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Estoy comiendo galletas saladas, del otro lado suena un jazz delirante en el estéreo y afuera llueve. Tengo los muslos tan amplios que puedo apoyar los codos encima de ellos.

Tengo la voz ronca. Esta mañana estuvo aquí Maximiliano, ese amigo mío napolitano del que te hablé alguna vez; a veces viene a verme y cuando sonríe nunca consigo entender si está triste o qué.

– Tengo miedo -le susurré.

Él me miró con compasión e incomodidad y dijo:

– ¿De qué?

– De que él me engañe… -respondí.

– ¿Qué te hace pensar eso?

– Nada… lo siento.

Me miró asintiendo y enseguida comprendí en qué estaba pensando.

Abrí los ojos todo lo que pude y le grité:

– ¿Piensas que estoy loca?

Él me dijo que estoy confundiendo la realidad, que el mundo en el que creo estar viviendo no es el mundo real.

– Abre los ojos, Melissa. Te estás creando una realidad que no tiene nada que ver con la realidad que te rodea.

Lo tomé del brazo y lo empujé hacia afuera, con tanta violencia que en las manos me quedó un jirón de su camisa a cuadros, que arrancaron mis manos furiosas.

Después cerré la puerta y me sentí levemente mareada. Estoy cansada. Fui al baño y me di cuenta de que sobre el lavabo, por el apuro, había dejado la toallita llena de sangre. No importa, la sangre no es desconcertante. Salí al balcón; la lavadora eléctrica había terminado con el centrifugado. Me quedé mirando adentro de la cesta durante muchos minutos, no sé por qué. Tengo la cabeza tan llena de pensamientos que parece que estuviera vacía. Estoy saturada de felicidad, la felicidad me agota, me desmoraliza. Cada día, a cada minuto, me pregunto si esta felicidad tendrá un fin y cuándo sucederá. Soy demasiado apocalíptica, lo sé. Masoquista, tal vez. Sí, soy plenamente consciente de eso. Los mensajes que provienen del mundo son exasperantes: nada es para siempre, todo tiene un final, todo se marchita, todo muere. ¿Y si a mí no me pasara, qué hacemos? ¿Y si yo siempre me quedase en esta edad, con la misma escasa capacidad intelectual, si siguiese enamorada por siempre, qué hacemos?

Lo sé, no acepto los cambios. Soy demasiado tradicionalista, estoy demasiado ligada a los recuerdos y, paradójicamente, ligada a las fantasías sobre el futuro. Por esto mi presente es tan inquieto, aunque feliz: mezclo pasado, futuro y presente como si de esa mezcla pudiese surgir un postre exquisito. Un postre que hace bien porque hace mal. Un postre que es bueno porque tiene ingredientes contrapuestos.

No hay nada de positivo en esta riqueza de sentimientos. Esto es una orgía, mamá. Una orgía de sentimientos. En la que no se comprende quién lleva la mejor parte, en la que no se puede prever si al final ganará la vida o la muerte, el amor o el dolor. Es un caos infinito, conectado por muchos pequeños eslabones que encastran entre sí y terminan en mi cuello, arrastrándome a lugares siempre distintos, con estados de ánimo cada vez más desesperantes.

En lo más profundo soy una persona perturbada. No sé reprimir los instintos, me hago corromper por las obsesiones, las pasiones más violentas. ¿En tu opinión esto sucede porque soy siciliana? ¿O porque tengo miedo de quedar mutilada de la parte más bella de mí? De Thomas.

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