Me despierto de golpe, transpirada, la sábana envolviéndome las piernas, casi estoy atrapada. Atrapada como un mosquito dentro de una lágrima.
Thomas está acostado a mi lado, se durmió con los anteojos puestos y con el diario Il Manifesto en la mano. Le saco los anteojos, apago la luz y le digo que lo amo; apoyo la cabeza en su pecho y escucho el chirrido de su corazón, igual a un mecanismo que no funciona bien. No son latidos regulares y humanos: es sólo un chirrido, un chirrido, un intento de permanecer con vida. El primer pensamiento es el que sigue: hasta hace algunos meses su corazón habría explotado en contacto con mi cara. Ahora chirría. ¿Qué te hace falta, me pregunto, un filtro de amor?
Yo estaba vestida como él quería. Y no me disgustaba complacer sus gustos estéticos y sus deseos: yo era la que él deseaba. El hecho de que me gustara o no era absolutamente secundario, porque gustarle a él era lo más importante.
Estábamos sentados afuera, habíamos ocupado una mesa en un restaurante que se encontraba exactamente detrás de Piazza Teatro Massimo.
El verano acababa de terminar y el otoño hacía que se viera más débil el ligero bronceado de mi piel. Las calles volvían a estar tranquilas por la noche después del caos que constantemente se había apoderado de ellas. La mesa se apoyaba oblicuamente en la calle, ya que el adoquinado no era perfecto. Del restaurante provenía una música reggae y se me escapó una sonrisa cuando su expresión asumió el tono del estupor: yo sabía perfectamente que aquella música era para él lo más distante que podía existir. Hubiera preferido un lugar más discreto, hubiera querido usar adjetivos como “delicioso”, “exquisito” o “gracioso” para poder describirlo. Éste, en cambio, lo habría definido como “ruidoso”, “vulgar” y “juvenil”. Pero se limitó a mirarme y a extrañarse del lugar todo lo que era posible.
– Es extraordinario cómo consigues hacerme decir cosas que nunca me dije ni siquiera a mí mismo -dijo.
Me limité a sonreír. No lo estaba escuchando.
– Cuando te hablo de mis sueños perdidos, de la vida que me has dado, siento por primera vez que no estoy siendo juzgado. Siento que soy estimado. ¿Entiendes lo que digo?
Hice un gesto con la cabeza. Tenía todo el aspecto de estar aburrida.
Dejó de hablar durante algunos minutos y luego, mirándome intensamente, me preguntó:
– ¿Qué piensas de mí?
Lo último que debe hacer un hombre es preguntarme qué pienso de él.
No pienso nada, no hay nada que pensar. Si te amo, te amo, si me das asco, me das asco. ¿Es tan difícil? ¿Quieres saber qué pienso? Pienso que debería dejar de importarte lo que la gente piensa de ti. Pienso que eres egoísta, malvado e incluso ciego. Pienso que estuviste hablando durante toda la noche y que no has entendido que yo estaba en otra parte. Pienso que estás tan ávido de mí que ni siquiera mínimamente has sentido, mientras hacíamos el amor, que mi cuerpo estaba tan chato y quieto como este costoso vino que está adentro de esta copa.
Me miró con ojos de perro apaleado. Esperaba.
Bebí un trago de vino y respondí:
– Pienso que eres una buena persona.
– ¿Sabes? Nunca me sentí tan libre. Ni siquiera con mi esposa -dijo sin prestar atención a las palabras que yo acababa de pronunciar.
Yo no tenía ganas de hablar. Él sí tenía ganas. Dejé que continuase.
– Siempre me haces sentir malestar en el estómago, el cerebro y la lengua, un malestar que me vuelve pasivo e impotente. ¿Sabes lo que eso significa, no? ¿Lo sabes? -su tono se había vuelto acusatorio, era como si me estuviera reprochando algo.
Alcé los hombros y dije en voz baja:
– No, no lo sé. Yo siempre quise mucho mi propia libertad.
Le tembló el labio y continuó, más violento que antes:
– Eres muy chica y ciertas cosas no puedes entenderlas. ¡No sabes cómo se siente uno cuando está privado de sí mismo, viendo a los propios sueños perdidos por culpa de gente racional, conciente, adulta! Yo era como tú: no quería crecer, me sentía libre. Pero alguien me jodió. Y también te joderán a ti -dijo haciendo rechinar los dientes.
– Puntos de vista -respondí.
– No sabes nada, no sabes cómo me siento.
No, y no tengo ganas de saberlo.
– Sí que lo sé, Claudio. Pero, te lo ruego, no me hables siempre de lo mismo.
– ¿Y qué te gustaría escuchar? ¿Que la vida es bella, que la gente te ama, que vivir es como dar vueltas en una calesita?
Sonreí abiertamente y exclamé:
– ¿Por qué no?
Empezó a llorar ahogando la voz. Las lágrimas le brotaban de los ojos y mojaban su cara arrugada.
Lo miré con compasión y le susurré:
– Todo irá bien. Es mejor que volvamos a casa, debes calmarte.
Asintió y se alejó de la mesa sin saludarme.
Me quedé sola, entré al local y sonreí mientras la música golpeaba contra las paredes. Cien veces buenas noches.