡Eh, estoy en casa!

Tomarlo. Eso hubiese debido hacer. Tomarlo y destrozarlo.

– ¿Dónde te escondes?

Destrozarlo por la rabia, por el amor inmaduro, por ese amor que hizo que lo amara por un tiempo muy breve y esa muerte que me lo arrancó del vientre.

– Chiquita… ¿dónde estás?

Salí del baño con la mirada baja y le sonreí.

– ¿Qué hacías? -me preguntó.

– Estaba en el baño -respondí.

Limpiarle todo rastro de sangre y mantenerlo desnudo y limpio bajo la almohada.

– ¡Ah, tengo una sorpresa…! -dijo él, entusiasta.

Tocar sus miembros blandos y hundirse en su pecho con un dedo. Tomarle el corazón, levantarlo al cielo.

– Ya sé que tendríamos que haberlo hecho los dos, pero no pude resistirme…

Ponerlo en mi pezón por algunos minutos, el tiempo que lleva llorar.

Después sentí una cabeza peluda acariciándome los tobillos y pensé que mi hijo había vuelto bajo la forma de un fantasma aterciopelado.

Miré delante de mí y le pregunté a Thomas:

– ¿Qué es?

Él me miró y luego dijo:

– Es un perro.

Bajé la cabeza con los ojos llenos de lágrimas.

Y después estallé en llanto y me puse a gritar.

La oscuridad ya había hecho su ingreso en la habitación, el viento movía levemente la cortina roja, mientras el volumen alto del televisor de los vecinos ocupaba ese silencio inmóvil.

– ¿Qué hacemos? -me preguntó acariciándome los pies.

– Lo que quedaba por hacer ya lo hizo él. Todo es como antes -respondí, seca.

Él se puso de pie, prendió un cigarrillo y se asomó a la ventana. Lo sentía respirar.

El perro se refugió en un rincón, asustado, mientras con el rabillo del ojo seguía todos mis cansados movimientos.

– Todo es como antes -repetí.

El humo de su cigarrillo se disolvía en el aire bajo forma de aros.

– ¿Por qué lo tiraste? -me preguntó con un tono de voz que nunca antes le había oído.

– Salió solo, yo…

– No, no -me interrumpió-. ¿Por qué tiraste el renacuajo?

Me quedé pensando un momento, en realidad yo tampoco lo sabía.

El perro seguía mirándome y en mi cabeza retumbaba la frase “sutta ‘n palazzu c’è ‘n cani pazzu, te pazzu cani stu pezzu ri pani”.

– Por miedo, tal vez -respondí.

– ¿Miedo de qué?

Alcé los hombros, pero él no podía verme.

– Tendrías que habérmelo mostrado – dijo después.

– ¿Qué habría cambiado…? -respondí con lágrimas que volvían a quemarme los ojos.

Después se giró y dijo:

– Lo siento.

Todo es como antes.

¿Todo es como antes?

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