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Quieres? -me preguntó el hombre.

Era alto, un poco robusto, dos grandes ojos negros que ardían, el pelo crespo y la frente muy ancha.

Me estaba ofreciendo una cajita de madera semiabierta y en la otra mano tenía un cheque de cien euros y un cúter pequeño.

Lo miré e imaginé que era el jefe de una aldea africana que me ofrecía el tesoro de su tierra, mientras con la otra mano me entregaba el puñal del sacrificio con el que debería pincharme un dedo y mezclar mi sangre con la suya.

– Es buenísima, mercadería de primera -continuó.

Imaginé a los hombres de la aldea excavando la tierra oscura y seca para extraer ese material precioso y cristalino.

Me incitó con un gesto de la mano para que hiciera honor a su dádiva.

Lo miré fijamente a los ojos, lo vi ausente. Me veía, pero no me estaba mirando. No gozaba plenamente de sus facultades y no entendía que lo que tenía delante era una chica mayor de edad desde hacía poco y que, al menos, aparentaba tener cuatro años menos.

Sacudí la cabeza, negando.

Él me sonrió y extendió el polvillo sobre una bandeja de plata salpicada aquí y allá con algunas gotas de champagne. Limpió las gotas con los puños de la camisa farfullando algo.

Lo aspiró de un saque. Levantó la cabeza llevándola hacia atrás y cerró los ojos moviendo la nariz como los conejos.

Por un instante me pareció que su cuerpo se volvía transparente, vi su piel derritiéndose y su organismo enteramente visible. Sus órganos eran más oscuros que sus ojos y aquí y allá una úlcera desgarraba las mucosas. El polvillo cristalino se expandía por todo el cuerpo, se ramificaba como un río que tiene distintos afluentes, y parecía casi una fuente divina, parecía casi un manantial purificador.

Luego, por la puerta, se asomó primero una gran panza, y luego el cuerpo de una mujer bella y joven que se acercó al hombre-jefe africano y le acarició el cabello preguntándole si era buena.

Él respiró a fondo, ensanchando las narices, y respondió:

– Divina.

La mujer hizo una mueca, como si hubiese querido decir: “Di que tengo el párvulo en la panza, que si no…”.

Después me miró y me preguntó:

– Tú no habrás tomado de eso, ¿no?

Yo sacudí la cabeza y respondí:

– No, no me gusta.

Hice un gesto apuntando los pulgares hacia arriba con los puños cerrados y se dirigió a una gran casetera, abrió un casete y extrajo un porro bien confeccionado, como debe hacerse.

Lo miró como yo miraría una linda pija y después suspiró.

Lo encendió y se acostó en la cama fumando con placer.

Pocas semanas después la vi actuando en una película, tenía el cabello más largo y todavía no estaba embarazada. Sus pupilas eran pequeñas como la brasa de un porro.

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