Recuerdo que en nuestro living había una gruta y que dentro de la gruta había una estatua de la Virgen María.
Recuerdo que ella sangraba, y el niño que tenía en los brazos también sangraba.
Yo le hablaba y tú llegabas de la otra habitación preguntándome con quién estaba hablando.
Yo no te prestaba atención y seguía hablando una lengua que no conocías.
Hablaste con el padre Pascualino y él te dijo que grabaras mi voz.
Tú lo hiciste, pero al final el casete estaba vacío.
Entonces hablaste con papá y él te pegó y después lloró, confesándote que él, esa misma mañana, había visto a un hombre caminando despreocupado por la cocina.
Fuiste otra vez a ver al padre Pascualino y él llegó por la tarde para bendecir la casa.
Cuando lo acompañamos a la puerta yo empecé a correr y a gritar, diciendo que me seguían serpientes.
Entonces me llevaste al psicólogo y él te dijo que sufría de depresión y de alucinaciones.
Yo tenía cinco años y no conocía esas palabras.
Tú me explicaste que la depresión es una tristeza profunda y que la alucinación es una profunda euforia.
Cuando le contaste a papá lo que había dicho el médico él te pegó otra vez y después rompió todos los vidrios de las ventanas.
Recuerdo que en los años siguientes me llevabas a la casa de tus amigas y me hacías visitar todas las habitaciones, preguntándome cuáles estaban habitadas por espíritus y cuáles no.
Yo señalaba los rincones de la casa y después huía.
Hasta los ocho años veía una sombra que corría velozmente y nunca conseguía identificarla.
Volví al psicólogo y me derivó a un psiquiatra y él me dijo que invirtiera en mi locura para liberarla.
Me puse a dibujar, pero no podía pintar manteniéndome dentro del límite de los bordes.
Me compré una guitarra, pero tenía miedo de que las cuerdas me cortaran los dedos.
Escribí, y dentro de mí pasó algo.
Escribí, escribí, escribí mucho, y después me hice famosa.
Y aquello que había liberado volvió sobre sus pasos y me invadió.
Matándome.