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Cómo te sentiste ayer? Cuando llegaste a casa y prendiste un cigarrillo en la cocina, con la estufa encendida, cuando nuestro gato se refregó contra tu cuello haciendo que se agitara tu respiración, cuando cerraste los ojos y te acomodaste como un feto, ¿en qué estabas pensando? ¿Estabas bien?

Mi tormento comenzó cuando te saludé en el aeropuerto, cuando me acerqué a ti y te dije:

– ¿Entonces has entendido? Haces el check-in, subes por esa escalera mecánica y después pasas a través del detector de metales -te lo señalé con el dedo-, después de lo cual vas a la puerta que está indicada en la tarjeta de embarque y listo. Cuando hayas llegado, llámame.

Te dije estas palabras y, después de haberme alejado, me acerqué otra vez y volví a decirte todo con pelos y señales. Incluso repetí el gesto señalando el detector de metales.

Al final te abracé suavemente, sin que nuestros cuerpos entraran en contacto, y te susurré al oído:

– Gracias.

Tú, con un tono menos duro que el mío, respondiste:

– Gracias a ti, tesoro, gracias a ti.

Esa misma noche hice el amor con Thomas.

– Hagámoslo como si ésta fuese la última vez -le dije mirándolo fijo a los ojos.

Él dudó y me dijo:

– ¿Qué quieres decir?

– Estúpido… nada apocalíptico. Es sólo exceso de amor, nada más.

– ¿Por qué? -me preguntó.

Alcé los hombros y respondí:

– Porque estoy cansada de entregarme de a pedazos. Necesito extenderme hasta el infinito.

– Pero eso lo haces siempre -dijo.

Alcé de nuevo los hombres y bufé.

No, nunca me extendí hasta el infinito. No conozco el infinito. Conozco los límites, la parálisis, la sumisión. Pero no, no diría que conozco el infinito.

– Hagamos así. Piensa en qué pasaría si uno de nosotros muriese mañana; piensa en qué pasaría si uno de nosotros tuviese que hacer un viaje que durara años y años y estuviéramos obligados a volver a vernos después de tanto tiempo… o a lo mejor a no volver a vernos nunca más. ¿Cómo me amarías entonces?

Él era muy bello, yo era muy bella. Calentados por la luz de la lámpara que estaba sobre la mesa de luz, que bañaba nuestros rostros con partículas de colores.

Y cuando hicimos el amor él ya no estaba, estaba él y también estabas tú. Estaba yo, sólo una figurante. É y tú me amaron, me besaron y me rasgaron. Veía tu nariz, tu boca, tus orejas y sus ojos. Sentía latir dos corazones en vez de uno, y cuando mi cuerpo sufrió un sobresalto grité:

– Te amo tanto, tanto, tanto -pero también te lo estaba diciendo a ti.

Él y tú, custodios de mi alma y de mi cuerpo. Presuntuosamente asomados a la terraza de mi vida, la observan y la protegen como yo no se los pedí, como yo no lo pretendo.

Su sudor tenía el sabor de tu cuello, y su cuello tenía tu sabor. Después nada. Los párpados cayeron como un telón después del espectáculo y las respiraciones leves y satisfechas se entrecruzaron con los olores de la habitación. Y tú te quedaste.

Tú nunca atentaste contra mi vida y mi libertad. Tú eres demasiado liviana y yo demasiado pesada. De ahora en adelante deberé hacer que callen todas mis teorías sobre la vida para darle más espacio al sentimiento que experimento hacia ti.

Tal vez te lo merezcas.

– Un pasaje a Roma, de ida -dije.

El señor de la agencia de viajes mi miró y sonrió:

– ¿A dónde vas esta vez?

Lo miré un rato, dibujando en mi cabeza cada una de las facciones de su rostro.

– A casa -respondí.

Él bajó la cabeza a modo de reverencia y mirándome con los ojos entrecerrados dijo:

– Un momento.

Mientras él tecleaba en la computadora yo observaba los folletos que estaban a mi espalda. Entre el Congo y Laos hubiera podido ir a cualquier parte. De París a Hokkaido. De Valparaíso a Atenas.

Incluso hubiera podido comenzar mi fuga de inmediato, ya que estaba. Pero la falta de responsabilidad me asustaba, siempre me asustó.

– ¿Entonces te has decidido por Roma? -preguntó el señor.

Giré y asentí, sonriendo.

– ¿Quieres que haga un pasaje electrónico?

– No, no, por favor. Quiero tenerlo en mano.

Fue como acertar de improviso esa calle que tantas veces vi mirando el horizonte, estando en mi propia calle, esa que recorro desde hace tan poco tiempo, pero donde me parece haber vivido cien años, la mitad de los cuales fueron bien utilizados y la otra mitad, siendo optimistas, no tanto.

Siempre me pareció tan improbable llegar al punto en que las dos calles se cruzaban que recorrí con indolencia todo el trecho sin preguntarme cuándo habría llegado y qué habría hecho cuando eso hubiese ocurrido.

De improviso volví a encontrarme en la entrada de la calle desconocida, que un cartel dorado señalaba como “Calle probable. Puedes avanzar o elegir doblar a la izquierda”.

Entonces miré hacia atrás y vi mis huellas que llegaban hasta donde el tejido de las calles paralelas confluían para formar una perspectiva perfecta; el asfalto estaba semidestruido; granizo, lluvia y viento lo habían maltratado, agujereado y después aplanado. Vi la estela de sangre dejada por las heridas causadas por las caídas; aquí y allá vi algún que otro cadáver extendido, desnudo y con los ojos aún abiertos. De ti, ninguna huella. Sólo un olor a mamífero que se expande a lo largo de la calle desierta de vida. Volví a mirar el cartel dorado: parecía el acceso al Paraíso. Pero alguien una vez me dijo que no hay mejor paraíso que el propio infierno (¿o tal vez lo dijo mi conciencia, otorgándome una coartada?). En cualquier caso decidí tentar a la suerte y en vez de avanzar por esa calle gris, a la que llegué pasando por un agujero negro gritando fuerte “¡La luz! ¡La luz!”, olfateé un poco el aire y doblé a la izquierda, manteniendo las manos cruzadas a la altura del corazón.

Tomé el pasaje de avión y lo mantuve delicadamente entre los dedos: mi pasaje de entrada.

Cuando salí de la agencia un frío sutil hizo que se me crispara la piel. Me envolví con mi abrigo (el rojo, de piel, el que a Ornella le hace recordar una bata) y trepé por la Acchianata de San Giuliano. Decidí pasar por Piazza Crociferi, donde el exceso y el lujo barroco compiten con la degradación, la muerte y la descomposición de las mismas casas que tienen frisos y frisones, flores que germinan en la piedra e inexorablemente se secan. Allí fue donde di el primer beso, allí fue donde intercambié golpes con una imbécil; más adelante, la escalinata donde una noche saboreé una cerveza con un desconocido sin pedir nada a cambio.

Pero ningún recuerdo consiguió despertar sensaciones adormecidas.

Entonces seguí hasta la Piazza del Elefante y lo único que vi fueron los abrigos grises de los funcionarios de la municipalidad.

Seguí hacia la pescadería y allí también lo único que vino a mi mente fue esa vez, hace tantos años, cuando tú, la abuela y yo habíamos ido a comprar pescado; y lo que más me había asombrado aquella vez fue la estrella de mar que estaba adherida a la espalda de un pez espada que aún vivía. Pocos, demasiado pocos recuerdos que, en su mayoría, son vanos y están descoloridos.

Si alguien me preguntara cuál es la ciudad que más odio, respondería Catania. Y daría la misma respuesta si me preguntara cuál es la ciudad que más amo.

Siempre me has dicho que estar lejos de la propia tierra es lo más doloroso que puede haber. Siempre me has dicho que, si me hubiese ido, habría sentido a la nostalgia agarrándome por el cuello y arrastrándome hacia la desesperación y el dolor.

Yo te decía que para mí un lugar vale lo que cualquier otro y que Catania incluso era el lugar al que más le temía, porque Catania te deglute.

Oscuridad, cenizas, lava coagulada y enfriada. A pesar de eso el sol pega continuamente entre los bajorrelieves barrocos y en las cortinas de encaje blancas de las viejas casas del centro; toda la ciudad parece hundirse en una gran, infinita, profunda oscuridad. Catania es tenebrosa. Es como si estuviera atravesando el umbral de una enorme boca abierta de par en par, llevada por un tren cansado. Catania es así incluso cuando parece que la vida no puede estar contenida en sus estrechas plazas y en sus calles arañadas, cuando por la noche jóvenes, carteristas, putas, drogadictos, familias y turistas se encuentran en el mismo lugar, todos, a la misma hora, dando vida y origen a orgías exóticas y desordenadas. Catania es bella porque no tiene jerarquías, porque no tiene tiempo, porque es ignorante de la fascinación que provoca. Es bella como una mujer desnuda, blanca y con el cabello negrísimo, que le cae sobre los ojos cuando la mano de un hombre violento le tapa la boca, susurrándole con malicia: “No digas nada, puta”.

Catania es así, una puta que no habla porque alguien le tapa la boca.

Yo soy alguien profundamente cataniense. Tengo dentro de mí la vida y la muerte, no le temo a ninguna de las dos. Pero a veces la vida tiende hacia la muerte.

A menudo, si alguien se alejó de casa por mucho tiempo, lo oigo decir que el único motivo que lo impulsa a retornar a su propio canil es la necesidad de reencontrarse con sus propias raíces, de indagar en el terreno y apropiarse de él, viviseccionándolo. ¿Raíces? ¿De qué raíces me hablan? No somos árboles, somos seres humanos. Seres humanos que provienen de una semilla y que seguirán siendo semillas por toda la eternidad. A lo sumo, tal vez, el único lugar donde hemos tenido raíces es en el vientre materno.

Y si un día quiero volver a mis orígenes, si siento deseos de comer mis propias raíces, no deberé hacer otra cosa que desgarrarte el vientre, entrar con todo el cuerpo y atarme a ti con un hilo ficticio.

Pero no me serviría de mucho. Quiero seguir siendo semilla. Quiero ser mi origen y mi fin. Y no quiero pudrirme dentro de terreno alguno, quiero que el viento me arrastre siempre.

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